Jueves, 10 de junio
Los empleados del Meliá les cedieron sin problema una de las salas de reuniones para hacer la entrevista. Lúa miraba a su becario con asombro: estaba como alelado. Parecía el fan de una estrella de Operación Triunfo. De repente, el gafapasta se había convertido en una especie de perro pastor de ojos rendidos de admiración. Lúa se preguntaba muchas veces cómo podían aquellos chicos ser capaces de terminar la carrera de periodismo y el máster si en realidad aún no habían salido de la adolescencia. Pero bueno, gracias a él le iba a salir una entrevista bastante decente. Jordi era el típico apasionado de los programas de televisión sobre crímenes y misterio. Así que tener a uno de sus ídolos de la pequeña pantalla delante de las narices le estaba afectando seriamente. Era comprensible.
Lúa sacó el móvil, para grabar, y el cuaderno Moleskine y los puso encima de la mesa. Después harían la sesión de fotos en el paseo marítimo. Pero por lo pronto tenía a Sanjuán repantingado en un sillón, mirándola con aquellos sorprendentes ojos castaños, inquisitivos y lánguidos al mismo tiempo.
—Bien. Empezamos. —Lúa encendió la grabadora y comenzó con la batería de preguntas. Dejaría para el final el asunto más importante: el asesinato de Lidia Naveira.
* * *
Raquel miró por la ventana. Afortunadamente seguía el buen tiempo. No había ni una nube, aunque el fresco de la noche la obligaba a llevar una chaqueta y un fular, para no coger frío. Cogió el bolso de mano y se puso las altísimas sandalias romanas de tacón. Miró su Cartier: ya era casi la hora. A él le gustaba mucho la puntualidad. Raquel sabía que no soportaba a las mujeres que hacían esperar a los hombres mientras se arreglaban. Y ella no tenía el más mínimo interés en enfadarle. Notó la incomodidad de su ropa interior, el tanga negro de puntillas, que no era precisamente como una braga de algodón. Pero era muy erótico. A él le gustaba mucho que usara tanga y liguero cuando salían de noche. Le gustaba también exhibirla por antros oscuros e incluso llevarla a casas de intercambio. Eso la volvía totalmente loca. Solo de pensar en ello podría mojarse. A ver qué tenía esa vez dispuesto para ella. Solo le había dicho que habría champán y ostras. Suficiente para ponerse su ropa interior más sugerente. Salió de casa y cerró la puerta con llave. Conectó la alarma y bajó en el ascensor. Cuando llegó al portal, el Mercedes CLC Sport Coupé negro ya estaba allí fuera, esperando, con las luces de intermitencia encendidas. Justo a tiempo.
Raquel subió al coche, las medias de cristal brillaban en la oscuridad. Él la besó en la boca, mordiéndole los labios. La miró de arriba abajo con ojos brillantes de lascivia y arrancó el vehículo. Durante un buen rato el hombre condujo en silencio. Raquel vio que se dirigían hacia la oscuridad del castillo de San Antón.
—¿Adónde me llevas esta noche? Tengo mucha curiosidad… —El mohín coqueto de Raquel resultó sobreactuado hasta para ella, pero él no pareció apreciarlo. Estaba demasiado pendiente del escote: se dio cuenta de que ella no llevaba sujetador.
—Hoy toca noche en el mar, Raquel. —La mano de él se posó en la pierna y empezó a subir sin recato alguno hasta llegar a las puntillas del liguero, y aún más arriba. Dirigió el Mercedes hacia el puerto deportivo—. Tenemos el yate para nosotros. Bueno, para nosotros… y para quien queramos llamar… ¿no te parece, querida?
Raquel abrió sus piernas de forma casi inconsciente al notar el contacto. Estaba ya totalmente excitada. Aquel hombre no tenía más que mirarla para dejarla a su merced. Y encima, el perfume que usaba la volvía totalmente loca. La mano estaba ya apartando la fina tira del tanga cuando la voz grave y bien timbrada le ordenó que se desnudara.
