Sábado, 12 de junio, Londres, barrio de Bloomsbury
A través de la fina piel de los párpados se podía ver el rapidísimo movimiento de los ojos. Sue alargó de forma casi instintiva la mano para tranquilizar a Anido en su sueño agitado, pero los dedos apenas tocaron la frente del fotógrafo. Estaba ardiendo. Jaime se había recuperado lo suficiente como para volver a Londres con ella en el coche, pero al llegar a casa, se arrastró hacia la cama como pudo, se tomó un somnífero con un trago de whisky y se quedó profundamente dormido. De eso habían pasado ya doce horas… Sue esperaba con ansia la llegada de su médico particular. Aunque, la verdad, más que un médico, lo que necesitaba su amigo en aquel momento era mucho reposo y una buena sopa. Hasta el día siguiente no iba a estar la señora que hacía la comida y se encargaba de la casa… pero podía pedir comida china, por ejemplo. Sue no podía dejar de darle vueltas a la cabeza. Lo que había ocurrido en Garlinton Manor no tenía explicación. Por lo menos, para ella. Sabía que Patricia Janz era la favorita de Jaime, pero lo que no podía entender era que su muerte le hubiese provocado un trauma tan grande, capaz de hacerle perder el control de aquella forma tan inesperada. Jaime era una persona sensible, era cierto. Pero durante la temporada que habían pasado juntos, jamás había dado ningún signo de debilidad o de trastorno, en ninguna de las sesiones a las que habían asistido. Sue no entendía qué estaba pasando. Estaba sumida en una total confusión. Desde la muerte de Patricia todo había cambiado, era como si una sombra funesta se dedicara a intentar destruir todo lo que rodeaba a la hermandad. Fue hasta la cocina y puso el antiguo calentador de agua en el fuego para hacerse un té. Mientras esperaba a que el aparato pitase, cogió una lata de Earl grey del aparador y puso en una tetera tres cucharadas. Miró por el ventanuco de la cocina: estaba anocheciendo rápidamente. Los números romanos del gran reloj blanco y negro que estaba colgado de la pared indicaban ya las seis de la tarde. El doctor Williams tenía que estar al caer. Cuando el calentador anunció con su particular sonido que el agua estaba hirviendo, la vertió con cuidado en la tetera y se sentó en la mesa de la cocina a esperar que la infusión estuviese lista. Estaba agotada. Preocupada. La fiesta habría salido perfecta si no hubiese sido por el percance de Jaime. Una cosa así podía costarles muy caro. Menos mal que la chica era de confianza, cualquier otra persona podía denunciarlos, hacer saltar las alarmas, provocar una investigación… no quería pensar en las consecuencias que un acto así podría tener para la hermandad.
El timbre sonó en el otro lado de la casa con fuerza. Gracias a Dios. En una hora tenía que ir a la tienda a cerrar la caja. La dependienta, Moira, le había pedido permiso para salir antes y ella no había podido negarse. Tenía una cita importante con un novio nuevo. Moira nunca era capaz de conservar una relación durante más de un mes, así que esa cita la tenía totalmente loca.
Sue fue hacia la gran puerta blindada. El doctor Williams le sonrió a través de la mirilla. Era un hombre mayor, de más de sesenta y cinco años, médico de la familia de Sue desde hacía mucho tiempo. Una persona de confianza. Abrió la puerta y la abrazó con cariño.
—Hola, Sue. He venido en cuanto he podido. Lo siento de veras. Llevo una tarde muy ocupada…
Sue lo llevó hasta la habitación de Jaime. Luego se acercó a la cama y agarró la mano que sobresalía entre las sábanas revueltas, acariciándola. Anido se movió con inquietud, hasta que ella le habló con voz queda para despertarlo. Cuando Anido abrió los ojos, vio ante él la cara descompuesta de Sue y detrás de ella, a un hombre mayor, grueso, en bata blanca, de aspecto venerable, que abría un maletín y sacaba un fonendo. Aquello le pareció casi tan irreal como los sucesos que su mente no quería recordar, los sucesos de Garlinton Manor.
