[capítulo 39]: Fotos comprometedoras

Viernes, 11 de junio

Lúa Castro dio los últimos toques al especial «Crimen de Lidia» del domingo y se relajó en la silla, estirándose. Luego, releyó el titular y la entradilla de la noticia con placer. Esa misma tarde la web recogería la exclusiva: «Lidia, asesinada por un psicópata culto»; «El asesino imitó un cuadro famoso en la escena del crimen», con la foto del cuadro de Millais a toda página. No iban a esperar dos días para dar la primicia, no fuese que otro se adelantara. Aquello sería un bombazo. Estaba feliz: los de los otros periódicos no tenían ni puñetera idea de lo del cuadro. Estaba deseando que saliera ya, de una vez, y toda la ciudad se quedase de piedra con el reportaje. Lo mejor lo había dejado para el especial de dos planas del fin de semana, pero el entrante sería suficientemente espectacular como para vender el doble de ejemplares el sábado. Por no hablar de las visitas a la web. Se contarían por miles… Se estiró y bebió un poco de manzanilla que se había llevado del bar de al lado de la redacción. No estaba muy dulce, así que buscó un sobrecito de sacarina que tenía guardado en el cajón. Estaba ocupada revolviendo entre bolígrafos y papeles cuando el director adjunto Carrasco se acercó a su puesto frotándose las manos de manera literal. Estaba eufórico. Lo que había conseguido Lúa era un verdadero triunfo. Cuando apostó por aquella chica había acertado de pleno. Y eso que mucha gente le había prevenido contra ella por su fama de trepa y su poco «ortodoxa» forma de proceder. A Carrasco eso le daba igual, porque lo cierto era que conseguía siempre lo que quería. Y era lo suficientemente concienzuda como para haber descubierto lo mejor de todo: el cuadro de marras. Esa vez había logrado adelantarse a todos los demás medios en una noticia bomba. Se puso a su lado, sonriendo de oreja a oreja, mostrando su complacencia sin cortarse. Lúa volvió a mirar su atuendo con asombro; ya a primera hora, medio dormida, lo había detectado, pero con las horas podía analizarlo mejor: cada día llevaba ropa más cara y cada día resultaba más horrible su gusto. ¿Cómo podía ponerse unos Bikkembergs dorados con un jersey violeta? Y a su edad… ¿Qué se creía? ¿Que era un jugador de fútbol? Pero si tenía más de cuarenta años… Le salvaba que conservaba una mata de pelo envidiable y sin una sola cana, que si no…

—Lúa. De verdad. No tengo palabras… Me ha encantado tu planteamiento de lo de Lidia. Con delicadeza, sin pasarte, pero con el toque perfecto de morbo para un tema tan escabroso. Muy bien. Tengo que felicitarte, Lúa. Y lo del cuadro ese… es impresionante. Ha sido un puntazo. —Antonio Carrasco no solía felicitar a sus redactores pero, por una vez, Lúa Castro lo merecía con creces.

Lúa le sonrió con un pequeño toque de cinismo en la mirada.

—Gracias, jefe… —Bajó el tono para que no la escuchara nadie en la redacción, aunque a aquella hora casi todo el mundo estaba comiendo—. ¿Vas a subirme el sueldo este mes… por fin?

Carrasco puso cara de escandalizado. Sus ojos castaños se elevaron al cielo como si fuese un seminarista ante la visión de María Magdalena desnuda.

—Pero Lúa, con la crisis que hay da gracias a Dios de que no te lo bajen, hija. De verdad, cómo eres. Te doy una mano y me coges el brazo… —Puso cara de incredulidad.

—Entonces podré irme de vacaciones en julio, ¿no? —Lúa intentó aprovechar el tirón de su éxito, sin poner demasiado énfasis. Sabía perfectamente que la respuesta iba a ser un «no» como una casa.

