[capítulo 42]: Garlinton Manor

Inglaterra, condado de Oxfordshire, viernes, 11 de junio

Los tejados rojos y las altas chimeneas de Garlinton Manor aparecieron en todo su esplendor tras un bosque de hayas. El Jaguar verde se detuvo ante la verja herrumbrosa que cerraba el paso a la enorme avenida floreada de lavanda. El olor suave y delicado inundó el vehículo casi al instante. Sue bajó y se acercó a un panel. Tecleó una serie de números y volvió al coche. La reja se abrió con un chirriar de goznes digno de la mansión de Ciudadano Kane. Delante de ellos un conejo asustado brincó hacia los matorrales con agilidad. Un gran lago de agua verdosa aparecía a la derecha, en donde una pareja de cisnes negros entrelazaba el cuello delante de una garza real. Anido lamentó estar dentro del coche. Le hubiese gustado fotografiar aquella escena tan peculiar.

Cuando el Jaguar se acercó por el camino de grava hasta bordear el impresionante edificio, Jaime observó que la plaza ya bullía de actividad febril. Varios enormes camiones de catering estaban detenidos en la amplia escalinata que llevaba al portón de entrada. Hombres y mujeres vestidos de uniforme azul marino subían bandejas y bolsas, a la vez que otros transportaban grandes palés con cajas de madera y los introducían en la casa por una rampa colocada en un lateral de la logia de entrada.

Sue condujo hacia la explanada habilitada como aparcamiento que se encontraba en la parte de atrás del edificio. Dentro de él ya había varios Aston Martin estacionados elegantemente, y también cuatro lujosos Bentleys, que contrastaban con la humildad de dos Alfa Romeo, un Rover y un Volkswagen escarabajo de color amarillo chillón. Aparcó justo detrás del Volkswagen. Anido miró al cielo encapotado. Las fieras fauces de una gárgola empezaban a filtrar pequeños hilos de agua cristalina. Por el momento solo lloviznaba, pero estaba a punto de caer una buena. En una de las puertas laterales rodeadas de hiedra espesa, había un hombre bajo y notablemente grueso, vestido con un traje blanco y un sombrero Panamá. Llevaba unos zapatos de charol brillantes blancos y negros que llamaban la atención desde bien lejos, como el bastón blanco de pomo dorado que llevaba en su mano izquierda y la corbata de color verde pistacho con un gran alfiler coronado por un diamante. Cuando vio a Sue y a Jaime se acercó a ellos dando saltos de alegría, con una gran sonrisa bajo el mostacho, bien cuidado. A Anido, sir Thomas Hampton siempre le había recordado a Hércules Poirot en versión dandy, pero desde que se había casado y había duplicado su barriga, era su vivo retrato en la caracterización que de él hizo Peter Ustinov.

—Sue, Jamie. ¡Qué alegría veros! —Sir Thomas no escondía su pluma evidente. Al revés, potenciaba su amaneramiento con todo tipo de gestos a cada cual más exagerado. Miró a Sue de arriba abajo y la abrazó con la fuerza de un oso pardo—. No puede ser. Has engordado. ¡Por fin! Pero por favor… ¡Estás mucho más guapa, Sue, si eso es posible! —Sir Thomas se separó un poco para verla mejor—. No me pongas mala cara. Antes estabas en los huesos… mírate ahora… —Sir Thomas miró al escote sin disimular ni un pelo—. Insuperable, debería decir.

—Dicen por ahí que nunca se es lo suficientemente rica ni se está lo suficientemente delgada, sir Thomas. Pero gracias de todos modos. Me alegro de ser la única persona del mundo a la que le quedan bien los kilos de más —replicó con una gran sonrisa Sue.

—¿Kilos de más? Anda ya. Fíjate en mí. Yo sí tengo un sobrepeso importante. Mira: casi no me sirven los anillos. —La gruesa mano de sir Thomas estaba llena de sellos de oro que parecían incrustados en los dedos—. No ha favorecido mucho a mi figura el casarme con un escocés que cocina como los ángeles… el amor verdadero engorda, no cabe duda. Sue, tú lo que tienes que hacer es buscarte un marido amoroso que te trate bien. Amor y buenos alimentos, como yo, es lo único que hace falta. —La agarró del brazo con cariño, ronroneando a ojos vista—. Ya he constatado que tus tiendas están triunfando en Londres. Me encantan. Mi marido es adicto a la ropa interior de Stella McCartney. Se gasta verdaderas fortunas que redundan directamente en tu beneficio y amenazan mi cuenta corriente… Pero está empezando a llover. —Unas gotas gordas y húmedas empezaron a golpear el suelo de piedra con fuerza—. Entremos antes de que la lluvia estropee estos carísimos zapatos de charol. Les tengo mucho cariño… Ahora os enseñaré las reformas que he llevado a cabo este último mes. A ver qué os parecen. He gastado un dineral en cuadros y obras de arte de rabiosísima actualidad, que ha elegido mi esposo, por supuesto, para eso es marchante de arte y cuenta con un gusto exquisito, para darle un toque mucho más moderno a la decoración de la casa.

Los tres caminaron hacia la casa, mientras el anfitrión seguía contando las novedades, enormemente satisfecho de poder dar a conocer a Sue y Jaime todas sus buenas ideas, que pronto serían causa de deleite para la hermandad.

—He construido una gran mazmorra medieval con todos sus artilugios correspondientes. He reformado las caballerizas para los que estén interesados en «jugar a los ponis», ya me entendéis… —guiñó un ojo—, y también remozado el viejo molino y el armero. Luego nos damos una vuelta por el jardín, si os parece. Lo ha rediseñado Charles de arriba abajo. ¡Ahí Hemos repoblado el lago con todo tipo de aves, hasta cisnes negros traídos de Nueva Zelanda! Una maravilla, de verdad… Por cierto —la voz engolada bajó hasta convertirse en un susurro cómico—, ya ha llegado J, el hombre del Gobierno, ya me entendéis. Y no se ha traído a su mujer. ¿Qué os parece? —Sir Thomas rio a carcajada limpia, lo que hizo que varios de los trabajadores lo mirasen con curiosidad.