* * *
«La pobrecita e ingenua Moira. Me esperará, pero yo no apareceré. Sé oler a una mujer desesperada a kilómetros. Un par de pintas en un pub y ya está dispuesta para quedar al día siguiente… otro día será, Moira, pero yo hoy tengo una cita más importante. Tu jefa es mucho más apetecible que tú… Tengo todo preparado para ella. Y para su amigo el fotógrafo. Los dos van a conformar una obra de arte genial. Serán los protagonistas de algo totalmente increíble… Claro que a su pesar, pero el arte es así, muchas veces injusto, como la vida…».
* * *
Media hora después, Edward Williams se despedía de Sue en el portalón eduardiano del edificio. El viento agitó un poco su escaso pelo blanco, antes de que se pusiera la gorra verde de tela.
—Lo dicho. No creo que sea nada grave. El corazón está bien, y todo lo demás parece estar perfectamente. Sin duda las intensas emociones de estos días le han provocado un shock terrible y una bajada de defensas. Vigílalo unos días. Oblígale a tomar las pastillas que te he dado. Dale bien de comer. Yo creo que si duerme y se alimenta, en pocos días estará como nuevo… Aunque si ves algún síntoma más, avísame de inmediato. Ya sabes, si le sube la fiebre, delira más… aunque a mí me pareció que estaba bastante presentable. Tiene un poco de fiebre, pero con tomar el antitérmico, listo.
—Gracias, Edward. —La voz traslucía un gran alivio y a la vez, agradecimiento—. Eres un cielo. ¿Cómo te pago la visita?
—No me debes absolutamente nada, Sue. Por favor… Un día de estos me invitas a cenar y así quedamos empatados…
—Gracias, de verdad. —Sue lo abrazó y le dio dos besos—. Te llamo pronto. De todos modos estaremos en contacto… Y ahora tengo que dejarte. Me tengo que ir a la tienda a cien por hora. En un rato se me va a ir la chica y alguien tiene que cerrar y hacer la caja.
—No olvides llamarme si ves algún cambio en tu amigo…
Jaime se había incorporado. Estaba tiritando a pesar del calor de la habitación. Sue corrió hacia él y lo abrigó con las mantas. Luego se sentó encima de la cama, a su lado.
—¿Cómo estás ahora? —La voz preocupada de Sue enterneció a Anido, que se dejó hacer mansamente.
—Mejor, Sue. Bastante mejor. Me parece que hasta tengo un poco de hambre.
—Eso es fantástico. Escucha. Yo ahora tengo que ir a la tienda. Moira me ha pedido permiso para salir antes y voy a sustituirla. Pediré comida china antes de salir, si te apetece…
—Ahora que lo dices, me muero por la comida del chino de Covent Garden, preciosa. Pide rollitos y sopa de tiburón, por favor. Y costillas de cerdo.
—Y también pediré gambas con guindillas, no te preocupes.
Sue se incorporó para marcharse, pero en ese momento Jaime la agarró del brazo con fuerza para que no se levantase de la cama. La miró con una expresión que la asustó.
—Sue, no te vayas aún. Tengo que decirte algo importante. Algo para lo que no tengo ninguna explicación. Cuando estaba en Garlinton… escucha, por favor. Vi algo muy raro. Yo… es que no sé cómo empezar a contarlo sin que me tomes por loco. Sue… había un cuadro muy extraño en el pasillo…
Sue le acarició la cara con ternura y se soltó de su mano.
—Cariño. Tranquilízate. En serio. Tengo que salir un momento a cerrar la tienda y a hacer la caja. Luego hablamos del cuadro, durante la cena me cuentas lo que pasó allí. ¿De acuerdo? Me tengo que ir, tengo que hacerle el relevo a Moira… es urgente…
—De acuerdo. No tardes demasiado, por favor… —La voz gimiente de Anido hizo que Sue notara una punzada de dolor en el estómago.
Cerró el gran portalón con llave y se alejó con rapidez hacia el lugar en donde había aparcado el Jaguar. En el momento en el que el espectacular deportivo iniciaba la marcha, otro vehículo aparcado en la acera opuesta arrancó y la siguió de forma sigilosa, a unos metros, muy lentamente. Pero Sue no fue consciente de ello. Continuó conduciendo hacia Monmouth Street de forma mecánica, absorta en sus pensamientos, en su mundo poblado de oscuras premoniciones. ¿Qué había querido decir Jaime con lo del cuadro? Era algo que no parecía tener mucho sentido. Seguro que eran alucinaciones. Producto de la fiebre, quizá.
