Jueves, 10 de junio, en un tren de camino a York
Un té Earl grey bien caliente, con leche, y un muffin de chocolate, ambos dispensados por una sonriente azafata, lograron el milagro de tranquilizarlo al fin y al cabo. Había llegado por los pelos a la estación de King’s Cross. Un minuto más y hubiese perdido el tren. Corrió con la maleta y la mochila enorme entre la gente al escuchar la voz que anunciaba la salida del tren con destino York. En su precipitación, estuvo a punto de derribar a un frágil matrimonio de ancianos, que protestaron muy ofendidos. El hombre levantó el bastón hacia él de forma amenazadora. Y luego decían que los ingleses eran flemáticos. Poco después de subir al tren, este se puso en marcha lentamente. Anido se tambaleó con la maleta y la aparatosa mochila entre los asientos del vagón, buscando su sitio. Al final, la azafata agradable lo guio hasta la butaca que le habían asignado en el vagón «silencioso». Un vagón que se encontraba al final del tren y en el que no estaba permitido hacer ruido ni hablar en alto. Tampoco estaba permitido recibir llamadas de teléfono. Pero él no pensaba recibir ninguna, y si quería llamar a alguien, con salir del vagón e irse al bar, todo listo.
Tomó otro sorbo de té, ya acomodado y mucho más relajado. El tren había alcanzado ya gran velocidad, y por el amplio ventanal empezaba a vislumbrarse el anochecer sobre la cuidada campiña inglesa. Sacó de su mochila el flamante iPad. Los trenes hacia el norte tenían Wi-Fi, lo que le iría de perlas para repasar todo lo que había visto en la prensa sobre el asesinato de Patricia. Deslizó su dedo sobre la brillante superficie, dejando las huellas de sudor impresas, y buscó en el navegador, en la prensa inglesa, el crimen de Patricia Janz.
Todo lo que rodeaba el asesinato de Patricia estaba inmerso en el más absoluto misterio. La prensa británica le había dado mucho pie a la noticia durante las primeras semanas; luego había desaparecido, sometida al olvido cruel que produce el paso del tiempo. Buscó la página Web de la policía de Whitby. Allí tampoco había mucho más: el inspector Geraint Evans aparecía como el encargado de la investigación y apuntaba que las pesquisas avanzaban de manera muy lenta. Una dirección de correo ofrecía la posibilidad de contactar directamente con las autoridades en el caso en el que apareciese alguna pista o alguien recordase algo nuevo. Todo eran generalidades y en realidad no había la posibilidad de fijarse en algún dato concreto. El asesino no había vuelto a actuar, supuestamente. Patricia era su única víctima, la víctima de un extraño asesinato ritual que no parecía tener sentido alguno. Un obseso de los vampiros. El mundo estaba lleno de obsesos de los vampiros. Pero nadie mataba a una chica inocente, le cortaba la cabeza y le llenaba la boca de ajos. Abrió el correo electrónico. Tenía un mensaje de Sue. Ya la llamaría antes de bajar a Londres. Y una convocatoria de la hermandad. En pocos días iba a celebrarse un encuentro en Garlington Manor. Bien. Sue había aprovechado su presencia en Inglaterra para convocar a todos los miembros.
