Bodelón subió al primer piso del edificio donde había transcurrido la vida de Lidia Naveira. El portal de Lidia estaba tan saturado de gente que le costó Dios y ayuda sortear a periodistas y vecinos curiosos sin llamar demasiado la atención. Subió por la antigua escalera. Nunca cogía el ascensor. Odiaba los ascensores. Además, subir escaleras era bueno para mantenerse en forma. Esa era la disculpa. En realidad, ocultaba a todo el mundo una fobia cerval hacia aquellos aparatos suspendidos en el aire que se podían caer en cualquier momento. Aparatos en el aire que no eran de fiar, al revés que sus piernas. Llamó al timbre. A la altura de sus ojos había colgado un corazón de Jesús de plata. La tapa de la mirilla hizo un leve ruido al caer sobre la lente.
Al momento abrió, con la cadena puesta, una señora mayor, gruesa, vestida con un mandil cruzado con cuadritos verdes y marrones. La mujer vio con agrado a un hombre alto, con el cabello rapado, de facciones correctas y amables ojos castaños, y muy musculoso. También vio una brillante placa de la policía asomando en el hueco que quedaba entre la puerta y el quicio.
La mujer cerró y quitó la cadena. Luego abrió de par en par.
—Es policía, ¿verdad? Pase, pase, joven. Me llamo Maruja. ¿Usted es…?
—Daniel Fernández Bodelón, subinspector de la Policía Nacional. Encantado.
—Pase, por favor, y siéntese. ¿Quiere un café?
—Sí, por favor. Me encantaría un café.
Bodelón entró en aquella casa suspendida en el tiempo. Un gran cuadro de la Virgen del Rosario presidía la mesa del comedor. Había tapetes de ganchillo en los sillones, flores de plástico en un jarrón y también una televisión de plasma que contrastaba de forma sorprendente con aquella decoración propia de la época del NO-DO.
—Siéntese, siéntese. Sin miedo, joven. Espere un poco mientras le hago el café. ¿Cómo lo quiere? Tengo la Nespresso. Me la ha comprado mi hijo. Igual que la televisión… Así que puedo hacerle un montón de cafés distintos. No sé cuál es el sabor de cada uno, no los distingo, la verdad…
—Un café normal, gracias. El que más rabia le dé. No tengo ninguna preferencia.
Bodelón escuchó a la mujer coger tazas y platos. Echó una rápida mirada por el salón. Por lo visto, el hijo era piloto de Iberia: había varias fotografías de un hombre maduro vestido con el típico uniforme azul, sonriente y flanqueado por dos chicas con pañuelos al cuello. Apareció la mujer con una bandeja y dos cafés, además de un plato de galletas.
—Viene por lo de Lidia, seguro. Pobre chica. Ha sido una desgracia horrible. Su madre no ha salido de casa desde el día de su desaparición, y su padre… Yo creo que el padre se ha vuelto totalmente loco. No me extraña. ¿Azúcar?
—Dos cucharadas, por favor. Gracias. Es usted un cielo, señora Maruja.
—No recibo muchas visitas desde que murió mi marido, hace un par de años. —Puso los ojos hacia el cielo—. Mi hijo está siempre de viaje, y me encuentro bastante sola. Por no hablar de la fibromialgia, que me tiene siempre metida en la cama. El médico me dice que vaya a la piscina y me mueva, que soy muy joven aún, pero comprende que no me apetece demasiado, con dolores por aquí y por allá todo el tiempo…
El subinspector escuchaba atentamente, buscando un leve resquicio para poder cortar la conversación de la buena mujer, que amenazaba con prolongarse hacia el infinito. Al fin se atrevió a interrumpirla, a la vez que cogía una de aquellas galletas que tenían todo el aspecto de haber sido cocinadas hacía varios siglos en el horno de un convento. Las probó para que la señora se sintiese cómoda y descubrió que estaban deliciosas.
—Están buenísimas estas galletas. ¿Las hace usted?
Fernández Bodelón sonreía con encanto de hijo responsable. La verdad era que sabían bastante mejor de lo esperado. Tenían un leve toque de jengibre y clavo que le resultó sorprendente.
—Oh, sí, hijo. Es una receta de mi madre, no sé dónde aprendió a hacerlas. Le gustaban muchísimo a Lidia. Se las llevaba siempre, a ella y a su hermano, cuando eran pequeños. Ellos siempre han vivido aquí, ¿sabe?
