[capítulo 36]: Un asesino en serie

Cuando sonó el teléfono, Valentina estaba sentada encima de su cama, leyendo mientras escuchaba La Boheme que le había prestado Helena, con los cascos puestos. Necesitaba un rato de tranquilidad en su cuarto. Necesitaba descansar el cerebro, tomar algo de distancia con la investigación, que empezaba a obsesionar todas las células de su cuerpo. Valentina era adicta a leer novelas policíacas. Y aquella noche tocaba un libro de Peter James que había comprado en una escapada furtiva a la FNAC. Una muerte sencilla. La muerte de Lidia podía ser cualquier cosa, pero el adjetivo que la definía no era «sencilla» precisamente. Dios, qué fáciles parecían las investigaciones en los libros. Y todas se solucionaban al final, como era menester. Si las reales fuesen así, todo resultaría, en efecto, mucho más sencillo.

Dejó un momento el libro y volvió a pensar en Sanjuán. Tenía que reconocerlo: todavía no le había llamado porque estaba molesta con el modo en que había acabado la conferencia del día anterior, cuando pasó de ella y se perdió con esa admiradora, o lo que fuera, que era claramente una mujer muy atractiva. Ese reconocimiento, sin embargo, le llevó a pensar que lo que había averiguado durante el día era realmente importante, y que si quería que lo ayudara Sanjuán en la investigación tenía que dejar a un lado sus decepciones personales y demostrar que su trabajo tenía absoluta prioridad.

Además, estaba el asunto de su hipótesis, esa idea que le había traspasado como un rayo cuando conducía: ¿podía ser todo ese escenario una forma de desviar la atención de la policía? ¿Podían ser Mendiluce o Delgado autores de esa muerte y haberla disfrazado como la obra de un loco o un sádico? Pero por otra parte… ¿Por qué hacer algo tan rebuscado? Con hacer desaparecer el cuerpo, todo listo. Valentina resopló. Comprendía que necesitaba a Sanjuán para discutir esa idea; pero justamente, cuando se disponía a levantarse para llamarlo, escuchó el tono de CSI Las Vegas que tenía asignado al teléfono del criminólogo. ¿Qué hacía Sanjuán llamándola a las once de la noche? Se levantó rápidamente a coger el móvil, notando con cierta incomodidad que se ponía nerviosa. Demasiado.

—Dime, Sanjuán.

—Buenas noches. ¿Estabas durmiendo? ¿Te molesto?

—Por supuesto que no. Son las once de la noche. Estaba leyendo. —Por el momento Valentina no quiso desvelar que ella había estado a punto de llamarlo. Lo dejó hablar.

—¿Leyendo? Vaya, lo siento, pero lamento interrumpir tu lectura. Necesito verte ahora mismo.

Valentina frunció el ceño.

—¿Ha pasado algo? Tiene que ser muy fuerte para arrancarme de mi cama en este momento, Sanjuán. Estoy en pijama. Estoy agotada. Llevo un día de aúpa.

—¿Sí? ¿Ha sido un día interesante…? Pensaba que querías mantenerme al tanto de la investigación… Pero bien… —Sanjuán esperó un par de segundos, pero como vio que Valentina no decía nada, decidió continuar sin mostrar en su tono de voz que estaba algo contrariado—. Sí, ha pasado algo muy interesante. Es algo tan importante que necesito que vengas ahora mismo a verlo. No puedo esperar a mañana. Algo sobre el crimen de Lidia Naveira. No vas a creerlo cuando lo sepas.

—¿Dónde estás?

—En este momento, en mi habitación del Meliá.

—Voy ahora mismo. Lo que tarde en vestirme y llegar hasta ahí.

—Perfecto. Te espero en la cafetería.

* * *

Sue había reservado una mesa en la ventana del Cagney’s Restaurant. Quedaba muy cerca de su casa y era un lugar que a Jaime siempre le había gustado mucho. Era un lugar pintoresco y acogedor, un homenaje a las películas y a los actores de cine negro, que presentaba una atmósfera especial, aunque en realidad la comida no fuese nada del otro mundo. Sin embargo, estaba siempre lleno de gente y había que reservar con antelación. Sue era amiga del dueño, y para ella una simple llamada era una mesa sin más.

