[capítulo 31]: Entierro de Lidia y encuentro con Sonia

La Coruña, jueves 10 de junio

Lúa se duchó y se alisó el pelo con las planchas. Era el día del entierro de Lidia Naveira y tenía que estar guapa para cubrir la noticia. Estaba preocupada por Jaime. No sabía nada de él desde que lo dejó en el aeropuerto. Gracias a Dios hacía buen tiempo: eligió un vestido vaporoso por la rodilla y unas sandalias etruscas. Antes de salir, cogió el móvil y se decidió a llamar a Anido. Apagado o fuera de cobertura. Bien. Ajo y agua. Volvería a intentarlo después, desde la redacción. Todo aquello la tenía muy mosqueada. Era cierto que su relación no era precisamente formal, pero poco a poco ella se había ido colgando de aquel periodista de cabellos blancos y aspecto aventurero. Lúa acababa de separarse hacía poco tiempo y no tenía muchas ganas de emprender otra relación demasiado seria. Sin embargo… tenía que reconocer que Anido le había tocado un poco el corazón. Aquella desaparición no era normal en él. Claro que Lúa no lo conocía demasiado… Jaime nunca hablaba del tiempo que había pasado en Londres. Ni de por qué abandonó la capital británica y se había asentado en La Coruña, un tipo tan inquieto como él.

Lúa se encogió de hombros y se perfumó. Light and Blue, un perfume ligero para el calor. Cogió el bolso y fue hacia el garaje a por el coche. Le esperaba un día largo. Como siempre. Por lo menos seguía haciendo sol. A ver cuánto duraba el buen tiempo…

* * *

El entierro de Lidia Naveira se perfilaba como uno de los acontecimientos luctuosos más importantes del año en la ciudad. Desde primera hora de la mañana docenas de periodistas, cámaras y camiones de la televisión estaban apostados en el cementerio municipal de San Amaro. Lúa llegó temprano para conseguir aparcamiento: aquella zona era de las peores para estacionar de toda La Coruña, todavía más si se colapsaba por culpa del elevado número de personas que iban a acudir: políticos, altos cargos, todos con ansia de figurar y de ser vistos en actitudes muy humanas y compasivas para con la familia y contra los violentos y asesinos que destruían la estabilidad social. Todo aquello era cuento, y cuento del bueno.

Lúa apostó a su becario en primera fila. Era muy importante conseguir buenas fotos de la llegada del coche fúnebre, y especialmente del dolor de la familia. Se había enterado, gracias a una amiga que trabajaba en el Ayuntamiento, de dónde tenían el nicho los Naveira. En la parte vieja del cementerio, la más bonita, no muy lejos de los panteones. Luego irían hasta allí, cuando llegase la comitiva. De momento, tocaba esperar hasta que el coche saliera de Servisa.

Pronto detectó el dispositivo policial, Varios miembros de la Nacional de paisano sacaban fotos disimuladamente a los grupos de personas que se amontonaban en la puerta y las escaleras. Seguramente sospechaban que el asesino iba a acudir al entierro. «Si fuese yo, no sería tan tonta como para acudir, ni de broma». Pero bueno, ella no era una asesina y no tenía ni la más remota idea de cómo funcionaba la mente de un psicópata que mataba mujeres y las vestía de damas de cuento. Ella era periodista y estaba dispuesta a romper con la siguiente y espectacular crónica del Caso Naveira. Tenía que sentir las emociones de toda la ciudad conmovida y luego plasmarlas en la pantalla con todo detalle. Por cierto, Anido seguía sin dar señales de vida. Todo aquello era muy raro.

Allí estaba la inspectora Negro. Le resultó raro verla vestida de calle, con un blusón holgado azul turquesa. Taconazos. Un bolso que desde su atalaya parecía bastante caro. Aún no la había llamado para darle ningún tipo de información. Tendría que llamarla ella para recordarle que las fotos de Lidia seguían en su poder, esperando a ser vendidas a algún medio sensacionalista que no dudase en publicarlas.

