Sábado, 12 de junio
Cuando Sanjuán bajó a desayunar en la mañana del sábado, eran las siete y media de la mañana, y solo unos pocos huéspedes estaban ocupando las mesas, así que no tuvo ningún problema en elegir su favorita, una pequeña, al fondo, que tenía una vista fantástica sobre el paseo marítimo. Después de que hubiera llenado su plato con ensalada de frutas, queso curado y lonchas de jamón, recibió a la camarera que se acercó con el café con una sonrisa. Sanjuán se la devolvió, agradecido, y empezó a comer con parsimonia, saboreando primero un delicioso zumo de naranja que previamente se había servido en una de las mesas que había al principio del comedor. Mientras desayunaba, meditó cuánto tiempo le llevaría llegar andando hasta la comisaría de Lonzas, donde una hora y media más tarde tendría lugar la reunión del operativo Cisne Negro, a la que había sido invitado. Le iría bien ese paseo matutino para despejar la cabeza. Luego le pediría un mapa a la recepcionista. Seguro que no estaba demasiado lejos…
Al iniciar con paso ágil el paseo hacia Lonzas, después de que la recepcionista lo hubiese mirado con asombro al afirmar que quería ir a la comisaría andando («le va a llevar bastante más de media hora, eso seguro», le había dicho), agradeció la sensación agradable de desentumecer sus músculos, así como una ligera brisa que se había levantado en la playa del Orzán. Se había acostado tarde. Después de su entrevista con Lúa Castro sus ideas se hicieron más firmes y pasó varias horas redactando las notas sobre el perfil que iba a plantear al equipo de investigación. Era consciente de que Valentina Negro tenía mucho interés en investigar la conexión Delgado-Lidia-Mendiluce, y no se lo podía reprochar. Mendiluce le pareció, para decirlo brevemente, un exquisito degenerado. Ese hombre no tendría reparo alguno en cometer todo tipo de salvajadas con chicas jóvenes, no con niñas pequeñas, porque estaba claro que le gustaba el sexo adulto, a juzgar por el modo en que había mirado a la inspectora durante el encuentro del día anterior. Lidia era una chica joven, pero mujer al fin, y se incluía perfectamente dentro de sus apetencias, de eso no le cabía ninguna duda. Sin embargo —continuó reflexionando Sanjuán mientras caminaba—, ¿era un asesino? ¿Necesitaba matar para traspasar los límites ordinarios del placer sexual? No lo creía, aunque sí creía firmemente que podría matar —u ordenar hacerlo— si se trataba de proteger sus negocios o si había que tomar cumplida venganza de alguien que le hubiera ofendido gravemente. En tal caso, ¿era Lidia conocedora de algún secreto negocio del mecenas, que le costó la vida? ¿Fue Delgado el ejecutor de esa terrible decisión? Sanjuán caminaba y a cada rato miraba el plano, intentando no perderse en el laberinto de calles que conformaban aquella ciudad tan caótica. El mar estaba por todas partes: La Coruña era una península y los primeros días moverse por ella resultaba bastante complicado, hasta que uno se hacía con referencias que ayudaban a la orientación. Cuando se ubicó, continuó caminando. El buen tiempo ayudaba a que aquel paseo fuese realmente esclarecedor. Volvió a sumergirse en sus pensamientos. También había otra posibilidad: que Delgado se hubiera metido él solito en un lío, a espaldas de Mendiluce, y que luego no hubiera sabido salir de él sin causar la muerte de la chica… Sí, eso era posible… «¡Pero no! —se rebatió a sí mismo—. ¿Por qué entonces crear un escenario homicida tan elaborado, nada menos que un cuadro inglés del siglo XIX, que costaba un trabajo infinito reproducir y que supuso una grave exposición por la que podría haber sido capturado? No tiene sentido…».
Sanjuán pensaba que el homicida de Patricia Janz y el responsable de la muerte de Lidia eran la misma persona. Una jugada arriesgada, sin duda, porque suponía sacar la investigación de los confines de La Coruña y emprender una complicada labor de colaboración con la policía británica, pero no veía alternativa a esa penosa consecuencia. Así pues, entre sentimientos encontrados de excitación por la caza al asesino y pesadumbre por el trabajo que se avecinaba, llegó a la conclusión de que se había perdido. Miró a su alrededor. Estaba en una pequeña plaza totalmente vallada por las obras. Estaba perplejo. Podía jurar que había seguido el plano, justo por donde la recepcionista le había indicado, a la perfección. Cuando vio a una señora mayor, muy tempranera, paseando a su yorkshire, le preguntó el camino a la comisaría. Ella le indicó como pudo por dónde tenía que seguir, y cuando se despidió, le dijo con una voz llena de retranca:
—Ay, filliño. Te quedan aún veinte minutos largos… yo que tú me tomaría un café por el camino…
Cuando al fin vio los muros que rodeaban el gran edificio de Lonzas emitió un largo suspiro de alivio. Miró su reloj: llegaba justo a tiempo. Después de identificarse en la entrada fue acompañado al interior, donde iba a tener lugar la reunión del operativo Cisne Negro. La mañana del sábado daba un aire tranquilo al lugar, pero él sabía que en las horas siguientes iban a tomarse decisiones que marcarían el camino de la investigación de modo definitivo.