No hacía tanto calor aún como para cenar en la terraza, así que se sentaron dentro, a la luz de una vela que se derretía en un vaso. Ella estaba realmente preciosa: se había puesto un vestido verde esmeralda que realzaba la piel lechosa y el color de los ojos felinos. Un collar de coral contrastaba con la palidez y hacía juego con los labios y la cuidada manicura rojo fuego. Anido se había fijado en las miradas de los otros comensales hacia ella cuando entró, contoneándose con aquella elegancia tan especial que la convertía en un personaje de cine negro muy a tono con el sitio.

El camarero les aseguró que el kebab, las hamburguesas y el pollo llegarían en poco tiempo. Mientras, tomarían una botella de Chianti y unos entrantes. Anido miraba el teléfono que había colocado sobre la mesa, por si al criminólogo le daba por mandarle algún mensaje o hacer una llamada. Estaba muy preocupado por aquellos anónimos tan agresivos, tan extraños.

—Jaime. Deja de preocuparte. —Sue le acarició la mano por encima de la mesa—. Vamos a pasar una buena noche. Olvida los anónimos y todo ese asunto tan sórdido…

—¿Se me nota tanto que estoy preocupado? —Anido sonrió con tristeza. El camarero llegó con la botella de Chianti y las copas.

—Se te nota a millas que estás mal. Tienes que animarte. Mañana va a ser un día muy especial y no quiero que te sientas hundido. Ha llegado el momento de pasarlo bien, de disfrutar. Venga. Brindemos.

—Brindemos, Sue. Por la fiesta de mañana.

—Por la fiesta y por todos nosotros, Jaime. Porque nos vaya bien la vida. Por el triunfo. Y sobre todo, por el amor… —y le dedicó una expresión que Anido conocía muy bien: la que presagiaba placeres inconfesables.

* * *

Tres cuartos de hora más tarde, Valentina entraba en la recepción del hotel buscando el bar. Se había puesto, a toda prisa, su cazadora de cuero, unos vaqueros raídos y una camiseta, y recogido el pelo en una coleta alta de la que se escapaban unos rebeldes mechones oscuros que le incomodaban todo el rato. Decidió demostrar a Sanjuán que no se había molestado en arreglarse para él. Ni una gota de maquillaje.

Allí estaba Javier Sanjuán, sentado delante de lo que parecía un gin-tonic. Estaba absorto mirando unos folios que tenía encima de la mesa. Valentina suspiró para coger fuerzas; estaba claro que ella sentía algo especial en presencia de ese hombre, y eso la irritaba: le hacía perder el control. Qué estupidez. Menuda semana. El día en el que se le ocurrió pedirle consejo a aquel criminólogo los astros debían de estar situados en alguna configuración «peculiar», por decir algo. Se sentó enfrente de él, dejando el bolso y el casco de la moto en el asiento de al lado. Lo miró fijamente. Al fin él levantó la vista.

—¡Ah! Qué bien. Ya has llegado. ¿Quieres tomar algo? Aquí los gin-tonics están buenísimos. Les ponen pepino.

—Prefiero algo más suave. Una cerveza. Luego tengo que conducir la moto hasta casa.

—¿La moto? —Sanjuán ladeó la cabeza con sorpresa y miró el casco apoyado en la silla, pero no dijo nada al respecto—. Bien, no te levantes. Ya te la pido yo. ¿Caña o botellín?

—Pídeme una caña. Y un café solo americano, por favor.

Sanjuán fue hasta la barra a pedir la cerveza y el café, al tiempo que pensaba que aquella chica era endiabladamente atractiva vestida con cualquier cosa. Hasta con una simple camiseta y unos jeans. Cuando volvió, Valentina estaba intentando mirar el contenido de los folios que estaban encima de la mesa, incorporándose de la silla sin disimulo.

—Inspectora, no seas impaciente. Todo a su tiempo.

—Dime, Sanjuán. ¿Qué es ese «algo» tan importante que no puede esperar a mañana? Venga, suéltalo. —Valentina había hecho un esfuerzo para que su voz sonara cordial y que no revelara que se había sentido herida tras lo de la conferencia.

—Todo lo bueno se hace esperar, Valentina. —Sanjuán parecía estar pasándoselo en grande. Tapó los folios con la carpeta mientras sonreía con expresión de júbilo en los ojos. El camarero llevó la cerveza y el café, que ella se tomó de un trago, sin ni siquiera echarle azúcar. Cuando se fue el camarero, Sanjuán se puso las gafas y empezó a desplegar las fotografías.

—La recepcionista ha sido muy amable a la hora de prestarme la impresora. Si esto sigue así, tendré que ir a comprarme una. Ven, siéntate a mi lado. ¿Cómo tienes el ánimo a estas horas?

—¿A ti que te parece, Sanjuán? —Valentina bebió un trago de cerveza fría para quitarse el sabor amargo del café y se cambió de sitio—. Estoy sin cenar. Me has levantado casi de la cama. Tengo un sueño que me muero. ¿Algo más?

—Ya verás, verás como ha valido la pena el esfuerzo. —Desplegó los folios frente a la inspectora, uno a uno, con lentitud. Las fotos de la escena del crimen de Patricia Janz aparecieron ante sus ojos asombrados. Unos segundos después, una boquiabierta y descompuesta Valentina miró a Javier Sanjuán con expresión anonadada.

—¿Qué es esto, Sanjuán? ¿De dónde has sacado estas fotografías?

—Te lo dije. Te dije que no podía esperar a mañana. ¿A que tenía razón?

* * *

El enorme jacuzzi del yate borboteaba silencioso, con un zumbido sordo apenas perceptible. Raquel, sin embargo, no disfrutaba mucho del baño. En aquel momento se encontraba bajo el agua, desnuda, con las manos atadas con unas esposas que le hacían daño. Sebastián la estaba obligando a hacerle una felación mientras estaba sumergida, costumbre que a ella le horrorizaba. Pero no se atrevía a protestar. Tampoco tenía muchas opciones: o se la chupaba o él la mantendría allí abajo con sus manos de hierro hasta que estuviese a punto de ahogarse. Ya se lo había hecho otra vez, el muy degenerado. Ella aguantaba la respiración y hacía lo que podía, que no era demasiado. Sin duda, a aquel hombre lo que le ponía de aquella situación era el control que ejercía sobre la vida y la muerte. O lo que fuera. A ella no le gustaba, era agobiante y claustrofóbico.

Sebastián le sacó la cabeza del agua con dureza, agarrada por el pelo, para que pudiese coger aire, y la miró a los ojos, que traslucían un intenso miedo a la muerte que no podía ni quería disimular. Detectar esa sensación lo puso todavía más caliente. La cogió de nuevo con ambas manos y volvió a sumergirla. Aquella chica era una bomba sexual. Tenía que aprender a disfrutar un poco del mundo submarino…

* * *

—No entiendo nada. —Valentina negó con la cabeza, pensativa. Lo que había escuchado de Sanjuán la había sumido en el más absoluto desconcierto—. ¿Lo que quieres decirme es que ha habido un crimen en Inglaterra que presenta las mismas características que el de Lidia Naveira?

—En concreto, en Whitby. Un pueblecito del norte de Inglaterra —apostilló Sanjuán—. ¿Has leído Drácula?

—Lo leí hace mil años. He visto las películas, claro. Christopher Lee, Bela Lugosi…

—¿Recuerdas a la primera chica a la que Drácula vampiriza, Lucy Westenra? —siguió el criminólogo.

—Muy vagamente. Espera, sí… La película de Coppola. La pelirroja sensual…

—Esa misma. Bien. En el libro, para librarla de la «maldición», por decirlo así, le clavan la consiguiente estaca en el corazón, le cortan la cabeza y le llenan la boca con ajos. Igual que aquí. Mira.

Valentina observó con suma atención las fotografías y se quedó profundamente impresionada.

—Hasta le ha puesto colmillos. Es increíble… en realidad, es perverso y asqueroso —dijo la inspectora.

