Viernes, 11 de junio
Valentina Negro no había dormido nada bien; su encuentro de la noche anterior con Sanjuán le había dado mucho en qué pensar. En su fuero interno temía que su intuición estuviese fallándole de forma clamorosa y que Mendiluce en realidad no tuviera nada que ver con el asesinato de Lidia. Estuvo dándole vueltas a la posibilidad de que su inmensa rabia, sus fobias, sus traumas, se estuvieran entrometiendo en la lógica que debía presidir una investigación policial. A lo peor, el haber escuchado todas las barbaridades que Sonia le había narrado en el bar de la estación de autobuses era la principal causa de que desease con unas ganas demasiado intensas que Mendiluce fuera el asesino de la joven. Y eso no estaba nada bien. Valentina se dio cuenta de que aquel caso estaba martilleando en lo más profundo de su alma. Sin embargo, a las ocho de la mañana, cuando entró en la ducha para enfrentarse al nuevo día, se obligó a recordar que había una pista sólida que tenía que seguir: ese novio desconocido de Lidia, ese Lobo Feroz del chat, podía ser Delgado, el esbirro de Mendiluce. Y estaba claro que le encantaban las chicas jovencitas… No, esa vía de la investigación no era algo que pudiera ignorar, con independencia del asco que le produjera el todopoderoso mecenas. Además, estaba el asunto de sus antecedentes, la sospecha que existía dentro de Lonzas de que se trataba, en realidad, de un asesino, que solo por su astucia y por la corrupción de los políticos había podido salir indemne de ese y otros muchos asuntos, todos ellos muy sucios. Lo de las prostitutas, por ejemplo. Y aquel juicio que se avecinaba por culpa de la urbanización que suponían que estaba construida sobre un yacimiento arqueológico… Valentina no dejaba de pensar en cómo demonios aquel hombre podía salir siempre sin culpa de todas sus «hazañas». Ni siquiera el dinero salvaba a otros corruptos de la cárcel…
El día iba a ser movido. A las siete y media ya la había levantado Iturriaga preguntando por el caso; Dios. Qué hombre. ¿Es que no dormía nunca? Por lo que se veía, le estaban apretando las clavijas desde muy arriba y ella, recién despierta, tampoco pudo explicarse demasiado bien. Manuel Naveira no paraba de incordiar. Tampoco era de extrañar… El día siguiente, sábado, sería como cualquier otro día de trabajo, porque Iturriaga le había ordenado que convocara una reunión del operativo del Cisne Negro, para analizar los avances de la investigación. Sanjuán estaría también, a pesar de los gruñidos y protestas de Iturriaga, y Larrosa, que ya había vuelto de sus cinco días de vacaciones. Valentina estaba dispuesta a indagar todo lo que pudiera para poder ofrecer algo sólido al día siguiente.
Fue hasta la comisaría en la moto, a coger el coche camuflado para ir hasta Mera. Le gustaba sentir el frío del amanecer en el cuerpo mientras conducía su Virago. Luego cogió el Peugeot y se fue hasta El Timón, una churrería tempranera de Cuatro Caminos. Allí se tomó un café solo y unos churros calientes, recién hechos, mientras ojeaba La Gaceta de Galicia. Siempre resultaba agradable ver que la maldita Lúa Castro aún no tenía mucha idea del caso… aunque lo disimulaba muy bien con su habitual verborrea. Suspiró con alivio. Por lo menos los del operativo tenían un día más de tranquilidad… Ojalá todo siguiese así hasta el lunes en la rueda de prensa.