—¿Con lo de Lidia y lo de la denuncia de ese profesor sobre el hallazgo del yacimiento arqueológico a vueltas? Ni de broma, Lúa. Hasta que termine todo esto, nadie va a moverse de esta redacción. Pero nadie, no solo tú. Estamos en estado de sitio, bonita. Por cierto, hablando de lo del juicio de la inmobiliaria de Pedro Mendiluce… Ahora que estás en racha… ¿No te importaría, en tus ratos libres, meter un poco esa nariz tan mona que tienes en ese tema? Mientras no sale nada más de Lidia Naveira… por ejemplo, no sé… eso que se anda diciendo por todos los corrillos…

Lúa suspiró y observó a Carrasco con la cabeza ladeada y una mueca.

—¿Qué es lo que me pides exactamente? Sobre ese tema se está diciendo de todo, desde el asunto de los esqueletos hasta el yacimiento romano que mantienen oculto… pasando por todo el dinero que supuestamente le han untado a los técnicos del Ayuntamiento y a algún concejal para que dieran los permisos de obra. ¿Qué prefieres entonces? Porque hay para elegir, como ves.

—Lúa. Lo quiero todo. Todo lo que puedas encontrar. No me importa cómo lo consigas. Pero hazlo. Lo mismo que con Lidia.

—Lo haré si me das la tarde libre. Quid pro quo, jefe.

Carrasco se pasó la mano por la barba de dos días, pensativo. Lúa llevaba casi toda la semana trabajando sin parar. Bien se merecía un descanso.

—¿Has acabado ya el especial del domingo?

—He acabado el especial del domingo y también lo de mañana. Y lo de la edición en la web, por supuesto. He terminado todo lo que tenía que hacer, Jesús. Me hace falta un poco de tiempo para hacer varios recados… todo eso que hacemos las personas cuando no estamos trabajando. —«Ese tipo de cosas que tú no conoces ni de lejos», pensó Lúa. Carrasco era famoso en todo el periódico por su fanática obsesión por el trabajo y por controlar a sus subordinados con mano de hierro. Corría el rumor de que incluso había alquilado un apartamento justo enfrente de la redacción para no perder tiempo.

—Está bien. Toda la tarde para ti solita… siempre y cuando no aparezca nada nuevo… quiero que estés disponible, no me vayas a apagar el teléfono.

—De verdad… no puedo creerlo… ¿Cómo puedes decirme eso? —Lúa, ofendida, no daba crédito a las palabras de su jefe—. Dime cuándo ha sido la primera vez en la que yo haya tenido el teléfono apagado en horas de trabajo… ¡Que yo sepa, jamás!

—Bueno, mujer. Cálmate. No te me pongas así… Solo lo decía por si acaso se te ocurría desaparecer… no sería la primera vez que lo haces… —La mirada asesina de Lúa lo hizo desistir. Se quedó callado unos instantes, que a la periodista le parecieron minutos—. Venga, vete, Lúa. Antes de que me arrepienta…

* * *

Primero comprobó que llevaba en el bolso las llaves del apartamento de Jaime Anido. El muy cabrón aún no le había contestado a las llamadas de teléfono, ni tampoco a los mensajes de móvil. De los correos electrónicos mejor no hablar. Era raro que contestase a alguno… Estaba realmente preocupada. Nunca desaparecía sin dejar rastro, siempre daba alguna señal… además, aquella escapada a Londres tan extraña, tan repentina… Anido solía contarle todo, por eso cuando escondía alguna cosa, Lúa no tardaba en detectar que estaba pasando algo que no era de recibo. «De paso que riego las malditas plantas, echaré un vistazo por la casa». A lo mejor encontraba algo que pudiese darle una pista… «¿Qué me dijo? Ah, que tenía que ponerles agua destilada en el plato, nunca por arriba… por arriba había que pulverizarlas, porque les gusta la humedad. Bien, no es una tarea difícil siempre que haya dejado en casa agua destilada, claro está… ¿Y la comida? ¿No comen moscas o algo así? No pienso ponerme a cazar hormigas por el campo, eso fijo…».