Siempre que subía la escalinata Anido observaba, fascinado, la casa. Garlinton Manor era un imponente edificio isabelino construido en una fortísima piedra oscura que llevaron de una cantera vecina, con almenas y torreones incontables y también con ventanas de altísimas ojivas que le otorgaban un aire de cuento gótico acentuado por los cargados nubarrones que poblaban el cielo inglés. Pertenecía a la familia de sir Thomas y había permanecido deshabitado y medio en ruinas durante una buena temporada. Cuando sir Thomas lo rehabilitó, había pensado en convertirlo en un hotel de lujo, pero su pertenencia destacada en la hermandad lo llevó a reconsiderar su decisión. Así que una parte de la temporada la mansión se alquilaba para bodas, banquetes y celebraciones de gente adinerada, y al mismo tiempo, en el más absoluto secretismo, también servía para albergar las «celebraciones sado» de El Ruiseñor y la Rosa. Parte del atractivo de Garlinton Manor, además de su innegable belleza romántica, estaba en la creencia popular de los lugareños de que el fantasma de un salteador de caminos ahorcado recorría las habitaciones por las noches asustando a los clientes, la soga aún colgado del cuello, creencia que sir Thomas había esparcido por doquier para atraer a clientes ansiosos por ver algún espectro de la época isabelina deambulando por los amplios pasillos llenos de humedad pretérita. Oficialmente nadie lo había visto, pero sir Thomas no había dudado en organizar un congreso de esoterismo y magia el año anterior para darle todavía más renombre al sitio. Lo que nadie podía ni siquiera sospechar era que detrás de aquellas actividades sociales y totalmente respetables, en Garlinton Manor se celebraban las orgías secretas de la hermandad. Era el tipo de cosas que sir Thomas Hampton consideraba muy divertidas. Le encantaba sorprender a todo el mundo con sus excentricidades.

La habitación olía a antiguo, pero también a incienso y a vainilla. A Jaime siempre le había fascinado la cama con dosel rojo tudor en la que solía dormir cuando acudía a las reuniones de la hermandad. Sobre la colcha crema de flores azules ya estaba dispuesto su disfraz: una levita negra, pantalones de color negro hasta la rodilla, botas de montar, chaleco negro floreado con ribetes de color oro. Y lo mejor, un tricornio con escarapela blanca, roja y azul y una fusta de cuero cuya piel olía desde varios metros. Abrió el ventanal de arco gótico y miró hacia abajo con un poco de vértigo. La habitación no era muy diferente a como había sido seis siglos atrás: los muebles eran recreaciones modernas casi perfectas del estilo isabelino. La gárgola cornuda seguía escupiendo agua a través de su lengua llena de musgo. A lo lejos, tras la ventana con mainel, se podían ver kilómetros y kilómetros de campiña salpicada de bosques cubiertos de niebla y la parte superior del tejado de un campanario gris que pertenecía a un pueblo cercano donde solían ir él y Sue a tomar el té y pastelitos con nata.

Encendió el teléfono: tenía cinco llamadas perdidas de Lúa. Era extraño. A lo mejor había pasado algo importante… pero no había tiempo. En ese momento no. Tenía que vestirse y prepararse para la fiesta que iba a empezar en menos de una hora. Ya hablaría con ella al día siguiente. Observó que había un estante lleno de libros lujosamente encuadernados: sir Thomas estaba siempre hasta en el último detalle. Los repasó: La atadura. Historia de O. La filosofía en el tocador. Muy apropiado para la ocasión. También vio una mesa de palisandro en donde un opalino Absinthe Glass de diseño oriental esperaba aburrido, al lado de un ramo de daturas, a que alguien lo llenase del verde líquido tan adorado por los simbolistas y la bohemia parisina.

Llamaron a la puerta. Un pequeño paje vestido de Sains-Culotte, enmascarado con una careta de estilo veneciano blanca y negra, asomó la cabeza y metió en la habitación un carrito dorado cubierto por una tela de seda brillante.

—Señor Anido. —Jaime detectó un leve acento paquistaní en la voz femenina—. Le traigo máscaras para que elija la que más le guste. Y también una palmatoria, que tendrá que llevar encendida para orientarse por la mansión. También tiene ahí juguetes: puede elegir, como máximo, tres. Ya sabe que el punto de encuentro es a las seis en la biblioteca, con la correspondiente máscara cubriendo el rostro, como dicen las normas.

—Muy bien. Así lo haré. Muchas gracias.

El paje se fue con una reverencia. Jaime empezó a despojarse de su camisa de Timberland y sus pantalones de Coronel Tapiocca. Había llegado la hora de transformarse en otra persona. Había llegado la hora de tomar posesión de su pseudónimo habitual en la hermandad y comportarse como la ocasión requería.

* * *

Anido se miró al espejo de pie que estaba colgado en el amplio y no demasiado iluminado corredor del ala norte. El traje le quedaba casi perfecto. Salvo el chaleco, que le apretaba un poco. Había engordado un par de kilos desde la última vez que le tomaron las medidas en la hermandad. Pero estaba imponente, con sus botas de montar lustrosas y engrasadas, la levita bordada de grandes bolsillos y los pantalones negros a juego. Palpó sus tres objetos favoritos que llevaría a la fiesta: una gruesa pala de azotar con unos remaches de plata que sobresalían amenazadores, una fusta y un látigo. Los tres objetos de cuero negro. Se encontraba lleno de excitación. No pensaba ya en los anónimos ni en el asesinato de Patricia, ni tampoco en el peligro que corrían. Solo en la fiesta, en la orgía de vicio que estaba a punto de empezar. En la habitación había una botella de absenta Green Moon: el Hada Verde había acariciado sus venas hasta el último rincón de su cuerpo, haciéndole olvidar todas sus preocupaciones.