Valentina condujo con lentitud hasta la puerta del Hotel Meliá. Tener que enfrentarse a la presencia de Javier Sanjuán le producía un nerviosismo que no quería reconocer ni en sueños. No sabía qué demonios le pasaba con aquel hombre: no era demasiado guapo, ni demasiado alto, ni tampoco parecía demasiado interesado en ella. Por no hablar de la rubia de marras de la conferencia… Sin embargo, había algo en él que la desarmaba, a su pesar. Y eso la sublevaba. Llevaba mucho tiempo tranquila, evitando con inteligencia todo tipo de problemas sentimentales, para dejarse llevar por una historia imposible con un famoso de la criminología. Sin embargo, cuando lo vio en la entrada del Meliá, con sus pantalones chinos, el polo beige y su expresión de eterno despiste, no pudo por menos de sonreír. Le agradó verlo otra vez, y además, tan pronto. Sus ojos adoptaban una expresión dulce, y su boca se curvaba en una sonrisa ligera que reflejaba su interés, por más que ella quisiera ocultarlo como fuera. Valentina negó con la cabeza para sí, intentando adoptar una expresión más neutral. No le gustaba nada perder los papeles, y menos en una situación en la que había tanto en juego.
Sanjuán vio llegar el coche, entrecerró los ojos para asegurarse bien y no cometer un error de identificación, y al ver a Valentina su rostro se iluminó, o eso le pareció a ella en el primer momento. Entró en el vehículo y consiguió darle dos besos, haciendo números para evitar clavarse el cambio de marchas en un costado. Valentina se estremeció durante unos momentos, sobre todo al darse cuenta perfectamente de que el criminólogo se había demorado unas décimas de segundo más de las necesarias en oler su perfume al besarla a la altura del cuello. Se quedó turbada. Lo mejor sería intentar mostrarse seria y profesional. Aquello no tenía ningún sentido…
Enfiló el coche hacia Mera, manteniendo a propósito todo el trayecto un silencio un tanto incómodo. Sanjuán la miraba de reojo con extrañeza: no estaba acostumbrado a que Valentina Negro fuese tan retraída. Por lo menos, con él… Hasta que en el parabrisas del coche no apareció la casona de Mendiluce, Valentina no articuló palabra.
—Ahí está nuestro Manderley, Sanjuán. Menuda casa tiene el cabrón…
—¿Te importaría, por favor, llamarme Javier? Mis amigos me llaman Javier…
* * *
Cuando Pedro Mendiluce acabó de enfundarse unos pantalones gris marengo de Carolina Herrera y una camisa impecable de Armani, ambas prendas elegantes y sobrias, y unos mocasines de Prada recién estrenados, el timbre de la puerta sonó con su tono estridente. Allí estaba la inspectora Negro, con puntualidad británica. Eso estaba bien. Mientras Amaro abría la puerta, se quedó en la habitación, para hacerla esperar. Se miró al espejo: estaba perfecto. El cabello gris leonino peinado hacia atrás, sus ojos claros y las pestañas negras brillando en el azogue. Podía dejarse la perilla, parecería un conde italiano. Cuando, tras unos minutos de rigor, acudió a su cita, no pudo dejar de sorprenderse al ver a dos personas, no solo a una mujer. A su lado estaba Javier Sanjuán, el criminólogo que salía en aquel programa de televisión que hablaba de crímenes sin resolver. Avanzó hacia ellos. Le gustó aquella sorpresa. Sanjuán, un rival a su nivel, como decían las novelas decimonónicas. Y ella… Mendiluce quedó sorprendido por su belleza. Menuda hembra, pensó, siempre ávido de saborear el placer que le proporcionaban las mujeres hermosas. Con el pelo oscuro de diosa griega, los ojos de fiera… ¿De qué color eran los ojos? ¿Grises? ¿Azules? No pudo distinguirlo en un primer momento. Además, se adivinaban unos buenos pechos bajo la blusa, de postre. Bien vestida para ser una vulgar policía. Ropa barata pero con gusto. Eso era importante. El buen gusto era siempre lo más importante.
A pesar de que el criado del mecenas los había invitado a sentarse, Valentina y Sanjuán habían permanecido de pie, esperando su aparición.