—¿Aquí? —Raquel elevó el tono de voz—. Pueden vernos. ¡No estamos lejos del centro de la ciudad! Y aún hay mucho tráfico como para… —Miró por la ventanilla. Aún no había anochecido del todo. No muy lejos estaba la torre de control marítimo. Vio a una pareja muy animada que se dirigía al Náutico, posiblemente a cenar.
—He dicho que te desnudes, Raquel. Y no te lo voy a repetir. —La voz se hizo, de repente, violenta, muy dura. Ella notó que aquel juego la ponía todavía más caliente—. No tiene por qué verte nadie. Vamos por la parte de atrás del paseo.
Se bajó la cremallera del vestido y se lo quitó por encima de la cabeza. Los pechos quedaron al aire, solo cubiertos por el grueso collar de cuentas negras y blancas que se había puesto.
—Ni se te ocurra taparte las tetas, Raquel, y no cruces los brazos. No te vayas a comportar ahora como una monja recatada, no te pega. Si alguien te ve así, mejor para él. Ahora, pon tu mano sobre mi polla y hazme una paja en condiciones. Así, muy bien. Eres una verdadera zorra, lo sabes, ¿verdad? Con la otra mano quiero ver cómo te tocas los pezones. Mastúrbate. No te preocupes: hasta que no termines no vamos a ir al barco. Tenemos toda la noche por delante… Y hazlo bien. O doy la vuelta y conduzco hacia el centro de nuevo… —La sonrisa lobuna de Sebastián Delgado destacó en la oscuridad.
* * *
Lúa llevaba ya más de una hora hablando con Javier Sanjuán. Al final, ella también había acabado sucumbiendo al encanto del criminólogo. Le había sorprendido gratamente: era un hombre simpático y muy accesible. Eso sí, no paraba de hablar con aquella voz dulce de leve acento valenciano. Cuando cogía la hebra era misión imposible pararle o meter baza. Se notaba a leguas que era profesor de universidad y estaba acostumbrado a dar lecciones magistrales a sus alumnos. Gracias a Dios tenía la grabadora conectada y todo el monólogo sobre los asesinos seriales y la psicopatía estaba bien registrado en el móvil. Aprovechó una pausa que Sanjuán empleó para beber un poco de agua y se lanzó de lleno al meollo de la cuestión. El asesinato de Lidia.
—¿El asesinato de Lidia es obra de un psicópata? ¿Puede ser un asesino en serie?
—No hay datos suficientes para saber algo así. Para saber si es un psicópata tendríamos que tener más información. ¿Un asesino en serie? Tampoco tengo información sobre ese punto. Date cuenta de que no conozco muchos asesinatos en nuestro país con unas características similares a las de este. Un asesino en serie es un criminal que ha matado como mínimo a tres personas. Y este no es un crimen muy normal…
—Te refieres al cuerpo y el vestido, las flores, todo eso…
Sanjuán se dio cuenta al momento de que la periodista tenía información privilegiada. No habían trascendido demasiados detalles a la prensa de la escena del crimen. Tenía que andarse con ojo: era muy avispada aquella chica. Lo quería llevar al huerto, seguro.
—Me refiero precisamente a eso. Pero tampoco tengo mucha más información, Lúa. Lo siento. Más adelante, quizá. Pero ahora… es muy pronto aún…
—¿Se ha puesto la policía en contacto contigo para preguntarte? ¿No te han pedido asesoramiento?
—En cuanto a eso no puedo contarte nada. Tendrás que llamar tú a la policía y preguntarles a ellos…
Lúa sonrió de oreja a oreja. Los ojos verdes y líquidos chispearon un instante. «Eso es un “sí”, Sanjuán, eso es un “sí” de libro…», menuda hija de puta, la inspectora. «Seguro que está haciéndolo en secreto…», pensó.
—¿Tú crees que puede volver a matar, el asesino?
—Si te dijera que sí, no sería un criminólogo. Sería un adivino. En realidad, no tengo ni la más remota idea, Lúa Castro. La criminología trabaja con datos, con pruebas. Y en este momento no hay nada que afirme ni niegue este punto. Ya te lo he dicho: no tengo datos suficientes como para aventurar ningún tipo de hipótesis.