—¿Sí? No lo sabía.
—Una niña muy buena, con la cabeza muy bien amueblada. Muy buena estudiante, y guapísima, se habrá usted fijado. Ese pelo rojo era espectacular. Yo siempre le decía que se dedicara a ser modelo, pero ella respondía que no era suficientemente guapa para eso. Las chicas jóvenes, qué cosas tienen. Siempre tenía algún chico que la rondaba, pero el único novio que yo le recuerdo era un hombre que no me gustaba nada para ella.
—¿Novio? ¿Lidia tenía novio? —La voz del subinspector denotaba cierta sorpresa—. Es curioso, porque su padre nos dijo que no tenía ninguna relación, ni novios conocidos…
—Oh, no lo sabía. ¡No habré dicho algo improcedente!… ¿Eso dice el padre? Ah. No lo sabría. Es que yo la veía llegar por las noches… desde la ventana, claro. Es que con todo el jaleo del botellón en esta zona es difícil dormir. Yo tengo insomnio desde hace varios años, desde que murió mi esposo, y me niego a tomar pastillas… Bueno. Lidia solía aparecer los viernes sobre las 4 de la madrugada, en un Mercedes negro muy bonito, deportivo, parecido al de mi hijo. Ella y su novio, un hombre moreno y muy guapo, por cierto, se despedían en el portal. Él iba siempre muy trajeado, con gomina en el pelo. No me gustaba nada, era demasiado mayor para ella. Tendría sobre treinta y cinco, cuarenta años. Parecía un político, alguien importante. Alguna vez la agarró del brazo con fuerza… Eso tampoco me gustaba nada.
El policía adelantó el cuerpo hacia ella, mostrando total atención. Aquella mujer parecía una bendición del cielo.
—¿La agarró del brazo? ¿Quiere decir de manera violenta?
La señora Maruja reflexionó durante unos segundos.
—Algo parecido. Discutían mucho. A veces se metían en el portal y él gritaba bastante. Lidia hablaba más despacio, pero también tenía su carácter, no se crea. Luego ella subía en el ascensor. —En este piso se oye todo, y eso que es de construcción antigua, fíjese usted qué paredes, son de papel. Y él esperaba un rato abajo y luego se marchaba.
—¿Hace mucho tiempo que ocurrieron esas escenas? —Daniel empezó a tomar nota de todo lo que la señora Maruja estaba diciendo en una agenda de color negro que siempre llevaba consigo.
—Oh, más bien sí. Más de seis meses, creo recordar. Últimamente, Lidia estudiaba mucho, hacía mucho deporte y no salía por la noche tanto como antes. Y solía llegar con su grupo de amigas, o sola. Pero la verdad, no volví a ver a ese señor nunca más por aquí.
—No se acordará de la matrícula del coche, por casualidad…
—Oh, qué va, hijo. Si casi no veo. Estoy en lista de espera para la operación de cataratas desde hace más de un año y aún sigo esperando… Ojalá la hubiese visto. Me acordaría, eso seguro. ¿Puede ser un sospechoso?
—Puede ser, señora Maruja. Avísenos si ve algo, o si reconoce a ese hombre. Tome mi tarjeta. Gracias por el café. Y las galletas… estaban riquísimas.
—Pues no te vas a ir sin unas pocas, hijo.
El subinspector negó con la mano, pero fue en vano. La señora Maruja se dirigía ya con decisión hacia la cocina para coger un buen montón de galletas de la alacena.
* * *
Velasco también estaba cumpliendo con las órdenes de Valentina: escudriñar todo lo que pudiera acerca del cuadro y su historia. Se frotó los ojos, cansado, y vio que era ya hora de ir a comer. Había impreso un montón enorme de hojas, que había intentado clasificar por temas. El cuadro de Millais no salía de su mente: cerraba los ojos y allí estaba, Ofelia, Ofelia, su pelo mojado, las manos blancas, la calavera escondida que no se veía a simple vista, el petirrojo escondido entre el follaje… El petirrojo era un detalle que se le había escapado al asesino. No había petirrojo en la escena del crimen. «Un petirrojo enjaulado tiene a todo el cielo encolerizado». Se acordó de la película de El dragón rojo y de los versos de William Blake. Nunca supo lo que querían decir. En vez de un petirrojo, el asesino prefirió rodear el cuerpo de un montón de patos asquerosos. Se dio cuenta de que estaba empezando a divagar. