[capítulo 32]: El poder de Mendiluce

Jueves, 10 de junio, puerto deportivo de La Coruña, 19:00 h

Los treinta y ocho metros de eslora de El cónsul del mar estaban amarrados en el flamante puerto deportivo, mecido por la suave cadencia del oleaje. A Pedro Mendiluce le gustaba muchas veces dormir en su yate, aunque estuviera anclado en puerto. Allí podía disfrutar de cierta privacidad a la hora de realizar actividades que no tenía ganas de que trascendieran, ni siquiera entre la gente de su confianza. A nadie le importaba con quién se acostaba, ni tampoco los negocios que tenía entre manos en ese momento. Su padre siempre le había dicho, desde niño «que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha». Y él procuraba seguir el adagio al pie de la letra. Por no hablar de la adicción que había desarrollado a mirar los dos cuadros, producto de un robo muy importante en un museo holandés, que estaban situados enfrente de su cama. Le encantaba dormir viendo la tenue iluminación de las dos pinturas, especialmente si a su lado, o mejor un poco más abajo, se encontraba alguna chica de las suyas muy dispuesta a complacerle. Las escogía muy hermosas, muy jóvenes y, fundamentalmente, muy ingenuas. Era su prototipo de mujer ideal. O más bien de mujeres ideales. Hacía tiempo que había llegado a un estado en el que tener a su disposición una sola chica le aburría. Después de aguantar a la intelectual de su esposa francesa acabó hasta el gorro de señoras listas. La cultura para los colegios y los curas. ¿Para qué quería él una tipa lista? Ya ponía él el cerebro. Ellas que pusieran lo demás. Dios había creado a la mujer para el disfrute de la belleza. Eran hermosas y complacientes. Y poco más se les podía pedir. Sus amigotes, esos que las buscaban, encima, licenciadas con cultura, no eran otra cosa que unos acomplejados en busca de una tocapelotas. Todo eso acudía a su cabeza mientras pedaleaba en la bicicleta estática del gimnasio. Los potentes altavoces atronaban con la música de Verdi. Simon Boccanegra a todo trapo. La versión de Piero Capuccilli. En unos días se iría a Madrid para verla en el Teatro Real y quería tenerla bien repasada. Sudaba profusamente, pero subió el nivel de resistencia según le indicaba el ordenador, para quemar grasa. Lo mejor de aquella máquina era que tenía una pantalla de televisión que incluía programas de paisajes que simulaban diferentes rutas. Había elegido subir el puerto del Naranco. No era precisamente una aventura deliciosa, con aquellas cuestas terribles del cuarenta y dos por ciento de inclinación, pero antes de la cena le iba bien hacer ejercicio. Y Verdi siempre ayudaba a subir cuestas, con aquella música llena de garra. No podía ganar peso, estaba en una edad muy complicada. Ni más ni menos que cincuenta años. Estaba fuerte como un toro, y así tendría que seguir. Le gustaban mucho los vicios fundamentales de la existencia: comer, fumar, beber y follar. Y para mantener el tipo tenía que cuidarse mucho. No tenía demasiadas ganas de recurrir a las pastillas azules. Ni de sufrir un infarto en lo mejor de su vida. Luego se daría una buena sauna…

Esa noche cenaría allí, precisamente con un amigo que acababa de llegar de Amberes. Le llevaba un saco de diamantes tallados de contrabando desde Liberia. A un precio fantástico. Así que Daniel se merecía una noche bien regada de Dom Pérignon y alguna chica especial de su gusto. A los amigos había que mimarlos, especialmente cuando se esforzaban tanto en proporcionarle buen producto desde fuera del país.

Llamó a su asistente para todo, Amaro. Amaro había sido amigo íntimo de su padre y estaba con él desde hacía años. Se encargaba de casi todo en el barco: cocinar, limpiar, vigilar… lo que hiciera falta. Un hombre de total confianza, de pocas palabras y con aspecto de aldeano, que albergaba una mente leal y bastante resolutiva. Había encargado una cena a base de ostras y percebes, y de segundo, steak tartar de solomillo de ternera de primera calidad. Solo de pensarlo le rugía el estómago. Le encantaba la textura de la carne cruda en su boca. Redobló los pedaleos hasta que apareció el asistente, vestido de negro, con un mandil de diseño. Estaba preparando la cena, se disculpó por la leve tardanza. Se secaba las manos, recién lavadas, con un trapo.

—Amaro, hazme un par de llamadas a quien tú ya sabes. Pídeme a tres chicas. Que estén dispuestas para las doce de la noche. De las más guapas. Quiero una de las recién llegadas y dos más antiguas. No sé si me explico…

—En un momento, señor. Las quiere a las doce aquí, ¿verdad?