* * *
Cuando entró Sanjuán ya estaban presentes Valentina, el inspector Carlos Larrosa, los subinspectores Bodelón y Velasco y los dos policías, López y Garcés, además de una de las auxiliares administrativos en plantilla, Verónica, que estaba ahí para tomar notas, por petición expresa de Iturriaga. López, un salmantino moreno, de treinta y seis años, espigado, no disimulaba nada su interés por la joven, quien al fin había decidido tomarse con buen humor trabajar en sábado, una vez que había hecho el esfuerzo de levantarse temprano.
Valentina estaba cansada. Al igual que el criminólogo, ella también había dormido muy poco, pero por diferentes razones. Para la inspectora su familia era su responsabilidad, y el episodio de la noche de ayer la había preocupado de modo extraordinario. Su hermano salía con una scort, eso ya era un problema suficientemente grave, pero que, además de ser puta y de las caras trabajara o se relacionara con Delgado superaba su imaginación. ¿Cómo iba a poder manejar eso? Ella pensaba que Delgado podía ser el asesino de Lidia… ¡y resultaba que su hermano se había convertido en su enemigo, saliendo con la que sin duda era una de sus chicas y destrozando la fiesta que había organizado! Valentina sabía por experiencia que los tipos de la calaña de Delgado no olvidaban fácilmente las ofensas, y eso incluía, sin lugar a dudas, que le jodieran sus negocios o le hicieran ser el hazmerreír de los colegas de profesión. Y eso era exactamente lo que había logrado Freddy al protagonizar esa ridícula escena de amor, «salvando» a la joven stripper de las garras de los viciosos del club. Y además, rompiéndole la nariz al hijo del cirujano aquel tan prepotente… Se había cargado una fiesta de gente de mucha pasta de la ciudad, y la reputación de Delgado en esos momentos estaba en el sótano. Un sudor frío mojó la espalda de Valentina, y pensó que su primer caso verdaderamente importante, el que sin duda iba a marcar su futuro profesional, no podía complicarse más. No obstante, ella era una mujer acostumbrada a sacar coraje ante las situaciones más adversas, y sintió el agradable efecto de la adrenalina cuando pensó, con una determinación que endureció solo por un instante sus ojos de gacela, que si Delgado quería guerra ella se la daría con creces.
Así pues, cuando se acercó al criminólogo fue capaz de sonreír ligeramente, con naturalidad, como si no hubiese pasado nada, y en un instante rogó que el maquillaje que se había aplicado esa mañana sirviera para disimular, aunque fuera un poco, su cansancio, porque siempre que veía a Sanjuán deseaba, por puro instinto, resultarle atractiva. Valentina se había puesto esa mañana un polo ajustado de Ralph Lauren de color rojo y unos pantalones pitillo beige. Se molestó en vestir sandalias de tacón de tiras de cuero marrón claro, aunque nunca se sentía demasiado cómoda con los tacones en el trabajo. Se dieron la mano de una manera muy profesional. Valentina evitó mirarlo demasiado fijamente. No quería que se le pudiesen notar allí sus debilidades, delante de todos sus compañeros de trabajo.
La inspectora presentó a Sanjuán al resto del equipo. Todos parecieron encantados de conocerlo. Garcés no se cortó en demostrar lo mucho que admiraba su trabajo: había leído todos sus libros y para él era un honor que participase en la investigación. En alguno de los otros, sin embargo, no era difícil percibir un cierto escepticismo acerca de lo que podía aportar exactamente a la investigación. Larrosa saludó efusivamente al criminólogo, y a pesar de que le dijo que nunca había leído nada escrito por él, pues lo suyo era la calle, no los libros, estaba encantado de que pudiera colaborar con el equipo, pues su instinto, curtido con su larga experiencia, le había dejado bien claro que el crimen de Lidia iba a ser realmente un inmenso dolor de cabeza. Aliviado por no dirigir la investigación, admiraba a Valentina y pensaba que si hubiera dispuesto de la mitad de la energía y el entusiasmo que atesoraba la joven inspectora, no hubiera dicho que no. Pero estaba allí, un sábado por la mañana, después de haber pasado unos días en Canarias, alejado de todo… Y no había sido un regreso fácil. Iturriaga le había llamado con un ruego: ¿podría pasarse el sábado y ponerles al día de lo que sabía acerca de su viejo conocido Mendiluce? ¡Joder! ¡El único nombre que no quería oír por nada del mundo, y ahí estaba de nuevo! Un tipo que se había reído en sus propias narices, que casi le había matado, que había tenido la sangre fría de matar a su esposa y posiblemente a su amante como quien se deshace de muebles viejos… Larrosa no podía evitar temblar cada vez que recordaba todo el maldito asunto que había marcado su carrera, más por su propia conciencia que por sus efectos prácticos en su valoración como profesional, porque todos en la policía de La Coruña sabían que Mendiluce era un tipo con muchos tentáculos, y supieron comprender que Larrosa había tropezado con obstáculos que no pudo superar.