Moira la esperaba en la tienda, retorciéndose las manos de nerviosismo. Sue sonrió al verla tan inquieta. Parecía mentira que una chica tan guapa tuviese problemas de autoestima, pero Moira los tenía, y por arrobas. Era hija de afroamericano e irlandesa, y la mezcla había creado un físico espectacular, una chica no muy alta, pero de piel como el chocolate y grandes ojos verdes, que mucha gente creía producto de lentillas de colores. Sue la había elegido para atender al público porque era educada y culta y le daba al negocio un toque de exotismo que atraía a muchos clientes. El único problema que parecía tener Moira era su escaso acierto con los hombres, por eso Sue había aceptado sin problemas que saliera antes para ir a su cita con aquel nuevo príncipe azul.
—¿Cómo estoy? —Moira se separó para que su jefa pudiese contemplar el atrevido modelito. Llevaba unos pantalones de piel negra ajustados, unas sandalias rosas de tacón de Sergio Rossi y un top de piel palabra de honor por el que asomaban sus abultados pechos.
—Estás guapísima, Moira, como siempre. Venga, vete ya. No hagas esperar al señor «comosellame».
—Se llama Joaquín, es español. Se dedica a invertir en bolsa o algo parecido…
—Pues eso, Joaquín. O como se diga. Cuidado con los españoles. —Sonrió con picardía—. Ya sabes la fama que tienen… Mañana me cuentas qué tal te fue. ¿Ok? Y ahora vete de una vez, que vas a llegar tarde.
Sue se sentó delante de la mesa de escritorio que tenían en el medio de la gran tienda. Miró su reloj: faltaba solo un cuarto de hora para cerrar y dentro solo se encontraban tres clientes que pasaban el tiempo curioseando todos los estantes y armarios llenos de productos. Llamó al restaurante chino para hacer el pedido de la cena, solicitando que se lo llevasen más o menos a las ocho y media a su domicilio. Luego miró complacida el contenido de la caja registradora antigua: el día había sido muy productivo, por lo que pudo observar. Vio el listado de ventas. Se habían vendido dos corsés de cuero de Kunza. Increíble. No se podía quejar… cada uno de los corsés costaba una pasta… claro que el diseño era perfecto, y estaban cosidos a mano… Una chica rubia de mirada traviesa se acercó con una regla de madera en la mano en la que se podía leer «teach me a lesson» para preguntar el precio. Sue sonrió, aquel tipo de cosas le resultaban fascinantes. Hasta la cría con aspecto más inocente escondía una posible compradora de sus perversos accesorios. La chica rubia fue su última clienta del día. Cuando salió con su bolsa negra de la tienda, la regla perfectamente empaquetada, Sue colocó el cartel de «cerrado» y bajó la cortina de acero de la puerta por la mitad. Se dispuso a hacer la caja con rapidez, para ir cuanto antes junto a Jaime Anido. Además, empezaba a tener bastante apetito.
Un ruido muy sutil la puso en guardia. Un ruido leve, que creyó escuchar en la puerta de atrás, la que llevaba al almacén. Sue cerró inmediatamente la caja. Uno de sus mayores miedos era que alguien entrase a última hora con intención de atracar. Aunque aquella zona era una de las más seguras de todo Londres, nunca se sabía. Rebuscó en uno de los cajones del escritorio una defensa eléctrica que guardaba siempre y cogió el espray de pimienta de dentro del bolso. Estuvo durante un rato expectante, pero no escuchó nada más. Volvió a abrir la caja y cogió el dinero de la recaudación. Una jornada muy provechosa: exactamente 1256 libras y 6 peniques. Se repitió a sí misma el mantra «no tengo miedo a nada ni a nadie» que solía decirse de pequeña cuando la asaltaban los terrores nocturnos en su humilde casa del county council de Ealing Common. De pronto, escuchó otro ruido, esa vez más fuerte, detrás de la puerta. Sue se acercó con cautela a la puerta y la abrió: la calle de atrás estaba desierta, salvo un vagabundo que rebuscaba en los contenedores y tiraba el contenido al suelo con gran estrépito. Suspiró aliviada. Entornó la puerta con sigilo. Se dio cuenta de que el corazón le latía a cien por hora. «Seré tonta. Parece mentira, por un simple sin techo me muero de miedo», se tranquilizó.
