Freddy hablaba a gritos por teléfono, mientras hacía muchos aspavientos con la mano libre.
—¿Cómo que no puedes quedar conmigo hoy, Irina? ¿Qué te pasa? Le dije a Rubén que íbamos a vernos en La Postrería para tomar algo… Ya he quedado con todos allí…
El hilo de voz de Irina intentaba contemporizar a través del terminal.
—No puedo, Freddy, lo siento, de verdad. Es algo del trabajo. Quedamos mañana, por favor…
Freddy se quedó unos segundos en completo silencio, mientras sentía que algo parecido a la sospecha estaba tomando forma en su cerebro. Estaba en la puerta de la cervecería Estrella de Cuatro Caminos, rodeado de gente que se apelotonaba en la entrada. Miró a su alrededor y se apartó un poco. Luego siguió hablando, en un tono todavía más contrariado que no se molestó en disimular.
—Irina, no lo entiendo. Ayer podías quedar sin ningún problema. Esta mañana podías quedar sin ningún problema. Y ahora, justo antes de salir, me vienes con «no puedo quedar, Freddy». —Freddy imitó a la perfección su acento ruso con un deje de ironía—. ¿Algo del trabajo? ¿Qué, exactamente? Explícamelo…
—Una reunión con los jefes. Tenemos que ir todas a una entrevista para recibir directrices nuevas y mejorar el trato con los clientes. —Irina no mentía con mucha convicción y Freddy lo notó al instante en el ligero temblor de su tono, menos dulce de lo normal.
—¿Todas a una entrevista? Esa sí que es buena. Es muy tarde para una reunión, ¿no te parece? —La voz de Freddy se encargó de demostrar con creces lo poco que estaba convenciéndolo aquel asunto.
—¿Estás celoso? ¡No quiero conmigo a un novio celoso, Freddy! Odio a los hombres celosos. No voy a permitir que te metas en mi vida de ese modo, te lo digo siempre. No lo soporto, ¿me oyes?
—No, no estoy celoso. Simplemente no me suena nada, pero que nada bien lo que me estás contando, ¿sabes?…
—No, no sé. No sé nada. —La voz cambió por completo. Irina soltó todo su carácter de repente—. Freddy, tengo que trabajar, y punto. No hay más que decir. —Luego soltó un par de exabruptos en ruso y colgó sin darle la mínima posibilidad de respuesta.
Freddy miró la pantalla del Nokia, paralizado, estupefacto. Le había colgado el teléfono. No daba crédito. Aquel comportamiento no era propio de Irina. Hasta la voz le había sonado falsa. Estaba mintiendo. Seguro. Pero… ¿por qué? Miró la hora en el móvil. Irina salía del trabajo sobre las nueve de la noche y era imposible que a esas horas tuviesen una reunión con los jefes. Imposible. ¿Quién podía tragarse semejante bola? Joder, no hacían falta muchas luces… De todos modos, la cosa no iba a quedar así, no señor. Entró en la cervecería donde estaba tomando una caña con Rubén, apartando a la gente que de malos modos abarrotaba el local. Cuando consiguió llegar al fondo de la cervecería, a la zona de fumadores, más de un cliente lo había insultado, pero él siguió adelante a toda prisa sin darse la vuelta siquiera. Allí estaba Rubén, haciendo el tonto, como siempre. Su mejor amigo, compañero de clase y un verdadero payaso. Estaba intentando rescatar sin éxito una aceituna del vaso de tubo donde la había echado al principio. Rubén era el feo del grupo, el más simpático, el de las ideas disparatadas. Una de sus teorías era que un par de aceitunas dentro del vaso le daban mejor sabor a la Estrella Galicia. Cuando vio a su amigo tan alterado abandonó sus intentos, dejó la caña sobre la mesa y se giró hacia él, lleno de perplejidad.
—Joder, Rubén. Necesito que me dejes la moto. Un momento. —La voz de Freddy se convirtió en una súplica perentoria—. Solo un momento, por favor, tío… La necesito pero ya. Ahora mismo.
Rubén miró a Freddy con cara de asombro. Su amigo parecía desquiciado.
—Freddy. Cálmate. No tienes carnet. ¿Cómo coño quieres que te deje la moto?
—Sabes que sé conducir. Además, me ha dejado mi hermana la suya muchas veces. Déjame la Vespa, por favor. Tengo que hacer un recado urgente. Es algo muy serio.
—Vamos a ver, tío. ¿Qué parte de «no» no entiendes? Que no, que paso de dejarte la moto. Es nueva y me ha costado un pastón… Además, imagínate que te pasa algo. Nos cae el pelo. A los dos.