Bajó las escaleras hacia el segundo piso con la palmatoria en la mano. Luego se introdujo por una gran sala blanca, adornada con revestimientos de madera, que desembocaba en una oscura puerta. Al franquearla, el largo pasillo, iluminado por una especie de teas muy bien imitadas que no producían humo, estaba lleno de oscuras imágenes de caballeros y damas de la época isabelina, que lo miraban desde los marcos con ojos inquietantes. Jaime lo recorrió con lentitud, observando las obras de arte. Uno de los cuadros más llamativos retrataba a un hombre de cabello largo y ojos oscuros, perilla, camisa abierta abullonada y el cuello bordado de puntillas. Jaime se paró a contemplarlo: nunca lo había visto. De haber estado antes, se hubiese fijado, porque aquel hombre llamaba poderosamente la atención. Un pendiente de azabache colgaba del lóbulo de su oreja. Los labios, de color escarlata, eran gruesos y húmedos, casi perversos. Los ojos, como brasas incandescentes que seguían su mirada por dondequiera que Anido se moviese. Detrás de la figura masculina, que sujetaba un medallón en la mano con la figura de una doncella, se alzaba un muro de fuego rojo furioso que parecía a punto de envolverlo. No, nunca había visto aquel cuadro hasta ese momento. Se acercó y lo iluminó con la vela, totalmente fascinado por la mirada de aquel joven. Pero al aproximarse se dio cuenta de que había detalles en el cuadro que no parecían propios de la época isabelina. El estilo de pintura era mucho más moderno, las pinceladas parecían expresionistas, demasiado gruesas, desdibujadas y atrevidas para una obra del siglo XVI. Y de repente, Anido se fijó con total consternación en el retrato de la doncella, pintado en tonos mucho más sutiles, cálidos y amarillentos, el toque delicado de un pincel exquisito. Era una joven pálida, vestida con un traje de época y un tocado en la cabellera rubia. Pero el rostro… Anido pensó por un momento que estaba volviéndose totalmente loco. No podía ser cierto. Aquella cara… Acercó el velón encendido que llevaba en la mano y sintió un escalofrío. El rostro de la medalla que sujetaba aquel hombre, iluminado por la llama ardiente de la vela, era el vivo retrato de la cara de Patricia Janz.

Jaime buscó con desesperación un detalle que le diese una pista del nombre del autor de aquella obra. La firma del pintor. Tenía que estar en algún sitio. Normalmente, las firmas que indicaban la autoría estaban abajo a la derecha. Pero no encontró absolutamente nada que pudiese darle una pista de quién había creado aquella pintura tan extraña… Anido, de repente, se encontró mareado. Aquello tenía que ser producto de la absenta. O de su imaginación desbordada por todas las vivencias de aquellos días convulsos…

El ruido de la campana de la capilla de la Mansión llamando a los asistentes a la fiesta le sobresaltó de repente. Volvió a mirar el retrato: sin duda era Patricia. O alguien que se le parecía de una forma inaudita.

De otra habitación salió una pareja de mujeres que reían acaloradas, vestidas de Maravillosas revolucionarias, con sus máscaras y velones, y una bolsita de terciopelo colgando de la muñeca. Anido se separó del cuadro misterioso con el corazón palpitando. No quería que nadie viese lo mismo que estaba viendo él. No quería entrar en un pánico profundo. No era el momento. Aquello debía de ser, en realidad, producto de la absenta, se repitió. La puta Hada Verde estaba jugándole una mala pasada. No cabía duda. No podía ser Patricia. La chica del medallón no podía ser Patricia. No era posible.

Vio a Sue avanzando con rapidez hacia él por el fondo del pasillo, su espectacular traje negro y plata de María Antonieta ocupaba parte del corredor, la máscara en la mano. Se apartó para dejar paso a las dos Maravillosas después de saludarlas con respeto. Anido dio unos pasos hacia ella, alejándose de aquel retrato que lo había consternado. Luego le enseñaría el cuadro. Entonces había que bajar a la fiesta. Era el momento de dar rienda suelta a todas sus pasiones, tanto tiempo reprimidas y escondidas bajo una máscara de respetabilidad. Sus demonios pugnaban por salir, y allí abajo había mucha gente que estaba muy dispuesta a hacerlo muy feliz. Todos se enmascaraban para desenmascararse en realidad…

—Jaime, querido. Tengo en la biblioteca esperando a tu bellissima italiana. Está desando conocerte. ¡Corre, ven! —Lo agarró de las dos manos y tiró de él, que parecía el comendador de piedra, totalmente paralizado—. ¿Qué haces ahí parado? ¡Ponte la máscara! Por favor… Estás pálido, como si acabases de ver el fantasma de la mansión. ¡Con lo atractivo que estás con ese traje! ¿Te pasa algo?

—Ha sido la absenta. Tenía que haber metido algo en el estómago antes de tomarla… —contestó el fotógrafo.