—No le falta ni el más mínimo detalle, ¿verdad? Está maquillada, lleva pestañas postizas, un vestido… el escenario, la recreación artística… ¿No te resulta familiar?

—Joder, Sanjuán… —dijo casi protestando, porque intuía que esa nueva perspectiva no encajaba con su hipótesis—. Entiendo… Se trata de dos escenas del crimen muy elaboradas y preparadas… Son dos recreaciones quieres decir, ¿no?

A continuación, sin esperar la respuesta de Sanjuán, preguntó:

—Por cierto… ¿Cómo te ha llegado esa información?

—Por el amigo de una periodista de La Gaceta de Galicia que está en Londres. La chica muerta parece ser que era conocida de él.

—¿Una periodista de La Gaceta? ¿Cómo se llama esa periodista?

—Lúa Castro. Acaba de entrevistarme esta misma tarde para un suplemento especial del domingo. Por eso me he enterado de todo esto.

—Ya. Lúa Castro. —Valentina hizo una mueca de disgusto—. Era previsible que Lúa Castro metiese las narices aquí también. Menuda pájara.

—A mí no me cayó mal. Parece una periodista de raza, de esas que ya no quedan.

—A mí me parece una periodista sin escrúpulos. —Ante la mirada extrañada de Sanjuán se explicó—. Ha intentado chantajearme con fotos de la escena del crimen de Lidia. Ella y su amigo Jaime Anido, el fotógrafo freelance. Quería cambiar las fotos por información.

—Anido, ese mismo. Anido es el que está en Londres precisamente. Se puso en contacto conmigo porque está bastante asustado. Parece ser que otra amiga suya ha recibido unos anónimos muy agresivos. Puede que escritos por el propio asesino…

—Estoy confusa. No sé adónde quieres llegar exactamente. ¿Crees que el asesino de Lidia es un imitador del asesino inglés?

—No. Lo que pienso de verdad es que hay un asesino en serie que actúa en ambos países, Valentina.

—Pero… ¿los asesinos en serie no suelen actuar dentro de un radio de acción determinado? Me refiero a que es extraño que vayan de país en país… y más siendo unos crímenes muy elaborados y complejos, como el de Lidia… no es algo muy normal, ¿no? Necesita tener un sitio aquí, una base donde planificar el secuestro, donde retenerla hasta que deja el cadáver…

—En efecto, es un caso muy atípico. Pero fíjate: la victimología es la misma, el modus operandi parece que también. Esa chica permaneció unos días desaparecida hasta que encontraron su cuerpo en un cementerio. Fue violada y estrangulada, como Lidia. Exactamente igual. Pero bueno, mejor será que veas con tus propios ojos las misivas de amenaza que me remitió Anido.

Sanjuán sacó de su carpeta los anónimos y, mientras Valentina los leía, le explicó la interpretación que había hecho de los acontecimientos.

—Si aceptamos que los anónimos los ha escrito el asesino, nos encontramos ante alguien profundamente lleno de ira. Alguien que se complace en meter miedo y en obtener lo que yo llamaría un «placer frío». Imagina ese miedo y eso le pone, por decirlo así. No es un loco, ni un psicótico. Ni un ángel vengador que se deja llevar por arrebatos de ira; es un vengador, sí, pero metódico e implacable. Esa venganza está supeditada a la expresión de su creatividad, al deseo de mostrar al mundo que es un artista genial. Si te fijas, los anónimos presentan frases copiadas literalmente del manifiesto que aquel asesino finlandés, Pekka Eric, había realizado en internet antes de matar a siete compañeros y a la directora de su instituto.

—Sí, recuerdo el caso. Un adolescente trastornado por completo que primero anunció la masacre en YouTube, ante la pasividad de todo el mundo.

—En efecto. Una especie de justiciero que despreciaba a la sociedad y decidió cambiarla a su modo y manera. Que nuestro asesino haya copiado esas frases da a entender que tiene un objetivo que nosotros no conocemos aún, pero un objetivo concreto al que quiere destruir. Pekka Eric, sin embargo, no cometió crímenes sexuales…

—No, simplemente se dedicó a ajusticiar a críos de su edad, es cierto —dijo Valentina.