—¿Pedro Mendiluce? Soy la inspectora Valentina Negro, de la Policía Nacional. Él es Javier Sanjuán. Es…
—Sí, el criminólogo —la interrumpió rápido Mendiluce, sonriendo ampliamente—. Estoy encantado de conocerle, Sanjuán —dijo después de estrechar con calidez la mano de Valentina—. Veo muchas veces su programa. Me encantan los crímenes. Desde una perspectiva estética, por supuesto. Nada más y nada menos que como hacía Thomas de Quincey. Nunca para llevarlo a la práctica, por Dios… La muerte es desagradable, hay mucha sangre… todo eso. —La sonrisa de dientes perfectos y brillantes de Mendiluce era como la de un galán de cine italiano de los años cincuenta—. Y también encantado de conocerla a usted, inspectora. —La miró sin disimulo—. ¿Ha pensado alguna vez en posar para algún pintor? ¿O en ser modelo? Posee usted una belleza exquisita, incluso extraña… —E hizo un gesto para que se sentaran sin apartar los ojos de la mujer. Valentina se sentó en una butaca próxima a él Sanjuán enfrente, en un sillón.
La inspectora no esperaba un comentario de esa naturaleza, y por ello tardó un par de segundos más en contestarle de lo que le hubiera gustado. Se sintió incómoda. Y eso, sin duda, era lo que pretendía aquel hombre.
—Gracias, señor Mendiluce, pero no estamos aquí para alabar mi supuesta belleza. —Valentina endureció visiblemente al voz al decirlo—. En realidad, venimos a pedirle un poco de consejo. —La inspectora se dio cuenta de que había respondido de una manera demasiado seca y dulcificó la voz, intentando manipular a aquel hombre que la miraba intensamente, poniéndola algo nerviosa con la profundidad de sus ojos verdosos, separados como los de un ave nocturna—. Como es usted entendido en arte, mecenas de artistas…
—Es cierto. Miren —dijo Mendiluce, abriendo los brazos para que miraran el salón en el que estaban sentados—. Me encanta el arte. Salta a la vista, ¿verdad?
El salón de la casa de Mendiluce parecía un museo. Había cuadros con marcos gruesos de madera, estatuas, grabados… Sanjuán creyó reconocer un Degás y un Kandinski. Todo estaba situado con un buen gusto y una exactitud que lograba que todos los estilos distintos de pintura se amalgamaran para crear una atmósfera excitante y agradable. Se dio cuenta de que el olor era tan exquisito como todo lo que le rodeaba. Dos grandes ramos de flores expelían un aroma embriagador. Aquel hombre era realmente un esteta.
Valentina prosiguió con su conversación, poco impresionada por las obras de arte en aquel momento.
—Sí, ya veo… Muy interesante. Pero la cuestión principal es que necesitamos su ayuda en ese aspecto… —Hizo una pequeña pausa—. Conoce usted el caso de Lidia Naveira, ¿verdad?
—¿Quién no? No se habla de otra cosa en la ciudad. La chica que apareció en el estanque del parque.
—Esa chica… ¿cómo decirlo…? —Valentina torció un poco la cabeza y lo miró fijamente—. La escena del crimen ha servido para recrear un cuadro bastante famoso.
—¿Un cuadro? ¿Se refiere a una pintura? ¿Qué tipo de cuadro? ¿Un psicópata culto, quiere usted decir?
—Algo así. —Sacó las fotos del portafolio y se las dejó a Mendiluce, observando su reacción al verlas. El hombre las cogió y las llevó hacia la gran mesa de caoba que ocupaba parte del gran salón. Estaba de espaldas, así que hurtó su expresión a sus invitados.
—¡Increíble! —Exclamó en voz baja, componiendo un gesto de admiración que parecía genuino—. ¡Es Ofelia! El cuadro de Millais. Una recreación remarcable, dentro de lo que cabe, claro… fascinante. Fascinante de verdad.
Y luego añadió, como si en verdad ese hombre solo viviera para percibir la belleza de las cosas:
—La chica era una verdadera belleza prerrafaelita… muy hermosa…
Valentina no pudo evitar sentir un rechazo visceral, íntimo, al oír esas últimas palabras, como si Mendiluce hubiera añadido un poco más de ultraje a la escena del crimen y a la muerte de aquella niña.
—En efecto. Era muy guapa. Y muy joven también… —Valentina volvió a endurecer la voz y aprovechó para lanzar la indirecta, que no pareció hacer mella en Pedro Mendiluce, que seguía mirando las fotos totalmente anonadado. Cogió una lupa de un cajón.
—Realmente es algo muy extraño. Es exactamente igual… —Levantó la vista y los miró—. ¿Sospechan ya de alguien? Algún artista, ¿verdad?