* * *

Valentina Negro colgó el teléfono y bajó las escaleras del cementerio buscando a los dos subinspectores. Al final, había conseguido llegar solo media hora tarde, a pesar del embotellamiento y las dificultades para encontrar un sitio. El dispositivo de vigilancia ya estaba dispuesto y organizado y solo faltaba la llegada del féretro para que se activase completamente. Estaba todo colapsado desde hacía ya un buen rato. Llamó a Velasco para localizar la presencia de sus policías. No había forma humana de distinguir a nadie entre el montón de gente que se apretujaba e intentaba ver algo, lo que fuera.

—¿Dónde estáis? No consigo veros por ningún sitio.

—Aquí, inspectora, al lado de la capilla. En la pared.

Valentina vio una mano agitarse a la altura indicada. La cabeza pelada al uno, inconfundible, de Bodelón estaba al lado de la mano que saludaba. Se dirigió hacia allí trabajosamente, intentando pasar entre trajes y melenas mechadas de peluquería. Cuando llegó, vio a sus dos subinspectores comunicándose con las radios con los miembros del dispositivo.

—Menudo montón de gente, Dios. Es increíble. Media hora para encontrar sitio. Y espero que no me lo lleve la grúa. Que estos aprovechan la mínima para recaudar… —dijo Bodelón señalando el cuartel de la Policía Local que estaba enfrente del cementerio.

—Es una pasada. Está aquí todo el mundo: el alcalde, los concejales, el jefe superior… nadie pierde comba, vaya —apuntó Velasco—. Si el asesino está aquí, va a ser muy difícil detectarlo. Como no lleve un cartel sobre su cabeza con una flecha señalándolo…

Valentina vio entre la multitud los ojos de Lúa Castro fijos en ella. Otra representante del mundo carroñero. Si esperaba que se acercase a ella y le comentase algo, iba lista. A Valentina no le gustaban los chantajes. La actitud de Lúa Castro había sido totalmente despreciable, así que tendría que cambiar un poco para recibir información que fuese a servirle de algo. Además, la inspectora dudaba de que algún medio fuese capaz de publicar aquellas fotos. Eran demasiado explícitas. Se fijó en que Lúa recibía una llamada telefónica y dejaba de mirarla. Mejor. Un problema menos en aquel momento. Casi al instante, una mano agarró su antebrazo con suavidad. Valentina se giró. Era Christian Morgado.

—Inspectora… —La miró de arriba abajo, con admiración—. Estás guapísima, Valentina. Me encanta tu blusa. —Morgado cogió la tela con dos dedos, realizando una exagerada imitación de un modisto exquisito—. ¿Es de Chanel?

—Gracias, Christian. —Valentina sonrió, agradecida. Aquel hombre siempre la ponía de muy buen humor—. Es una pena que sea de Massimo Dutti. El sueldo de la Policía Nacional no está para Chanel, y menos con lo de la bajada de sueldo…

—Ni me lo recuerdes, inspectora. Ni me lo recuerdes… —Christian miró a su alrededor y sacudió la cabeza—. ¿Qué tal? Menudo sitio para encontrarnos, ¿no? Yo he traído a un compañero de la facultad, Luis, que es íntimo del hermano pequeño de Lidia. Está bastante fastidiado, porque la conocía mucho. Dice que era muy inteligente y encantadora. Y muy guapa. Me he fijado y está absolutamente todo el mundo en el entierro. Desde el alcalde hasta todos los medios de comunicación del país… Es enorme la conmoción que ha provocado la muerte de esa pobre chica…

—Sí, la verdad es que todo este tipo de sucesos provocan una marea solidaria, Christian. Y los políticos saben que salen ganando cuando se dejan ver en actitudes tan… consoladoras.

—Detecto un ligero tono de ironía en tu voz, inspectora. Pero por desgracia tienes razón. La mayoría de los que están por ahí vienen por curiosidad, por interés o simple y llanamente por morbo.

La voz de Valentina mostró un deje muy leve de tristeza.

—Sin embargo, yo estoy aquí por trabajo, Christian. Por cierto, he quedado hoy con Sonia, tu becaria, dentro de un rato en la estación de autobuses. Así que tampoco puedo atenderte demasiado, lo siento.