Anido rebuscó en su mochila. En la librería de aeropuerto de Alvedro, después de facturar, había encontrado una edición de bolsillo de Drácula, de Bram Stoker. Hacía muchos años que lo había leído, cuando estaba en el instituto. Recordaba muy vagamente que estaba escrito de una manera bastante original: eran los diarios de los protagonistas los que presentaban la trepidante acción del libro. Mientras el tren se dirigía hacia el norte de Inglaterra, hacia York, Jaime Anido abrió las páginas del libro y se sumergió en el enfermizo mundo Victoriano que había creado el escritor irlandés hacía ya más de cien años. Jonathan Harker se dirigía en tren hacia el lugar mágico en donde moraba el conde Drácula: Transilvania. Anido se sintió, de repente, identificado con aquel joven pasante de abogado que viajaba hacia un destino incierto. Claro que él lo hacía sobre un tren moderno, de alta velocidad, y con una camarera rubia que le servía un té delicioso, y Harker viajaba en un vagón que traqueteaba, incómodo, y bufaba tirado por una locomotora que llegaba siempre tarde a su destino. Se preguntó si cuando llegase a York habría una carta del mismísimo conde agradeciéndole su presencia en sus dominios y enviando un carruaje tirado por dos caballos brillantes de negro penacho surgiendo entre la niebla. Sin embargo, lo suyo era mucho más prosaico: iba a intentar enterarse de lo que había pasado realmente con Patricia Janz. Patricia. Su pasión secreta, su pareja favorita en las sesiones de la hermandad. Patricia, la esclava sexual más exquisita… no encontraría jamás a ninguna otra capaz de sobrepasar los límites que habían alcanzado juntos.
* * *
Mientras recogía sus papeles y los metía dentro del portafolio, el inspector se preguntaba por aquel tipo que lo había llamado con un fuerte acento español en su inglés sorprendentemente fluido. Preguntó por Patricia Janz, el caso que llevaba meses siendo su obsesión principal, su absoluta preferencia, la máxima prioridad en todo el departamento. Geraint Evans se pasó la mano por la abundante mata de pelo. El hombre del teléfono explicó que era muy amigo de Patricia Janz. A lo mejor podía aportar algo nuevo… Aunque desde España… complicado. ¿Qué podía saber el tal Jaime Anido sobre el asesinato de aquella chica?
La investigación estaba en un desesperante punto muerto desde hacía ya varios meses. No habían encontrado nada. Evans se había desplazado a Londres pero todas sus pesquisas chocaban una y otra vez con un mutismo de hierro que parecía blindar todo lo que rodeaba a aquella chica. Su madre era una alcohólica. Una mujer ajada prematuramente que malvivía de las ayudas sociales en una casa del county council. El padre la había dejado por otra hacía bastantes años, harto de lidiar con una existencia miserable que transcurría a bordo de la transparente destilación de la botella de vodka. Insistía en que no había visto a Patricia desde varios meses antes de su asesinato. Eso sí, no le importaba decir que solía darle bastante dinero para sus gastos. El padre de Patricia tenía un buen trabajo en la City y mataba la culpabilidad del abandono de su hija mediante una generosa aportación monetaria. Siempre había querido a Patricia de una forma especial, a pesar de que ya era padre de nuevo de dos críos pequeños. No tenía ni idea de los amigos que solía frecuentar. La vida de Patricia era un misterio desde que se independizó a los quince años, harta de su madre. Había trabajado de gogó en varias discotecas y de camarera en clubes nocturnos, pero la pista se perdía ahí. No parecía tener ningún amigo íntimo ni compañeros de piso, ni nadie alrededor que se preocupara por ella, lo que extrañaba mucho al inspector jefe. Un agujero negro sin relaciones aparentes en Londres… Algo muy improbable en una ciudad en donde socializar y hacer amigos era demasiado fácil. Solo un nombre enigmático que había aparecido en la boca de un amigo muy pasado de sustancias ilegales: «buscad en El Ruiseñor y la Rosa» dijo, y que luego, cuando se le pasó el cuelgue, aseguró no recordar en absoluto. ¿Qué era exactamente El Ruiseñor y la Rosa? Parecía el nombre de un pub. Pero en realidad era un cuento de Óscar Wilde. Una pista extraña que hasta el momento no había dado ningún fruto. Otro enigma añadido en aquella historia que no tenía ni pies ni cabeza.