—Por ahora no tenemos nada. Por eso venimos a usted, a ver si pudiera reconocer a alguien que fuese capaz de hacer algo así.
—Conozco a algún artista fascinado con la muerte, pero no hasta tal punto… jamás matarían a nadie… digo yo, claro. No pondría la mano en el fuego por nadie, eso seguro… pero no son malas personas. Son eso, artistas…
—¿Y qué me dice de un amante del arte, de un mecenas…? A lo mejor ese amor por el arte y por las chicas pudo verse recompensado con un acto como este… —La inspectora decidió ser más franca, una vez que estaba claro que Mendiluce no iba a facilitarle las cosas.
Mendiluce no tardó más de un nanosegundo en ponerse a la defensiva.
—¿Está usted insinuando por un casual, inspectora, que yo puedo tener algo que ver con semejante aberración estética? Además, en mi vida he visto a esta chica, me acordaría, téngalo por seguro. —Mendiluce no estaba acostumbrado a que lo atacaran, al menos impunemente, y su rostro adquirió en segundos el carácter del granito. Hizo una mueca de desprecio.
—Usted ha sido investigado por la policía… le recuerdo que ha sido sospechoso de asesinato. De su propia esposa —Valentina continuó, implacable.
—Ya estamos otra vez con lo de mi mujer. Ya lo he dicho por activa y por pasiva… ¡a todos ustedes!, ¡una y otra vez! —Se levantó indignado, y se puso a andar alrededor de ellos—. La cabrona de mi esposa se fue con un artista joven, un chico que, para mayor abundamiento, había apadrinado yo mismo. ¡Era francesa y era una puta, inspectora! Yo no tengo la culpa de que se escondiera muy bien, la muy cabrona. —Mendiluce giró y dio unos pasos hacia un lado del salón, una especie de habitación cerrada con una cristalera. Era una cava de puros. Entró y eligió un Montecristo. Lo encendió. El humo invadió toda la sala, y fue entonces cuando volvió a recobrar parcialmente su ánimo sereno—. No han podido acusarme nunca de nada. Es cierto que me gustan las chicas jóvenes, como a todos los hombres. ¿A usted no, Sanjuán? —Este no pestañeó—. Seguro que sí… Y el arte. —Hizo ademanes de asentimiento—. Es cierto, reconozco que me encanta el arte prerrafaelita, entre otros muchos… ¿Es eso un crimen? De ahí a matar… si todos los que aman el arte prerrafaelita y a las mujeres bellas matasen, el mundo sería un lugar impracticable. ¿No les parece? —Le dio otra chupada al puro, en ese momento un poco más nervioso. Se tocó el cabello, un tic que reflejó su inquietud.
—Eso es verdad. Por cierto, dicen que tiene usted dos cuadros de Dante Gabriel Rossetti. Y un Burne-Jones… eso es una rareza en España. Especialmente porque se dice que uno de los cuadros pudiese haber sido el fruto de un robo. El robo de una colección particular muy destacada… —Sanjuán intervino en la conversación por vez primera.
—Ya quisiera yo. Soy un hombre rico, Sanjuán, pero no tanto como para tener Rossettis o Burne-Jones…
—Pero tiene un Degás… y también un Kandinski… no son cuadros precisamente baratos… —Sanjuán intentó que siguiera nervioso. Se había dado cuenta de su repentina turbación.
—Veo que le interesa el arte, Sanjuán. Me alegro. Podría venir algún día a tomar algo a mi casa, será usted bien recibido. Le enseñaré mi colección de cuadros. —Sonrió de nuevo—. Ninguno es robado, lo siento por su programa de televisión. —La facilidad de Mendiluce para manipular la conversación y llevarla a su terreno era proverbial—. Usted también está invitada a venir, inspectora, por supuesto, sería un placer tan exquisito…
Mendiluce suspiró mientras se sentaba de nuevo y cruzaba elegantemente la pierna, pensando que había reconducido la situación; desconocía que lo más duro se lo había reservado Valentina para el final. Ella lo taladró con la mirada, con una media sonrisa de triunfo aleteando en la comisura de los labios.
—Dígame, señor Mendiluce… Tengo entendido que un tal Sebastián Delgado trabaja para usted, ¿es así?
Mendiluce palideció al escuchar el nombre de su secretario personal. Aquello era extraño… Delgado acostumbraba siempre a hacer todas sus tareas en profundo silencio y con plena discreción. Nunca lo habían relacionado con él en ese aspecto…
—¿Qué? ¿Delgado…? —No pudo evitar el dudar un poco, lo que lamentó profundamente en silencio—. Sí, desde luego… Sebastián es mi secretario personal desde hace años… ya entienden, mi hombre de confianza… ¿Qué pasa con él?
—En realidad nada —dijo tranquilamente la inspectora—, solo queremos hacerle unas preguntas… Estoy muy interesada… ¿Cuándo podríamos interrogarlo?
—¿Interrogarlo? Por favor, señores, les aseguro que Delgado no tiene nada que ver con esa chica muerta… por favor… Qué estupidez. Es un hombre cabal y honrado.
—No hemos dicho tal cosa, solo queremos hablar con él… No dudo que sea cabal, honrado y cercano a la santidad, así que no veo el problema para que interroguemos al señor Delgado… ¿Hay algún problema? —Valentina siguió hablando con toda naturalidad. Había notado las dudas del empresario. Solo un momento, pero muy perceptibles…
—No, no, desde luego que no… —Mendiluce apretó una tecla de su teléfono móvil, y al instante entró su mayordomo—. Amaro, avise al señor Delgado, que venga en seguida.
Sanjuán miraba a Mendiluce con la cara con la que un gato observaba a un polluelo de gorrión recién caído del nido. Había decidido ocupar el tiempo de espera para comprobar si aquel hombre poderoso tenía algún punto débil que valiera la pena recordar en su debido momento.
—Señor Mendiluce… como gran amante del arte… ¿qué cree usted que puede llevar a alguien a cometer un crimen así y recrearlo luego como un cuadro famoso, es decir, como una obra de arte? Por supuesto, no le pido una opinión como investigador policial, sino como un entendido, como gran conocedor de las pulsiones que anidan en los artistas, personas muchas veces complejas…
Mendiluce le devolvió la mirada, frunciendo el ceño. Aquel tipo sabía de lo que hablaba. Valoró con cuidado la respuesta, para no dar pasos en falso.
—Bien, Sanjuán, ese cuadro en particular revela desesperación y locura, porque sabe usted que la modelo original del cuadro, Elizabeth Siddal, era una mujer emocionalmente muy frágil… Y estuvo a punto de morir al posar para el cuadro… —Mendiluce le dio otra chupada al puro, concentrado en la respuesta—. Por no hablar de que Elizabeth se suicidó, como usted ya sabrá… —Fue a tirar la larga tira de ceniza a un cenicero de Sargadelos que había encima de una mesa—. De todos modos habría que considerar todo ese ambiente romántico del siglo XIX, todas esas pasiones que sucumbían ante el goce estético, cuando no se provocaban para lograr ese efecto sublime que todo artista aspiraba a crear en sus obras… No sé si me entiende.
—Creo que sí… —Sanjuán no estaba dispuesto a aflojar en ese momento—. ¿Diría usted, entonces, que la muerte de Lidia recrea una pasión que lo consume y que no puede canalizar de otro modo…?
—Exacto. Muy acertado. Yo diría que sí… ese hombre quiere crear belleza mediante la muerte… No sé, es como si no pudiera disfrutar de los placeres de la vida, como si su única forma de placer fuera creando esa escena macabra… Pero claro está, Sanjuán, eso es meterme en su terreno, lo mío es solo una hipótesis de aficionado. —Y sonrió con complicidad al decir esto.
Sebastián Delgado irrumpió en el salón, con unos sobres en la mano. Miró con extrañeza a los dos invitados. Fuerte, muy moreno y con unos ojos negros de mirada profunda, parecía el típico pijo ansioso por aparentar, o eso querían decir una ostentosa camisa azul de La Martina y unos pantalones vaqueros impecables. Parecía estar muy templado, y para confirmarlo exhibió una sonrisa magnífica cuando estrechó con fuerza exagerada la mano de los invitados, una vez que le fueron presentados por su jefe.