«Ahora, eso es, acércate… puta de lujo —pensó—, dentro de poco sentirás de verdad el auténtico horror, y no esos juegos donde te dedicas a fornicar como una cerda… Eso es… Un poco más… Ya casi te tengo… —Sus aletas de la nariz se expandieron y dejó de respirar—. ¡Ahora!».
El ataque fue fulgurante. Por el rabillo del ojo, Sue vio que las cortinas de color púrpura de un probador se movían y algo oscuro y rápido salió de dentro. En un segundo, estaba sobre ella: la tiró al suelo. Sue escuchó un ruido seco al caer sobre su brazo. Al mismo tiempo, el atacante intentó ponerle una bolsa en la cabeza. Sue consiguió zafarse a pesar del terrible dolor que tenía en el hombro. «¡Joder! ¡Me ha roto un brazo!», pensó.
—¡Quieta, zorra, o te mato! —la voz siseó, amenazante. Sue se revolvía una y otra vez, pataleando con fuerza, pero el hombre se tiró encima y la inmovilizó con su peso. El dolor del brazo era cada vez más fuerte, pero ella no cejaba de moverse, hasta que él le retorció la muñeca con saña. Sue lanzó un grito de dolor que su atacante amortiguó colocando al fin la bolsa negra y apretando a la altura del cuello. Luego, algo golpeó la cabeza de Sue y la dejó semiinconsciente, incapaz de luchar ni un segundo más.
Ella sintió que la arrastraban por los pies. Intentó decir algo, pero sus labios se movían en un susurro imperceptible. El dolor en la cabeza la había dejado totalmente embotada, ni siquiera notaba ya el brazo roto.
Su atacante la cogió en brazos y la elevó en el aire. Una especie de vértigo le provocó unas náuseas terribles, y Sue intentó luchar una vez más, debatiéndose inútilmente contra aquellas manos que la apresaban con una fuerza tremenda. Volvió a escuchar la voz que la mandaba callar con un tono todavía más amenazador y lleno de ira, y todo su cuerpo se estremeció de arriba abajo. Escuchó el seguro de las puertas de un coche abriéndose y notó cómo la depositaba con cuidado sobre una manta o algo similar. De pronto, sus pies quedaron inmovilizados, y el dolor insoportable del hombro volvió cuando las manos agarraron sus muñecas y tiraron de ellas hacia atrás para sujetarlas con cinta de embalar.
En el medio de la atroz pesadilla, Sue escuchó un grito. Oyó una fuerte detonación, que resonó en las paredes de aquel callejón oscuro, y ruido de pasos y carreras. Empezó a golpear al aire con los pies atados y a moverse como una poseída, arrastrándose por la manta, y con la mano sana, hasta notar el vacío de nuevo. Cayó al suelo e intentó rápidamente quitarse la capucha que la mantenía en la más completa ignorancia de lo que sucedía a su alrededor.
De repente, escuchó el ruido de un vehículo arrancar a toda velocidad y dos detonaciones más que la hicieron encogerse sobre sí misma en posición fetal. Luego siguió intentando arrancarse la capucha fuertemente apretada contra el cuello, hasta que escuchó una voz que la sobresaltó y la hizo gritar de miedo. Una mano la agarró y alguien la abrazó con mucho cuidado, a pesar de sus intentos desesperados para soltarse.
—Tranquila. —La voz era grave y con un marcado acento del norte—. Soy de la policía. Tranquila. Está usted a salvo. Por favor, no se mueva. Voy a quitarle la capucha de la cabeza, cálmese. No tenga miedo.
«No es la misma voz —se dijo Sue, temblando convulsivamente, sin control—. No es la misma voz, gracias a Dios». Percibió que las manos empezaban a desatarle la cuerda de la bolsa con suavidad. Cuando pudo quitársela, ante su rostro desencajado aparecieron unos ojos azules de expresión inteligente que le infundieron calma al momento.
—Tranquila —repitió la voz, con mimo—. Soy el inspector Geraint Evans, de la policía de York. Cálmese. Está a salvo, no tema. ¿Cómo se encuentra?
—Me duele mucho el brazo. —Sue recuperó su aplomo para contestar, una vez que su corazón había dejado de bombear sangre como si hubiera enloquecido—. Creo que me lo ha roto. Ese hombre estaba en la tienda… Me atacó. Ha estado a punto de… ¡Oh, Dios mío…! —Empezó a llorar desconsoladamente.