—No te preocupes. Por cierto, ¿dónde has dejado al teniente Colombo?

La sonrisa de comisura de Morgado encantó a Valentina. Sabía perfectamente a quién se refería.

—No tengo ni idea de qué estás hablando, Christian.

—Por favor, Valentina. Me refiero a tu inseparable detective aficionado… el señor Javier Sanjuán.

—Pues no tengo ni idea de por dónde anda en estos momentos el señor Sanjuán, la verdad. —Valentina se acordó sin querer del final de la conferencia y puso una mueca de disgusto, que no pasó desapercibida para el profesor—. Y por ahora no somos inseparables. Tampoco es para tanto…

—Me extraña que no esté aquí. Es el tipo de acontecimiento que no tiene pinta de perderse. A lo mejor está grabando algún tétrico programa sobre canibalismo… ¿No te da miedo? Tiene aspecto de morboso, inspectora. Todos esos libros que ha escrito sobre crímenes… brrrrr… solo de pensarlo tengo estremecimientos. —Morgado puso los ojos en blanco con total comicidad.

—Por favor, no me hagas reír, no es el sitio adecuado. —Valentina lo agarró del brazo para hacerle callar, aunque en secreto le estaba encantando todo lo que decía sobre Sanjuán—. Además, tengo que irme. Y primero he de echar un vistazo por aquí…

—De acuerdo. Yo me voy con Luis también, antes de que lo pierda con toda esta gente… —Christian ladeó la cabeza y antes de que Valentina pudiera escaparse, añadió—: ¿Te gustaría venir a cenar conmigo un día de estos?

—¿Cenar? Pues claro, ¿por qué no? Cuando te apetezca, llámame. ¿Ok? Estaré encantada… si no tengo nada mejor que hacer, claro… —La sonrisa de Valentina decía a las claras que había recibido la proposición con sumo placer—. Soy una mujer muy ocupada… La inspectora vio perderse a Morgado entre la multitud. Velasco había estado observando toda la conversación, así que en cuanto pudo, se acercó a Valentina con una sonrisa burlona en los labios.

—Un hombre muy atractivo, inspectora. Y muy bien vestido. Si no le gusta… ya sabe…

La piel blanca de Valentina enrojeció levemente.

—Manuel, no seas tan frívolo. Por favor. Además, creo que a Morgado no le gustan los hombres. Me parece a mí, vamos. Y déjame un momento que voy a controlar un poco el operativo. Basta de tanta cháchara… —Sonó su teléfono—. Es del laboratorio. A ver si tienen algo bueno…

Valentina se apartó durante unos segundos para hablar con Álvarez. Luego volvió.

—Bueno, chicos, parece que esto está controlado —dijo Valentina—. Voy a quedarme un rato más, y luego marcharé a ver a Sonia, la becaria de Morgado. Va a venir hoy de Pontevedra, no estaba entusiasmada, pero le dije que era urgente hablar con ella. Velasco, en cuanto finalice el entierro acércate al laboratorio, tengo un mensaje de Álvarez, parece que ya tiene algo para nosotros. Aunque me ha dicho que no nos hagamos muchas ilusiones, nunca se sabe. Bodelón, cuando termines aquí ve a la comisaría y prepara un dossier sobre Mendiluce, luego te veré allá. —Valentina sentía que el tiempo volaba, y que aunque fuera necesario vigilar a los asistentes al entierro por puro protocolo de investigación, las cosas importantes no iban a suceder allí.

* * *

Javier Sanjuán abrió la ventana del hotel para fumarse un cigarrillo. Se apoyó en el alféizar. Otro día de calor. El tiempo estaba respetando su visita de una forma impensable en un principio. En La Coruña habían tenido una primavera totalmente pasada por agua. Sin embargo, no había necesitado usar la gabardina ni una sola vez. Era fantástico.