Lúa condujo su Toyota rojo hasta el barrio de los Rosales. Aún iba pensando en el carca de su jefe. No estaba muy convencida de que no la llamase por la tarde. Él era así: cambiaba de opinión cada cinco minutos, especialmente en lo que se refería a los días libres, las vacaciones y demás. Pensó en apagar el móvil del trabajo, pero no se decidió. Había dejado a Jordi Gafapasta de «vigilante del puesto». Si pasaba algo, la llamaría inmediatamente. La subida al barrio se le estaba haciendo muy pesada por culpa del tráfico de la gente que se dirigía a comer a sus casas. Jaime le había dejado el mando del garaje para que no tuviese que dar vueltas buscando sitio. En eso había estado bastante ágil…

Cuando abrió la puerta del piso, Lúa notó el ligero olor a cerrado, típico de una casa que lleva varios días sin ventilar. Se apresuró a abrir las persianas y luego las ventanas del pasillo para que entrase el sol y la corriente renovase el aire del apartamento. Luego se acercó a la sala para ver el estado de las nepentes. A Lúa le pareció que las jarras tan características de la planta estaban preciosas y enormes. Abrió las ventanas allí también, así podría entrar algún insecto incauto que sirviese de alimento a las plantas. Fue hasta la cocina. Sobre la encimera Jaime había dejado un vaporizador, una gran botella de agua destilada y un post-it amarillo con un smiley pegado en ella…

Tras regar y vaporizar las nepentes, Lúa se sintió cansada. De repente, notó cómo su estómago solicitaba algo de comer. Ya eran casi las dos de la tarde, y gracias a Dios que se le había ocurrido la feliz idea de tomar un café y una tapa de tortilla a las once, cuando bajó con el becario a hacer unas fotos para un reportaje de un centro cívico que estaba casi al lado de la redacción local. Abrió la nevera y encontró un solitario yogur de fresa. Serviría hasta que llegara a su casa y se hiciera algo decente. Se sentó en la cocina, y estuvo mirando por la ventana la plaza Elíptica mientras se tomaba el yogur casi sin respirar. Por lo menos, durante un rato podría engañar el hambre.

Conectó la enorme pantalla plana con el mando para distraerse y buscó algún programa entretenido. La televisión encendida le hacía la ilusión de que había alguien más en la casa. Luego fue hasta la habitación de Jaime y corrió las cortinas. La luz del sol iluminó las dos grandes y espectaculares fotos en blanco y negro que Anido había tomado de un temporal que destruyó el paseo marítimo hacía ya dos años. Lúa siempre miraba fascinada la altura de unas olas gigantescas que parecían dignas de un tsunami. Levantó una ceja. La cama estaba sin hacer. Muy propio de él. Sobre la colcha deshecha y las sábanas arrugadas, la cazadora de cuero de aviador que le había regalado ella hacía unos meses. Le había costado una pasta.

«Será cabrón… con lo que me ha costado y la tiene ahí tirada, la madre que lo parió…».

Lúa cogió la cazadora y se dirigió al armario para colgarla. Cuando corrió un fajo de camisas blancas vio que el panel trasero del armario estaba fuera de su sitio. Dio dos pasos hacia atrás, sorprendida. Luego dejó la cazadora sobre la cama y miró dentro con curiosidad. Estaba oscuro.

Fue hasta el recibidor y buscó una linterna en el primer cajón de la cómoda. Volvió al armario y enfocó dentro. Abrió los ojos, asombrada, al enfocar lo que allí había. Se metió en el armario con cuidado de no romper la tarima y buscó una luz. Cuando encontró el interruptor, constató que detrás del panel corredizo había un pequeño habitáculo oculto del que no tenía noticia. Anido había escondido allí dentro un estudio fotográfico completo: trípodes, pantallas, bolsas con cámaras y objetivos y un potente Mac que nunca había visto, sobre una minúscula mesa de ordenador barata. A un lado, una impresora láser y múltiples carpetas, papel y discos duros para almacenar datos.