Patricia estaba muy unida a su abuela de Whitby, mucho más que a su madre, con la que tenía una relación casi inexistente desde que salió de la casa familiar. Pasaba largas temporadas en el norte. Allí la vida de Patricia parecía transcurrir de un modo mucho más transparente: trabajos esporádicos en pubs y hoteles, salidas nocturnas con sus amigas… en resumen, no había nada extraño ni reseñable. Ni un novio fijo, ni demasiada promiscuidad, ni tampoco drogas. Geraint Evans seguía tan perplejo como el día del hallazgo del cuerpo en el cementerio de la abadía. Era como si Janz tuviese dos vidas distintas, separadas: una en Londres, impenetrable, huidiza, llena de oscuridad. Otra en Whitby, transparente, totalmente normal. No cuadraban ni parecían pertenecer a la misma persona. Intuía que la oscura vida londinense podía esconder algún secreto que lo podía llevar hasta la resolución del caso Janz, pero no había accedido aún a las puertas adecuadas. Un secreto que podía estar relacionado con aquellas dos palabras que se le escaparon al cocainómano en pleno subidón: El Ruiseñor y la Rosa.
Quién sabe si aquel español tendría la llave, la pieza del puzle que podía llevar a algún sitio provechoso.
Había quedado en pasar por la comisaría por la mañana, a las nueve y media. El inspector estaba expectante ante la posibilidad de que Jaime Anido pudiese aportar datos nuevos, alguna pista, lo que fuera. Si había ido desde España hasta allí era porque estaba muy interesado en el crimen de la chica. Antes de salir del despacho, volvió a mirar las extrañas fotos del cadáver de la joven rubia de diecisiete años que desde hacía meses presidían el corcho con total exclusividad. Había que cruzar los dedos. No había que desechar ninguna opción. En aquel momento ya no tenía nada que perder.
Cerró las persianas, apagó los fluorescentes y salió, sin olvidar la doble vuelta de llave a la puerta. Tenía ganas de tomarse una gran pinta de Guinness. Llamaría a su novia para decirle que bajase con él a tomar algo.
* * *
La hermandad oculta de El Ruiseñor y la Rosa exigía a sus miembros un total y completo silencio sobre las actividades que allí se desarrollaban. No por ser estas delictivas o ilegales. En principio no había nada fuera de la ley en aquellas reuniones. Sin embargo, entre ellos había varias personas importantes, algunas incluso bastante famosas, y no querían que trascendiese a la opinión pública todo lo que allí ocurría. Otros, simplemente, estaban casados y evitaban a toda costa que sus parejas se enterasen de su vida secreta. Además, el silencio era un añadido de morbo y misterio en las reuniones de Garlinton Manor, el antiguo caserón sito en el medio del condado de Oxfordshire. La Hermandad la habían conformado en un principio veinte personas: las nuevas incorporaciones solo podían acceder mediante el consenso de todos los miembros. Había que ser avalado por dos de ellos, como mínimo, en el caso de querer formar parte, y por supuesto, pagar una gran cantidad de dinero que podía superar, en algunos casos, los treinta mil euros.
Sue Crompton se había erigido en la presidenta de la hermandad justo en el peor momento de su historia: el asesinato de Patricia Janz había conmocionado a todos los miembros, enrareciendo de una forma espesa, pegajosa, los concilios BDSM[1] que se llevaban a cabo en la mansión. Más de uno sospechaba que el asesino de Patricia podía estar camuflado entre los componentes de las reuniones secretas. Todos callaban, pero una tenue sombra parecía cernirse últimamente sobre la habitual animación que había presidido Garlinton desde los primeros tiempos de la hermandad.