En la habitación aún se podía percibir el perfume de Raquel en algunos puntos aislados. Por sorpresa, la fragancia de Chanel volaba hacia las aletas de su nariz. Y también sobre la almohada, donde era insultante. Menuda locura… Solo a él se le ocurría volver a liarse con su exmujer. Pero bueno. Había sido una noche sobresaliente, todo había que decirlo. Y además, no había hecho nada malo. Raquel estaba divorciada de nuevo. Como él, vaya. Desde el día de la boda de Raquel en el pazo de Adrán con su segundo esposo, no había vuelto a verla. Le llegó con conocer a su marido, un patán podrido de dinero, en aquel tiempo alto cargo de un ayuntamiento cercano. Un político que estaba haciendo carrera meteórica en el PSOE. Le pareció un tipo bastante desagradable. Seguro que no era imparcial. Claro que él, en aquella época, ya tenía otra relación estable, pero Raquel Conde había sido su espinita clavada durante mucho tiempo. Cuando lo dejó, no lo encajó bien del todo. Podían haber sido un matrimonio perfecto, pero ella prefirió su carrera de abogada y su libertad. Lo de su libertad fue bastante paradójico: desde que se había ido de Valencia y entró a trabajar en un bufete en La Coruña no tardó seis meses en liarse con el político y casarse con él. Típico.

Y entonces la muy ladina había vuelto a colarse en su vida, en su habitación y en su cama. Claro que la cama era la del hotel y eso resultaba un poco menos amenazador. No iba a volver a beber en su vida. Por lo menos, el rioja quedaba descartado por una buena temporada…

Buscó un lugar para tirar la colilla apurada casi hasta el filtro. Su mirada se tropezó con un papel roto en la mesilla, mientras buscaba el cenicero. Raquel le había dejado su nuevo número de teléfono móvil. Suspiró. Nunca entendería a las mujeres.

* * *

El coche fúnebre enfiló con lentitud la cuesta de Orillamar, seguido por una procesión interminable de vehículos. Entre la multitud se alzó el silencio más absoluto cuando la comitiva entró al fin en el camposanto. Una señora empezó a aplaudir, y muchos más la siguieron al paso del féretro. Lúa Castro se dejó llevar por la emoción que embargaba a todo el mundo, especialmente cuando vio a la familia de la chica asesinada salir del coche. El padre, con aquel aspecto de patricio herido; la madre, con grandes gafas de sol, apoyada en sus hijos para no caerse. Allí estaban también el alcalde de la ciudad y varias personalidades más, con semblante serio y compungido. Cuando entraron en el cementerio, Lúa se perdió con rapidez entre la gente que seguía el cortejo fúnebre. Tenía que estar en primera fila para no perderse ni el más mínimo detalle de lo que allí ocurriese. A su jefe le encantaba el estilo en que narraba las desgracias. Y a los lectores parecía que también, así que era necesario que respirara todo el ambiente de tristeza y pérdida irreparable desde el centro neurálgico de la noticia.

* * *

Álvarez lucía en su resplandeciente bata blanca una pequeña mancha roja, algo que parecía sangre, pero que visto desde un poco más cerca, era sin duda un poco de kétchup que pertenecía a la hamburguesa que ya estaba dentro de su estómago, masticada y en pleno proceso de digestión. Velasco no hacía más que fijar su mirada en el punto rojo, que destacaba sobre todo lo demás, como si fuese la prueba de un crimen de teleserie dominical. Le entraron ganas de solicitar la prueba de ADN.

Sobre la superficie metálica, el analista había depositado algunas de las flores que habían aparecido sobre el cuerpo de Lidia.

—La mayoría de las flores son de fabricación china, Velasco. Látex, plástico… El asesino puede haberlas comprado en cualquier floristería, o incluso por internet. Algunas no son fáciles de encontrar en la ciudad sin encargarlas, así que deberíais buscar por fuera. Especialmente los pensamientos, los geranios… En cuanto a las naturales, lo mismo. Pueden ser de cualquier floristería. He mandado analizar la tierra de las ortigas y las arroyuelas: no me extrañaría nada que las hubiese arrancado de cualquier sitio de por aquí, son muy abundantes. La rosas son de invernadero. Frescas. Probablemente compradas el mismo día.

—¿Qué me dices del vestido? —preguntó Velasco.

Álvarez cogió el vestido que estaba sobre una bandeja.