Lúa vio una gran bolsa negra de cuero semiabierta justo al lado de ella. Tampoco recordaba haber visto aquella bolsa nunca… Sin poder dominar su interés, se acercó a fisgar qué había dentro. Cuando la abrió por completo miró su contenido con asombro. Había un verdadero arsenal de artilugios eróticos, a cuál más extraño. Metió la mano y empezó a sacarlos uno por uno: consoladores, grilletes, látigos cortos, dildos, plugs, pinzas, mordazas de bola, una gran máscara de látex… Lúa solo había visto ese tipo de objetos en las sex shop y en alguna película porno que Anido había intentado que viesen juntos, pero que a ella no le puso en absoluto. No se tenía por una chica pacata ni recatada precisamente, pero aquello sobrepasaba con mucho todo lo que ella había pensado del fotógrafo. Se sentó en la cama con una pala de azotar en la mano. Lúa hizo una mueca: olía fuertemente a cuero. La periodista no era capaz de procesar lo que estaba viendo, pero no cabía duda de que aquello era algo desconocido para ella, algo que no tenía demasiado sentido. Sus relaciones sexuales siempre habían sido de lo más convencional: jamás había intentado introducir ninguno de aquellos objetos en sus escarceos eróticos… Sí, alguna vez había sido algo rudo, pero nada desfasado, todo dentro del juego, sin violencia ni nada parecido… entonces… ¿por qué escondérselo de esa forma? Con decirle que le iba el rollo sado hubiese bastado… ¿Acaso pensaba que ella se iba a escandalizar? No, no podía pensar algo tan humillante… ¿O sí? ¿Y si la bolsa no era de él? ¿Y entonces qué hacía encima de su cama?

Lúa dejó las cosas dentro de la bolsa de nuevo, intentando que quedasen más o menos como le parecía que estaban en un principio. Su cabeza daba vueltas y más vueltas. No, decididamente, no entendía nada de lo que estaba pasando con Jaime. Sin noticias de él, aquella bolsa tan comprometedora… ¿Por qué estaba aquella bolsa allí? A lo mejor tenía algo que ver con su marcha tan repentina…

Se sentó en la mesa y encendió el ordenador. Por fortuna, no estaba protegido por contraseña. Por lo visto, Jaime no era demasiado estricto en cuanto a la seguridad de sus ordenadores, y allí dentro… ¿quién iba a entrar? Lúa sintió un aguijonazo de culpa, pero solo duró unos segundos. En circunstancias normales nunca se le hubiese ocurrido entrar a fisgar en las cosas de Jaime. Pero después de tantos días sin noticias del fotógrafo, tenía el presentimiento de que allí pasaba algo muy raro.

Entró en firefox y empezó a buscar en el historial. Los últimos días que navegó en la red mostraban muchas entradas a periódicos ingleses online que no conocía: The Press, Durham Region… Lúa se encogió de hombros y cerró el navegador. Aquello no iba a llevarla a ningún sitio. Decidió que era mejor buscar dentro de la biblioteca digital de Jaime. Nada más entrar, se desanimó por completo. Allí había un montón inimaginable de imágenes ordenadas en carpetas y clasificadas por temas. No iba a ponerse a mirar todas y cada una de ellas, o le llevaría un siglo. Decidió olvidar la idea. Sin embargo, se le ocurrió que quizá, con suerte, antes de marchar, Anido habría mirado archivos que pudieran estar relacionados con su viaje… Por consiguiente, lo más lógico sería ir a las últimas imágenes vistas por él. Sin mucha convicción, Lúa fue a «Mis documentos» y desplegó la lista de archivos. Había varios documentos de Word que abrió y cerró inmediatamente. No tenían demasiado interés. No obstante, una película y dos imágenes llamaron su atención.

La película era un antiguo vídeo casero, digitalizado, donde Lúa pudo ver a una chica muy joven, de pelo por los hombros, lacio y negro, y ojos verdes, con ropa que parecía de finales de los años ochenta, sonriendo mientras posaba con actitudes exageradas y cómicas en un parque a todas luces británico. «Parece Londres, un suburbio de Londres», pensó. Detrás de los árboles sin hojas, se dibujaban las figuras de los típicos pisos baratos del county council. «Una chica muy guapa, la verdad. ¿Quién será? ¿Por qué ha estado viéndola Jaime antes de irse?». Cerró el vídeo. A su pesar tenía, cada vez, más la mosca detrás de la oreja. Continuó con las imágenes.