—Pues llévame tú, hostia. Tenemos que ir hasta Icaria antes de que salga Irina.
—Irina, Irina, joder, siempre Irina. —Rubén puso cara de desesperación y levantó los brazos haciendo un gesto exagerado—. Esa pava te tiene sorbido el seso, tío. ¿No te das cuenta? ¿Qué pasa ahora con Irina?
—Te lo cuento después. Ahora vámonos. ¡Coño, venga, espabila! Deja, pago yo todo esto.
* * *
Irina se miró al espejo de los vestuarios del solárium. Él le había dicho que tenía que ir muy maquillada. Los labios rojo Chanel. El pelo recogido en un moño. Un vestido ajustado, extremadamente ajustado. Él siempre le decía lo que tenía que hacer. Cómo tenía que vestirse. Cómo tenía que actuar. Los hombres a los que tendría que…
Irina lo odiaba. Odiaba al «jefe» con toda su alma. «El jefe», como quería que lo llamaran. Pero tenía que obedecerle. Era la única forma de pagar la deuda. Él siempre decía que si no hacía lo que le mandaban, irían a Kazán a por su hermana. Su hermana tenía catorce años. Solo catorce años. Se bajó el vestido negro de terciopelo con tirantes de strass todo lo que pudo: no quería que sus compañeras la vieran vestida así. Se puso por encima una gabardina de color beige y salió rápidamente a la calle, sin despedirse de las otras chicas. El jefe no solía llamarla por sorpresa, y menos cuando estaba en el trabajo. Pero esa vez era distinto: había una despedida de soltero importante y el novio quería expresamente una chica rusa y rubia. Otro cabrón. El día antes de casarse…
Lo que más odiaba era haber tenido que mentir a Freddy. Freddy era adorable. La quería. Se desvivía por ella. Y ella lo traicionaba una y otra vez… Cuando el jefe la llamaba, lo único que quería Irina era morirse. Dejar a Freddy. No verlo nunca más. Pero no era capaz de hacerlo… Le gustaba demasiado. Se había colgado a lo bestia de aquel crío ingenuo y atolondrado. Era el único tío que la respetaba desde hacía años.
Allí fuera estaba ya el Mercedes negro de aquel cabrón. Cuando ella se acercó, tambaleándose sobre las altísimas sandalias de tacón, él bajó la ventanilla del coche y la devoró con aquellos ojos llenos de lujuria que la aterraban.
—Estás preciosa. El moño es encantador. Pero quiero que te sueltes un par de mechones sobre la cara… muy bien. Abre la gabardina, quiero ver cómo vas vestida…
Irina miró a los lados para asegurarse de que nadie la veía y abrió la gabardina, mostrando el minivestido negro, muy escotado y extremadamente corto. Él asintió, a todas luces complacido con lo que estaba viendo.
—Perfecto. Sube, muñeca. Nos vamos a dar una vuelta… hay mucho trabajo por hacer.
* * *
Freddy agarró el brazo de su amigo, clavándole los dedos con fuerza hasta que este protestó: le estaba haciendo mucho daño.
No podían creer lo que estaban viendo desde hacía unos segundos: Irina, guapísima, con una ropa más bien escasa que pudieron ver perfectamente al abrirse ella la gabardina, saliendo de Icaria y subiéndose a un Mercedes de alta gama, conducido por un hombre moreno, vestido con un traje azul marino. Habían bajado de la moto para poder observar bien la escena.
—Joder, joder, qué fuerte… —Rubén, boquiabierto, miró a Freddy, que estaba casi temblando de furia—. Tío, la rusa te está poniendo los tarros pero bien puestos. Y con un pavo mayor y forrado de pelas, hostia. Menudo coche, un Mercedes clase E Coupé… a saber cuánto cuesta eso…
—No puede ser… No, no puede ser. —Freddy sacudía la cabeza, anonadado por completo, los puños crispados—. No entiendo nada… ¿Quién cojones es ese tío? ¿Por qué no me ha dicho nada de él?
Rubén lo agarró por los hombros y lo sacudió.
—No seas imbécil, joder, Freddy… ¿Cómo que no entiendes nada? ¿Acaso no has visto lo mismo que yo? ¿Cómo te va a hablar de su otro novio? Tu novia rusa te la está pegando, hostia. ¡Joder, espabila, no seas huevón!
Freddy estaba demasiado absorto en las maniobras del Mercedes para responder a su amigo.