—El vestido puede aportar más pistas. Es de fabricación inglesa, el asesino dejó la etiqueta… lo cual es un dato muy extraño: ha sido cuidadoso en todo lo demás. Fíjese: The Dark Angel. He estado buscando en internet y con ese nombre aparece una tienda de vestidos de corte medieval, en Londres. Los diseños están realizados por una tal Christina Rossetti. Por lo que se ve, en Inglaterra hay gente que se casa disfrazada de esa guisa…

—Habrá que investigar esa pista a fondo —dijo Velasco, un poco más esperanzado—. Es importante. Aunque no creo que el asesino haya comprado el vestido en persona, nunca se sabe. No creo que haya muchos trajes de ese estilo.

—En efecto. Son exclusivos y suelen hacerse por encargo. Este en particular es de seda de damasco y perlas de río, bordado con hilo de plata. Tuvo que costar un pastón…

* * *

Dos horas más tarde, Valentina esperaba sentada en una mesa de la cafetería de la estación de autobuses. Se suponía que el autobús de Pontevedra llegaba a la una de la tarde en punto. Pero aún no habían dado el aviso por megafonía. Su pensamiento voló hacia Sanjuán y la decepción del día anterior en la conferencia… No quería admitirlo, pero esa rubia despampanante con la que se fue el criminólogo le había provocado dolor de estómago. Valentina suspiró con resignación y acercó el café a sus labios. A lo mejor aquella chica no quería decir nada…

Absorta en sus pensamientos, vio entrar a una joven que llevaba puesto un sombrero borsalino verde botella con una cinta blanca, un blusón amplio de color gris perla y unos vaqueros cortos. Tenía el pelo castaño, largo, y unos inmensos ojos verdes, casi transparentes. Sería una belleza clásica si no fuera por su extremada delgadez. A Valentina le recordó vagamente a aquella periodista que estaba tan de moda, Sara Carbonero. Pero mucho más guapa. De su hombro colgaban un gran portafolio de dibujos y un bolso de Tous. Parecía buscar a alguien. Valentina se levantó, haciéndole un gesto con la mano para que se acercara.

—¿Inspectora Valentina Negro? —Valentina asintió—. Soy Sonia García. La becaria de Christian.

—Encantada, Sonia, y gracias por atenderme. Tu ayuda es muy importante para nosotros. ¿Qué quieres tomar?

—Una coca light, si hace el favor. Con mucho hielo. Gracias. —La voz de la chica era dulce y un poco tímida. Se la notaba bastante tensa, así que Valentina fue hasta la barra a pedir la Coca-Cola, para dejar que fuese acomodándose unos instantes y se relajara.

Cuando volvió a la mesa, Sonia apuraba un Ducados con nerviosismo. Le temblaba la mano de manera evidente. Valentina se sentó enfrente de ella y sonrió, señalando el tabaco.

—¿No es un tabaco muy fuerte? Es extraño ver a una chica fumando Ducados…

Sonia esbozó una media sonrisa tímida y se encogió de hombros.

—Es más barato. No me gusta el tabaco rubio. Me mareo si fumo rubio.

Se hizo un silencio cuando el camarero de camisa blanca y sudorosa llevó la Coca-Cola y un pincho de tortilla de aspecto reseco con un tomate cherry encima, sujeto por un palillo de madera. Sonia apartó la tortilla de su vista. Valentina observó que los brazos escuálidos estaban totalmente cubiertos de lanugo.

—Inspectora… —Los ojos verde esmeralda la miraban con fijeza—. Voy a contarle todo esto porque Christian me ha convencido de ello. Pero yo llevo mucho tiempo haciendo lo posible por olvidar lo que pasó allí. No es plato de gusto, la verdad. —Apagó el cigarrillo contra el cenicero, con fuerza—. Por favor, no me presione demasiado.

—No te preocupes. Lo entiendo. No, no me trates de usted. No es un interrogatorio oficial ni nada parecido. Solo es una conversación, ¿cómo definirla…? A nivel meramente informativo.

—Gracias. Te agradecería que no le dijeras a nadie lo que voy a contarte.