Al hacer doble clic en una imagen llamada «ArcPat», ante sus ojos se desplegó una impresionante fotografía de estudio en la que una chica con el pelo cortado a lo paje permanecía atada con cuerdas a un poste de madera, vestida con un blanco traje monacal, con expresión perdida y los ojos fijos en un crucifijo que tenía delante de la cara. En la imagen se veía el cuerpo de cintura para arriba, en blanco y negro. Lúa reconoció al momento la iconografía de Juana de Arco. Aquella foto era realmente espectacular. ¿Sería de Anido? La expresión de la joven era doliente. El claroscuro dramático y los ojos febriles mostraban el sufrimiento místico de una Juana a punto de ser enviada al más allá mediante el tormento de la hoguera. Lúa miró asombrada la composición y la extremada calidad: era una obra de arte en toda regla.

La siguiente fotografía, esa vez en color, llamada «Salpat», mostraba a la misma joven, semidesnuda, cubierta de velos transparentes que dejaban entrever su cuerpo, con pequeñas cadenitas de oro en los pies y en las manos como única vestimenta. Llevaba el mismo peinado a lo paje, el pelo rubio, casi blanco, pero en el cabello lucía una fina diadema dorada con una luciérnaga de color zafiro, de estilo modernista, y de sus orejas colgaban grandes pendientes de color turquesa. Lo que más llamaba la atención de toda la imagen era que la cara de la joven se acercaba peligrosamente a la cabeza cortada, envuelta en sangre, de un hombre muy hermoso, barbado, que yacía sobre una bandeja de plata. Parecía a punto de besar con lujuria aquella cabeza cercenada con los ojos vidriosos de la muerte que, semiabiertos, parecía mirar a su vez los labios de la chica. Lúa sintió fascinación y repugnancia. Era Salomé con la cabeza del Bautista. Pero nunca había visto nada igual, tan realista, tan asqueroso. Aquellas fotos no podían ser de Jaime. Él nunca se habría dedicado a aquella temática religiosa llena de morbo. No le interesaba la religión, al revés. No entraba en una iglesia ni siquiera en los funerales. Le gustaba fotografiar la belleza de las mujeres, no su aspecto oscuro… o eso pensaba ella hasta aquel momento…

Lúa decidió imprimir aquellas dos fotografías tan intrigantes. Tenía la corazonada de que aquella chica, y quizá también la del vídeo, tenían algo que ver con su marcha a Londres. Encendió la impresora, que estaba sin papel fotográfico. Miró a su alrededor, dispuesta a encontrar algún folio o algo donde plasmar aquellas imágenes. Al lado del Mac, sobre el escritorio, había varias carpetas de plástico negras llenas de papel fotográfico. Abrió una al azar: no eran carpetas llenas de papel en blanco. Eran fotos. Las repasó, una por una.

Lo primero que le llamó la atención fue una fotografía tamaño A4 en donde un hombre con una máscara de cuero y vestido totalmente de negro parecía azotar con una fusta a una chica rubia de pelo larguísimo, también enmascarada con un antifaz, una joven muy delgada, que estaba atada a una cruz de San Andrés. El hombre era Jaime Anido. A pesar de la máscara, reconocía su cuerpo sin ningún tipo de duda. Lúa siguió pasando fotos. Todas eran tremendamente explícitas. Algunas mostraban a varias personas, siempre enmascaradas, formando parte de una orgía sadomasoquista. Otras, a aquella chica, siempre con la cara cubierta, dispuesta en diversas posturas de sumisión, semidesnuda y atada, o arrodillada. En una especialmente impactante, una mujer morena de cabello largo y cuerpo espectacular cubierto apenas por un corsé con lazos de raso le clavaba el tacón de la bota negra en la espalda y lo azotaba a la vez con un látigo. Lúa cada vez estaba más asombrada. Miraba las fotos con los ojos muy abiertos, y las disponía alrededor de la pantalla en la amplia mesa de escritorio. ¿Qué significaba todo aquel delirio? ¿Qué estaba haciendo Jaime en Londres exactamente?