Faltaban pocos días para que se reunieran de nuevo. Los integrantes habían recibido un mail o una carta encabezada por el símbolo del grupo, una corona de espinas en forma de rosa y la pluma de un ruiseñor. Hasta el día de la muerte de Patricia, aquel mensaje era motivo de nerviosa excitación para todos ellos. Sue Crompton se preguntó cómo reaccionarían en la siguiente fiesta. Para lograr un ambiente más distendido, había pensado que podrían servir de inspiración la Revolución francesa y el marqués de Sade. Convertir la mansión en una especie de Manicomio de Charenton podía ser divertido… siempre y cuando Marat sobreviviera, en la bañera, a los ataques de Charlotte Corday. Sue ya había encargado un catering especial, cientos de velas, incienso, dulces, licores… y todo tipo de disfraces a una exclusiva casa londinense especializada en ropas de teatro. Esperaba que con aquella fiesta se recuperase el espíritu que había presidido la hermandad en sus comienzos. Estaba dispuesta a luchar por que así fuera con todas sus fuerzas. Ya se encargaría la policía de investigar la muerte de la chica. Ellos tenían que continuar con su vida y dejar atrás la desagradable impresión que les había causado aquel crimen inexplicable.
* * *
Anido intentaba atisbar en la oscuridad los páramos por la amplia ventanilla del autobús. Un relámpago iluminó por unos segundos el impresionante paisaje agreste. Llovía a cántaros y se alegró de haberse llevado el Barbour. En un par de horas llegaría a Whitby. Estaba cansado del viaje y deseoso de cenar cualquier cosa, tomarse un par de whiskys y meterse en la cama del hotel. Esperaba haber acertado con el alojamiento. Hotel Langley. Cinco estrellas, vistas panorámicas, ambiente muy familiar. Sonaba encantador. Recordaba cómo Patricia siempre había intentado convencerle de que hiciese una escapada al norte. En ese momento se arrepentía de no haber subido a pasar unos días con ella. Quién iba a pensar que Patricia estaría entonces bajo tierra… Anido se preguntó quién se convertiría a partir de ese momento en su pareja favorita de las performances sadomasoquistas. Estaba Sue, claro. Siempre había tenido debilidad por él. Pero Sue se había convertido en la presidenta… Y no era precisamente una mujer con tendencias sumisas. Al contrario Jaime ya había probado su especialidad. Era un Ama muy seria y profesional. Aquella belleza de gata salvaje vestida de cuero podía volver loco a cualquier hombre con sus artes crueles. Pero Patricia… Jaime en su fuero interno era consciente de que Janz era insustituible dentro de su mundo perverso. Gracias a ella había sobrepasado todos los límites, había ido más allá de todas las expectativas iniciales. Patricia se había convertido en una esclava sexual perfecta. Toleraba todos los excesos, todos los caprichos que se le ocurrían en cada momento. No fijaba límites, confiaba ciegamente en su sabiduría como Amo. Jamás le defraudó. Se entregaba al sufrimiento con la devoción de una santa medieval. Agujas, látigo, fusta, velas… nunca resultaban suficiente tortura para ella. Anido era consciente de que muchos otros miembros de la hermandad envidiaban que Patricia Janz se hubiese entregado al español de aquella forma tan plena y sorprendente. De hecho, al principio ella consentía tener otras parejas sexuales, pero una vez establecido el vínculo entre los dos, no era muy feliz cuando él decidía que fuese poseída o dominada por otros que lo solicitaban. Obedecía a regañadientes. Lo único que no le gustaba de Patricia era su molesta afición a las drogas. Él la obligaba a acudir totalmente limpia a las sesiones de la hermandad. No soportaba verla con las pupilas dilatadas y la nariz goteando sangre, los continuos viajes al baño para meterse una raya tras otra. Había conseguido que se alejara de aquel mundo durante una temporada. No sabía si tras su regreso a España, Patricia había seguido metiéndose coca…
* * *
Delante de un enorme plato de pollo vindaloo y una cerveza Cobra, Geraint Evans veía la vida de un color diferente. Su novia, Eliza, había pedido cordero al horno tandoori y otra cerveza. Los dos adoraban la comida hindú y cenaban en el restaurante Passage to India una vez a la semana. Compartían el arroz basmati como casi todo en la vida desde que se conocieron en la Universidad de Durham. Ella terminó medicina y trabajaba en el Community Hospital de Whitby como anestesista. Él se había licenciado en Psicología compaginando los estudios con su trabajo policial. Eran una pareja perfecta: jóvenes, inteligentes, enamorados. Aún no se habían casado, a pesar de la insistencia de todos sus amigos, que se burlaban de la reticencia de él a pasar por la vicaría. A Eliza no le desagradaba la idea, aunque tampoco insistía demasiado. Vivían juntos y punto, no necesitaban nada más. Seguía tan enamorada de él como el primer día que lo vio en clase de Psicología Forense. Tan alto, con aquella mata de pelo castaño, los ojos nobles y honestos… todo un caballero de County Durham.