—Solo se te ocurre a ti beber un licor de setenta grados sin haber comido nada. No me extraña que estés tan pálido. Venga, en la biblioteca hay pasteles deliciosos y mucha fruta. En el momento en que tomes algo te sentirás mejor. Llevamos sin comer desde el mediodía…

El olor a almizcle y el perfume de las flores se hacían casi sofocantes. A lo lejos sonaba, tenue, música de Wagner. La muerte de Isolda. Las velas iluminaban el rostro y las vestiduras de los participantes, que bebían animadamente, mientras camareros vestidos de época servían Moët Chandon y cócteles afrodisíacos. Al fondo se podía ver una gran mesa con todo tipo de frutas exóticas y dulces. Sir Thomas, vestido de emperador de Francia, la corona de laurel en la cabeza y la capa de armiño con el Toisón de oro en los hombros sobre la túnica de terciopelo granate, estaba orgulloso de cómo se había organizado la última reunión de la hermandad. La idea de Sue de hacer un baile de máscaras basado en la Revolución francesa y el marqués de Sade era espléndida. Su joven y escuálido marido revoloteaba alrededor de uno de los apuestos camareros, que tenía la piel brillante y morena de un dios hindú. Eso le ponía muy caliente, hasta tal punto que apuró la copa de champán y se acercó a mirar el ataque de Alexander con más detenimiento. Su esposo siempre le había recordado a Sebastian, el lánguido personaje de Retorno a Brideshead, con aquella desocupada melancolía que lo hacía tan absolutamente atractivo. Se sentía muy dichoso al haber encontrado a aquel chico tan hermoso, tan perverso y de gran creatividad, y de ser amado sin ambages por él. Claro que su fortuna también tenía mucho que ver en aquel asunto, a pesar de que Alexander no parecía apreciar demasiado que su árbol genealógico se perdiera en la época de los Plantagenet. El humo de los puros y de las pipas de agua estaba convirtiendo la biblioteca en un lugar casi irrespirable, pero eso le daba más gracia al asunto. Pronto estarían todos tan ebrios y desatados que empezarían a surgir los encuentros sexuales de una forma salvaje. A sir Thomas lo que más le gustaba era mirar: no tenía un interés especial en formar parte de la orgía en sí misma.

Vio a Jaime Anido hablar animadamente con una joven morena con el pelo lacio que vestía de hombre, con el pelo recogido en una coleta baja. Era la nueva pareja de Anido, la chica romana que escribía libros eróticos, disfrazada del Divino Marqués… una belleza sumamente elegante. Tenía un aire a aquella cantante italiana tan famosa… ¿Cómo se llamaba?, sir Thomas no recordó su nombre. Y sumisa hasta la muerte… Aquel encuentro entre Anido y la italiana iba a ser algo digno de ver. Tomó nota mentalmente de que era uno de los platos fuertes de la velada. Sue, mientras, aspiraba el hachís de un narguile al lado de un musculoso húsar de gran bigote pelirrojo y ojos azules que brillaban de deseo cada vez que veían el generoso pecho de Sue subir y bajar por efecto del apretado corsé. Sir Thomas fumó una calada de su Cohiba y la exhaló con placer exquisito. Aquella, sin duda, iba a ser la mejor fiesta de toda la historia de la hermandad.

La mano de Jaime pellizcó con fuerza desmesurada un pezón de Floria bajo su camisa floja, evitando la amplia tela que hacía de lazo en el cuello de la chica. Ella continuó besándolo, introduciendo todavía más la lengua en su boca. Ni una queja. Anido estaba maravillado. Aquellos pezones se notaban erectos y jugosos al mínimo tacto y parecían crecer con el pequeño castigo que les había aplicado. La chica, en efecto, estaba muy dispuesta a seguirle el juego… Se separó un momento. Ella estaba con los ojos cerrados, totalmente abandonada. Los abrió con expresión de sumo placer.

—Floria, perdona un momento. Ahora mismo vuelvo. No te vayas…

Jaime buscó a Sue con la mirada, entre el montón de máscaras que ya estaban empezando a animarse y a formar parejas y grupos. Quería intimidad con aquella joven. No le apetecía, en aquel preciso momento, formar parte de la orgía multitudinaria. Necesitaba una habitación para los dos. La nueva mazmorra de la que había hablado sir Thomas sería perfecta. Allí estaba, acariciando con lujuria a aquel húsar de grandes patillas y una erección de caballo que se notaba en el pantalón ajustado a la ingle. Se acercó a ella y la llamó a un aparte. Habló en susurros.

—¿Dónde está la mazmorra de la que nos habló sir Thomas esta mañana? La necesito ahora mismo.

—Mmmmm —Sue hablaba lentamente, el efecto del champán y el hachís provocaba que sus ojos brillasen bajo la máscara—. Tu italiana es un bomboncito, ¿verdad? —Sue arrastraba las palabras algo trabajosamente—. Espera un momento… ¿Dónde está sir Thomas? Allí está. Napoleón Bonaparte. Le pega mucho el disfraz… Ahora hablamos con él, vente conmigo.

Sue se acercó a sir Thomas, que estaba terminando el puro con delectación, de pie ante todos sus comensales, siguiendo los compases de la música con el cetro real.

—Jaime necesita estrenar la mazmorra, sir Thomas. —Sue miró hacia atrás, lanzándole un beso al húsar pelirrojo para que no se olvidase de ella. El hombre también se encontraba en un estado bastante lamentable—. Floria quiere inspirar su nuevo libro de poesía erótica en sus actividades perversas con nuestro amigo, ¿verdad, Jaime?

—Algo así. Me gustaría que alguien nos llevara hasta allí, si eso es posible.