—¡Joder! Se van. ¡Se van! ¡Vamos detrás, venga! —Freddy seguía con la vista el Mercedes, que empezaba a enfilar la cuesta pronunciada de la avenida Finisterre con lentitud.
—Tío, yo paso. Paso de meterme en movidas raras, joder. Bastante tengo ya con lo mío para andar por ahí haci…
Rubén sintió un empellón muy fuerte y se tambaleó, a pesar de sus casi noventa kilos de peso. Cuando pudo darse cuenta, vio asombrado que su amigo, tras arrebatarle ágilmente las llaves de la mano, estaba subido a la moto, siguiendo con agilidad la estela del Mercedes. Rubén se llevó las manos a la cabeza y empezó a gritar con desesperación, corriendo detrás de Freddy y de su flamante Vespa, cuesta abajo. En unos pocos segundos, desapareció de su vista. Rubén se quedó quieto, las manos apoyadas en las rodillas, jadeando. Tenía que hacer más deporte. Y encima había quedado con su novia en La Postrería en menos de diez minutos. A ver qué le contaba a la Susi…
* * *
Irina miraba de soslayo a Sebastián Delgado, que conducía con la ventanilla bajada y el codo apoyado en ademán chulesco mientras fumaba un puro. El olor del humo era insoportable, y ella hacía lo posible por no mostrar ninguna expresión de desagrado que pudiera incomodarle. De sobras sabía que cuando el jefe se enfadaba, se ponía muy violento. Y no le hacía ninguna gracia pasar de nuevo por una experiencia tan traumática como la vez anterior. La había encerrado en una habitación y la había golpeado con una bolsa de tela rellena de arena durante horas, hasta hartarse. En silencio. No le dijo ni una palabra, solo golpeaba con fuerza, una y otra vez, mientras le clavaba aquellos ojos de animal salvaje. Eso ocurrió la primera vez, cuando llegó… Nunca más intentó plantarle cara. Desde aquel día solo verlo le daba pavor; lo único que podía decir en su favor era que nunca la había obligado a acostarse con él. A otras de las chicas sí, le constaba que a más de una, a sus favoritas las había «probado», pero a ella jamás. A ella quien la había estrenado era el «jefe supremo», Mendiluce. Había sido horrible, pero por lo menos no le había pegado; se comportó durante todo el rato como un amante solícito, a pesar de todo. Volvió a mirar al jefe con disimulo. Gracias al cielo parecía de buen humor.
Delgado conducía tranquilamente mientras saboreaba su puro, ajeno a la moto que lo seguía a muy pocos metros. Tenían tiempo de sobra: la despedida de soltero no iba a empezar hasta las doce de la noche. Pero quería llegar con algo de tiempo para que la rusa aquella tan sosa se entonara un poco antes de que llegaran los chicos. Un par de copas y alguna raya de cocaína bastarían para que aquella pacata perdiese un poco su timidez. En realidad, no entendía qué coño había visto su jefe en ella… era absolutamente ñoña. Muy guapa, pero ñoña. Menos mal que él mismo ya la había puesto a andar poco después de que llegara: al principio era como una tabla de madera, no sabía ni siquiera bailar medianamente bien. Se giró para mirarla. Irina miraba al frente, sumida en sus pensamientos con expresión inescrutable. Bueno. Ya se animaría después… No le quedaba otra.
Cuando llegaron a la calle Costa Rica, Delgado aparcó en doble fila delante de la discoteca Acuarius. Freddy vio que Irina bajaba del Mercedes, ya sin la gabardina. Su cuerpo delgado y escultural estaba casi desnudo, tapado escuetamente con un cortísimo vestido negro de tirantes, con la espalda totalmente al aire. Las luces de la calle se reflejaron en los brillantes del vestido y también en el collar de Swarovski que le había obligado a ponerse su jefe durante el camino. Delgado salió después, agarrando a Irina por la espalda. La llevó hacia las escaleras de la discoteca y ambos bajaron juntos hasta donde estaba el enorme portero musculoso, que los saludó con una inclinación de cabeza, sin cobrarles entrada. Freddy esperó fuera hasta que desaparecieron, observando todo con gran nerviosismo. No entendía qué estaba haciendo su novia vestida como una prostituta con aquel hombre que él no conocía de nada y en una discoteca a la que últimamente solía ir gente de no muy buena reputación… o por lo menos eso decían sus amigos. Su móvil sonó de nuevo: llevaba sonando desde que salió detrás de Irina con la moto de Rubén. Rechazó la llamada. No le apetecía dar ninguna explicación. Le mandó rápidamente un mensaje de texto a su amigo diciendo que la moto estaba bien y que no se preocupara. Luego asomó la cabeza por las escaleras del Acuarius. Estaba todo en silencio, solo el portero con la cabeza pelada y expresión de pocos amigos permanecía allí, de pie, custodiando los cortinones de la puerta con los brazos cruzados, como una estatua persa. El corazón latía en el pecho de Freddy Negro hasta casi no dejarle respirar. Quería entrar, y a la vez estaba aterrado de lo que podía llegar a ver si lo conseguía… Irina… ¿cómo podía estar haciéndole algo así? Si el día anterior por la noche le había dicho que lo amaba con toda su alma… y luego le había mentido sin más, diciéndole que tenía una reunión de trabajo. Y entonces estaba dentro de aquella discoteca, con aquel hombre con aspecto de mafioso de las series de televisión.