Lúa encontró al fin el papel fotográfico debajo de todas aquellas carpetas. Notó que las manos le temblaban de la impresión. Imprimió las fotografías del ordenador. Se le había ocurrido una idea. Cruzó los dedos. Ojalá Javier Sanjuán no se hubiese ido aún de La Coruña. Necesitaba urgentemente hablar con él…

* * *

Javier Sanjuán leía un libro mientras se tomaba tranquilamente un Bitter Kas en una terraza del paseo marítimo cercana al hotel. Estaba un poco decepcionado: hacía media hora que Raquel le había mandado un SMS diciéndole que no podía quedar con él por la noche. Estaba «indispuesta». Como si no la conociera… Vamos, que le había dado plantón sin cortarse un pelo y sin ni siquiera llamarlo por teléfono. Y él, que contaba con un viernes de cena y copas, y quizá algo más interesante, tenía que enfrentarse de nuevo al tedio de la habitación del hotel. Pero bueno. Qué remedio… Como todo tenía una parte positiva, podría repasar y completar el perfil para la reunión en la comisaría del día siguiente. Valentina le había advertido un par de veces, con mucha intención, percibió él, que el inspector jefe Iturriaga no era muy amigo de los psicólogos forenses ni de los perfiladores. Así que tendría que sacar el tarro de las esencias para convencerlo de su teoría… nada nuevo bajo el sol. Estaba acostumbrado a que muchos miembros de los cuerpos de seguridad considerasen su trabajo como una intromisión en un campo que tenían como propiedad privada.

Había dedicado la tarde a ir de compras: su plan de estar dos días en la ciudad se había trastocado hasta el extremo de tener que comprar un traje adecuado para la fiesta del día siguiente. Aprovechó también para hacerse con unas zapatillas y ropa de deporte, y varios libros para matar algún tiempo muerto. Estaba dudando entre dar o no una vuelta en el pintoresco tranvía amarillo que recorría todo el paseo y que veía pasar por delante de sus narices cuando sonó el móvil. Lo cogió esperanzado, pensando que podía ser Raquel, que había cambiado de idea en el último momento. Pero aquel número era demasiado largo, aunque le sonaba. Y también la voz de periodista radiofónica que ponía Lúa Castro cuando hablaba por teléfono.

—¿Sanjuán? Soy Lúa Castro, de La Gaceta. Espero no molestar…

—No, no me molestas. Al revés. Encantado de hablar contigo, Lúa. Dime. ¿En qué puedo ayudarte?

Lúa vaciló un segundo. Luego continuó, con voz algo trémula.

—¿Estás aún en La Coruña? Me gustaría hablar contigo… es un tema personal.

Lúa decidió no esconder, ni por un segundo, ni la preocupación ni la vulnerabilidad que sentía en el centro del pecho.

* * *

Sanjuán miró las fotografías, fascinado. Sin duda alguna, aquella chica rubia era Patricia Janz. Patricia como Juana de Arco. Patricia como Salomé. ¿Quién había ideado semejante parafernalia religiosa? Eran unas fotos que trascendían lo profesional. Eran performances, muy bien estructuradas. Eran performances artísticas. Observó con fijeza a Lúa, que bebía su Martini Rosso a pequeños sorbos. Parecía bastante afectada.

—¿Estás segura de que estas fotos no son de tu novio? ¿No ha realizado nunca este tipo de trabajos?