—Yo mismo os guiaré. Cógete a tu chica y vamos a la mazmorra. Te aseguro que vas a llevarte una agradable sorpresa…

Cuando sir Thomas abrió la pesada puerta de madera con la enorme llave de metal oxidado, Anido tuvo ante sí la mazmorra más hermosa que jamás hubiese imaginado. Estaba llena de velas aromáticas que iluminaban tenuemente toda la estancia de piedra. Dos grandes teas ardían en el techo ingente, ofreciendo con sus llamas temblorosas un espectáculo de luces y sombras que bailaban sobre la brillante armadura que estaba apoyada en un lado de la habitación. Agarró de la mano fuertemente a Floria, que entró con decisión, fascinada por la belleza siniestra de los múltiples objetos que allí estaban dispuestos: unas argollas en los muros de angosta piedra, cadenas colgadas del techo que llegaban hasta el suelo, potros de tortura… Una gran cruz de San Andrés presidía el centro de la estancia, y, al lado, dos mesas llenas de objetos diferentes capaces de causar el placer más extremo o el dolor más intenso. O ambas cosas a la vez, pensó el fotógrafo. Pinzas, esposas, agujas, mordazas, dildos, consoladores de todos los tamaños imaginables, enemas, látigos… el instrumental era variado y de un gusto exquisito. Y Floria se acercó a una de las mesas, llena de fascinación. Su piel de alabastro reflejaba el rubor de las teas ardientes. ¿O era ella, emocionada al ver toda aquella parafernalia siniestra? Anido estaba cada vez más y más excitado. Excitado como jamás lo había estado en toda su vida… Aquella chica parecía todavía más exquisita que su anterior pareja, Patricia Janz…

A ambos lados de la mazmorra, se encontraban colgados de la pared dos retratos isabelinos. Uno de un hombre y otro de una mujer. Parecían hermanos. Los dos eran rubios, delgados, elegantes. La mujer llevaba un lebrel en sus manos repletas de anillos, y miraba al espectador con expresión perversa en sus ojos azules y achinados. El hombre, de pelo ralo y pajizo retirado por un sombrero de terciopelo, sujetaba la correa de un galgo que estaba sentado a sus pies. Aquellos dos retratos le daban un toque todavía más perverso a la estancia: los espectadores mudos y eternos de todas las sevicias que allí iban a llevarse a cabo.

Sir Thomas se despidió con un ademán afectado de sus dedos gordezuelos y entornó la puerta tras de sí.

Una vez cerrada a cal y canto, se dirigió a unos paneles de madera que estaban situados al lado de la mazmorra. Presionó un saliente de madera y los paneles se movieron, descubriendo un pequeño pasadizo. Entró y recorrió un pasillo húmedo y oscuro. Al final del túnel había un pequeño cubículo donde se encontraban una butaca y una cámara de vídeo. También había botellas y copas para sentarse cómodamente y observar el espectáculo. Sir Thomas corrió un pequeño pedazo de madera: aquel trozo dejaba al descubierto dos agujeros que coincidían exactamente con los ojos del caballero del cuadro.

Cuando vio a Anido abofetear con saña a Floria hasta hacerle sangrar el labio, rasgarle la ropa y sujetarla, con gran violencia y sin hacer demasiado caso de sus súplicas, a la cruz de San Andrés, conectó la cámara y se acomodó, dispuesto a disfrutar de toda la escena.

* * *

Media hora después, las gotas de sudor caían profusamente del cuerpo pálido y desnudo de la joven, mezcladas con gotas de sangre producto del castigo que Anido le infligía sin piedad. Floria se retorcía de dolor, contorsionándose sobre la cruz de madera como una serpiente. No podía emitir ningún sonido, pues en la boca tenía una mordaza de bola que le impedía proferir cualquier queja. Aun así, conseguía hacer oír los gemidos de protesta cuando los latigazos se producían en algún lugar demasiado sensible. Los pechos altivos mostraban ya un par de finas rayas de color escarlata, como si hubiesen sido envueltos en los larguísimos tentáculos de una carabela portuguesa. Jaime se había quitado la levita y aflojado la camisa empapada para poder maniobrar con más comodidad. Cuando consideró que la flagelación había sido suficiente para empezar a romper a la italiana, dejó a un lado el látigo y cogió la pala de cuero con remaches. Se acercó a Floria y la desató. Ella lo miró con ojos suplicantes de madonna dolorosa, pero Anido no pensaba tener ni un minuto de piedad con ella. La obligó a arrodillarse ante él, con la cabeza baja y las manos a la espalda. Miró a su alrededor, buscando algún modo nuevo de atarla. Sobre la mesa había un juego de grilletes, imitación exacta de las cadenas utilizadas en el medievo pero por dentro forrados de tela gruesa para no dejar marcas. Los cogió. Pesaban mucho. Cuando cerró el collar en torno al fino cuello de Floria, esta gimió e intentó resistirse. En vano. Luego colocó sus brazos hacia atrás en una postura totalmente incómoda que provocaba que la espalda tuviese que permanecer arqueada y que el pecho saliera emergente hacia delante. Así, los dos pezones se ofrecían ante él apetecibles como dos fresas recién recolectadas. Los acarició primero y los golpeó después con la pala de cuero, una y otra vez, no demasiado fuerte, pero lo suficiente como para causar un dolor tremendo.

Floria emitió un sonido apagado detrás de la mordaza. Los ojos suplicantes se abrieron todavía más.

—¿Qué te pasa, zorra? ¿No te gusta? —La abofeteó y la tiró al suelo—. ¿No era esto lo que buscabas, puta italiana? ¿Qué te creías? ¿Que venir aquí era lo mismo que asistir a una de tus lecturas poéticas?

Anido la agarró, totalmente fuera de sí, y la colocó sobre el potro. Ante él se ofrecían las nalgas lechosas y duras de la joven. Le separó las piernas bruscamente. Quería ver su sexo expuesto ante él.

Su brazo empezó a golpear las nalgas con la pala de cuero. Los remaches quedaban marcados con nitidez mientras las incendiaba con sus golpes. Jaime paró de golpear cuando observó que el color rojo había invadido absolutamente toda la superficie de la delicada piel. Su mano exploró los labios de Floria, penetrando en la vagina con toda su fuerza. Aquella chica era una auténtica zorra: estaba empapada por completo. El flujo vaginal invadió sus dedos haciendo que su pene se pusiese todavía más duro.