Geraint cogió otra cucharada de arroz y la mezcló con la salsa de curry. Buscó con los ojos al camarero y le hizo una señal para que se acercara: «Otra ración y dos cervezas más, por favor». Eliza empezaba ya a estar llena, pero se tomó un sorbo helado de Cobra para intentar hacer algo de sitio. Por lo menos libraba al día siguiente…
—Me ha llamado un español que quiere saber lo que le ocurrió a Patricia Janz. Parece ser que mañana por la mañana vendrá a la comisaría para hablar conmigo.
—¿Un español? ¿Qué tendrá que ver con esa chica un español? —preguntó Eliza.
—No tengo ni la más remota idea. Me ha dicho que es periodista y que eran muy amigos. A lo mejor quiere publicar la noticia del crimen en España. Parecía afectado, la verdad.
—Qué extraño, ¿no? —Eliza se recogió el pelo rizado en una coleta.
—Y tanto. Ha llegado hoy a Heathrow y se ha metido entre pecho y espalda el viaje en tren a York y el bus hasta aquí. Así que debe de estar muy interesado en el caso.
—A lo mejor es el asesino, Geraint. Y viene a ver si sabéis algo, como en las películas de detectives.
Geraint rebañó con un trozo de pan de pita la escasa salsa que quedaba en el plato y sonrió con ironía.
—Sería maravilloso, pero lo dudo mucho. Si la hubiese matado él no creo que fuese tan idiota como para arriesgarse a venir hasta aquí. Estaría tan tranquilo en su país, disfrutando de la vida y quién sabe si planeando cualquier otro asesinato del mismo estilo.
—Yo que tú, estaría muy atento a las palabras de ese periodista. —Eliza lo miró con los ojos color avellana muy abiertos y la expresión de seriedad convincente resaltada por los gestos de las manos—. Incluso deberías intentar recoger alguna muestra de su ADN… El asesino siempre vuelve al lugar del crimen, Geraint. Por lo menos, eso dicen…
—Pero no para meterse dentro de la comisaría de policía, digo yo. —Le encantaba aquella extraña ironía de su chica: nunca se sabía si estaba hablando en broma o en serio—. De todos modos, mañana estaré muy atento a todo lo que diga ese tal Jaime Anido. Los periodistas no suelen ser gente de fiar, ni en España, ni aquí, ni en ningún sitio. —Apartó el plato y colocó dentro los cubiertos, con el estómago a punto de explotar—. ¿Qué vamos a pedir de postre? ¿Helado de pistacho, como siempre? Yo, además, pediré un té indio con mucha canela…
* * *
La cama del hotel era una pasada: tenía incluso dosel, aunque el colchón era de viscoelástica. Lo único moderno en toda la habitación, que parecía anclada en los años cuarenta, con aquellos butacones blancos y la moqueta color rojo tudor. Las vistas desde los ventanales parecían espectaculares, pero estaba ya demasiado oscuro para apreciarlas, así que cerró los cortinones. Ya no llovía. Anido se tendió vestido sobre el edredón festoneado de puntillas, mirando el techo todavía más blanco que los sillones, lleno de molduras chantilly y decorado con pequeñas flores de lis de color caramelo. La lámpara de lágrimas doradas era el colofón rococó a todo el conjunto. Era como estar dentro de la casa de muñecas de una niña cursi. Mientras decidía si le gustaba el lugar, se quitó las botas de motero y cogió la botella de Jack Daniels que había comprado en el duty free. En el mueble bar había botellines de Coca-Cola. Bien. Pasaría de cenar. Eran ya las doce de la noche. Al día siguiente tenía que madrugar y no iba a ser capaz de dormir con el estómago lleno con algún indigesto sándwich de salchicha comprado en la tienda nocturna de un pakistaní. Fue al baño a coger uno de los vasos que estaban sobre el lavabo. Se miró en el espejo. Estaba ojeroso, con el pelo cano totalmente alborotado. Un aspecto lamentable. Se refrescó la cara con agua del grifo y volvió a la habitación, a la cama de color merengue.
