Miércoles, 9 de junio, 14:00 h
Morgado se ofreció gentilmente a llevarlos en su coche al restaurante, y luego a acercarlos de nuevo a la facultad, así no tendrían que coger el suyo. Cuando Valentina vio a Christian Morgado abrir con su mando a distancia un Mini-Cooper Cabrio azul, no pudo por menos de sonreír de oreja a oreja y anotar un punto más en el casillero mental que la inspectora había estado confeccionando, casi sin querer, para el profesor Morgado. Le había impresionado su seguridad y brillantez, algo que Sanjuán no había dejado de percibir.
—Me encanta este coche. Cuando tenga dinero me lo compraré. Es un verdadero capricho —dijo Valentina.
Morgado la miró, quitándose las gafas negras de Dolce & Gabbana. Sonrió, desplegando todas sus plumas como un pavo real.
—Permíteme decirte, Valentina, que estás guapísima. Y el color del coche hace juego con tus ojos…
—Gracias. Eres muy amable, Morgado. Pero te recuerdo que tengo que estar seria y que no admito coqueteos, estoy de servicio. —Valentina le contestó con una expresión indudablemente agradecida—. Y, por otra parte, mis ojos no son azules. Son grises. No es lo mismo.
—Puedes estar todo lo seria que quieras. Seria estás todavía más guapa, si eso es posible —replicó Morgado, que evidentemente se encontraba en su salsa en el juego del cortejo.
Javier Sanjuán asistía impertérrito a ese intercambio de cumplidos, al tiempo que apartaba los cuadernos anillados que se amontonaban en el asiento de atrás del Mini para sentarse sin estropear ninguno de los trabajos de fin de curso de los futuros arquitectos coruñeses. Morgado lo miró a través del retrovisor, mientras Valentina ocupaba el asiento del acompañante.
—Sanjuán, ¿ya se ha bañado? Seguro que el agua está ahora buenísima, con el calor que hace… —dijo con un tono de maldad evidente, que encantó a Valentina.
—¿Bañarme? No, no me he bañado. Por ahora le tengo mucho cariño a mis extremidades inferiores, y algo me dice que las perdería si me bañara en la playa —contestó Sanjuán, quien nunca tenía problemas en participar en una broma, aunque fuera a su costa.
—Una lástima. El agua del Atlántico tiene unas propiedades insospechadas para la salud. Y por aquí no hay tiburones, que yo sepa. —Valentina quiso sumarse a la broma, y para ello adoptó un aire doctoral digno de un médico de los programas de televisión matinales.
La larga cola de coches que iban hacia Santa Cruz desesperó a Valentina. Tardaron un cuarto de hora en recorrer un par de kilómetros. Pero cuando Morgado aparcó el Mini-Cooper en un restaurante al lado del mar y tomaron asiento en una terracita con vistas al castillo, comprendió que había valido la pena. Además, se podía contemplar un precioso panorama de La Coruña a lo lejos, para alegría de Sanjuán. Era un restaurante típico, de estilo marinero, con gran variedad de pescado fresco en la carta y el marisco a un precio muy razonable. Las olas del Atlántico rompían a pocos metros de donde ellos estaban.
Después de devorar unas almejas y unas navajas a la plancha, con un albariño de la casa realmente notable y una empanada de zamburiñas que podía pasar a la historia de la cocina internacional como un verdadero acontecimiento, la conversación empezó a derivar hacia el crimen de Lidia Naveira y las fotografías que Valentina había enseñado a Christian Morgado en su despacho minutos antes.
Así pues, la charla intrascendente cesó, y Morgado adoptó un tono grave.
—Lo cierto es que el crimen es atroz, y esas fotos… tardaré en olvidarlas, la verdad.
Valentina y Sanjuán no dijeron nada, invitándolo a continuar.
—Quienquiera que haya hecho algo así, conoce perfectamente el cuadro de Millais —siguió Morgado—. No sé si os habréis fijado, pero hasta las flores están dispuestas de una forma muy parecida. Algo que no debe de ser nada fácil de hacer. Debió de costarle un triunfo ser tan meticuloso.
Sanjuán intervino.
—En mi opinión, estamos hablando de un psicópata con ganas de notoriedad. Muy probablemente un artista, o al menos un enamorado del arte, pero sin duda alguien que ha fracasado en que el mundo lo reconozca como el genio que es. Alguien que hace performances, un creativo. Pero con la macabra idea de matar primero, claro. Ese es el punto.
Valentina, que asistía expectante a la conversación, recordó de pronto que apenas había comido en condiciones desde que recibió el encargo de liderar la investigación, así que llamó con un gesto a la camarera. Le apetecía un postre.