Valentina entró sin preámbulo alguno al fondo del asunto, quizá aguijoneada por el recuerdo de las tareas de Delgado relatadas por Sonia en la degeneración de chicas jóvenes.
—Señor Delgado, perdone que sea tan directa, pero tengo curiosidad… ¿conoció usted a Lidia Naveira?
Delgado no esperaba un ataque tan brutal. De repente pareció desmoronarse durante unos segundos.
—¿Lidia Naveira…? ¿Se refiere a la chica que han encontrado muerta esta semana…?
—En efecto, señor, esa misma. La que ha aparecido salvajemente violada y estrangulada en el parque de Eirís…
Delgado, de cuya cara se había borrado todo rastro de relajación, no tuvo más remedio que aceptar ese cuerpo a cuerpo al que le sometía la inspectora. Todo él se tensó al responder, y su cara parecía una máscara etrusca.
—¿Por qué habría de conocerla, inspectora?
—No lo sé, dígamelo usted. ¿La conocía o no?
—Desde luego que no, inspectora; tengo mucho trabajo en la gestión de los negocios del señor Mendiluce como para ir conociendo a crías y estudiantes… ¡Por favor, inspectora! ¿Qué quiere decir?
—Señor Delgado, no quiero decir nada. Sencillamente estamos investigando todas las vías a nuestro alcance… y nos han informado de que Lidia tuvo relaciones, o al menos se la vio acompañada en varias ocasiones de un hombre mayor que ella… más o menos de su edad, señor Delgado, y con un físico sospechosamente parecido al suyo, por desgracia… aunque claro, eso no prueba que esa persona la matara, somos bien conscientes… Pero si existe esa persona y podemos tener acceso a ella… tendremos que interrogarla, de eso no hay duda. —Valentina puso acero en su voz al decir esto último.
—Pues lo siento, inspectora, ese hombre no soy yo… Y no crea que siento decepcionarla —dijo Delgado, poniendo cara de contestar con sinceridad, pero sin lograr convencer en absoluto a ninguno de los que estaban en ese salón.
—Bien —Valentina se levantó, haciendo que el resto la imitara—. Eso era todo, señor Delgado… Por cierto, ¿le importaría darnos una fotografía…? Es para descartarlo y evitarle más molestias, ya me entiende…
—Yo… —Mendiluce se adelantó a Delgado—. Claro, inspectora, pase a mi gabinete. Ya se la doy yo. Por supuesto, tengo fotos de todos mis empleados.
Valentina siguió a Mendiluce camino del gabinete. Delgado y Sanjuán se quedaron a solas. El criminólogo sonrió con candidez y se dirigió al hombre, que parecía bastante nervioso. Delgado sacó un paquete de Ducados y encendió un cigarro con compulsión, sin ofrecer a Sanjuán.
—Comprenda, Delgado, que toda pista ha de seguirse… Ese crimen ha sacudido a toda la ciudad… Aunque resulte molesto, se ha de preguntar a mucha gente que luego será inocente del todo… espero que lo entienda.
—Lo entiendo perfectamente, claro que sí —dijo Delgado, cuyo rostro estaba lejos de reflejar tranquilidad. El criminólogo observó cómo la pierna izquierda del hombre se movía con rapidez mostrando un gran nerviosismo.
—Estamos seguros de que el asesino es un pervertido, ¿comprende? Alguien que goza al poseer a chicas jóvenes y someterlas a vejaciones sin cuento… Un degenerado, un monstruo sádico y muy peligroso al que le gusta hacer daño. Y tenemos que darnos prisa en coger a ese hijo de puta antes de que vuelva a actuar. —Sanjuán miró fijamente a Delgado cuando arrastró cada una de esas palabras.
—De verdad, no insista. Entiendo perfectamente lo que está queriendo decirme.
Delgado se alejó todo lo que pudo de Sanjuán, mientras su rostro se crispaba de ira. Felizmente para él, Mendiluce cruzó de nuevo la puerta con sus atildados ademanes de actor, seguido de la inspectora, que no había abandonado su semblante adusto mientras guardaba la foto en el bolso.