—Bien. Pero nuestro amigo no es de esos. Es mucho más refinado. En el fondo, lo que quiere es disfrazar sus pulsiones perversas mediante una especie de justificación personal: si mato a la escoria, estoy liberando al mundo de la basura. Fíjate en las expresiones: «Fuego en la carne» o «Morir de goce», por ejemplo. Es una persona muy violenta, pero muy controlada. Y ese control implica capacidad para seguir matando. Con Patricia Janz empezó su particular forma desquiciada de limpiar la humanidad… mediante el arte, su arte, ¿entiendes?

—«¡Cuidado, esnobs y degenerados, que el tiempo de rendir cuentas se acerca!». —Valentina leyó en alto—. En efecto, parece que se refiere a gente en concreto. Esnobs y degenerados. ¿De quién estará hablando en realidad?

—Yo diría que de gente rica, gente que vive una vida de lujo, o perversión. Gente que puede dedicarse a prácticas sexuales que él parece no aprobar, prácticas sadomasoquistas. Pero que curiosamente lleva el propio autor de los anónimos al extremo con los asesinatos… No sé. Espero que Anido me dé más información sobre este punto.

—Veo lo que sugieres, Sanjuán, y en principio entiendo que es algo que no podemos descartar… Sin embargo, hoy hemos averiguado algunas cosas que debes saber; iba a decírtelo cuando te adelantaste y me llamaste, que conste. —Valentina esbozó una media sonrisa para amortiguar el escaso interés que hasta el momento había mostrado en tenerle al día.

—¿De veras? —Sanjuán acusó el golpe de esa desconfianza, pero decidió que en esos momentos los sentimientos tenían que dejarse a un lado. Empezaba a comprender… Valentina estaba molesta—. ¿Qué habéis averiguado, entonces?

Valentina le contó su encuentro con Sonia, la becaria de Morgado, la aparición en escena de Sebastián Delgado, el valido de Mendiluce. También le relató los peculiares gustos sexuales de este y el poder que tenía, como ya les había anticipado Morgado. Le explicó que, a su juicio, el descubrimiento de que Lidia había sido vista con un hombre mayor podía constituir una pieza importante en el puzle final: ¿podía haber caído Lidia en la red de Mendiluce? Y si fuera así, ¿había sido Lidia una mujer que, a diferencia de las chicas rusas o albanesas que vivían aquí sin recursos, resultaba muy difícil de manejar?

—Entiendo… —dijo reflexivamente Sanjuán—. Lo que quieres decir es que Lidia podía haber amenazado a Delgado o Mendiluce con destapar su negocio inmoral al descubrirlo, asqueada, y siendo como era la hija de un hombre importante, piensas que se sintió a salvo de acciones de represalia… O quizá incluso peor, cuando empezó a temer por su vida, ya era demasiado tarde. ¿Es esta tu hipótesis, Valentina?

—En efecto, Sanjuán —dijo Valentina—. Además, en Coruña no tenemos constancia de ningún anónimo…

—Eso es cierto… por ahora, claro. Pero entonces ¿por qué matarla de ese modo tan artístico…? ¿Por qué tomarse esas molestias…? —Sanjuán no esperó a que la inspectora le respondiera—. ¡Ah…! Ya veo… ¿Piensas que se trata de una muerte escenificada para despistar, para echar la culpa a un sádico psicópata?

—Así es, Sanjuán. —Y Valentina no pudo menos de asombrarse de nuevo de la capacidad de Sanjuán para leerle la mente sin esfuerzo alguno—. Sin embargo, es cierto que esto que apuntas ahora supone un nuevo enfoque.

—¡Y tanto! Si es una escenificación, ¿cómo explicas los parecidos asombrosos con el crimen de Inglaterra, cometido meses antes?

—Bien, Sanjuán. —Valentina no quería discutir, pero entendía que seguía a su instinto al defender su postura—. Es posible que los crímenes sean parecidos… Pero aun así, también es posible que no los haya realizado la misma mano… ¿Puede ser que Mendiluce supiera con anterioridad del crimen de Inglaterra y pretendiera hacer creer que hay un asesino en serie suelto? Mendiluce viaja mucho, tiene muchas fuentes. —Fue una inspiración que tuvo, y lo dijo sin más.

