Viernes, 11 de junio
—¿Dónde está mi hermano? —La cara de Valentina mostraba su honda preocupación—. No estará en los calabozos, ¿verdad?
—Buenas noches, inspectora Negro. —El subinspector Hermida sonrió con calidez a su inspectora favorita de la UDEV—. Tu hermano Federico está ahí dentro, en la sala de reuniones, con la oficial Castro. No, no está en los calabozos. Ya le han tomado declaración. Creo que necesita ir a un hospital…
—¿Un hospital? No me jodas, Hermida. Quiero verlo ahora mismo. —La voz tembló un instante. Logró componerse—. ¿Cómo está? ¿Está mal?
—No te preocupes, Negro. Está perfectamente. Pero se ha llevado una buena paliza… Ha sido Sebastián Delgado, el perrito de Pedro Mendiluce, no sé si lo conoces… un verdadero cabrón. Tiene muy mala fama…
—Ya, ya lo sé. Me he enterado por el camino. ¿Dónde está el muy hijo de puta?
—¿Delgado? En el calabozo. A buen recaudo. Le ha dado bien a Freddy, además… de una forma bastante cobarde. Estaba en el suelo cuando lo cosió a patadas. De todos modos, tu hermano es un crack, creo que tiene una novia que está buenísima y que, además, baila de maravilla…
Valentina lo fulminó con una mirada asesina. Hermida se dio cuenta de que estaba dando en hueso e intentó paliar el daño de su pequeña burla.
—Inspectora, es normal. Todos hemos sido jóvenes y hemos estado enamorados. Yo también me he peleado para defender el honor de mi novia… Pero bueno… Juventud, divino tesoro, ¿no te parece?
Valentina no se quedó a escuchar las opiniones del subinspector Hermida sobre la juventud. Abrió sin más preámbulo la puerta de la sala de reuniones. Allí estaba Freddy, la cara hecha un cuadro cubista, un ojo hinchado y semicerrado, la ropa rasgada, los pantalones sucios. La oficial Castro lo cuidaba con conmiseración, «como si la sabandija de mi hermano mereciese alguna piedad», pensó Valentina.
Freddy la miró con expresión culpable. Parecía a punto de llorar. Ella notó algo parecido a una aguda punzada de dolor en la boca del estómago al ver aquella expresión desolada y sin esperanza en lo que quedaba sano del rostro de su hermano. De repente, comprendió que tenía que aguantarse con fuerza las ganas de llorar. «Hay que joderse con el imbécil de mi hermanito», pensó. «No quiero ni pensar en la cara que va a poner mi padre cuando lo vea así».
* * *
Media hora después, Valentina miró con una mezcla absurda de pena y reproche a Freddy, que permanecía sentado a su lado, en el más absoluto silencio.
—Ponte el cinturón, por favor. —Valentina encendió el coche y esperó a que su hermano se colocara bien el cinto, cosa que hizo a regañadientes. El cardenal que tenía en el ojo se le estaba poniendo de un llamativo color rojizo—. Quiero que vayamos ahora mismo a urgencias y que te miren todo, de arriba abajo. No quiero arriesgarme a que tengas una lesión interna o algo parecido. Ya nos llega y nos sobra con lo que hay.
—No necesito ir a urgencias. Me encuentro perfectamente. —Freddy contestó con la mirada fija en su reflejo en la ventanilla.
—Y yo no quiero más tonterías por hoy, Federico. —Cuando lo llamaba por su verdadero nombre, Freddy sabía que su hermana estaba muy, muy cabreada—. Ya te he dicho que nos llega y nos sobra. Con lo de hoy, y con todo lo de esta temporada. —Le clavó la mirada unos segundos—. Estoy harta de ti, de Irina y de todo, ¡joder, ya! —Valentina golpeó el volante del Citroën con una ira que sobresaltó a su hermano, que pegó un respingo—. Y ahora haz el favor de contarme qué coño ha pasado en esa discoteca. Y no me mientas. Voy a enterarme de todo y prefiero que sea por ti antes que por otra persona… y pasa de lo de la moto. Eso ya me lo sé.