Lúa notó cómo Sanjuán bloqueaba el acercamiento que había conseguido durante la entrevista de una manera tajante. Ya no se fiaba de ella, estaba muy claro. Tenía que pensar por qué. Las preguntas habían sido inocentes y las típicas que se les solían hacer a los criminólogos. Sin duda, estaba implicado en la investigación, más de lo que quería confesar en la entrevista… Si no, ¿qué hacía en Coruña a esas alturas?
—¿Hemos terminado? ¿Hacemos ya las fotos? —Javier se levantó del sillón, con evidentes ganas de marcharse—. Me muero por fumarme un cigarrillo. No os importa, ¿verdad?
—Solo quiero pedirte un favor. Un amigo muy querido está en Londres. Parece que han matado a una conocida suya. La han asesinado, dice, de una manera horrenda. Y la policía está totalmente perdida con el caso. Me pregunta si podría hablar contigo sobre el tema…
—Por supuesto. Dale mi teléfono y que me llame. Eso sí, no prometo nada. Si la policía inglesa no tiene ni la más remota idea, imagínate yo, Lúa. Además, seguro que allí ya han consultado con criminólogos y perfiladores. Los ingleses en ese aspecto están mucho más modernizados que nosotros…
* * *
Jaime Anido salía de la ducha y se disponía a vestirse e ir a cenar con Sue cuando en su móvil sonó el doble pitido de un mensaje de texto. Era de Lúa. El teléfono de Sanjuán, decía. Era impresionante, aquella chica. Eso sí, ni un beso de despedida, ni nada. Estaba enfadada con él, se daba cuenta perfectamente. Al día siguiente la llamaría para ablandarla un poco. Pero en ese momento lo que tocaba era llamar a Sanjuán. Cogió su iPad y entró en el correo. Allí tenía toda la información del crimen que le había dado Geraint Evans, incluidas un par de fotografías policiales del cuerpo de Patricia. Llamó al número que le había dado Lúa. Sanjuán contestó casi al momento.
—Dígame.
—Hola. Buenas noches. ¿Javier Sanjuán?
—El mismo. ¿Eres Anido, el amigo de Lúa Castro que está en Londres?
—Sí, soy yo. Muchas gracias por acceder a prestarme ayuda. Tengo aquí algo que me gustaría que analizara. Han matado a una amiga muy querida. Un asesinato que parece ritual. Algo muy extraño. Y además, han aparecido una serie de anónimos amenazantes tras el crimen. Esos anónimos no han trascendido a la policía… pero no estaría de más que usted los viera. Están dirigidos hacia otra amiga, conocida de la chica asesinada.
—Te doy mi correo electrónico. Mándame todo lo que tengas. Los anónimos, la información del crimen de que dispongas… todo lo que tú veas que me pueda servir. ¿Quién lleva la investigación?
—El inspector jefe Geraint Evans, de la policía de Whitby, en el norte de Inglaterra. El asesinato no se cometió en Londres. Fue allí, aunque la chica era londinense, y los anónimos se dirigen hacia gente de aquí.
—Bien. Mañana te llamo y te cuento mi opinión sobre el asunto, ¿ok?
—Perfecto. Le mando todo lo que tengo aquí, que no es poco. Le agradezco horrores que sea tan amable, Sanjuán.
—Tutéame, haz el favor. Que no estamos en clase.
Un cuarto de hora después, mientras se tomaba una cerveza y unos cacahuetes, Sanjuán encendió el portátil y entró en el correo electrónico. Ya estaban allí los mensajes de Jaime Anido… cinco, ni más ni menos. Esperó a ver si aparecía alguno más. Aquella Lúa Castro era una chica muy espabilada y apuntaba muy alto a pesar de su juventud. Y seguro que a sus jefes les gustaba el descaro con que se desenvolvía en su profesión… aunque había un punto de codicia en ella que podía verse a leguas. Un punto desagradable, quizá. Ese aire de hiedra trepadora que la hacía a la vez interesante. El que era cómico era el fotógrafo becado. Ese sí que parecía el personaje de una serie de televisión de freaks… Sanjuán hizo doble clic sobre el primer correo cuando vio que no iba a aparecer ninguno más por el momento.