El teléfono volvió a sonar. Rubén. Freddy decidió cogerlo. Necesitaba a alguien con él, alguien que pudiese ayudarlo. Alguien que lo sacase de aquella pesadilla de alguna forma.
* * *
—Venga, Irina. Tómate la copa. Enterita. No estás bebiendo nada. Y si no lo haces luego la cocaína te va a dar un buen palo. —Delgado apuraba su copa de Glenfiddich mientras rebuscaba en un bolsillo del pantalón del traje la bolsita de droga.
—No quiero esnifar cocaína, jefe. Por favor. No lo soporto. Me pone muy mal… me sienta fatal, ya lo sabe.
—Tengo una coca para chuparse los dedos, guapísima. Y nos vamos a ir al baño en un momento tú y yo… ya verás lo buena que es. Y lo bien que te va a sentar… Y ni se te ocurra decir que no, Irina. Ya sabes lo que pasa cuando dices «no»…
Irina lo miró con los ojos inundados de ansiedad y se bebió un buen trago de su vodka Stolichnaya con zumo de naranja. Cuanto antes se colocara, antes terminaría todo aquel horror. Sebastián Delgado cogió dos pajitas negras de la barra y la agarró del brazo.
—Nos vamos al baño, Irina. Venga. Antes de que esto se llene de gente… Apúrate, por favor. No me gusta que me vean meterme nada.
* * *
—Joder, Freddy. Menudo susto. Te has pasado tres pueblos. —Rubén miraba su Vespa con la misma expresión que una madre tras encontrar a su hijo en el centro comercial después de haberlo perdido durante una hora.
—Lo siento, Rubén. Lo siento, joder. No pude evitarlo…
—Perdónale ya y vámonos de aquí, no me gusta este sitio, hay mucha corriente. —Susana, la novia de Rubén se abrigaba con un echarpe: empezaba a hacer bastante fresco.
—No podemos irnos hasta que Freddy vea a su Irina, Susi. Está ahí dentro con su «novio» rico, por decirlo así.
Freddy lo miró con cara de odio.
—No me mires así, imbécil. Yo no soy el que está poniéndote los cuernos. Es ella, la rusa. Si se veía venir, hombre… —El rostro pálido de Freddy se ensombreció todavía más—. Mira… vamos a entrar en el Acuarius y vamos a salir de dudas.
—En la puerta hay un tipo con cara de orangután de Borneo.
—No importa. Pregunto yo. —Susana se bajó un poco el fular y se lo puso por los hombros en gesto coqueto, colocando su larga melena castaña por detrás de las orejas—. A las chicas todo eso de entrar en las discotecas se nos da muy bien. Esperad aquí…
Susana bajó los escalones con aire Cándido. Se acercó al portero, que seguía plantado en el medio de la puerta, y lo miró con sus grandes ojos color miel. Habló con él con cordialidad y luego volvió a subir, con semblante de sorpresa.
—Parece ser que hay una fiesta privada. Una despedida de soltero. Vamos, que han cerrado el local. Para acceder hay que ser amigo del novio, tener entrada… todo eso.
Freddy miró hacia las escaleras con frustración.