—¿Tomamos algo de postre? —preguntó a sus compañeros de mesa—. A mí me apetece, la verdad…
—Yo sí, creo que aquí tienen un tiramisú para chuparse los dedos, inspectora. —Morgado la miraba con una cara de admiración, que ni siquiera las gafas de sol podían contener. Se le notaba a leguas el interés que sentía por Valentina Negro.
—Que sean dos, entonces. ¿Tú no quieres, Sanjuán? —preguntó Valentina.
—Esperaré a ver qué tienen en la carta. Hoy no tengo el día de tiramisú… Eso sí, tomaré un café cortado.
—Pide un café de pota con gotas —terció Morgado—. Es sobresaliente. Pues bien. He estado pensando en toda la gente que hay por la zona que esté interesada en el arte prerrafaelita. Estoy yo, claro, eso es evidente. En Santiago hay un par de profesores en la Facultad de Historia que también son especialistas en ese tipo de arte: Lois Lourenzo y José Castro. Este último fue mi profesor en la tesina, un hombre realmente encantador. Un erudito. Claro que está a punto de jubilarse, tiene setenta y cinco años ya. —Morgado sacó una cajetilla de Chesterfield y un mechero—. ¿Os molesta que fume?
—En absoluto. Yo también me fumaré un cigarrillo con el café —se apresuró a decir Sanjuán, siempre atento a aprovechar las oportunidades para practicar el único vicio que pensaba que le quedaba—. Bien. Están esos dos señores en Santiago de Compostela. Por lo que veo, no hay mucha gente interesada en los prerrafaelitas. Es extraño, es un estilo muy popular. A mí me gusta, por cierto. Cuando estuve en Londres me llamaron mucho la atención en la Tate Gallery.
—En España ese tipo de arte está muy mal visto —se puso a explicar Morgado, adoptando a su pesar un cierto aire profesoral—. Lo que se lleva ahora es el tema de los animales en formol, las performances con excrementos, cuerpos plastificados… todo muy agresivo. Y también la creación con vídeo y luces de neón, las performances en las que se deja morir a un perro de hambre atado a una estaca… Está todo muy mal para los amantes de la belleza. Ha desaparecido por completo del mundo del arte. Poco a poco, los únicos creadores de arte figurativo se han organizado en guetos de la vergüenza, casi todos ocultos en la sombra, como delincuentes.
Después de que Sanjuán esperara a que Valentina pidiera los postres y los cafés —al fin el camarero apuntó dos tiramisús y una tarta de queso para él, y tres cafés de pota—, se dirigió de nuevo a Morgado.
—No te centres solo en profesores o eruditos. También puede ser interesante el mundo de los galeristas, marchantes… toda esa gente relacionada un poco más indirectamente. Y también pintores, por supuesto. Artistas en general.
—Os haré un listado de todos los nombres que se me ocurran. Además, preguntaré por ahí a colegas y conocidos de ese mundillo. Otro nombre que me viene a la mente es el de un mecenas y comprador de arte bastante famoso en la zona. Pedro Mendiluce, el empresario.
Sanjuán y Valentina hicieron un gesto de desconocimiento casi a la vez. Se hizo el silencio cuando la camarera llevó los postres y el café de pota, con la consiguiente botellita de aguardiente de hierbas.
—¿No os suena el nombre de Mendiluce? ¿De verdad? —preguntó extrañado Morgado—. Es uno de los empresarios más acaudalados de la zona.
—No es extraño, Morgado. Yo he estado varios años fuera de La Coruña, y Sanjuán, como sabes, no es de aquí —puntualizó Valentina.
—Claro, os cuento: Pedro Mendiluce es uno de los coleccionistas de arte más importantes de La Coruña, y si me apuras de todo el país. Se comenta que tiene un par de Rossettis y un Burne-Jones de exposición en su sala de estar. Cuadros de valor incalculable. Un hombre fascinante.
—¿Lo conoces? —Valentina atacó el tiramisú con expresión golosa. Estaba delicioso, y su cuerpo parecía haber tomado el mando, conocedor de que estaba necesitando una energía que su dueña le había negado en los últimos días debido a la ansiedad.
—Sí, más o menos. A veces nos movemos en ambientes parecidos, sí, es cierto. —Morgado parecía buscar las palabras apropiadas—. De todos modos, hace siglos que no lo veo ni hablo con él. Hemos perdido el contacto, por decirlo así. Tuvo problemas con la policía hace un tiempo, por culpa de la desaparición de su esposa. Una francesa guapísima, amante de la ópera y del arte… una mujer exquisita, sí señor. También estaba forrada de dinero.
—¿Desaparición de su mujer? ¿Qué quieres decir exactamente? —Sanjuán lo miraba con la ceja enarcada.