Se puso las gafas y comenzó a abrir los correos. El primero contenía una serie de enlaces a periódicos ingleses sobre el asesinato de Patricia Janz. Iba a llevarle un buen rato mirar uno a uno, así que dejaría para más adelante la lectura de los tabloides y periódicos.
El contenido del segundo consistía en los dos anónimos amenazantes que tanto preocupaban a Anido. Los leyó por encima. Luego volvería a ellos, con más calma. Cuando abrió el tercero, no dio crédito a lo que veían sus ojos: era una foto de la escena del crimen de aquella chica. Una imagen a todas luces tomada por la Policía Científica. En ella se podía ver el cuerpo de una chica joven, de cabello muy rubio y largo, que yacía sobre el césped recortado de un cementerio. Estaba vestida con una especie de sudario de color crema que dejaba ver la parte inferior de las piernas, la llamativa manicura roja de las uñas de los pies daba una nota de color al conjunto. Tenía las manos cruzadas sobre el pecho, de donde sobresalía el extremo de una estaca de madera de color marrón. La cabeza estaba separada del cuerpo unos quince centímetros, más o menos. Un poco más atrás, se podían ver lápidas aquí y allá, inclinadas sobre el suelo, medio derruidas.
Sanjuán bajó el botellín de cerveza y lo dejó sobre la mesilla, sin beber. Estaba atónito. Abrió otro correo: otra fotografía de la escena del crimen. Mostraba la cabeza decapitada de Patricia en detalle, ampliada. Estaba maquillada, con una especie de pasta teatral que la hacía todavía más pálida. Se podían ver las pestañas postizas, los largos y afilados colmillos, a todas luces falsos, de vampiro cinematográfico. De la boca roja y jugosa, maquillada con un color muy subido de tono, casi sanguíneo, sobresalían cabezas de ajos. Era, sin duda, la perfecta representación de una vampira liberada de su prisión inmortal. Una performance artística impactante, si no fuera por el detalle principal: Patricia Janz estaba muerta, totalmente exanguinada. Sanjuán recordó de pronto que parte del libro de Bram Stoker transcurría en la abadía de Whitby. ¡Lucy! La chica a la que Drácula convierte en vampiro y que luego vaga por el cementerio de Highgate buscando presas para subsistir y vampirizar a su vez. Comprendió al momento que esas fotos mostraban una recreación de la muerte de Lucy.
El último correo mostraba una fotografía del informe de la autopsia de la joven. Anido había fotografiado el informe original, en poder de la policía. Muy agudo, el tal Anido. Patricia Janz. Diecisiete años. Siguió leyendo con rapidez hasta llegar a la causa de la muerte: estrangulación manual.
El cuerpo había sido conservado en un lugar frío, posiblemente un congelador. Había sido violada y torturada de manera salvaje. El listado de sugilaciones, laceraciones y equimosis que presentaba el cuerpo era interminable. La decapitación y la estaca habían sido actos postmortem, ya que las heridas no mostraban ninguna reacción vital.
El informe detallaba que no se encontraron muestras de ADN del asesino. No se encontró absolutamente nada. El asesino había sido un hombre muy cuidadoso.
Sanjuán se puso manos a la obra; se descalzó, apuró la cerveza, encendió un cigarrillo y se puso a leer atentamente los dos anónimos.
«Si deseáis el fuego en la carne para morir de goce, entonces yo seré vuestro más ferviente siervo y haré realidad vuestros deseos más ocultos… ¡Cuidado, esnobs y degenerados, que el tiempo de rendir cuentas se acerca!».
Sanjuán sabía que las palabras reflejan muchas cosas acerca de las personas que las escriben. No solo es importante lo que dicen, sino cómo lo dicen. Si alguien escribe textos suficientemente largos, es posible perfilar rasgos importantes del autor, tales como su nivel cultural, sus lecturas favoritas, su equilibrio emocional o patologías mentales, e incluso, en ocasiones, su lugar de nacimiento, su residencia o su profesión. Por desgracia, ambas misivas eran lamentablemente breves. Acostumbrado a trabajar siempre con material escaso, Sanjuán no se desanimó y aplicó su mente con determinación.