Iturriaga entró en la sala con aire descansado. La camisa sport de finísimas rayas rojas y blancas y los vaqueros le daban un aire muy casual, pero llevaba en el rostro el semblante serio de alguien que sabe la gravedad del asunto que se lleva entre manos. Dijo un «buenos días» a todos y se dirigió de inmediato a donde estaba Sanjuán, le dio la mano y agradeció su colaboración con un entusiasmo que incluso a Valentina le pareció bastante real. Todos se sentaron cuando Iturriaga les rogó que lo hicieran. Él estaba en un extremo de la mesa ovalada de reuniones; en el otro extremo estaba Valentina. A la derecha de esta se sentó Sanjuán, y a su lado, Larrosa. A la izquierda de la inspectora estaban los dos subinspectores y los dos policías. Verónica tenía su portátil abierto y se había sentado entre medio de dos sillas vacías, equidistante de Larrosa e Iturriaga, preparada para tomar nota de lo que se dijera en la reunión del operativo. El jefe tomó la palabra:
—Bien, es sábado y, obviamente, estamos aquí, así que gracias a todos por venir. Pero ya sabéis que no hay tiempo que perder. Ayer estuve reunido con García Moreno —miró a Sanjuán—, es el jefe superior de policía de Coruña —aclaró para él.
—Ya lo conozco. Es un gran amigo mío —contestó llanamente Sanjuán.
Iturriaga lo miró con asombro por un instante y continuó.
—Pues bien, Moreno está realmente preocupado. Manuel Naveira lo llama a diario, y parece ser… —Iturriaga puso una clara mueca de disgusto—, que le ha dicho que si no obtenemos resultados pronto se va a encargar él de contratar a gente que lo haga a su satisfacción. Y de ponernos verdes de cara a la prensa. Según el padre, no estamos haciendo nada. Por supuesto, no hace falta que os diga que lo último que necesitamos es a un montón de detectives privados y expolicías husmeando por ahí y revolviéndolo todo. Así están las cosas, señoras y señores. Le dije a Moreno que estábamos siguiendo varias pistas, pero que por desgracia en estos momentos no teníamos nada sólido… Que solo habían pasado cinco días desde que se descubrió el cadáver de Lidia y que necesitábamos más tiempo. Bien —se interrumpió unos momentos y miró fijamente a Valentina—, él parece comprender la situación, como es lógico, pero me dijo que no sabía cuánto tiempo iba a poder contener al padre de la chica y que teníamos que mover el culo con rapidez… Así que terminamos la reunión más o menos bien, por decir algo… —Desvió la mirada, más distendida, al resto del equipo—. Pero dejó claro que el lunes había que ofrecer una rueda de prensa donde mostráramos confianza y aseguráramos a la gente que el asesino de Lidia no iba a escapar de esa atrocidad. Al principio me mostré reacio. En realidad, quería algo más de tiempo, pero esta mañana me he dado cuenta de que no podemos ni debemos aplazarla más.
Iturriaga hizo una pausa dramática, fijando sus ojos negros en todos los asistentes.
—Supongo que aún no habrán leído La Gaceta de hoy, ¿no? —Los gestos de negativa de su equipo fueron unánimes—. Verónica, por favor, ¿quiere leer el artículo de Lúa Castro que avanza el especial de mañana?
La administrativa se aclaró la garganta, abrió el periódico y se dispuso a leer con una voz dulce que López encontró muy agradable, a pesar de la hora:
—«Lidia, asesinada por un psicópata culto»; «El asesino imitó un cuadro famoso en la escena del crimen». «El cuerpo de Lidia sirvió para recrear la escena de la muerte de Ofelia, del Hamlet de Shakespeare».
Todos miraron a Verónica con asombro y se removieron en sus asientos. Todos menos Sanjuán, que ya había leído la noticia en la web la noche anterior. Verónica continuó leyendo:
—«La policía no tiene ni la más mínima idea de quién puede ser el asesino de Lidia Naveira». Su padre, Manuel Naveira, dice textualmente: «Son todos una banda de ineptos incapaces de seguir una pista seria. Incluso han llegado a insinuar que mi hija podía formar parte de una red de prostitución».
Iturriaga los miró a todos con expresión adusta.
—Era inevitable que Lúa Castro se enterase de lo del cuadro más tarde o más temprano. Y ahora lo sabe toda la ciudad y si me apuran, todo el país va a estar pendiente de nosotros. El asesino ha conseguido lo que quería: ser famoso. Las televisiones, los periódicos, las revistas, van a poner este crimen como noticia más destacada. Es morbo, puro morbo, carnaza para la opinión pública. Y más cerca del verano, que no hay nada que decir. Nos van a machacar, señores. Tenemos que espabilar o esto se va a convertir en un circo.
Todos entendieron la gravedad del asunto. Pero no se trataba solo de que toda la investigación se les fuera a ir de las manos. Había algo más, y fue Valentina la encargada de poner voz a esa idea, cuando Iturriaga, con un gesto, la invitó a que dirigiera la reunión.