—¿Cómo acabaste en medio de esa gente?

Sonia suspiró. Encendió otro cigarrillo.

—Vamos a ver… —expulsó el humo del Ducados con decisión—. Mis padres no tienen demasiado dinero. Somos tres hermanos, y dos en la universidad. Así que para pagarme los gastos, me metí en varias agencias de azafatas y para pasar modelos. Y además, se me da bastante bien la pintura. He expuesto varias veces, en exposiciones colectivas y cosas así, nada importante, pero me ilusiona, ya sabes. —Sonia revolvió los hielos de la Coca-Cola—. Un día me llamaron de la agencia porque había un hombre que quería verme: le había gustado el curriculum y me ofrecía un trabajo muy bien pagado y muy fácil. Nada comprometido. Así que me entrevisté con él.

—¿Cómo se llamaba ese hombre? Valentina sacó su bloc de notas y el Pilot.

—Sebastián. Sebastián Delgado. Un hombre muy atractivo. Moreno, ojos negros, bien trajeado. El clásico tipo que viene del lumpen y pretende convertirse en un pijo prepotente, pero yo al principio no me di cuenta. Me dijo que necesitaba a una chica de compañía para varias fiestas en una mansión de lujo. Una chica guapa que fuese entendida en arte, supiese hablar de cualquier tipo de cosa, todo eso que se espera de una acompañante. Todo muy decente, muy divertido y muy bien pagado. Ellos iban a proporcionarme la ropa y el transporte. Yo solo tendría que limitarme a estar allí y hablar con los invitados. Por supuesto, dije que sí. Iban a pagarme mil euros por estar seis horas en una superfiesta de ricos, bebiendo champán francés y conociendo a gente importante. Era perfecto.

—Me hago a la idea. Pensé que ese tipo de cosas solo ocurrían en Marbella y lugares parecidos… No tenía ni idea de que aquí también… ¿Y entonces? ¿Qué ocurrió?

—La primera fiesta fue una pasada. Fue en una de las mansiones que Pedro Mendiluce tiene en Poio, en la playa de Covelo, un pazo concretamente. Había más de cien personas, un montón de chicas guapísimas, modelos, futbolistas, gente de la televisión, empresarios…

—¿Cómo llegabais hasta allí?

—Yo fui en mi coche particular. Pero pusieron autobuses para las chicas. La verdad, yo salí de allí como en una nube. Fue la mejor fiesta de mi vida. Conocí, además, a un par de personas que me consiguieron unos contactos bárbaros para exposiciones y demás.

—¿Cuándo fue la primera fiesta a la que asististe?

—En julio del 2008. Luego fui a cuatro fiestas más. Todas fueron maravillosas. Hasta el año pasado… en agosto. A partir de ahí, no volví nunca más.

—¿Qué pasó en esa fiesta exactamente?

Sonia observó que el cigarro se le había consumido casi entero, la columna de ceniza intacta y humeante. Lo apagó.

—Esta fiesta se celebraba en la casona que tiene Pedro Mendiluce en Mera, la que mira a la playa. Cuando llegué ya me di cuenta de que no iba a ser como las fiestas anteriores. Había muchos hombres mayores, algunos no eran de aquí. Había rusos, portugueses, rumanos, americanos… hombres de negocios. Mucho matón, también. Y muchas chicas. Pero no solo estaban las chicas habituales. Había chicas muy jóvenes. De los países del Este. Rusas, ucranianas, bielorrusas, checas… algunas casi adolescentes. Guapísimas, eso sí. Y vestidas de una manera…

—¿Qué quieres decir exactamente? ¿Que eran prostitutas?

—Yo… hombre. No me gusta decir eso, pero creo que sí. Muy jóvenes, y seguro que algunas menores de edad. La ropa que llevaban era indecente, como de película pornográfica. Algunas iban de colegialas, ya me entiendes, con trenzas, bragas de perlé y todo eso. Era repugnante ver a aquellas niñas ofreciéndose a los hombres… No te importa si me tomo otra Coca-Cola, ¿verdad?