Freddy negó con la cabeza, mordiéndose los labios, y volvió de nuevo a encerrarse en sí mismo. Se dedicó a pintar en la ventanilla con un dedo en un gesto automático. Valentina estaba empezando a perder la paciencia. Sin embargo, antes de que pudiera volver a recriminarle su silencio, su hermano empezó a hablar, musitando palabras, en voz baja.
—No te oigo, Freddy.
—Irina estaba allí, bailando, en una barra —empezó a subir el tono de voz, poco a poco—, estaba… casi desnuda, Valentina. Borracha y casi desnuda. Se le veía el sujetador… y también las bragas. Y todos gritaban y jaleaban muy fuerte, como si fueran cerdos, los muy hijos de puta.
—¿Quieres decir que Irina estaba haciendo un strip-tease en una fiesta en el Acuarius? Entonces lo que me contaron en comisaría era cierto… ¡por favor! Continúa, anda.
—Entonces se subió encima del cabrón de la despedida de soltero, el más hijo de puta de todos… y se puso a bailar… ya me entiendes. Como en las películas, muy sexy… El cabrón empezó a meterle mano en las tetas, por dentro del sujetador, sin cortarse un pelo, Val —Freddy vaciló—, yo… no pude más, me quería morir allí mismo, todo eso tenía que parar de alguna forma… y después no recuerdo bien lo que pasó. Creo que le di una buena hostia al pavo de la fiesta y alguien empezó a pegarme hostias a mí, por todas partes, patadas… no sé, ya te digo, no recuerdo más… Luego vinieron los de la pasma… tus colegas, vamos.
—Ya. Entiendo. ¿Y no se te ocurrió contar hasta diez y llamarme, por ejemplo? —Su enojo se puso más de manifiesto—. ¿O era demasiado trabajo usar tu teléfono móvil?
—Había bebido un par de copas, Valentina. No se me ocurrió… lo único que quería era que parara de comportarse así… era como si no fuese Irina en realidad… nunca la había visto… yo… —Freddy se derrumbó y se echó a llorar desconsoladamente, sacudiendo los hombros. Valentina le agarró un brazo mientras cogía el volante con una mano, para intentar darle ánimos.
—Venga. No es para tanto. —Valentina no sabía qué decir, en realidad. Entendía la situación por la que estaba pasando su hermano, pero no tenía ni la más remota idea de cómo solucionarla. Por otra parte, ver llorar a su hermano avivó recuerdos muy dolorosos para ella y de inmediato su furia cedió terreno.
—¿No es para tanto? ¿Qué dirías tú si supieras que tu novia es una puta? Joder, Valentina, es… es horrible, yo la quiero, estoy enamorado de ella, y es una puta barata… ¿Cómo pudo engañarme así? No, no lo entiendo… —Los sollozos volvieron a reanudarse, esa vez en sordina.
Valentina sentía mucha pena. Su hermano era todavía un crío, y encima un crío enamorado. Un cóctel molotov de hormonas y sentimientos sin control.
—No te alteres con lo que voy a decirte, por favor. Me han dicho que está ingresada en la residencia…
—¿Qué? —Freddy alzó la voz, alarmado al instante—. ¿Ingresada? ¿Qué quiere decir «ingresada»? ¿Qué le pasa? ¿Está enferma?
Valentina vio los ojos de su hermano abiertos como platos. Le hizo gracia ver que la preocupación por su novia, a pesar de todo, seguía intacta en su ridícula alma de paladín.
—Creo que tiene un coma etílico, o una intoxicación, no lo sé fijo. Ahora nos enteraremos. No te preocupes, no es nada grave. Sobrevivirá a esta y a muchas otras, no lo dudes.
* * *
El joven médico residente hablaba con Valentina con un punto de suficiencia, mientras Freddy esperaba dentro de una habitación, sentado en la camilla. Era un hombre guapo, con barba rubia acaracolada, y se sabía atractivo, por lo que seguramente su actitud habitual era así, pensó ella, un poco chulesca.