—Mendiluce siempre afirmó que se había fugado con un artista joven que él apadrinaba, un tal Carlos Bello. Pintaba de puta madre. Hacía honor a su apellido, era un tipo refinado al que nunca más volvimos a ver por La Coruña. Pero la Policía Nacional lo investigó durante un tiempo por sospecha de asesinato. A Mendiluce, claro, no a Bello. A partir de ese momento Mendiluce se mantuvo una temporada bastante tiempo fuera de Mera, que es donde tiene la casa. Ahí perdí el contacto con él. Luego volvió. La última noticia directa que tuve fue por una becaria que me asistió el año pasado. Una noticia bastante sórdida, si he de ser sincero.
De nuevo Valentina y Sanjuán permanecieron en silencio, esperando que Morgado relatara esa historia que, a todas luces, estaba deseoso de contar.
—Bien. Sonia era una becaria adscrita a mi departamento, cuya tesis supervisaba personalmente. Una chica espabilada, muy guapa, buena investigadora. Una mañana apareció destrozada. Lloraba por las esquinas y no daba pie con bola. Le auguraba un gran futuro como arquitecta, pero al final se fue a Pontevedra a estudiar Bellas Artes. Cuando le pregunté qué le pasaba, rompió a llorar desconsoladamente. Parece que el día anterior la habían invitado a una fiesta en casa de Pedro Mendiluce. Ya dije que era guapísima, ¿verdad? Una verdadera belleza de pelo negro y ojos verdes. La hindú, la llamaban en clase. Según me contó cuando se tranquilizó y se decidió a hablar conmigo, en la fiesta aparecieron un montón de chicas jovencísimas de los países del Este. A todas luces, prostitutas. Algunas parecían tener menos de dieciséis años, incluso. Se montó una orgía de padre y señor mío entre los empresarios y altos cargos que había por allí, señores maduros hechos y derechos, y las niñas. A Sonia, dos brutos medio borrachos quisieron violarla en una de las habitaciones. La encerraron dentro y sacaron un montón de billetes para comprar el asunto, ya me entendéis. Una barbaridad. No supo cómo consiguió escapar de allí, logró abrir la puerta y salió por piernas. Todo un cuadro, ¿verdad?
—Y ella… ¿no denunció a sus agresores y todo lo que estaba pasando? —preguntó Valentina.
—Yo creo que Mendiluce compró su silencio con una gran cantidad de dinero —contestó Morgado—. De pronto, Sonia apareció con un coche nuevo, ropa muy cara… y acabó marchándose a Pontevedra, como dije. Quizá huyendo de aquí. En fin… —Morgado se estiró en su asiento—, lo cierto es que pasó un mal trago. Estuvo tomando medicación una buena temporada. Psicólogos, psiquiatras, todo eso…
Valentina comprendió que tenía que hablar con esa chica.
—¿Sería posible conseguir el teléfono de Sonia?
—No lo tengo conmigo, inspectora. Pero esta tarde, en cuanto llegue al despacho, te llamo y te lo paso sin mayor problema.
Cuando terminaron la comida, Morgado los llevó de nuevo a la facultad. Al despedirse, Valentina le recordó lo del teléfono de Sonia y le pidió un listado de especialistas de arte prerrafaelita. De repente, Morgado le imprimió dos besos sentidos en las mejillas, que la inspectora pareció aceptar con evidente agrado. Sanjuán no quería reconocerlo, pero en el fondo de su estómago estaba empezando a sentir algo muy parecido a los celos. Aquel Morgado no parecía cortarse un pelo a la hora de ligar. No quería imaginarse todo lo que podía hacer con sus alumnas…
—¿Qué te pareció? —le preguntó Valentina, una vez que lo llevaba de vuelta al hotel. Sanjuán tenía prisa por llegar: sentía un cierto agobio por la conferencia que impartiría después en el congreso.
—Si te refieres a la comida, estuvo deliciosa. Y el sitio, una pasada. En cuanto a todo lo demás, muy interesante lo que dijo sobre ese tal Mendiluce. Prostitución, asesinato, violación, chicas núbiles… todo en uno. Yo iría a visitar a Mendiluce uno de estos días. Si quieres, te acompaño a verlo. Me ha picado la curiosidad. Es un personaje muy interesante, tiene razón Morgado. Todo un hallazgo —Sanjuán dijo todo eso sin traslucir un ápice de molestia por el evidente interés que la inspectora había mostrado por Morgado, y viceversa.
—Pues no tengo mayor inconveniente en que vengas conmigo, Sanjuán. En cuanto sepa algo del asunto, te llamo. Ya sabes cuánto te agradezco la ayuda que estás prestándonos… Solo espero no abusar, de verdad. —Y al tiempo que dijo esto le sonrió de un modo que Sanjuán, esa vez sí, realmente acusó, y deseó de todo corazón que esa chica no volviera a sonreír a un hombre de ese modo nunca más en la vida. Solo a él.