—Bien, señores —dijo Mendiluce con gesto serio, inevitablemente menos cordial que cuando entró en ese salón un rato antes—, espero haberles servido de ayuda… —El empresario se quedó un instante pensativo, y su semblante se transformó de nuevo, adquiriendo un tono irónico muy leve—. Sería un honor para mí que mañana me acompañaran a una fiesta que doy en mi humilde pazo con motivo de una exposición que voy a ofrecer la semana entrante… Vendrá mucha gente del arte, y quizá ustedes encontrarán interesante asistir, dada la naturaleza de su investigación… Una exposición fascinante, verán. Un montón de artistas muy jóvenes y muy cotizados…
Valentina no pudo menos de admirar a ese hombre: era un lince. Su capacidad de reponerse, su ansia de control de toda situación no parecía tener límite. ¿Cómo podía tener tanta jeta como para invitarlos a una fiesta?
—Bien… —dudó—, la verdad es que…
—Desde luego, estaremos encantados —la rescató Sanjuán con rapidez—. Gracias por invitarnos. Será un verdadero placer…
—Excelente —dijo de nuevo con su mejor sonrisa Mendiluce—. A las diez de la noche, por favor. Vestido elegante pero informal, ya me entienden…
Mendiluce recorrió todos los pasos del caminar de Valentina con sus ojos, y no pudo menos de repasar sus gruesos labios con la húmeda punta de la lengua. Menuda hembra. Una pena que fuese policía. Aunque una policía podía tener su morbo también… Cuando escuchó el sonido del portón al cerrarse, Mendiluce fue hasta el bar y cogió una botella de Chivas Regal de doce años. Se sirvió dos dedos y se bebió el suave líquido del color del ámbar de un solo trago, a pelo. A continuación encaró con absoluta frialdad a Delgado, que había sacado otro Ducados de la caja.
—¡Joder, Sebastián! No habrás cometido alguna torpeza que yo no sepa… otra vez, ¿no? —Levantó entonces claramente la voz—: ¿Has dejado que alguien viera cosas que nunca nadie debió ver? ¡No me jodas, coño!
Delgado suspiró profundamente y lanzó una bocanada de humo al suelo. Por una vez, no era capaz de sostener la mirada de su jefe.
* * *
—¿Qué te ha parecido nuestro amigo? —preguntó Valentina.
—Que tiene una mansión impresionante. Un palacio. Menudas vistas. Y menudo jardín. Parece una casa de la Toscana.
—Sí, el mítico jardín donde parece ser está enterrada la mujer. —Valentina sonreía mientras bajaban la pequeña cuesta hacia el coche, que habían aparcado a unos metros de la casa—. Me refiero a él —insistió de nuevo—. ¿Qué te ha parecido?
—¿Qué me ha parecido? —Sanjuán permaneció unos segundos callado—. Es alguien complejo, capaz por una parte de cualquier cosa para conseguir lo que quiere, y por otra de mantener una fachada de respetabilidad, empleando una combinación al alcance de pocos: persuasión, placeres y… miedo. En suma, un león hambriento disfrazado de Silvio Berlusconi.
Valentina observó que las facciones de Javier Sanjuán permanecían totalmente serias mientras decía la última frase.
—Joder, qué buena descripción, Sanj… —Valentina logró rectificar a tiempo—. Javier… Aunque a mí me ha recordado más a Vittorio Gassman… Mendiluce es un hombre atractivo… no creo que le gustase mucho la comparación con Berlusconi y sus operaciones de estética… —Valentina a duras penas podía contener la risa—. Eso sí, tienes razón: en esa casa se puede oler el peligro a kilómetros. Ahora lo más urgente es averiguar si Delgado nos ha dicho la verdad. He quedado ahora con Bodelón y López… Voy a darles la foto de Delgado. Quiero que investiguen inmediatamente en el edificio de Lidia. Que pregunten a los padres y a todos los vecinos de nuevo, en particular a la mujer que habló con Bodelón. Si Delgado nos ha engañado, voy a hacerlo picadillo.