El whisky pronto empezó a hacer el efecto deseado y, consecuentemente, Anido se encontró en un estado de somnolencia cálido, agradable. Patricia acudió a sus sueños etílicos casi al instante, con la melena larga y blanca, los ojos azul turquesa, desnuda, su cuerpo escuálido marcado por el látigo. Jaime creía estar tocando la piel pálida, las finas líneas rojas que atravesaban su espalda, sus nalgas, los muslos fuertes. Sujetaba la cruz de San Andrés por las muñecas y los tobillos, con tiras de cuero. Ella lloraba y gritaba, se retorcía, pero él no cejaba ni un momento de aplicar la pala sobre los pechos pequeños de niña, rojos bermellón por culpa del castigo. Luego, harto de los gritos, la amordazó con una bola negra y roja y la folló sin miramientos, primero con la mano, luego con un consolador negro enorme. Terminó el castigo desprendiéndola de la cruz, colocándola de rodillas ante él y forzándola a realizar una felación salvaje que la ahogaba. Anido la obligó a mirarle a los ojos agarrándola del cabello mientras ella chupaba, obediente: observó satisfecho cómo caían las lágrimas del ahogo y perlaban la piel sudorosa. Imaginar aquella mirada le produjo un placer tan intenso que Anido perdió el control por completo.
Cuando se dio cuenta, estaba empapado y sudoroso, totalmente borracho sobre la cama con dosel. Había manchado todo el edredón sin darse cuenta. A duras penas, con la cabeza dándole vueltas, se levantó y fue al baño a asearse un poco.
* * *
Jueves, 10 de junio
El inspector jefe miró su reloj: eran las nueve y media. Los españoles no solían caracterizarse por su puntualidad, eso seguro. Sonó el teléfono. Había un hombre que decía tener una cita con el inspector jefe a las nueve y media, dijo su secretario. Bien. Que pase. Por fortuna se había equivocado. Llegaba justo a su hora. No tardaron más de medio minuto en sonar unos golpes en la puerta.
Evans levantó la voz para hacerse oír.
—Adelante. Pase.
Cuando se abrió la puerta, vio a un hombre canoso, de estatura mediana, constitución fuerte, vestido como todos los fotógrafos del mundo: camisa blanca, pantalón caqui de Coronel Tapioca, Barbour verde en la mano, gruesas botas de senderismo. Se dirigió a él con decisión. Parecía una persona agradable.
—Soy Jaime Anido. —Su inglés sonaba todavía más fluido que por teléfono, y su acento, un poco menos marcado—. Teníamos cita hoy, lo recuerda… ¿verdad? Por el caso de Patricia Janz…
—Inspector jefe Geraint Evans. Encantado. —Le dio la mano, que el español apretó con fuerza—. Siéntese.
Anido se sentó en una de las sillas, frente al inspector. Le llamó la atención su semblante serio, su aire típicamente británico, un poco a lo Liam Neeson, pero algo más delgado. Rebosaba honestidad y limpieza por todos los poros. Nada que ver con todos aquellos detectives alcohólicos y torturados de la novela negra británica. Aquel hombre parecía recién salido de Eton o de Oxford. Saludable y con la frente despejada. Podían haberlo elegido como modelo para la foto del policía perfecto.
La voz untuosa de Evans también le resultó sorprendente. Era agradable, como la de los reverendos en la iglesia dominical.