—Bien, por encima de todo no tenemos que olvidar que una joven, casi una niña, fue asesinada de un modo brutal. Esa es la realidad que está detrás de todo esto, y es algo que tenemos que tener siempre presente. No pararemos hasta capturar a ese hombre, al Artista. Y cuanto más presionados estemos más debemos ceñirnos a un trabajo policial bien hecho. Así que vamos al grano —dijo de modo resuelto la inspectora—. Garcés, ¿qué tenemos sobre los delincuentes sexuales que has revisado?
—La verdad —Garcés parecía algo apesadumbrado—, no creo que esta línea nos lleve muy lejos. He revisado el historial de los nueve delincuentes sexuales que están en libertad condicional o bien con condenas cumplidas de toda Galicia que tuvieran antecedentes por delitos de sexo y violencia. Uno de ellos se especializaba en mujeres mayores, y la violencia se limitaba a lesiones producidas por el forcejeo para dominar a las ancianas en el momento del ataque. Otros dos estaban ingresados en un hospital el fin de semana que desapareció Lidia, así que no pudieron participar en nada de esto. Dos más viven fuera de Galicia, y he comprobado sus coartadas: estaban lejos de aquí, como lo demuestra el hecho de que estaban trabajando el viernes de la semana pasada, el día del secuestro. Al resto los he entrevistado: ninguno tiene antecedentes por agredir a una mujer menor de 20 años y, francamente, su conocimiento del arte dudo que supere las viñetas de los tebeos… Estoy seguro: ninguno de estos tiene nada que ver con el Artista.
—Gracias, Garcés. Era algo que todos suponíamos, pero había que comprobarlo. Como sabéis —miró a Bodelón—, el fragmento de chat que pudimos recuperar del ordenador de Lidia incluía parte de una conversación entre Lidia y Lobo Feroz, lo que nos dio a entender que Lidia podía haber tenido algún tipo de relación con un hombre mayor. Después, las entrevistas a los vecinos, en particular a una mujer, dejaron claro que, en efecto, Lidia salía con un hombre mayor, apuesto, con el que tenía discusiones. Después de conversar con Morgado, el profesor experto en arte, supimos que Pedro Mendiluce, viejo conocido de esta casa —Valentina puso un acento irónico en esas palabras—, es un experto en arte del siglo XIX, época a la que pertenece la recreación que realizó el Artista. No solo esto: sabemos que Mendiluce es un «exquisito degenerado» —miró a Sanjuán—, que disfruta particularmente haciendo el amor con muchachas muy jóvenes… y, esto es lo más importante, tiene un «secretario» encargado de reclutar chicas para fiestas privadas. Esas fiestas pueden ser legales o no serlo, según la edad de las chicas que participen y lo que se consuma en ellas, diría yo también. Algo más que cava y unos puros… Pero por mediación de Sonia, una becaria de Morgado que asistió a una de esas fiestas, tenemos claro que es muy fácil que en ellas tipos pudientes de aquí, podridos de dinero, tengan relaciones con jovencitas de la edad aproximada de Lidia… o más jóvenes todavía.
—¿Está diciendo, inspectora, que Mendiluce podría estar detrás del crimen de Lidia? —preguntó Garcés, quien, inmerso en sus pesquisas con los delincuentes sexuales en los últimos días, estaba poco al tanto de las últimas ideas de Valentina.
—Lo que digo es que Mendiluce, a) es un hombre violento, como ahora Larrosa nos comentará, con experiencia en el manejo de negocios sucios; b) es un degenerado: le gusta el sexo perverso y violento con jovencitas; las fiestas que organiza no solo compran voluntades y silencios de los políticos, sino que le procuran un gran placer, y c) es un experto en pintura inglesa del XIX. Sanjuán y yo fuimos a conocerlo ayer, y reconoció de inmediato el cuadro de Ofelia de Millais. Su casa parece un museo, y como sabéis, es un mecenas y marchante muy reconocido en el mundillo de las exposiciones y la compraventa de objetos de arte. Cuando interrogamos a Sebastián Delgado ayer, este negó toda relación con Lidia. Sin embargo —Valentina no pudo evitar mostrar una medio sonrisa de triunfo—, parece que este caballero nos ha engañado… ¿no es así, Bodelón?