—De verdad, no sé cómo vamos a hacer para entrar ahí…
Media hora después, el local empezó a llenarse de gente. Un montón de chicos jóvenes y no tan jóvenes, exageradamente pijos, bajaron las escaleras del Acuarius. Se casaba el hijo de un reputado cirujano de la ciudad, también futuro médico, con una chica de la burguesía local, la de «Coruña de toda la vida». Y había querido celebrar por todo lo alto el abandono de su libertad cerrando una discoteca para todos sus amigos. No les apetecía salir de Coruña a un puticlub, preferían llevar las chicas a su propio terreno. Y Carolo siempre había querido tener a una rusa rubia y lánguida bailando en su despedida. Bailando y lo que fuera menester, claro, que para eso pagaba un montón de dinero… Le habían enseñado varias fotos de chicas, pero él se quedó con Irina desde el primer momento. Era una belleza de ojos claros, semblante limpio y un aura de misterio que le pareció interesante. Sabía que sus colegas iban a llevarle a alguna más, pero él quiso hacerse un regalo especial. Luego sería más complicado hacer ese tipo de cosas, estaría más vigilado, y también más ocupado estudiando el puto MIR. Esperaba que cuando la fiesta estuviese en lo mejor, Irina saliese semidesnuda a bailar en la barra que habían llevado para la ocasión. Se dirigió a la barra a pedir un Bacardí con Coca-Cola. Ya estaba bastante calzado, pero aquella noche era especial… quería estar ciego por completo. Un amigo lo abrazó, totalmente borracho, gritando, con el jersey por los hombros, medio caído. Carolo le siguió el juego durante unos segundos, luego fue a pedir más alcohol.
Delgado miraba con desprecio a aquella caterva de chavales borrachos y salidos como alces en una berrea. Eran patéticos. Sacó otro Montecristo, que le había regalado generosamente su jefe, y lo encendió, chupando el extremo con deleite mientras expulsaba el humo. Miró su Breitling falso: ya era la hora del espectáculo. Se bebió otro trago de whisky y fue a buscar a Irina a la parte de atrás de la barra. Sonrió: la rusa ya estaba bastante entonada. Lo que no sabía ella era que le había puesto un par de pastillitas en la bebida para entonarla todavía más. Un poco de escopolamina nunca iba mal para desinhibir a chicas ñoñas como aquella…
Irina lo miró con los ojos entornados, vidriosos, las pupilas totalmente dilatadas. Sonrió con expresión boba, mezclada con un cierto deseo lujurioso que se adivinaba también en el contoneo de su cuerpo. Delgado se acercó a ella y le obligó a chupar el puro y a fumar. Sabía que ella odiaba el humo de los puros. Pero Irina chupó y exhaló el humo como si aquello fuese el placer máximo. Luego volvió a mirar a Delgado con deseo, y acercó sus labios a los dedos de él, rozándolos con la lengua. La sonrisa de Delgado se hizo todavía más lobuna. Ya estaba lista, la muy puta. Todas las zorras del Este eran iguales: al principio se resistían y ponían cara de santas, pero luego veían un par de billetes y se sacaban la careta. Miró hacia el vestido carísimo de lentejuelas negras y decidió que no era suficientemente sexy. Lo cogió con las dos manos y lo rasgó con un golpe seco a la altura del sostén. Volvió a mirarla, esa vez más satisfecho. El escote se hizo mucho más profundo, el sujetador negro a la vista.
—Así estás más buena, Irina. Mucho más buena… —La cogió de la mano con cortesía—. Vamos hasta la barra… ¿La ves? —Irina asintió con sonrisa abobada—. Tienes que subirte allí y bailar…
Irina se miró el vestido roto y se tambaleó, riéndose a carcajadas. Sentía la boca totalmente seca, casi no podía hablar, así que se tomó otro gran trago de vodka con naranja antes de que Delgado la alejase de su copa.
* * *
Media hora más tarde, Edmundo le dio un beso a su mujer y otro a su hija Eva. Salió de casa con el termo de café y la bolsa con el bocadillo y cogió el ascensor con desgana. Tenía por delante una noche bastante larga vigilando las obras del nuevo Museo de Ciencia y Tecnología. Muchas veces los sin techo se metían allí, y otras veces también lo hacían los listillos de la prensa. Así que tenía que estar muy atento. Por lo menos no llovía, y hacía un tiempo estupendo. Eso lo ponía de muy buen humor.
Pero su humor cambió como un día de sol oscurecido por un eclipse cuando vio su flamante Volkswagen Touran tapado por un Mercedes de alta gama en doble fila. Lo que más odiaba del mundo era tener que salir a trabajar y que un puto Mercedes de mierda estuviese obstaculizándole el paso. Edmundo era un trabajador honrado, un segurata. Había cometido el error de comprarse un piso carísimo al lado de una discoteca. Aún estaba pagando la hipoteca, después de diez años. Y todos los putos fines de semana ocurría lo mismo. Algún gilipollas dejaba su coche de alta gama mal aparcado. Se sentó en el asiento del conductor y empezó a pitar sin ningún tipo de miramiento: era la única forma de que el portero saliera del tugurio y viera el tomate. Su Touran tenía una bocina muy potente, y el sonido rebotaba por todo el barrio, molestando a los vecinos a aquellas horas intempestivas, que salían a la ventana a protestar. Como vio que no pasaba nada, arremetió de nuevo contra el claxon con toda su alma. ¡Al fin! No había tardado más de dos minutos en aparecer el calvo de la lotería. Bajó la ventanilla.