—Su hermano está perfectamente, señora Negro. —Valentina sintió una pequeña punzada al escuchar la palabra «señora», no creía que aquel hombre y ella se llevaran muchos años, y ella para nada tenía pinta de «señora», o eso creía—. No hay nada roto, solo una fisura en una costilla que hay que mirar, muchas magulladuras y el golpe en la cabeza que no parece ser nada… o eso dice el TAC. De todos modos, reposo y vigilancia durante un par de días, por si se encuentra mareado, siente náuseas, ibuprofeno si siente dolor… todo eso, ya sabe.
Valentina suspiró aliviada.
—Sí, ya sé. Muchas gracias. Son buenas noticias.
—Cuide a su hermano. —El doctor Álvarez sonrió con calidez al fin—. Es un chaval, y a veces uno se mete en líos que a nosotros nos parecen absurdos… si olvidamos nuestra propia juventud, desde luego. —La sonrisa se hizo más amplia.
—Sí, es verdad. —Valentina solo se molestó en devolverle un rictus amable—. Bien, gracias, doctor. Tenemos que irnos. Yo tengo que trabajar dentro de unas pocas horas y me gustaría dormir algo antes.
Valentina acompañó a Freddy hasta la habitación de Irina. Estaba en la cama del fondo, totalmente dormida. El cabello húmedo esparcido por la almohada, la piel de color gris y la sonda nasogástrica le daban un aspecto muy preocupante. Freddy se acercó a ella y se quedó mirando, paralizado, con las lágrimas corriéndole por las mejillas. Luego la besó en la frente, esquivando los cables y el gotero. Valentina había conseguido hablar con una enfermera que le explicó que hasta el día siguiente la chica no iba a despertar. Estaba hasta arriba de cocaína, escopolamina y alcohol. Un ciego del copón. Le habían lavado el estómago, tratado con carbón activado y solo quedaba esperar a que se le pasara el efecto del cóctel de drogas.
Valentina tiró de él hacia fuera de la habitación con suavidad, para no despertar a la paciente que dormitaba en la otra cama. Era hora de volver a casa. Cuando bajaban los dos solos en el ascensor, Valentina volvió a preguntarle. Siempre lo hacía.
—¿Tú tenías alguna sospecha de que tu novia se metiese droga, Freddy? —Intentó no poner voz de inspectora de policía en un interrogatorio sobre estupefacientes, pero no fue capaz de evitarlo—. ¿Ha consumido cocaína contigo alguna vez? ¿Porros? ¿Pastillas?
Freddy movió la cabeza, mirando al vacío.
—Ya te he dicho una y mil veces que Irina jamás toma algo más fuerte que una cerveza. Casi siempre toma cortos y claras. Y droga, nunca. Ni siquiera un par de caladas… O eso es lo que creía hasta hoy. Ahora no puedo decirte nada… en realidad, no lo sé. Valentina, no sé nada. —Los ojos de Freddy transmitían un dolor tan profundo y desgarrador que su hermana no quiso seguir preguntando. Ya hablaría con ella directamente cuando se despertara… Irina no le gustaba, pero el hecho de que en la sangre se hubiese encontrado una mínima cantidad de escopolamina no le hacía ninguna gracia. Era la droga de moda para robar o violar sin que la persona se diera cuenta. Era la droga de la anulación de la voluntad. Tendría que hablar muy seriamente con Sebastián Delgado. Aquel hombre era como un puñetero grano en el culo.
* * *
Mendiluce repasaba en su despacho el estadillo que sus dos arqueólogos le habían confeccionado el día anterior. Miró un segundo por la ventana: el mar estaba en calma, y desde su silla giratoria se podían ver las estrellas en toda su plenitud. Distinguió sin demasiado esfuerzo la Osa Mayor. De joven había ligado mucho con aquel truco barato… Enseñar las estrellas. Parecía mentira, pero a las chicas les gustaba mucho la astronomía. Especialmente a su segunda esposa, la muy cabrona.