—Vamos, todo ha pasado ya… —Evans cogió con fuerza la mano del brazo sano y con sumo cuidado la ayudó a levantarse—. Voy a pedir ayuda. He cogido la matrícula de la furgoneta. Y una ambulancia para usted. Está tiritando. Necesita cuidados médicos. Espere un segundo.
—Inspector Evans, o como se llame. —Sue recordó los anónimos con absoluto pavor y tembló como una hoja—. No quiero ir al hospital. Por favor, escúcheme bien. Tenemos que ir a mi casa. Ahora mismo. Jaime… ¿No me entiende? Puede estar en peligro.
Evans miró hacia su brazo con preocupación.
—¿Y su brazo? ¿Podrá aguantar el dolor? Hay que reducir la fractura cuanto antes. —El inspector jefe se quitó la chaqueta y se la puso por encima.
—¡A la mierda mi brazo, joder! Mi brazo puede esperar… ¿Dónde tiene el coche? Porque habrá traído coche, ¿no?
* * *
«Mierda. Joder. Mierda. Puta zorra. No puede ser… jodida zorra. ¿Cómo cojones ha podido…? ¿Y los disparos? ¿La policía? Joder, la policía aquí no lleva armas, o eso decían los muy cabrones».
Tocó el claxon con violencia, una anciana se había quedado parada en el medio de un paso de cebra y la sobresaltó. Vio a un par de transeúntes hacerle gestos de reproche, pero no quiso devolverlos. Tenía prisa. Mucha prisa. El tiempo suficiente para cambiar las placas de matrícula falsas de la furgoneta y silenciar a su segundo objetivo. Aquel fotógrafo era muy peligroso; podía saber demasiadas cosas. Si quien había desbaratado su plan era un policía, y de eso no cabía duda, esos dos estaban siendo seguidos de alguna manera. Tenía que actuar con mucha rapidez antes de que le resultara imposible acercarse a él. Era un riesgo: podían tener vigilado también a Anido, pero no tenía más remedio que arriesgarse. Si era lo suficientemente astuto, no lo atraparían.
Miró por el retrovisor. Nada. Ni una sirena centelleante. Aún no lo habían descubierto. Menudos gilipollas. Ya estaba en Russell Square. Tenía que buscar un sitio en donde dejar la furgoneta y cambiar las placas sin llamar demasiado la atención.
Le jodía tener que dejar su performance para otro momento. Con lo perfecta que podía haber quedado. Lo importante, lo primordial, era acabar con testigos molestos que pudiesen complicarle las cosas. «Bien, la zorra de Sue se ha librado —pensó—, pero ahora su amiguito sabrá cómo trato yo a los degenerados».
* * *
Jaime se recostó en la cama y colocó las almohadas. Se encontraba mucho mejor después de dormir tantas horas seguidas, aunque el dolor sordo seguía martilleándole con fuerza en las sienes y continuaba notando las piernas muy débiles. Necesitaba beber y comer algo con urgencia. Menos mal que Sue había pedido comida china y faltaba poco para que saliera de la tienda. Se levantó, se puso las zapatillas con torpeza, un albornoz azul marino, y se dirigió a la cocina, a hacerse un té. Sacó la leche de la nevera y puso el calentador de agua. Cuando sonó el timbre de la puerta, Anido estaba ya vertiendo el agua sobre la bolsita de PG. «La comida… ¡Qué pronto! —pensó extrañado—. Sue debe de estar ya a punto de llegar». En la pantalla del timbre vio en blanco y negro a un hombre con la cabeza tapada con una gorra de visera y unas bolsas en la mano. Le abrió la puerta del portalón desde arriba. Mientras subía el repartidor de comida china, Anido dejó la puerta abierta y fue hasta la habitación a buscar la cartera para pagar la cuenta. Cuando se dio la vuelta en el pasillo, vio que el hombre con visera había entrado y estaba apuntándole con una pistola.
—¿Qué? ¿Quién cojones…? ¿Qué quieres? ¡No…!