Anido le quitó la mordaza e inmediatamente la sustituyó por su mano, antes de que ella pudiese protestar o decir nada.

—Chúpala. —Le ordenó—. Eres una perra. Estás mojada como una perra. No quiero que dejes ni una gota.

Floria comenzó a chupar dedo a dedo, mostrando una gran habilidad para llevar a Anido a la más profunda excitación solo con su lengua. Totalmente ido, la agarró por la coleta y tiró su cabeza hacia atrás.

—Como veo que chupas muy bien, ahora quiero que me comas la polla, puta. Y no se te ocurra quitar tus ojos de mis ojos, o recibirás todavía un castigo mayor que hasta ahora… Pero antes, voy a ocuparme un poco de ese coñito mojado que estamos desatendiendo…

Cogió uno de los consoladores más grandes y lo encendió ante sus ojos.

Sir Thomas estaba disfrutando de lo lindo con aquella escena: la chica atada, sobre el potro, totalmente expuesta a los caprichos de su torturador. Anido era todo un crack, un sádico escondido bajo aquella personalidad tan cortés y sensible. Un hallazgo. Por eso la pobre Patricia Janz siempre quería compartir con él las fiestas… era comprensible. Tomó un pequeño sorbo de whisky escocés y siguió disfrutando del encuentro. Lo bueno era que estaba grabándolo para su propio placer.

Mientras, Floria se ahogaba con el miembro de Anido penetrando cada vez más profundamente en su garganta. El consolador zumbaba de manera sorda, y las vibraciones provocaban en la joven espasmos inevitables que la llevarían al orgasmo de manera inminente. Anido se dio cuenta de ello y sacó el pene de su boca.

—¿Quién te ha dado permiso para correrte, puta?

* * *

En las caballerizas, Sue se había despojado ya de su aparatoso traje negro de seda y se había calzado las botas de cuero y el corsé negro de cordones que dejaba sus senos libres en la parte superior. Llevaba una máscara de látex y pequeños brillantes que le cubría casi toda la cara, con orejas de gata en la parte superior. Su húsar estaba desnudo, arrodillado. Sue le había puesto una brida y un bocado y, sin gran esfuerzo aparente, una especie de cola de caballo incrustada entre las nalgas musculosas. Estaba agarrándolo por el collar con remaches y le obligaba a lustrar las botas, sucias de estiércol, con la lengua, desde la punta hasta el tacón. Un poco más allá, se podían escuchar gemidos de placer que surgían de entre un montón de paja: dos mujeres se estaban follando de manera salvaje con arneses y consoladores gigantescos, mientras otros tres hombres enmascarados se masturbaban sobre ellas. Aquellos gemidos excitaban a Sue todavía más, y redobló los fustazos sobre las nalgas del hombre, que rugía con fuerza cada vez que la fusta alcanzaba sus partes más delicadas. Era maravilloso calibrar el aguante que tenía su húsar… especialmente cuando castigaba su sexo sin escrúpulo alguno por el intenso dolor.

* * *

La noche estaba ya muy avanzada cuando algunos de los participantes se retiraron a gozar de sus parejas o sus grupos en la privacidad de las habitaciones. Algunos dormían tirados en las butacas o en las chaise longe, aún abrazados a sus torturadores o víctimas agotados por la intensidad de la velada. Una delicada Josefina de cabellos cortos y vaporosa túnica rasgada y sucia por los bordes buscaba, copa en mano, botellas de champán que aún tuviesen algún resquicio del dorado líquido, las sandalias romanas resbalando en el suelo de piedra manchado de fluidos y demás inmundicias, rastros de la perversión de la fiesta.

Jaime había perdido la noción del tiempo y el espacio. No sabía cuánto llevaba encerrado en aquella mazmorra claustrofóbica que olía a flores, sexo e incienso. Se encontraba inmerso en un trance del que le estaba resultando muy difícil, casi imposible salir. Lo único que deseaba era golpear y vejar a aquella chica con toda la saña de la que podía ser capaz. Floria no aguantaba más. Intentaba por todos los medios que Anido parase, detuviese aquel ataque tan feroz y brutal. Pero no podía. Estaba amordazada, cegada y colgada de unas cadenas que le estaban destrozando brazos y piernas. Su piel aparecía lacerada ya por demasiados lugares, pero la cara de Jaime no parecía reflejar ningún tipo de sentimiento. Era como un autómata extraño y sádico, ebrio de sangre. Veía en aquella chica a su amada Patricia, la joven del retrato, la chica decapitada en el cementerio. Deseaba que volviese a la vida, y a la vez solo quería que aquella imagen se desvaneciese de una vez de su mente. Se acercó a la joven que colgaba, ya sin fuerzas, y la bajó de su prisión. Ella se deslizó en el suelo frío, destrozada por el castigo y el dolor infinito. Pero Jaime no había terminado aún con ella.

Sir Thomas abrió la puerta rápidamente y entró corriendo con su marido para detener a Jaime. Estaba sobre Floria, sofocándola con las dos manos aferradas en su cuello, sin ser capaz de evitar el impulso de destrozar aquella piel translúcida. Estaba totalmente desquiciado, ido, sumido en un trance del que no podía salir. A duras penas sir Thomas y su esposo consiguieron aflojar aquella presa casi mortal, tirándolo al suelo y gritando su nombre mientras lo golpeaban para espabilarlo. Los ojos de Anido reflejaban una profunda estupefacción cuando se dio cuenta de lo que había hecho: Floria apenas podía moverse, y menos hablar. Estaba totalmente inerme, sangrante como un Cristo momentos antes de la crucifixión.