Sanjuán dio su parecer de manera clara y directa.

—Valentina, no lo creo en absoluto: el modus operandi y la firma del asesino son los mismos. Dos reproducciones artísticas, dos jóvenes del sexo femenino… Es verdad que Mendiluce es un erudito y mecenas, y probablemente traficante de arte, pero creo que realizar un crimen así, imitando uno anterior para despistarnos, es un trabajo excesivo, y además, un riesgo, algo que no se comprende porque él podría haber hecho desaparecer a Lidia, en el mar, por ejemplo, lo cual le liberaba de muchos problemas futuros. No hay cadáver, no hay nada que investigar… ¿no te parece?

Valentina no podía sino reconocer ese hecho, sin embargo, su respuesta dejó una puerta abierta para ambos, y se sintió feliz de decirlo.

—Sí, Sanjuán, lo que dices tiene su lógica. Está claro que tenemos que considerar la hipótesis de un asesino en serie pero, créeme, hay algo siniestro en Mendiluce. Y tengo la corazonada de que Delgado cortejó y, de algún modo, hizo daño a Lidia cuando esta no le siguió la corriente. Si averiguamos que el novio de Lidia era Delgado, no voy a soltar esa presa —dijo con firmeza.

—Está bien, lo entiendo, Valentina. Por otra parte —reflexionó en voz alta Sanjuán—, si Lidia estaba metida en asuntos sexualmente turbios, esto podría explicar por qué fue elegida como víctima… por «mi» asesino en serie, si este existe… ¿no te parece?

Valentina no contestó. Estaba todavía inmersa en todo lo que habían hablado. Sanjuán se dio cuenta y prosiguió desgranando ideas.

—¿Qué es lo próximo que tendríamos que hacer, entonces? —Y lo dijo buscando la complicidad en la mirada de Valentina, un gesto que ella interpretó como un modo de renovar su alianza, algo que la hizo feliz. Se sentía algo mal en el fondo. Le había pedido ayuda y él estaba siendo tan amable…

—Por lo pronto, Sanjuán, se me ocurre que mañana tenemos una cita con Mendiluce, y creo que va a resultarnos un encuentro muy esclarecedor…

* * *

—El hijo de puta. Ha quitado la pasarela. ¡Será cabrón!

Raquel permanecía descalza sobre el puente, con las sandalias en la mano. Tenía mucho frío. Estaba mareada. Quería irse de allí cuanto antes. Se miró el brazo, lleno de moratones.

—¿Y ahora cómo hago para salir de aquí? —dijo entre dientes.

Raquel buscó con la vista una forma de salir del yate, pero estaba totalmente atrapada.

Sebastián Delgado salió a cubierta vestido solo con los amplios boxers azul marino de Ralph Lauren.

—¿Adónde diablos crees que vas, Raquel? No me toques los huevos. Tú te quedas aquí hasta mañana. Te llevo yo a casa y punto. ¿Qué te pasa ahora? No me jodas con el rollo de que no te gustó lo que hicimos.

—Vete a tomar por el culo, Sebastián. Déjame en paz. Quiero irme a dormir a mi casa, si no te importa. Así que haz el favor de poner la escalerilla y dejarme marchar.

—No me sale de los huevos que te vayas ahora. Ven aquí. Pedro me ha dejado el yate para toda la noche y vamos a aprovecharla. Joder, ¡que vengas de una vez!

Sebastián se acercó a Raquel y la agarró por el brazo con fuerza brutal. Ella notó cómo cerraba los dedos en torno a sus magulladuras y se quejó abiertamente, soltando las sandalias, que cayeron sobre la madera brillante y pulida.

—No sé qué palabra no has entendido de «quiero marcharme a mi casa», Sebastián.

Él intentó besarla de nuevo, agarrándole la cabeza e inmovilizándola. A duras penas Raquel apartó la cara pero no fue capaz de liberarse del abrazo. Intentó pegarle un codazo en el vientre, pero Delgado ni siquiera lo notó. La agarró de las manos. A él le excitaba verla debatirse en vano. Era como una gacela en las garras de un león.