—En efecto —contestó el subinspector—. Con la foto de Delgado en la cartera, López y yo fuimos hablar con la familia, les preguntamos si habían visto alguna vez a ese tipo… Aquí pasaron momentos un poco complicados —su vista descendió un poco, porque sabía que no había manejado bien el asunto—, porque, en efecto, Manuel Naveira conocía a Delgado. Resulta que él también colecciona arte y había estado varias veces en casa de Mendiluce haciendo negocios, y claro está, conocía a Delgado, que es la mano derecha de Mendiluce. ¡Uf…! —Bodelón hizo un gesto expresivo con las manos mientras revivía lo que sin duda fueron momentos difíciles—. Naveira se volvió loco cuando le sugerí que su hija podía haber salido a escondidas con Delgado… Cosa que entiendo. Naveira sabe que Delgado es un putero, alguien muy peligroso que no duda en seducir o comprar voluntades de jóvenes para nutrir su propio vicio y las fiestas de Mendiluce… Seguro que fue esto lo que luego averiguó Lúa Castro cuando preparó el reportaje: Naveira le diría que pensábamos que Lidia formaba parte de sus orgías, o que estaba en una red de prostitución, qué se yo, cualquier cosa…
—Tranquilo, Bodelón, no veo cómo podía usted evitar que Naveira sacara sus conclusiones. Había que preguntar lo que usted preguntó, y punto —dijo Iturriaga, quien estaba ya harto de Manuel Naveira y sus salidas de tono, por mucho que comprendiera su irreparable pérdida y su dolor.
—Gracias, jefe —contestó, aliviado, Bodelón—. La cuestión es que tuvimos más suerte con la vecina a la que había interrogado la vez anterior: confirmó que ese hombre mayor al que había visto en compañía de Lidia, discutiendo con frecuencia, era Delgado. —Y se quedó muy atento, mirando el impacto de esto en sus compañeros que, a excepción de Valentina, desconocían ese extremo.
—Gracias, Bodelón y López. Buen trabajo. Así pues, el esbirro de Mendiluce nos mintió —concluyó Valentina—. Por favor, Larrosa —se dirigió al viejo policía, que asistía expectante pero triste al desarrollo de la reunión—, ¿podía ilustrarnos qué relación tienen ambos y de qué modo la actuación de Delgado puede obedecer a planes concebidos por su patrono?
—Desde luego, inspectora. Como sabéis, Mendiluce mantuvo durante tres años una red de prostitución en La Coruña y otros lugares de la provincia. Mujeres del Este eran contratadas o engañadas para ejercer la prostitución, todas muy jóvenes, entre los dieciséis y los veinte años: esta última es la edad límite por arriba. Sus familias contraían deudas allá en Rusia o Rumanía, y las chicas se veían obligadas a prostituirse en orgías que montaba en un viejo pazo, un lugar precioso que su familia tiene en Povelo, Poio, al lado de la playa… y en otros lugares también. Aquello pudimos cerrarlo, aunque, como siempre, Mendiluce salió indemne, y solo se pudo acusar con éxito a un cómplice de la mafia marsellesa, el francés René Roland, que cumple pena de prisión. Por otra parte, durante la investigación de esa red de prostitución averiguamos que su mujer había desaparecido, conjuntamente con un artista, Bello, que durante un tiempo fue protegido de Mendiluce. Bello se puso en contacto con nosotros y nos dijo que estaba viviendo en París y que la mujer de Mendiluce no estaba con él; pero ese último extremo nunca pudimos probarlo. Ya sabéis que pensamos que Mendiluce la mató; entre bromas y veras decimos que tiene el cuerpo enterrado en el jardín, pero probablemente hace tiempo que la pobre pasó a engordar los peces del Atlántico… En fin, contestando a su pregunta, inspectora: Delgado bien pudo ser el ejecutor de su mujer. Se trata de un hombre implacable, un perro de Mendiluce, alguien a quien este sacó de un reformatorio cuando tenía dieciocho años y que durante los últimos veinte le ha profesado una fidelidad a prueba de todo. Delgado mataría por Mendiluce, no una vez, sino mil. Mendiluce le ha dado un poder y un estatus que este ladronzuelo ignorante no sabía siquiera que existían. Es un tipo cruel y sanguinario y, como Mendiluce, un degenerado. Sabéis que estoy convencido de que Delgado intentó matarme cuando vio que estaba acercándome demasiado a su jefe… —su voz se entrecortó ligeramente—, pero no pude apresarlo. Algunas personas de la Xunta se pusieron nerviosas y empezaron a sonar ciertos teléfonos… en fin —su semblante mostraba el dolor de la derrota—, que tuvimos que cerrar en falso la investigación.
—Gracias, Larrosa —Valentina hablaba sin dudar, con precisión y rapidez, y Sanjuán no podía sino admirarla en secreto—. Así pues, Delgado es —la inspectora enumeraba con los dedos—, un asesino, un vicioso, alguien que probablemente salió con Lidia… Creo que esto nos lleva a algún sitio. —Se quedó un momento en silencio—. Ahora bien, como vais a enteraros de todas formas, prefiero deciros yo algo que sucedió ayer —Valentina suspiró—. Mi hermano Freddy y Delgado tuvieron ayer una pelea en la discoteca Acuarius. Sé que suena increíble, pero es así. Por lo que se ve, Freddy, acertado como siempre, sale con una de las chicas de Delgado. —Sus compañeros la miraron con cara asombrada, entre la pena y un cierto jolgorio interior—. Es un problema personal, pero que queda al margen de todo. Lo digo porque no quiero que penséis que tengo algún interés privado en perseguir a Delgado. Ese interés existía antes del episodio de ayer noche. Y habéis escuchado por qué es importante seguir esa línea de trabajo. Mis problemas con mi hermano los resolveré en mi casa.