Valentina asintió con la cabeza. Repasó con el bolígrafo el nombre de Sebastián Delgado. Aquello estaba poniéndose muy interesante. Prostitutas menores de edad. Cuando Sonia volvió de la barra y se sentó, Valentina la miró con el ceño fruncido.

—¿Qué hacía Mendiluce en esa fiesta? ¿Cómo se comportaba?

—Oh, era el perfecto anfitrión, como siempre. Con su copa en la mano y su puro. Sonriendo y hablando con todos, disfrutando del momento. Parecía muy orgulloso. Había habilitado una estancia con todo tipo de drogas y alcohol: aquellas niñas se metían raya tras raya… no te lo puedes imaginar. Entre las bebidas y la droga, todo aquello degeneró de una forma horrible. Se convirtió todo en una orgía salvaje.

—¿Estaba también el hombre que dijiste al principio? ¿Sebastián Delgado?

—Sí, Sebastián estaba en todas las fiestas a las que asistí. Creo que es el marchante de arte de Mendiluce, también le acompaña siempre una mujer rubia, de pelo corto, que no se separa de él ni un segundo. No se implicó con nadie en todo el tiempo. Solo mira, y si hace falta, interviene para arreglar algún asunto…

—Sigue contando. ¿Qué ocurrió después?

—De repente, todo el mundo pareció explotar en una especie de urgencia sexual incontenible. La gente empezó a retirarse a las habitaciones: dos chicas o incluso tres con cada invitado. Muchos se pusieron a follar allí mismo, delante de todos, totalmente desfasados. A mí me agarraron dos hombres que parecían rumanos. Eran muy fuertes, unos animales. Me llevaron a una habitación… Yo me puse a gritar y a llorar. Me rompieron el vestido, me tiraron en la cama y me iban a violar cuando entraron Delgado y Mendiluce y me sacaron de allí. Se llevaron a los rumanos a otra habitación y les ofrecieron dos de las niñas japonesas disfrazadas de colegialas manga. Fue asqueroso.

—¿No denunciaste?

—Mendiluce me suplicó que no lo hiciera.

—¿Te pagó dinero?

—Si no te importa, prefiero no hablar del tema. —Sonia encendió otro cigarrillo y se tomó parte de la Coca-Cola helada—. Ya ha pasado un año de eso y no he vuelto a saber nada de esa gente. Y espero no saber nunca nada más. La verdad es que Christian me ayudó mucho… Me fui a estudiar Bellas Artes a Pontevedra gracias a él. Tuve que ir al psiquiatra, tomar pastillas… Desde entonces, no he sido la misma persona… Pero bueno. Poco a poco… Ahora estoy en Pontevedra con mi novio y mi perro y soy relativamente feliz.

—Entiendo, Sonia. Perdona por haberte hecho repetir todo esto. Debe de haber sido una experiencia horrorosa. Pero me has sido de una ayuda inestimable. Muchas gracias. Has sido muy valiente. ¿Tienes el teléfono de Delgado? ¿Una foto?

—Sí… aunque no sé si es el mismo que tiene ahora. No tengo ninguna foto, lo siento. —Sonia parecía realmente compungida—. Espero que cojáis al asesino de esa chica. Christian me ha dicho que estáis investigando la muerte de Lidia. Pobre. Y ahora tengo que marcharme. He quedado con mis padres para ir de compras en un rato. Para una vez que vengo a Coruña…

Valentina sacó su tarjeta del bolso.

—Si te acuerdas de algo, llámame. Aquí tienes mi tarjeta. Y gracias, Sonia. Ni se te ocurra pagar la cuenta, por favor…

—Encantada de conocerte, inspectora. Sí, no te preocupes. Si me acuerdo de algo, te llamaré… lo prometo.

Las miradas de los hombres del bar siguieron la estela de aquella chica escuálida mientras salía por la puerta de aluminio y cristal. Cuando la perdió de vista, Valentina miró su Moleskine. Sebastián Delgado. Subrayó de nuevo aquel nombre con el bolígrafo antes de cerrar la agenda y guardarla en el bolso.

Miró su reloj. Ya eran las dos de la tarde. Se preguntó si Morgado sabría algo de aquel hombre.