—Exacto. Que sean puntuales. Me importa una mierda que estén haciendo otras cosas. Aquí a las doce. Bien vestidas. Que cuiden especialmente la ropa interior. No quiero que pase lo de la última vez. —Mendiluce empezaba ya a hablar entrecortadamente por el esfuerzo físico. Se puso una toalla alrededor del cuello para detener el sudor y bebió de la botella de una bebida isotónica que tenía al lado.

—No se preocupe, ahora mismo llamo. Estarán aquí a las doce, descuide.

—Bien. Dentro de un poco sube una botella de Tondonia reserva de la bodega. Luego la abres para que se vaya aireando. ¿Ok?

—Sí, señor. El del sesenta y uno. Perfecto. Voy a seguir cocinando, si me permite…

* * *

Raquel estudiaba todos los puntos del caso con desgana. Tenían la partida ganada de antemano. Aquel profesor Dorado no tenía nada que hacer con su denuncia.

Le dio un sorbo al café cargado, aún le duraba la ligera resaca del día anterior. Folios y más folios de tonterías eruditas sobre el yacimiento romano. Menudo coñazo. Nadie tenía por qué enterarse de aquel chanchullo. Era necesario hacer callar al profesor antes de que empezara a dar demasiado la lata con el tema en la prensa. En realidad, la cosa estaba bien caliente, pero no era necesario que trascendiese demasiado. Entre otras medidas, la inmobiliaria había untado a un técnico de Urbanismo y al director del Museo Arqueológico para que obviasen la presencia de unos esqueletos y un yacimiento arqueológico romano descubiertos tras la excavación del parking del centro comercial de la urbanización Ártabra. Un yacimiento de capital importancia a la hora de concretar aspectos de los asentamientos romanos en la ciudad coruñesa. Quién sabe lo que podía haber allí abajo. Además de los esqueletos, se habían encontrado monedas, armas y un par de estatuas, algo impensable en aquel punto. Pero todo ello estaba sepultado en el más absoluto secreto.

Pero aquel listillo del profesor había levantado la liebre y allí estaban, a punto de sentarse en el banquillo de los acusados si la denuncia prosperaba. La inmobiliaria, los del Ayuntamiento… Y menos mal que solo era «aquello» lo que estaba en el juzgado. Aún no había salido a la luz todo el dinero que le habían untado al concejal de turno. Los regalos. Los sobornos. Siempre existía el riesgo de que los medios se enteraran y se complicase más el caso; si eso ocurriera, ya buscaría algún modo de solucionar el problema. Habían salido airosos de temas mucho más complicados que aquel. No había pruebas suficientes de que el yacimiento romano hubiera existido. Al profesor Dorado podían darle un pequeño aviso. Aunque siempre cabía la posibilidad de que el juez ordenase paralizar las obras… Pero para eso tenían un perito que negaría con datos, pelos y señales que en aquel punto pudiese haber un yacimiento arqueológico romano sin descubrir. Y el perito era creíble. Sumamente creíble.

Lo que la había desconcentrado un poco era la aparición en la ciudad de Javier Sanjuán. Hacía años que no se veían. Ella fue a la conferencia por un arrebato, y también para dejarse ver un poco. Pero bueno, le gustó ver que él seguía igual que siempre. No había cambiado nada. El profesor despistado. Tan inteligente para algunas cosas, tan poco espabilado para otras… Tenía que haber seguido casada con él: al final se había hecho muy famoso con aquello de la criminología. Nunca lo pensó. Menudo fallo.

De todos modos, estaba segura de que iba a llamarla otra vez mientras estuviese en Coruña. Apostaría un millón de euros. Todos los tíos eran iguales: veían unas piernas largas, pelo rubio y una minifalda y caían a sus pies sin necesidad de más zarandajas. No le importaría volver a echarle un polvo, la verdad. Guardaba buenos recuerdos de cama de Javier Sanjuán. Otro sorbo de café, para intentar ahuyentar la imagen de su exmarido de juventud. Aquella época había sido realmente divertida. Ella aún era una chica idealista y algo boba. Gracias a Dios la vida la había ido cambiando para mejor. Dios, qué ganas de fumar un cigarro. Pero no, tenía que dejarlo. Estropeaba el cutis. Y ella tenía una piel perfecta, sin arrugas, solo finas líneas de expresión, como decía su peluquera. Y desde que fumaba menos, batía sus propios récords en el gimnasio. Si todo lo de Ártabra salía bien, se aumentaría una talla de pecho más como premio. No estaba demasiado contenta con su talla ochenta y cinco. Quería una cien. Quería ser perfecta. Para eso había evitado tener hijos en su momento. No quería ver su cuerpo deformado por la maternidad. Claro, como su segundo marido no tenía que llevar al niño nueve meses en el vientre…