Valentina esperó unos segundos, aguardando alguna pregunta o comentario de su equipo, pero nadie dijo nada; los gestos de una cierta risa soterrada habían cesado, todos comprendían, al fin, que la inspectora tenía que hacerse cargo de un adolescente difícil y de un padre minusválido.
—Inspectora —preguntó Garcés—, ¿por qué Mendiluce o Delgado tendrían interés en matar a Lidia, una chica de una familia importante de aquí? —Valentina sabía que esa era, con mucho, la pregunta más difícil de contestar, pero no tenía nada mejor que decir por el momento que lo que contestó en voz alta:
—En realidad, no lo sabemos. La idea general es que Lidia pudo averiguar cosas que las otras chicas no averiguaron, o bien si las sabían, estaban dispuestas a olvidarlo por miedo o por interés. Cosas que Lidia sí estaba dispuesta a contar. Ahora bien —continuó Valentina, y Sanjuán se enderezó ligeramente en su asiento—, esta no es la única vía de investigación que tenemos. Hay… otra hipótesis, que yo personalmente no descarto y que creo que debemos considerar con la misma seriedad que la vía Mendiluce. Sanjuán nos pondrá ahora en situación. Javier… —Miró Valentina a Sanjuán con un semblante muy serio, invitándolo a hablar con una inclinación de cabeza.
—Gracias, inspectora —contestó el criminólogo, al tiempo que ponía junto a él unas cuartillas con anotaciones—. En realidad yo también comprendo la importancia de investigar al mecenas y a su entorno. Sabemos ahora que Lidia estuvo en contacto con Delgado, y que junto a este siempre está el sexo sucio y la violencia. Delgado parece un psicópata que, extrañamente, mantiene un vínculo de fidelidad a su amo —algo que, como sabéis, no suelen hacer los psicópatas, que solo se reconocen a sí mismos como personas a las que ser fieles—, y todos hemos escuchado a Larrosa decir que, en efecto, Delgado mataría sin dudar a Lidia, o a cualquiera, si a eso vamos, por Mendiluce. La cuestión es, sin embargo, que hay dos factores que complican esta posibilidad.
Sanjuán estaba satisfecho; como profesor, siempre le complacía que su auditorio le prestara toda su atención, y en esos momentos los policías de la comisaría de Lonzas eran todo oídos. Así pues, continuó exponiendo sus ideas.
—El primer factor es el crimen de Whitby. —Los policías, salvo Iturriaga y Valentina, levantaron ostensiblemente las cejas, en señal de sorpresa—. Hace seis meses, una chica joven, Patricia Janz, de una edad similar a la de Lidia, resultó brutalmente violada, torturada y asesinada. La escena del crimen componía una recreación de una obra de arte, por así decirlo… Esta vez, un fragmento del libro de Bram Stoker, Drácula. Supongo que todos ustedes lo conocen…
Sanjuán les comentó las semejanzas en el modus operandi de ambos crímenes. Que, en su opinión, no podía ser una casualidad que dos asesinatos que recrearan una obra de arte —una novela el primero, un cuadro el segundo— no tuvieran detrás a un mismo autor. Destacó también que las dos recreaciones pertenecían a un escenario inglés y que el cementerio de Highgate estaba implicado en ambas, ya que se trataba tanto del lugar en que Lucy Westenra apareció decapitada con la estaca en el corazón, razón, como del cementerio en el que la modelo del cuadro de Millais, Elizabeth Siddal, fue enterrada.
—Pero lo más importante —continuó el criminólogo—, no es solo el modus operandi, sino la firma del Artista. Como saben, la firma del asesino refleja su mundo de fantasías, las necesidades que queman sus entrañas y que exigen hacerse realidad mediante el crimen y el control que esos actos proporcionan… Pues bien, aquí veo dos elementos esenciales de esa firma. Primero, el asesino goza de un sexo depravado, es un torturador, un sádico… Todos ustedes han leído la autopsia de Lidia… —Los policías asintieron sin pestañear—. Esa joven fue violada de un modo salvaje y luego sometida a un ritual de violencia y dolor. El Artista quiso que sufriera, y su mundo enfermizo recibía savia nueva con cada minuto que pasaba. Estamos ante alguien que no siente nada con el sexo convencional; desde luego, si me preguntan si puede tener un orgasmo con una mujer, yo diría que sí; eso es algo que se consigue simplemente por pura estimulación. Pero si me preguntan si ese sexo significa algo para él, les diría, claramente, que no. La tortura y la muerte son ingredientes esenciales de su excitación auténtica, y todo eso trasciende el sexo convencional.
—Sanjuán, ¿quiere decir entonces que estamos ante un tipo violento, alguien que puede tener antecedentes? —preguntó Iturriaga.