—Alex, por favor, llama al médico —dijo alarmado sir Thomas—. Vamos a llevarla a la enfermería en seguida. Y que traigan algo para calmar a este hombre. Se le ha ido la mano de una forma… joder… Jamás hemos tenido ni un problema con él, al revés… ¡Corre, venga, joder! ¿A qué esperas?

Alexander corrió por el pasillo y llamó por un interfono que había en el recibidor. Por si ocurría algo parecido o cualquier tipo de urgencia tenían establecido un protocolo médico y habían habilitado una enfermería con todo lo necesario. En poco menos de un minuto aparecieron varios miembros del staff con batas verdes y colocaron a la inconsciente Floria en una camilla, con un gotero en el brazo. Había perdido mucha sangre, pero lo peor era todo el tiempo que había permanecido sin poder respirar.

Sir Thomas estaba sentado en el suelo, al lado de un destrozado Jaime Anido, que poco a poco volvía a recuperar la cordura, entre jadeos. Estaba temblando de arriba abajo. No podía comprender qué era lo que le había ocurrido en aquella celda, aquella noche. Jamás había perdido el control en ninguna de las sesiones. Jamás. Nunca. Sin embargo, encerrado en aquella mazmorra se había convertido en un verdadero monstruo, obviando cualquier regla o sentimiento humano. Obviando todas las reglas del sexo consensuado y del verdadero BDSM. Era un ser despreciable y vil, y de repente se sintió como si hubiese cometido el peor de los crímenes. Una enfermera le dio una pastilla y un botellín de agua. Se los tomó como un autómata. Miró a sir Thomas con ojos de profunda desesperación.

—¿Qué cojones te ha pasado, Jaime? ¿Cómo has perdido la cabeza de esa forma? Sabes que ese tipo de cosas no están permitidas en la hermandad. ¡Lo sabes perfectamente! —le recriminó sir Thomas.

Se hizo un silencio. Jaime no podía contestar. No tenía ni idea de lo que había ocurrido. Era como si de repente lo hubiese poseído un ser ominoso y aborrecible, un ser que moraba en el fondo de su alma, dormido durante años, y que de repente se mostró en toda su gloria homicida.

Sue llevó a su amigo a la habitación, ayudada por un enfermero y por sir Thomas. Lo metieron en la cama, y él se dejó hacer con mansedumbre. Ya le estaba haciendo efecto el tranquilizante, y en cuanto su cabeza tocó la almohada, se quedó dormido de inmediato. Sue lo arropó con cariño y suspiró. Miró a sir Thomas sacudiendo la cabeza.

—No sé qué le pasa a Jaime, Tom. Está llevando muy mal lo de Patricia. Lo está llevando mal hasta tal punto que ha ido a Whitby a hablar con la policía que lleva el caso. Se pasa todo el tiempo reconcentrado y muy deprimido. No deberíamos haberle permitido venir en ese estado. Pensé que una sesión de la hermandad iba a hacerle olvidar todo y relajarse, pero obviamente me equivoqué.

—Ah. Así que nuestro Jamie ha venido a Inglaterra a investigar lo de Patricia. —Sir Thomas no pudo evitar un aire de alarma ante esa noticia—. Está loco en verdad. ¿Qué quiere conseguir? Espero que no nos meta en ningún lío… —Y luego añadió, como si ese comentario hubiera sido en extremo insensible hacia la antigua miembro de la hermandad—: La pobre Patricia. Una lástima. ¿No se sabe nada aún de quién pudo asesinarla…?

—No, todavía no se sabe nada, a menos que la información haya sido protegida por la policía… Thomas, tengo que comentarte algo bastante grave que pudiera estar relacionado con la muerte de Patricia y con nosotros, con la hermandad. —Sue adoptó un gesto más grave y miró fijamente a los ojos de sir Thomas—. Estuve pensando mucho tiempo cómo planteártelo. No encontraba la manera…

—No me asustes, Sue, que ya tenemos bastante con lo de hoy para encima darme malas noticias.

—He recibido un par de anónimos amenazantes contra nosotros. Muy agresivos. Horribles. Había callado hasta hoy. Había preferido no concederles demasiada importancia, pero Jaime se los ha enviado a un criminólogo muy famoso en España y este le ha dicho que la persona que los ha enviado va muy en serio. Y que podría ser el asesino de Patricia Janz… por lo que puede que estemos todos en peligro.

Sir Thomas se quitó la corona de laurel que ceñía sus sienes. Estaba provocándole un intenso dolor de cabeza. Miró a Sue con preocupación y la abrazó con fuerza.

—Mándame esos anónimos, Sue. A ver qué se puede hacer. Tenemos amigos muy poderosos entre nosotros, no te preocupes. Mejor que no trascienda demasiado el asunto o tendremos que desaparecer durante una temporada… tampoco pasaría nada, mujercita. —La cara de Sue reflejaba pavor y desencanto a la vez. Él la agarró de la barbilla—. Un año sabático nos vendría bien a todos, especialmente a Jaime, visto lo visto. Espera. Voy a ver cómo está nuestra Floria…

Sir Thomas hizo un par de llamadas y salió fuera de la habitación con sigilo, para no despertar a Anido, que ya roncaba profundamente. Un rato después, llamó a Sue a un aparte.

—Está mucho mejor. Le han curado las heridas, que no son pocas. Y respira perfectamente. Dice que no nos preocupemos, aunque creo que está realmente afectada.

—¡Joder con la poetisa italiana! Sí que es dura, la chica —la voz de Sue reflejaba una profunda admiración.