Acabó el café y se tomó un caramelo sin azúcar. Procuró no agobiarse al volver a repasar todos los legajos que estaban delante de su nariz respingona. Le quedaba mucha noche por delante aún. Se pasó la mano por el pelo recién cortado: a Sanjuán no le gustaba demasiado su nuevo look, prefería su antigua melena rubia y lacia. Peor para él. A ella le encantaba aquel corte: la hacía mucho más joven, más esbelta y más dinámica. Una abogada de prestigio. Una especie de Mourinho de las leyes. Una triunfadora nata. Ya había mucha gente dedicada a los pleitos pobres y a las causas perdidas. A ella no le gustaban aquellos jóvenes con peto de cualquier ONG que pedían clemencia para los países pobres en la puerta de la FNAC. No se daban cuenta de que perdían su tiempo y el de otros de una forma lamentable. Raquel no quería repetir la historia de su madre, toda la vida limpiando escaleras, aguantando carros y carretas para sacar a los hijos adelante. Ella no sería nunca una perdedora.

Siguió pasando folios y consultando los gruesos libros de legislación y de arqueología. Era ridículo, qué más daba un yacimiento más o un yacimiento menos. Eran ya las doce de la noche y Raquel Conde seguía estudiando el caso que hubiese llamado mucho más la atención si no fuera por el asesinato de la chica aquella, la pelirroja. Por una parte, había que darle las gracias a la pobre niña. Gracias a ella, todo el jaleo de la supuesta corruptela había pasado bastante desapercibido.

* * *

Amaro llamó a Pedro Mendiluce a un aparte. Ya estaba peritando las piedras junto a un gemólogo de su total confianza, Carlos Iglesias, dueño de una de las joyerías más importantes de la ciudad y también amigo íntimo.

—Señor, permítame. —Su voz sonó apagada y silenciosa—. Acaba de llamar la Policía Nacional. Una tal inspectora Negro. Dice que le gustaría mucho hablar con usted mañana, a una hora a la que le venga bien. Dice también que no es nada importante.

—Joder… ¿Otra vez la Policía Nacional? Hasta han conseguido este teléfono. —Un rictus de fastidio y rabia cubrió su cara—. ¿Qué le dijiste?

—Que estaba usted reunido y que la llamaría en cuanto supiese algo.

—¿Valentina Negro, has dicho?… no me suena. Bueno, qué más da. Ya estoy acostumbrado. Un día sí y otro también. Venga, llámala dentro de un rato y dile que mañana, en mi casa de Mera, la espero sobre las doce del mediodía. —Emitió un quejido leve y prolongado—. Relax. Hoy es un día maravilloso. No dejaré que nadie me lo estropee… ¿Así que nada importante? Eso dicen siempre. Mañana llamaré a Manolo Castro, a ver qué puede contarme.

Pedro Mendiluce suspiró con resignación y volvió a sus negocios. Se atusó el largo cabello blanco, esta vez engominado y peinado hacia atrás. Cogió una copa de Dom Pérignon y se la bebió entera de un trago sonriendo a sus dos invitados. Miró su Rolex Oyster Perpetual Submariner de oro blanco. Ya faltaba poco para que llegasen las chicas. A ver si esa vez eran de su agrado… tenía ganas de pasar una noche de placer. Nunca se sabía cuándo sería la última. Pensó en los Davidoff que tenía en la cava de puros. Mierda. No había llevado ninguno. Daba igual, seguro que había algo presentable para ofrecerles en la caja climatizada que estaba en su camarote.

Ania, Raisa y Gladys cruzaron la pasarela del yate tambaleándose sobre sus altos tacones, el alegre sonido de las joyas y los pendientes acompañaba cada paso. Las tres destilaban clase y distinción. Ania era la típica rusa de ojos rasgados, cabello larguísimo y piernas también larguísimas. Raisa era castaña, de grandes pechos, piel lechosa y ojos verde esmeralda. Gladys contrastaba con las dos eslavas gracias al cabello rizado y los andares felinos de una diosa africana. A Pedro Mendiluce le gustaba la variedad. Y también le gustaban los tríos de chicas jovencitas. Amaro las estaba esperando, en la mano una bandeja con tres copas de líquido color ambarino. Al verlas pensó que su jefe estaría, esa vez, muy satisfecho. Aquellas tres chicas eran verdaderas bombas entaconadas.