—No, no lo creo. Si estoy en lo cierto, el Artista tiene una enorme capacidad de control en su vida ordinaria… la meticulosidad con que ha preparado cada uno de los detalles del crimen lo prueba. Aunque dado el nivel de violencia en ambos asesinatos, no descartaría la existencia de algún crimen anterior… Pero igualmente enmascarado con su peculiar concepción del asesinato. Si, como creo, es un asesino en serie, cierto es que podrían existir asesinatos anteriores sin resolver de los que él fuera el responsable, aunque quizá sin tanta elaboración.
—Es cierto —intervino Valentina—. Velasco ha procurado seguir los accesorios de la víctima en la escena del crimen de Lidia, y está claro que se tomó con mucha seriedad la labor de no dejar ninguna pista; solo él sabrá cuánto le costó escoger y encontrar cada pieza del vestido de Lidia, cada una de las flores… Ese tipo ha vivido ese crimen como una obsesión.
—Exacto —volvió a tomar el hilo del discurso Sanjuán—. Y este es el segundo punto de su firma: la obsesión. Este hombre no es solo un artista, quiere ser El Artista, el hombre que demuestra que su idea de la creación sobrepasa los límites mediocres de una sociedad que no lo comprende y que nunca aceptaría su discurso de cómo construir ese arte… esta es, a mi modo de ver, la parte central de los dos crímenes: si la sociedad no valora su modo de entender el arte, él entonces les devolverá su desprecio creando obras «sublimes» mediante la muerte de algunos de los miembros de esa sociedad… Así pues, toda esa violencia y tortura reflejan dos impulsos que nacen de lo más profundo del asesino: por una parte, su deseo sexual pervertido, que necesita de la tortura, del sadismo y del brutal horror psicológico que produce en sus víctimas; y por otra parte son la expresión de una venganza, del desprecio más absoluto a esa sociedad…
—Uf… —soltó un bufido Velasco—, ¡vaya tipo! ¿Y dónde tenemos que buscar a alguien así…? —preguntó.
—Déjenme primero que les cuente otra cosa. Tenemos cartas escritas por el Artista —los policías pusieron cara de asombro—. Creo que el asesino de Patricia Janz escribió unas cartas amenazantes a una amiga de otro viejo conocido de ustedes… Jaime Anido.
Ahora la conmoción fue total. Sanjuán explicó la llamada de teléfono de Anido y su petición de que investigara los anónimos que había recibido Sue. Sanjuán los leyó y puso el énfasis en señalar la semejanza con las declaraciones de Pekka, el asesino múltiple finlandés que escribió «la humanidad está sobrevalorada…».
—En esos anónimos —continuó Sanjuán—, vemos que él desprecia y amenaza a los que yo entiendo que son, claramente, seguidores de prácticas sadomasoquistas. Ayer tuve una entrevista con Lúa Castro, que parece ser que es la novia de Anido, al menos en La Coruña —dijo esto con una cierta sorna, que a Valentina no le pasó en absoluto desapercibida—. Me enseñó estas fotos que encontró en un cajón del despacho de Anido. —Sanjuán se las pasó a Valentina, que mostró con su cara de sorpresa que no sabía nada, y esta a su vez las cedió a su equipo—. Ahí pueden ver a Patricia Janz… Como ven, es una joven de extraña belleza… una mujer joven inmersa en el mundo oculto del sexo límite… Y el hombre al que ven en una de sus fotos es Anido.
—Pero Sanjuán… —preguntó Velasco— ¿cómo es que amenaza a seguidores de prácticas sadomasoquistas si él mismo se dedica a torturar y matar…? ¿De qué va ese tío?
—Bien, es una práctica corriente en ciertos asesinos seriales: proyectan sobre sus víctimas sus propios demonios. El mensaje del crimen, la historia que nos cuenta el Artista con la muerte de Patricia Janz es: «todos vosotros sois basura, ignorantes que no comprendéis mi arte, mi genialidad… y entre todos, vosotros sois los peores, a pesar del dinero y de la apariencia de respetabilidad que tenéis… solo sois degenerados, y yo os daré la versión real de vuestros juegos patéticos…».
—Bien, Sanjuán, pero ¿cómo encaja esto con el asesinato de Lidia? —preguntó, realmente fascinado, Iturriaga—. Lidia no tenía nada que ver con ese mundo… —Y diciendo eso fue disminuyendo el tono de su voz, como si empezara a dudarlo.
—Vamos, Sanjuán —protestó Bodelón—, no creerá de verdad que Lidia se dedicaba a esas cosas…
—Bueno, lo que hemos averiguado acerca de la relación entre Lidia y Delgado nos pone en otra perspectiva… ¿no les parece? Si el Artista no es alguien del entorno de Mendiluce, no tendría por qué saber hasta qué punto Lidia coincidía o no con esas prácticas de sexo extremo. Simplemente podría haber visto a Lidia en ese entorno y haberla elegido como otra víctima receptora de su mensaje de ira y reconocimiento que pretende que todos comprendamos. Por otra parte, el origen de los vestidos de Lidia, según investigaron ustedes, es precisamente Inglaterra, ¿no es así? Este es un nuevo factor que vincula ambos crímenes.