—Veamos, ¿qué tenemos aquí? —Hablaba consigo mismo mientras activaba su grabadora digital, una costumbre que le resultaba muy útil para ir refinando sus hipótesis y conclusiones—. Por de pronto, está claro que el autor considera a los destinatarios como seres despreciables… «esnobs y degenerados», hum… ¿Por qué? Veamos: «degenerado» es obvio que se refiere a costumbres o prácticas reprobables, y eso casi siempre quiere decir sexo… Y en concreto ¿qué no te gusta de esos degenerados, amiguito…? Parece que lo que te saca de quicio es que ellos desean «el fuego en la carne para morir de goce»… Ya veo, ¿y qué placer es ese de sentir «fuego en la carne»? Bien, durante siglos se torturaba a la gente aplicándole hierros candentes sobre la piel… herejes, brujas, endemoniados… ¿Es eso lo que hacen, se torturan…?
Sanjuán abrió los ojos… una idea acudió a su mente como un relámpago, y continuó hablando a solas en su habitación de hotel, preso de la excitación, teniendo como mudo interlocutor al autor de las amenazas.
—¡Claro! ¡Se torturan para darse placer! ¡Los amenazados se dedican a prácticas sadomasoquistas! Y, además, son gente fina, si no no los llamarías «esnobs», ¿verdad? Claro, te jode un montón que esos ricachos y beatiful people se dediquen a follarse a todo el mundo alcanzando límites insospechados… ¿Es eso, querido amigo? Bien… Sigamos, si te cabreas tanto, no entiendo por qué escribes «entonces yo seré vuestro más ferviente siervo y haré realidad vuestros deseos más ocultos». ¿Qué quieres, participar en la fiesta? —Sanjuán se levantó y se dio un golpe en la frente—. ¡No, claro que no…! Ahora eres irónico… estás diciendo que te convertirás en su siervo no para darles placer, sino para matarlos… ¿verdad? Tal y como lo entiendes, el que goza sufriendo anhela en verdad el último de esos sufrimientos, que es la muerte. Al matarlos, cumples sus deseos más profundos… deseos que quizá no reconozcan, pero que sin duda tienen… Y tú, desde luego, no vas a tomarte la molestia de preguntarles si estás en lo cierto… Simplemente los matarás de un modo sádico, como ellos gozan… Por eso les adviertes de que «el tiempo de rendir cuentas se acerca».
Sanjuán se dirigió a la nevera y sacó otra cerveza. No había estado mal, pero él era el primero que dudaba de hasta qué punto esa información podía ser útil a la policía… a menos que la amiga de Anido, la receptora de esos mensajes, quisiera colaborar. Sentado de nuevo en su cómoda butaca, se dispuso a analizar el segundo mensaje:
«Si valoráis la vida entonces tened cuidado, pues tanta perversión se merece el castigo más refinado y la venganza más cruel… Es cierto que la especie humana está sobrevalorada, y vosotros sois la prueba de que la muerte de muchos apenas cuenta, y la de unos pocos es más bien un beneficio que los hipócritas nunca reconocerán».
Este segundo mensaje era más inequívoco: «esa perversión se merece la muerte», y Sanjuán no pudo menos que sentir una sensación de familiaridad con la expresión «la especie humana está sobrevalorada»… ¿Dónde diablos había leído eso antes? El criminólogo minimizó la bandeja del correo y abrió un archivo titulado «Asesinos múltiples». Dentro de este aparecían dos nuevas carpetas: una en la que ponía «asesinos en serie», y otra en la que estaba inscrito el título de «asesinos múltiples en un solo acto»; hizo click en esta última. Abrió un par de documentos, y en el tercero encontró lo que buscaba.
—Aquí estás, ¡te cacé!
Sanjuán leyó el documento, y rápidamente se hizo una composición de lugar: Pekka Eric, estudiante de dieciocho años de un instituto de Finlandia, que en noviembre de 2007 mató a siete estudiantes y a la directora del centro… Como suele ser habitual, un joven resentido y que odiaba a todo el mundo… Empezó a leer los textos que había dejado en la web antes de suicidarse, junto a fotos donde se le veía empuñando una pistola: «Soy un cínico existencialista, un humanista antihumano […]. Estoy preparado para luchar y morir por mi causa. Yo, como un selector natural, eliminaré a todos aquellos a quienes considere incapacitados, vergüenza de la raza humana […] Ya he tenido bastante. No quiero formar parte de esta mierda de sociedad…». Y sí, ¡ahí estaba! La frase: «La humanidad está sobrevalorada».