—Dígame, Anido. Ha venido hasta aquí desde España para preguntarme sobre el caso de Patricia Janz. Es curioso, porque ya sabrá que es un caso complejo y que poco le puedo informar sobre el asunto.
—Ya lo he visto en la prensa. Patricia era una gran amiga mía. Acabo de enterarme hace muy poco de su muerte. Aún estoy algo confuso. Me gustaría saber qué ocurrió realmente. Como sabe, soy periodista. Me interesa el caso. Me interesa saber qué ha pasado realmente con Patricia.
—Si no es indiscreción… me gustaría preguntarle cuál es la naturaleza exacta de su relación con la chica —dijo Evans—. ¿Cómo un español viaja tantos kilómetros para venir aquí arriesgándose a no sacar nada en limpio?
—Patricia fue mi «novia» —Anido hizo el gesto de comillas con los dedos—. Salimos juntos una temporada en Londres. Nada serio. Luego yo me fui a España, y ella no pudo asumirlo… Así que perdimos algo el contacto. Yo seguía apreciándola… pero Patricia estaba muy enfadada conmigo, por supuesto. Así que no me extrañó no saber nada de ella durante algún tiempo. Pensé que seguía dolida… nunca me imaginé que, en realidad, estuviera muerta. Es… es algo impensable. No puedo quitármelo de la cabeza.
—¿Su novia? Pues es extraño. No hemos conseguido establecer ningún vínculo estable de Patricia en Londres, al contrario que aquí. Es la primera relación «normal» de la que tenemos noticia.
—Lógico. Al haberme ido a España… no tenían por qué tener referencias… yo en Londres no conozco a mucha gente, la verdad. Patricia siempre era bastante discreta en todo lo que hacía. Tampoco me contaba mucho, ni me presentó a nadie, mucho menos a gente de su familia o entorno. —Anido procuraba disimular la tensión todo lo que podía, sabía que si revelaba lo que sabía, él y todos los de la hermandad tendrían que empezar a contestar muchas preguntas.
—¿Patricia se drogaba?
—La verdad, puede que lo hiciera. No delante de mí, por supuesto. No soporto a la gente que se mete droga. Es superior a mí.
—Se encontraron rastros de cocaína en la autopsia. No eran recientes. Pero allí estaban. Ya sabrá que el cabello es una gran fuente de información.
—Podría ser. —Anido se encogió de hombros—. Ya le he dicho que no tenía demasiada constancia de las actividades de Patricia, salvo cuando quedábamos. Siempre tenía mucho dinero. Nunca supe de dónde lo sacaba. Ella decía que su padre estaba forrado y le pasaba una asignación enorme. Además, solía trabajar en discotecas y demás, de gogó. Era una bailarina excepcional. Una chica muy sexy, ya sabe.
—¿Ha oído hablar alguna vez de El Ruiseñor y la Rosa?
A Anido la pregunta le pilló totalmente por sorpresa. Había ido a Whitby a enterarse de lo que había ocurrido con Patricia, y de repente, el inspector jefe lo estaba interrogando a él con la última pregunta que quería contestar. Levantó las cejas, intentando disimular su expresión de asombro con cara de poker.
—¿El Ruiseñor y la Rosa? ¿No es el título de un cuento infantil, o algo así?
—Sí, el título de un cuento de Óscar Wilde, exactamente. Pero puede ser algo más. Algo en donde Patricia estaba metida. Algo gordo.
—No he oído hablar de nada así en toda mi vida. Insisto. Patricia no me hablaba de su vida privada ni de sus actividades.
Las sensibles antenas del inspector jefe detectaron una casi imperceptible vacilación en el tono de voz del fotógrafo. Estaba mintiendo, estaba seguro. El Ruiseñor y la Rosa. Había dado en el clavo… pero ¿en el clavo de qué, exactamente?
—Me gustaría saber cómo murió Patricia. —Anido cambió el tema de la conversación de repente, intentando esquivar más preguntas sobre la hermandad—. He visto en los periódicos la descripción del asesinato. Pero no estoy convencido de que la prensa diga la verdad.