—Pero, si es el mismo asesino, ¿cómo es que actúa en dos países…? ¿Por qué venir a España a matar…? —preguntó Valentina—. Necesita un lugar en donde torturarlas y luego… lo que quiera que haga con el cuerpo…
—La verdad, no lo sé… La única idea que se me ocurre es que es alguien que tiene un vínculo con ambos lugares, Inglaterra y La Coruña. Es más… ¿por qué no pensar que es un español que vive en La Coruña y que en aquellos días de la muerte de Patricia Janz estaba en Inglaterra?
—Sí… digamos que es posible, Sanjuán. —Valentina estaba entonces en pleno examen policial de los hechos, buscando llegar hasta la última deducción lógica que pudiera extraer—. Pero en tal caso tendría que haber conocido a Patricia Janz, no pudo tratarse solo de una excursión a Inglaterra para seleccionar una víctima y luego matarla y huir. Tú lo has dicho: planifica al detalle su crimen. Ese hombre debía de estar o haber estado mucho tiempo o muchas veces en Inglaterra, ¿no crees?
—En efecto —concluyó Sanjuán—. Esa es la razón por la que considero que es imprescindible ir a Inglaterra a investigar sobre el terreno.
* * *
La reunión terminó con debates acalorados. Todos sabían que seguir la pista a un asesino en serie era complicar la investigación del crimen de Lidia de un modo extraordinario. En comparación, la vía de Mendiluce y Delgado parecía mucho más nítida, más familiar a lo que es el trabajo habitual de un homicidio. Pero el análisis que había presentado Sanjuán no podía, sencillamente, dejarse a un lado. Las víctimas eran muy parecidas en edad y belleza; en ambas había habido secuestro, violación, tortura y, finalmente, muerte. Ambas habían sido objeto de una performance —palabra que Sanjuán empleó en los debates que siguieron a su exposición y que explicó a satisfacción de todos—, recreando obras de arte que, para colmo, concluyen con su heroína —Lucy Westenra y Elizabeth Siddal— en el mismo cementerio de Highgate. Y, lo más importante, según el criminólogo en ambos escenarios del crimen se podía apreciar la misma motivación esencial: la de mostrar a todos que él era el Artista por excelencia, por más que la sociedad solo le mostrara su desprecio e incomprensión. El crimen salvaje de sus manos le devolvía un poder insuperable, había comentado Sanjuán: por una parte se vengaba de la sociedad matando a jóvenes que él consideraba falsamente virtuosas, pero que, en verdad, rameras mentirosas en su concepción; y por otra al matarlas y recrearlas en sus performances, las poseía como ningún otro asesino había hecho antes nunca: eran suyas del todo, porque él las había transformado en otras mujeres, en protagonistas del arte, de su arte. Él era su creador: después de violadas y asesinadas, él se había quedado con sus almas.
Así las cosas, Iturriaga aprobó el plan que Valentina expuso: ella y Sanjuán irían a Inglaterra dos o tres días, para investigar el crimen de Patricia Janz junto a la policía de Whitby, que era la que llevaba el caso, tratando de encontrar una conexión con el asesinato de Lidia y de paso investigar el origen de aquel vestido que los traía de calle. Mientras tanto, Valentina interrogaría al día siguiente a Delgado, atornillándole; si había mentido, lo que a todas luces parecía que era así, iba a sudar tinta china para dar una buena razón. No iban a abandonar la vía de Mendiluce, aunque Valentina sabía que Delgado podría inventar cualquier excusa y que pillarle en una mentira estaba muy lejos de conectarle con el crimen, máxime a un tipo tan experimentado en los bajos fondos como él.
Pero en esos momentos era todo lo que tenían. Garcés, López y Bodelón se ocuparían de seguir de manera discreta a Mendiluce y Delgado, y Velasco quedó como apoyo y contacto de Valentina en su viaje a Inglaterra, para lo que pudiera necesitar.
Iturriaga agradeció a Sanjuán su ayuda y le explicó que, desgraciadamente, la policía no podía hacerse cargo de sus gastos en el viaje a Londres.
—No se preocupe, nunca tuve tal esperanza… —contestó Sanjuán—. Para mí es motivo de satisfacción ayudarlos, créame. —Y casi sin quererlo, miró de soslayo a Valentina, que estaba a su lado.
—Perfecto, Sanjuán. Mucha suerte, entonces —le dio la mano para despedirse y se quedó con Valentina en la sala de reuniones con el fin de redactar el contenido de la rueda de prensa que él iba a protagonizar el lunes, por deseo expreso del jefe superior García Moreno. Mientras tanto, Valentina y Sanjuán estarían ya en Londres. Antes de abandonar Lonzas, Valentina tendría que ocuparse de contactar con el inspector jefe Evans, responsable de la investigación de Patricia Janz, y contarle su plan. Y también de buscar un vuelo desde La Coruña hasta el aeropuerto de Heathrow.
Sin embargo, antes de que acabara ese ajetreado sábado, Valentina pensó que le quedaba un acto social que le producía excitación y repugnancia a partes iguales: ir con Sanjuán a la fiesta de Mendiluce esa misma noche.