Sanjuán siguió hablando para su grabadora.
—¿Tú también eres un «selector natural»? Pues claro, por eso dices que «la muerte de muchos apenas cuenta, y la de unos pocos es más bien un beneficio que los hipócritas nunca reconocerán». Cuando matas acabas con la escoria, ¿verdad? ¿Y qué más escoria que los esnobs pervertidos que se dedican al goce máximo de los sentidos, gente podrida de dinero que mira a los demás por encima del hombro cuando no son sino unos degenerados…? Sin embargo, tú no eres un asesino que mata a muchos y luego se suicida… no, claro que no, tú eres más inteligente… ¡Eres un asesino en serie! Entonces, ¿has matado antes o este es el primer crimen de tu serie?
De pronto Sanjuán sintió un escalofrío. Lucy… la heroína de una obra literaria, Drácula. Vaga por el cementerio de Highgate buscando sangre fresca… ¡Y de nuevo Highgate… el cementerio londinense en donde estaba enterrada Elizabeth Siddal, la modelo de Ofelia…! Acababa de leerlo el día anterior, mientras estudiaba el simbolismo del cuadro de Millais. Siddal, la modelo prerrafaelita que había muerto tras una sobredosis de láudano… la que había posado para que Millais compusiera su Ofelia. ¡Aquello no podía ser una mera casualidad!
—¡Serás cabrón! —musitó, indignado, el criminólogo—. ¡¿También has matado a Lidia?! ¡¿Otra representación de una obra de arte?!
Sanjuán lo comprendió súbitamente. La muerte de Patricia fue anterior a la de Lidia, y ambos crímenes ejemplificaban obras artísticas, primero una novela, después un cuadro… Con avidez releyó la autopsia de Lidia: también torturada y violada… Mismo modus operandi, misma victimología.
Sin embargo, en su cabeza surgió la duda.
—Pero ¿qué has ido a hacer a La Coruña? ¿No estabas en Inglaterra? ¿Habrás sido tan hijo de puta como para viajar a España para volver a matar? —Sanjuán sabía que los asesinos en serie suelen matar en entornos próximos, aun cuando la gente crea que son muy viajeros… Bien al contrario, la mayoría de ellos buscaban a sus víctimas en su llamado «mapa mental», es decir, en los lugares asociados con sus rutinas de ocio y de trabajo, teniendo como base de operaciones su casa o su empleo. Sin embargo, estaba claro que ese sujeto, si realmente era el mismo asesino, había sido la excepción a la regla.
Además, había otras malas noticias. Ese sadismo, ese paroxismo en la tortura y violación revelaban un deseo brutal de poder y control, una necesidad sobrehumana de aniquilación de la víctima, primero haciéndole sentir un dolor y un terror inimaginables, y luego transformándola en una macabra recreación suya de una obra de arte. Así, las chicas acababan, mediante la transformación final, en un pasaje de un libro o de un cuadro, en una manifestación del espíritu del propio asesino: dejaban de ser ellas para convertirse en una obra de su mente pervertida. La posesión absoluta.
Sanjuán apagó su grabadora, cansado y excitado al mismo tiempo. Se asomó a la ventana y encendió un cigarrillo. Miró al horizonte, a la inmensidad del océano Atlántico, y se preguntó dónde estaría el asesino, si aquí o allí. Pensó que tendría que hablar de todo eso con Valentina Negro. No obstante, lo que hizo fue escribir a Anido:
Esos mensajes no son una broma. El que los hizo, muy probablemente, mató a Patricia Janz. La policía tiene que tomar cartas en el asunto. No te arriesgues a investigar por tu cuenta. Este caso podría tener otras ramificaciones que ahora no puedo detallarte. Tu amiga debe tomar precauciones. Quizá más adelante pueda ser más explícito. Saludos.
El criminólogo cerró el portátil y cogió el teléfono para llamar a la inspectora Negro.