—Eres una gata salvaje, Raquel. Me encanta que te resistas. Me pone todavía más cachondo, ya lo sabes. Y no, no te vas a ir a tu casa aún. Yo tengo ganas de más. Tenemos toda la noche por delante, así que déjate de estupideces. —Delgado la besó, primero de forma muy suave, luego brutalmente, mordiéndole los labios. Luego susurró—: Ahora no te hagas la estrecha, Raquelita, que nos conocemos bien… —Cuando notó que Raquel se estremecía, excitada, la mueca de lobo regresó a su rostro de nuevo.

Sebastián cogió la mano de ella y la llevó a su recién estrenada erección.

* * *

Cuando Sanjuán acompañó a la inspectora a la puerta del hotel, Valentina se paró un momento y le confió una última idea.

—Me preocupa que Lúa Castro acceda a toda esa información. Anido se la va a soplar, seguro. Es una chica muy avispada. No me apetece tener a la prensa encima, provocando el pánico al anunciar que hay un asesino en serie muy peligroso operando en la ciudad. Bastante tenemos ya…

—Eso no es algo que esté en tu mano evitar, Valentina. No se puede tener todo controlado, y menos a la prensa. Tendrás que mentalizarte, sobre todo porque Lúa Castro es íntima de Jaime Anido… que dispondrá de sus noticias como quiera…

—¿Íntima? Es poco. Son novios, Javier. Parecen dos pegatinas inseparables.

—Novios o no, Anido está ahora en Londres y seguro que está metido en un buen lío. Ese fotógrafo parece buena persona. Un poco inconsciente quizá. Él no parece darse cuenta de dónde se está metiendo. Pero bueno. Ya le advertí de que esos anónimos parecen ir muy en serio. No son una broma.

—Sí… desde luego. —Valentina mantuvo la mirada de Sanjuán durante unos segundos. En realidad, no le apetecía demasiado volver a casa. Pero no se atrevió a decir nada. No tenía ganas de meterse en un jardín.

—¿Es esa tu moto? No sabía que te gustaran las motos… Si te soy sincero, es preciosa —dijo Sanjuán.

—Sí, es esa. Una Yamaha Virago del 98, tampoco es gran cosa… la compré de segunda mano. Además —Valentina se encogió de hombros en su gesto característico—, en Coruña no siempre hace buen tiempo, así que cuando lo tenemos hay que aprovechar… En fin… —Valentina no quería irse, y no lo disimulaba, ni quería hacerlo, pero Sanjuán no demostraba ningún interés aparente, y ella tampoco se vio con valor de decir nada—. ¿Hasta mañana entonces? —Sanjuán asintió. Se había quedado en silencio, mirándola. Valentina se sintió incómoda por la mirada tan escrutadora que parecía analizarla hasta el fondo de su ser—. ¿Te recojo a… las nueve y media, por ejemplo?

—De acuerdo. A las nueve y media. Inspectora, usted siempre tan interesada en que me levante temprano… —Sanjuán ladeó la cabeza, sonrió y se acercó a Valentina. Luego se lo pensó mejor y decidió despedirse con un tímido gesto de la mano y su sonrisa de gato de Cheshire dejó ver un fugaz hoyuelo. Luego se metió de nuevo en el hotel, con rapidez.

Valentina montó en la Virago, algo decepcionada. Pero decidió acostumbrarse. Tenía que hacerse a la idea de que con aquel hombre la palabra «decepción» y la palabra «sorpresa» iban de la mano. Acudió a su mente la imagen de Patricia Janz. Un escalofrío helado la recorrió de arriba abajo. ¿Y si era verdad y un trastornado, un asesino en serie, estaba matando chicas y recreando obras de arte con sus cadáveres? Todo aquello era demasiado complejo… Se puso el casco. Encendió la moto con estruendo y se dirigió a su casa por el paseo marítimo. A lo mejor el frío de la brisa nocturna la ayudaba un poco a espantar aquellos pensamientos tan sombríos.