Se consideraba un hombre afortunado. Acarició con cariño, como hacía siempre que tenía un golpe de suerte, el trozo de madera que llevaba en el bolsillo de su pantalón. Si las «autoridades competentes» supieran que debajo del aparcamiento subterráneo de la urbanización Ártabra se encontraba un yacimiento romano en un estado increíble, se tirarían de los pelos… No solo era el mayor yacimiento, sino que encima tenía todos aquellos cacharros perfectamente conservados. Leyó de nuevo el estadillo por encima: torsos, estatuas, juguetes de niños, tumbas, varios tipos de armas, una moneda para pagarle a Caronte la travesía por el infierno… Esa moneda la llevaría él como amuleto, al lado del trozo de madera de cedro.
«Bah. A la gente no le interesa ni la cultura ni el arte, ni nada parecido. Qué más da. Con tal de darles fútbol y más fútbol, ya están contentos. Además, los museos ya están llenos de huesos y moneditas… Que se jodan. Yo sí que sé cómo disfrutar de todo esto. Yo y mis clientes, que pagarán fortunas por un par de piedras talladas…».
El sonido del móvil interrumpió el cuento de la lechera.
—Raquel, querida… dime. ¿Qué haces despierta a estas horas?
* * *
Quince minutos más tarde, Mendiluce encendió un puro para tranquilizarse. Que el imbécil de su secretario le hubiese dado una paliza al hermano de la inspectora maciza no le había puesto de muy buen humor. Por él, Delgado podía quedarse en los calabozos de Lonzas por una buena temporada. Pero aquella boba de Raquel era una sentimental, en el fondo Delgado estaba portándose como un inconsciente. Tendría que ponerle freno de alguna manera: era muy efectivo y un gran secretario y servidor. Pero a veces parecía un adolescente salido y sin cerebro que podía complicarle mucho la vida.
Por lo menos, Delgado pasaría la noche en el calabozo. No dejó ni de broma que Raquel fuese a buscarlo hasta el día siguiente, cuando pasara a disposición judicial. En el trayecto desde Lonzas a los juzgados, en un coche de la Nacional, podría meditar un poco en lo estúpido que era cuando se dejaba llevar por sus impulsos violentos. Le había dicho mil veces que cualquiera podía partir una cabeza; solo los elegidos sabían elegir bien cuándo y cómo hacerlo. Y Mendiluce sabía de sobra que el punto fuerte de Delgado no era su inteligencia. Cuando le sacó del fango de una vida de delincuente juvenil solo le hizo esta advertencia: «Mira lo que hago y sé fiel como un perro, y te haré rico. Traicióname o empieza a pensar por tu cuenta, y te hundiré». Sí, esa pequeña lección le iría muy bien, acabó de reflexionar Mendiluce.
* * *
Lúa abandonó a su suerte al gafapasta, que bailaba sin freno, avergonzándola, y salió fuera del pub Twenty Century para poder hablar mejor por teléfono. Allí dentro no podía oír nada por culpa de la música atronadora. Robbie Williams a toda voz desgranando su hit «Supreme» no era el mejor acompañamiento para una conversación privada.
Miró la pantalla. Era Arturo Cardador, un Policía Nacional de turno de noche que tenía ella siempre de mano. Era una fuente inagotable de noticias y rumores que ella celebraba muchas veces invitándolo a cenar o a algo más, si cuadraba. Era un hombre atractivo que a Lúa la atraía poderosamente, desde el día en que había intentado detenerla por romper el cordón de seguridad en una amenaza de bomba cerca del Ayuntamiento.
Lúa se preguntó qué querría Arturo a unas horas tan intempestivas…
Cuando se enteró de lo de la paliza al hermano de Valentina Negro en el Acuarius no pudo cerrar la boca de asombro. Ya era bastante curioso que el tal Freddy se liase a hostias en medio de una despedida de soltero, pero que el secretario de Mendiluce hubiese llegado a las manos con él por culpa de una puta podría ser una buena noticia en el periódico. Tendría que investigar más a fondo el porqué de todo aquel jaleo.