Escuchó un estallido y notó un golpe seco, algo que ardía en su estómago y le hizo caer al suelo, retorciéndose de dolor casi al instante. Sintió la sangre pegajosa corriendo entre sus dedos. Otra explosión, mucho más cerca, y escuchó sus propios estertores al respirar. Después, le pareció caer por un pozo sin fondo hasta que la oscuridad nubló su mente y lo envolvió en una calidez extraña. Ya no le dolía nada… solo había una luz muy brillante a lo lejos que parecía llamarlo con su deliciosa belleza…
* * *
Geraint Evans respiró profundamente por la nariz y aspiró el típico y molesto olor de hospital a desinfectante. En media hora, un intento de secuestro en pleno Covent Garden y un hombre herido de bala en Bloomsbury. Y ambos relacionados con el caso de Patricia Janz. Vio entrar a los de urgencias llevando con rapidez a un enfermo hacia los ascensores. Evans esperaba pacientemente a que terminasen de curarle el brazo a Sue Crompton. Gracias a Dios pudo intervenir justo a tiempo. Pero lo peor fue cuando llegaron a la casa de ella y encontraron a su amigo inconsciente en el medio de un gran charco de sangre. Sue se puso histérica al ver al fotógrafo tirado en el pasillo. La ambulancia llegó justo a tiempo para poder estabilizarlo y evitar, al menos momentáneamente, que muriera. Evans miró con pesar su camisa recién estrenada de Hugo Boss manchada de sangre.
El hombre estaba muy grave. En realidad, los médicos le habían dicho que su vida pendía de un hilo. Con un tiro en el estómago y otro en el pecho casi a quemarropa, cuando llegaron las asistencias para llevarlo al hospital ya había entrado en coma. Aquellos dos estaban ocultando algo: desde que Anido subió a Whitby a hablar con él, le había dado el pálpito de que aquel español podía ser un vínculo hacia la resolución del caso que se le resistía desde las pasadas navidades. Olfato policial puro y duro. Por eso les había puesto un dispositivo de seguimiento. Un dispositivo un tanto escueto, solo él y un sargento que le prestaron los de la policía de Londres. Hubiesen sido necesarios dos policías más… Pero sirvió de algo: por lo menos pudo salvarle la vida a la mujer. Los días anteriores notó que no solo los estaba vigilando la policía… había alguien más, alguien que no era precisamente de las fuerzas del orden. Eso le había alertado. Pero no lo suficiente.
Al cabo de un rato, un enfermero llevó a Sue en una silla de ruedas. Evans observó que ya tenía el brazo inmovilizado, y también que lo miraba desde la silla de ruedas con los ojos verde esmeralda aún totalmente vidriosos de temor. No pudo por menos de pensar que Sue era toda una belleza, a pesar de la palidez enfermiza que había adquirido su rostro.
—¿Cómo está? ¿Mejor ahora? ¿Más tranquila?
—Sí, un poco mejor. Me han dado algo para calmar el dolor del brazo. Y me he tomado un tranquilizante. Tengo roto el húmero, pero bueno. Podía haber sido peor. Gracias a usted. No sé cómo lo hizo, pero entró en el momento más oportuno… —Sue trató de reprimir unas lágrimas que asomaban sin freno—. Ahora quien me preocupa es Jaime… Hay que avisar a su familia en España… —Evans asintió en silencio.
—¿Quiere un café o un té de la máquina?
—Un té me vendría bien. Gracias.
Evans fue hacia la zona de máquinas que había al final del pasillo a buscar dos tés con leche. Se daba cuenta de que no era el momento de hablar con aquella chica. Pero no podía tardar mucho más. «Tiempo que pasa, verdad que huye» —volvió a recordarse—. Al día siguiente por la mañana, cuando estuviera más calmada, tendría que interrogarla a fondo. Allí había mucha miga por descubrir. Quería saber qué había pasado en aquella mansión. Mucho dinero y seguro que mucho vicio… solo con ver los coches que habían entrado después del de Anido… hasta un Rolls Phantom Coupé. No había muchos Rolls Phantom como aquel, así que Evans había podido averiguar sin demasiada dificultad que dentro de aquella casa había estado un famoso cantante de rock inglés, bastante mayor ya, el pobre… Cogió los dos tés y se acercó de nuevo a Sue. Antes de llevarla de nuevo a su casa, llamó a un colega de la Policía Metropolitana. Tenían que ponerle inmediatamente un guardia en la puerta de casa a aquella mujer día y noche. Si no, su vida correría serio peligro. Y estaba seguro de que Sue tendría algo que decir, algo que podría ser crucial en la investigación del asesinato de Patricia Janz.