—¿Quieres sacar el jodido Mercedes de aquí o prefieres que llame a la grúa? Estoy un poco hasta los cojones, ¿sabes?
El portero hizo un ademán tranquilizador con las dos manos, intentando disculparse.
—Perdone, de verdad. En un momento aviso al dueño y lo sacamos, no se preocupe…
—No tarde más de dos minutos o llamo a la policía. —Edmundo sacudió su móvil por fuera de la ventanilla con ademán amenazador.
* * *
Freddy no perdió el tiempo: aprovechó su oportunidad y se escabulló dentro como una anguila al ver cómo el pelado enorme subía las escaleras y desatendía sus labores de cancerbero. Rubén lo siguió, agarrando a su novia con fuerza y abalanzándose escaleras abajo. Cuando cruzaron la gruesa cortina roja, vieron al portero con unas llaves en la mano subiendo los escalones de tres en tres para quitar el coche de allí. No los vio, estaba demasiado concentrado en apurarse para que aquel loco dejase de tocar el claxon y alborotase a todo el barrio y luego a la Policía Local.
El local estaba lleno de gente. El volumen de la música de reggaetón era casi insoportable, y el humo del tabaco tan espeso que filtraba las luces de la pista como si se tratara de una niebla muy densa. Freddy intentó detectar la presencia de su novia estirando el cuello a izquierda y a derecha, pero recibía empujones por todas partes y no era capaz de distinguir más allá del polo de rayas azules empapado de sudor que tenía delante. Notó que le tocaban la espalda. Se volvió, esperanzado, para sentir después una rápida decepción al ver la ancha cara de Rubén a pocos centímetros de la suya con la frente perlada de sudor. Susana iba detrás, a un par de metros, metiendo el codo para hacer sitio. Rubén le habló a gritos, intentando superar los decibelios.
—¿Has visto a Irina?
—¡No he podido ver nada! ¡Está todo petadísimo de gente! ¡Es una pasada!
—¿Y si vamos a la barra y pedimos unas copas? ¡Total, ahora que estamos aquí!
Freddy se volvió y asintió con la cabeza.
—¡Si te apetece, vete hasta la barra, yo continúo mirando por aquí a ver si la encuentro!
Rubén cogió de la mano a Susana y tiró de ella hacia la zona donde se suponía que estaba una de las barras de la discoteca. Encontraron una esquina en donde no había casi nadie, cerca de los servicios. Las trasnochadas bolas de espejos lanzaban sus destellos multicolores hacia donde se encontraban.
—¡Me estoy meando, Rubén! —le gritó Susana antes de ir rápidamente hacia el baño. Cuando llegó, una espectacular mulata salió tocándose la nariz y sorbiendo hacia arriba con todas sus fuerzas. La mulata la miró de arriba abajo, sonriendo con condescendencia a los vaqueros, las bailarinas y el top de Susana, que no parecieron ser del agrado de aquella especie de Naomi Campbell. Cuando Susana salió, después de retocarse, dos chicos engominados y muy atractivos a la vista la piropearon, con las voces gangosas de ebriedad. Susana se colocó junto a su novio y lo cogió del brazo, dando a entender que no estaba disponible.
Una chica morena con el flequillo planchado, alta y delgada, vestida de conejita de Play Boy, llevaba una bandeja con copas de cava y se acercó a ellos. Rubén cogió dos y le dio una a Susana.
—¡Menudo nivel, Rubén! ¡Es una fiesta tremenda! —Susana miraba a su alrededor y bailaba al son de la música, que había cambiado de estilo. Sonaba Beyoncé y su «Crazy in love».
Rubén escondió a su novia detrás de una columna.
—No te luzcas demasiado, estamos en una despedida de soltero y se supone que no debería haber chicas, salvo…
—¿Salvo? —Susana lo miró con picardía y bebió de la copa.