—Jaime no es mi novio. —Lúa sacudió la cabeza. Parecía harta de explicar siempre lo mismo—. Es mi amigo —suspiró—. Jaime… —se encogió de hombros, pensativa—, bueno. No puedo explicarlo. Hace tiempo que lo conozco y no es su estilo. Esas fotos no son suyas, lo puedo jurar sobre la Biblia. Ha hecho de todo para revistas y periódicos importantes, incluso algún reportaje con modelos conocidas, ya me entiendes. A Jaime, que yo sepa… —Lúa antes no lo hubiera dudado, entonces se dio cuenta de que no estaba muy segura de lo que estaba diciendo—, le gustan, como a todos los hombres, las chicas muy guapas, espectaculares, sin trampa… la belleza formal, quiero decir. Nada complicado… nunca, jamás, lo he visto idear este tipo de… montaje. Ni tampoco hablar del tema. No, seguro. No soy suyas. Le gusta la naturaleza, la realidad. Nada de recreaciones de cuadros.

—Ya. Entiendo lo que quieres decir. —Sanjuán se quitó las gafas y le clavó la mirada. Aquella chica parecía, de repente, muy perdida. No quedaba rastro alguno del desparpajo del día de la entrevista.

—Las fotos… tengo más. No como esas… las otras no son recreaciones, son más… no sé cómo explicarlo, la verdad. —Lúa no estaba muy segura de querer enseñarlas, pero al fin se decidió. Sacó la carpeta y se la dio al criminólogo—. Míralas tú mismo. Así me ahorro yo tener que contarte la temática.

Al repasar aquellas fotos, Sanjuán asentía, como si estuviese viendo algo que le confirmara una realidad que a ella se le escapaba. Lúa intentaba analizar alguna de sus expresiones, pero la cara de póquer permanecía inescrutable.

—Te he traído todo esto porque estoy muy preocupada por Jaime. Muy preocupada. Desde ayer no sé nada de él. Ni una llamada. Ni un mensaje. Es como si se lo hubiese tragado la tierra. ¿Tú has sabido algo? ¿Te ha llamado o dicho alguna cosa más?

Sanjuán negó con la cabeza.

—La verdad es que no… salvo lo de ayer, nada.

Lúa se retorció las manos, nerviosa.

—Tengo un mal presentimiento desde que me dijo que se iba a Londres. Sé que está pasando algo raro. Y creo que lo que pasa puede tener que ver con estas fotos. ¿De qué hablasteis ayer? ¿Cuándo te llamo?

—Lúa… me temo que no puedo contarte de qué iba el tema de su consulta. Jaime me pidió por favor que no dijese nada. A nadie. —Sanjuán no quería ser indiscreto: si Anido quería contarle lo de los anónimos y el crimen de Patricia, ya lo haría él. Mientras Lúa no supiera nada, la información de los dos crímenes y su supuesta vinculación estaría a salvo.

—Ya veo. Secreto profesional… —La periodista lo miraba con los ojos claros y tristes, que suplicaban a gritos un poco de información.

—Puedes llamarlo así, Lúa. Pero estoy seguro de que Anido está bien y totalmente a salvo. De todos modos, si no te importa… déjame estas fotos para que pueda analizarlas a fondo. A ver si mañana por la tarde puedo decirte algo. ¿De acuerdo?

* * *

De vuelta en casa, mientras colocaba parte de la compra en la alacena, Lúa pensó en Javier Sanjuán. Aquel hombre sabía mucho más de Jaime de lo que quería aparentar. Pero no había forma de sacarle nada. Ni siquiera mediante sus expresiones más lastimeras lo había ablandado… Al final, él se había quedado con las fotos, y ella seguía tan perdida como al principio.

Cuando, ya de noche, volvió a escuchar el sonido de «el móvil al que llama está apagado o fuera de cobertura» se encogió de hombros, resignada. Ya llamaría Jaime cuando le diese la gana. Ella no iba a preocuparse más. Tenía bastante con el crimen de Lidia y su nuevo cometido: nada menos que bucear en el oscuro y sucio mundo de Mendiluce y sus tentáculos de corrupción. Pero no pudo evitar que una profunda sensación de angustia la invadiera como si la avisara de que la vida de Jaime estaba en un serio peligro.