Geraint Evans sopesó la posibilidad de enseñarle las fotografías del crimen. ¿Por qué no? No tenía nada que perder. Estaban estancados desde hacía meses. Quizá ver las fotos de su amiga lo preparara para ser más colaborador con la investigación, después de todo.
—Venga por aquí. Tengo todo el caso expuesto en un corcho. Le aviso: las fotografías son terribles. Si usted tenía alguna relación amorosa con esa chica… no va a ser algo demasiado agradable de contemplar…
Evans abrió una puerta lateral del despacho y pasaron a la amplia sala de reuniones. El inspector jefe abrió las persianas y encendió la luz. Allí estaba el corcho, cubierto de fotografías y folios colgados con chinchetas. Anido se acercó con prevención. Reconoció desde lejos el pelo rubio, casi blanco, de Patricia, y entonces un mundo de horror lo invadió y lo dejó paralizado. Estaba vestida con un sudario recamado con perlas, apoyada en la hierba; la cabeza, separada del cuerpo. Pálida, ni una gota de sangre en su cuerpo. La estaca penetraba el corazón, y Anido recordó las imágenes recién leídas de Lucy Westenra en el cementerio de Highgate. Traspasada por su novio con una estaca, la cabeza cortada, la boca llena de ajos.
El inspector jefe observaba a un boquiabierto Anido ante el corcho del horror que había conformado durante varios meses. Le gustó su reacción. Era evidente que estaba asombrado y que no había visto a Patricia muerta hasta ese momento. Decía la verdad, por lo menos en eso…
—¿Qué le parece? Terrible, ¿verdad? —lo dijo con un sentimiento sincero—. Confieso que nunca he visto nada igual.
—¿La violaron?
—La autopsia dice que brutalmente. Fue atada y torturada durante horas. Tenía todo el cuerpo destrozado.
Anido se pasó las manos por la cara. Torturada y atada. Pero sin su consentimiento. El Ruiseñor y la Rosa. Entonces entendió la urgencia de Sue. ¿Sospechaban que alguien de la hermandad había matado a Patricia? ¿O era alguien de fuera? Puede que el inspector jefe no supiera lo que significaba la hermandad, pero alguien le había indicado la dirección correcta. Por él no iba a saber nada, eso por supuesto. Pero tenía que poner sobre aviso al resto de los miembros. Y alguien tenía que encargarse de investigar entre ellos. Si el asesino de Patricia formaba parte de la hermandad, todos corrían mucho peligro. Tenía que ir a Londres inmediatamente. Hablaría con Sue nada más salir de la comisaría.
—Me gustaría estar en contacto con usted mientras esté en Inglaterra —interrumpió sus pensamientos el inspector Evans—. ¿Va a quedarse mucho tiempo, señor Anido?
—Oh… —Anido dudó unos instantes—. Todavía no lo sé… Me marcho a Londres, a ver si puedo averiguar alguna cosa, ya sabe, ese golpe de suerte que de vez en cuando tenemos los periodistas.
—¿Dónde va a alojarse? —le preguntó Evans.
—Todavía no lo sé… —mintió Anido—. Pero le daré mi teléfono para que pueda llamarme cuando lo desee, inspector.
—Perfecto, muchas gracias —sonrió Evans—. Recuerde llamarme si encuentra algún detalle, por pequeño que sea, que nos permita encontrar alguna luz. ¿De acuerdo?
—Descuide, inspector. Muchas gracias a usted por su tiempo.
Cuando Anido abandonó las dependencias policiales, Evans se sentó, pensativo. Comprendió que el fotógrafo español se había quedado muy conmocionado por las fotos; ese hombre no la había matado, pero también supo que él sabía cosas que no había querido decirle. Eliza tenía razón, allí había gato encerrado. Y parte de su trabajo consistía en averiguar cosas que la gente no quería contarle.