—Ya sabes, salvo las strippers, las camareras… las chicas que animan, vaya…
—Ya, entiendo. —Miró a su alrededor, buscando a alguna mujer entre tantos hombres. Solo vio a dos o tres gogós bastante poco animadas que estaban dentro de unas jaulas al fondo y a la mulata, que conversaba con un hombre moreno que fumaba un puro sentado en la barra—. Lo que no entiendo es lo que hace aquí la novia de Freddy. No la he visto por ninguna parte…
—Mira, Susi. No quiero ser mal pensado, pero…
De repente, se escuchó una algarabía tremenda en el otro lado de la discoteca. Muchos de los asistentes cogieron sus copas y fueron hacia allí. Susana se puso de puntillas para ver algo, pero era imposible.
—Rubén, vamos, quiero ver qué pasa. Por cierto… ¿dónde está Freddy?
* * *
La música subió de tono hasta un nivel ensordecedor. Lady Gaga atronaba su «Bad romance» cuando Freddy vio por fin a Irina. Una multitud de borrachos lo habían empujado hacia una especie de escenario donde habían colocado una barra de baile portátil. Sobre ella una mulata espectacular bailaba y se contorsionaba, vestida solo con un biquini de pedrería color carne y unas botas blancas de charol con plataforma. Un señor bastante maduro, con un enorme bigote poblado, se aupó sobre la madera y le puso un billete de cien euros en el extremo de la braga. Ella saltó desde el escenario, que no parecía muy alto, a su lado y se lo llevó del brazo hacia un lugar apartado que había detrás. Luego, los aullidos y los gritos arreciaron. Irina estaba sobre el escenario, y una de las luces estroboscópicas de la pista la enfocaba directamente, tiñéndola de colores, azul, rojo… azul de nuevo. Freddy la miró horrorizado: llevaba el vestido roto, rasgado hasta el pecho, el sujetador casi al aire y además se le podían ver perfectamente las pequeñas bragas negras desde donde él estaba. No era capaz de moverse ni de hablar: era como si lo hubiesen pegado al suelo con cemento armado.
Irina empezó a bailar con sensualidad, acariciando la barra. Se agachaba y se levantaba con lentitud, marcando las curvas de su espalda. Luego sus piernas se abrían y cerraban sin ningún pudor, de forma muy ágil, como si fuera una bailarina haciendo ejercicios de calentamiento ante el espejo. El moño se soltó y su melena cayó hacia atrás en un gesto brusco de su cabeza: los hombres jalearon y gritaron su nombre como si estuvieran en el medio de un rodeo. Dio varias vueltas a la barra de metal, como si se tratara de un derviche giróvago en pleno trance, y al final se tiró a cuatro patas sobre la tarima, moviéndose como una gata en celo, sin preocuparse absolutamente nada de un vestido cada vez más roto. Sin perder un segundo, bajó hasta donde estaba sentado Carolo, en una butaca, rodeado de amigos, tiró sin más la pequeña mesa donde había varias consumiciones y se subió sobre él, sentándose a horcajadas, trepando desde el suelo hasta su regazo. Carolo sonreía con aspecto bobalicón: estaba tan borracho que no se daba cuenta de casi nada de lo que estaba pasando.
Irina comenzó a quitarse el vestido. Los amigos jaleaban con fuerza cada movimiento de la chica y ella parecía responder con más y más intensidad en su baile de caderas. Ante los ojos de todos los asistentes, la chica subió el ajustado vestido roto por encima de la cabeza, mostrando su vientre liso y moreno, sus pechos firmes, prisioneros del sostén de raso negro, y unas piernas largas y torneadas que hicieron las delicias del público, que no paraba de aplaudir y gritar. Cuando se quedó solamente en sujetador y una pequeña braga brasileña, acercó sus pechos a la cara del joven, que no dudó un momento en acariciarlos sobre la tela primero, y luego más profundamente. Carolo metió las manos dentro de las copas del sujetador y apretó, ante el deliro general. Delante de sus ojos, desenfocados por el alcohol y la coca, podía intuir aquellos tentadores pechos blancos y duros al tacto que lo estaban poniendo muy cachondo a pesar de su estado. Ella gimió y se contoneó de nuevo, lanzando hacia atrás el cabello rubio y largo, que caía sobre la espalda casi hasta la cintura. Carolo buscó con torpeza el broche del sostén en la espalda de Irina. Quería verle las tetas a aquella rusa tan hermosa y tan caliente con urgencia. De pronto, alguien quitó a la chica de encima de sus piernas, y luego un golpe muy fuerte lo tiró de la butaca. Un segundo después, un dolor insoportable en la cara acompañaba al ruido que hacía su nariz al romperse, y Carolo cayó a un lado, sobre el suelo mojado de ron con Coca-Cola y sucio de la fiesta.