—Voy a acostarme. No puedo tenerme en pie después de tantas emociones. Voy a localizar a Alexander. El muy perversillo seguro que ha encontrado algún plan por ahí que le haya puesto otra vez en marcha… Pero yo no puedo seguir. Estoy agotado.

—Espera, Tom. Aún no me has dicho cómo detectasteis que a Jaime se le había ido la mano. ¿No estaban encerrados en las mazmorras?

Sir Thomas miró a Sue con expresión picara.

—Algún día te explicaré las completísimas medidas de seguridad con las que hemos dotado esta mansión, querida Sue. Algún día… pero no hoy. Permíteme que me retire. ¿Te quedas con él?

—Un poco, a ver si sigue durmiendo como ahora. Luego me iré también a dormir. Ha sido un día demasiado movido, en serio…

* * *

Jaime atravesaba un oscuro pasillo, corriendo, muerto de miedo. Oía pasos detrás de él, acentuados por el eco lóbrego que retumbaba en sus oídos. En las paredes, cuadros arcanos reflejaban amenazantes escenas de fuego y muerte. En uno de ellos, un diablo cornudo y sonriente atravesaba con una lanza en llamas a un grupo de hombres desnudos, los músculos desgarrados en tensión, los colores ocres de la sangre seca desparramada hasta fuera del lienzo, hasta sus pies, que corrían sin descanso, huyendo con rapidez de aquel infierno de colores al óleo. Había armaduras oxidadas por doquier, que parecían dispuestas en cualquier momento a atacarlo, y brazos que sujetaban antorchas llameantes y se movían al paso de su cuerpo, que avanzaba con angustia hasta alcanzar el fondo del pasillo. Al final, una gran estancia, en donde no había ni armaduras, ni brazos con teas, ni cuadros amenazadores. La sala estaba construida en piedra desnuda, sin ventanas, con una especie de altar muy antiguo en el centro. Una tela de terciopelo negro parecía cubrir un cuerpo humano que estaba totalmente inmóvil.

Rompía aquella soledad la presencia de un hombre encapuchado y cubierto por una larga capa negra que se encontraba delante del altar de piedra. A sus pies había una llama que parecía surgir de un pozo de brasas. En su mano derecha tenía aferrado un puñal cubierto de sangre que goteaba, como la sangre del cuadro del pasillo.

Lo llamó. Jaime no sabía si la figura embozada había dicho su nombre u otro nombre cualquiera, pero se acercó hacia él sin poder evitarlo. Su corazón latía hasta casi explotar. La mano derecha del desconocido apuntaba hacia él con decisión, mientras la izquierda alzaba el puñal hacia lo alto.

El hombre subió al altar y retiró el paño de terciopelo. Bajo él yacía Patricia Janz aún viva, atada, amordazada y mirándolo con los azules ojos abiertos presa de absoluto pavor. Él se quitó la capucha: era el hombre del retrato, con el pelo largo, las ojeras estragadas, los labios del color de la sangre recién extraída.

Cuando elevó el puñal sobre el pecho desnudo de Patricia, Jaime emitió un alarido espantoso.

—¡Jaime! Por favor, despierta. ¡Despiértate, joder, por favor! —Sue lo sacudía con fuerza y acabó por lanzarle el agua del vaso a la cara para espabilarlo.

Se incorporó de repente. Aún estaba bajo los efectos de la horrible pesadilla, pero notó el agua helada correr por sus mejillas hasta el pecho desnudo. Miró a Sue y la reconoció, emitiendo un suspiro de alivio que sacudió sus entrañas de forma visible.

—Has tenido una pesadilla, Jaime. Ha sido solo una pesadilla. Cálmate, venga.

La voz de Anido sonó entrecortada y vacilante.

—Ha sido horrible, Sue. Una pesadilla horrible. Estaba Patricia en ella, iban a matarla…

—Jaime. Cálmate, por Dios. Ya está. Ya estás despierto. —Sue lo hizo acostarse de nuevo y le colocó las almohadas de manera que estuviese cómodo.

Anido la miró y le aferró el brazo.

—¿Cómo está Floria? Dime la verdad. ¿Le he hecho algo malo? No sé qué me ha pasado, Sue. En serio.

—Está bien, Jaime. Floria está bien. Dolorida y magullada, pero bien. No te preocupes.

El enfermo suspiró de nuevo y elevó los ojos al cielo. Volvió a tirarse en la cama, totalmente agotado y vencido.

—Jaime, tiene que mirarte un médico. O un psicólogo. Tú no estás bien. ¿No te das cuenta? Lo de Patricia te está trastornando por completo. Tienes pesadillas todo el rato. Y eso no puede ser. Lo de hoy no puede volver a repetirse. ¿Me entiendes, Jaime?

—Sí, desde luego. —Hablaba despacio, con voz queda—. Mañana discutiremos eso. Pero ahora vete a dormir, Sue. Debes de estar agotada.

—Si te tomas esta otra pastilla que te voy a dar, me iré; me dijeron que te la diera si la anterior no te bastaba para descansar. Te hará estar grogui hasta mañana al mediodía. Venga, traga.

Anido asintió y se la tomó obedientemente, acompañada con el agua con la que Sue rellenó el vaso de una vasija metálica que había al lado de la cama y que parecía una antigüedad carísima. Tras unos pocos minutos, Jaime pareció tranquilizarse del todo y volvió a dormirse.

Cuando Sue salió con cuidado de la habitación, el sol empezaba a acariciar con sus rayos dorados la plácida extensión de campiña que podía contemplarse desde la ventana. Había dejado de llover. Jaime no escuchó el agradable trino de los pájaros ni el arrullo de las palomas torcaces que anidaban cerca de allí, contentas por la llegada del nuevo día. Estaba durmiendo con la placidez química que solo ofrecen las pastillas a las mentes febriles e insomnes.