Todo el mundo se apartó con consternación. Freddy cogió el jersey y se lo puso a Irina por encima, que permanecía de rodillas, con la mirada totalmente perdida y temblando de miedo, como si hubiese despertado de una pesadilla. Intentó ayudarla a levantarse, pero los finos tacones resbalaban una y otra vez en el parqué mojado. Quería salir de allí y sacarla de aquel lugar asqueroso. Pero no pudo. Sebastián Delgado aprovechó que Freddy estaba agachado levantando a Irina del suelo para pegarle una patada en el estómago que lo derribó como un saco. Freddy lanzó un grito de dolor. Luego Delgado siguió golpeando al chico, ya caído, sin clemencia alguna, con una rabia infernal. Estaba totalmente fuera de sí. Aquel puto niñato le había estropeado la fiesta, y en verdad que lo iba a pagar muy caro. Freddy se hizo un ovillo, intentando frenar los golpes que parecían lloverle de todas partes, pero el dolor era cada vez más y más intenso y pensó que no iba a poder soportarlo durante mucho más. Casi había perdido el sentido cuando su agresor paró. No supo cuánto tiempo pasó tirado en el suelo. Un rato después, la música se detuvo por completo en la discoteca. Alguien intentó incorporarlo con suavidad. Desde su cara hinchada, vio a Rubén con el rostro pálido y descompuesto, y detrás de él, a dos miembros de la Policía Nacional, un hombre de mediana edad con semblante amable y una mujer muy joven, rubia, que lo miraba con expresión de lástima.
* * *
—¿Cómo estás? —Rubén lo agarró y lo sentó, sujetándolo por la espalda para que no cayera—. Menudo cuadro, neno…
—Bien, estoy bien, no te preocupes. —Intentó ponerse en pie, pero no fue capaz. Reprimió un gemido al moverse—. ¿Dónde está Irina? ¿Cómo está? —La voz de Freddy traslucía una ansiedad desaforada. Intentó incorporarse, pero todo le dolía demasiado. Notó el acre y metálico sabor a sangre en su boca.
—Irina está bien, no te preocupes por ella. Ha ido al hospital.
—¿Al hospital? ¿Está bien? —Freddy intentó revolverse con gesto nervioso—. ¿Cómo que ha ido al hospital?
—Tiene una pequeña intoxicación, pero está perfectamente. Se pondrá bien, Freddy, cálmate, haz el favor. No te muevas. Hemos llamado a una ambulancia para que te vean… Y además, la policía quiere hacerte unas preguntas. Creo que le has roto la nariz al futuro novio, el chico de la despedida de soltero, que es el hijo pequeño del doctor Azpiazu… ya sabes, el cirujano ese tan famoso…
Freddy se dejó caer de nuevo en el suelo, completamente derrotado. «Menudo marrón», pensó. Cuando se enterase, su hermana lo iba a matar. Lo partiría en trozos muy pequeños, y luego, probablemente, los tiraría al mar.
* * *
El despertador marcaba en números rojos la una de la madrugada. Por lo general, Valentina intentaba ocupar sus cada vez más numerosas noches de insomnio con la lectura. Así podía desconectar un poco de aquel caso que la llevaba por la calle de la amargura. Así no pensaba en Mendiluce y en su desagradable esbirro Delgado. Menuda banda de degenerados… prostíbulos, trata de blancas, sexo con menores… a saber qué más cosas eran capaces de hacer, tras aquella pátina de respetabilidad que habían fabricado a golpe de talonario.
En su iPod sonaba un concierto de Sibelius que le había recomendado su amiga Helena a cambio de que ella le pasase los cuartetos de cuerda de Mozart. Las dos se intercambiaban música compulsivamente. A Valentina no le gustaba demasiado el rock ni los grupos modernos, a los que consideraba una banda de desustanciados. Siempre se sentía algo desplazada cuando todos sus amigos o sus colegas hablaban de los cantantes famosos y de acudir a conciertos de pop. A ella lo que le gustaba de verdad era la música clásica. Hacía poco que Helena la había introducido en la ópera y aquello sí que había sido un descubrimiento. Verdi y Puccini se habían convertido en una pasión absorbente que alimentaba no solo escuchando su música, sino leyendo libros que la ayudaran a entender con sumo detalle el sentido y las historias de las obras que tanto placer le proporcionaban.
Embebida en la música, tardó un rato en darse cuenta de que el teléfono estaba sonando. Cuando vio en la pantalla el número de la comisaría, se extrañó. ¿Quién la llamaba a aquellas horas? ¿Habrían descubierto algo nuevo sobre Lidia?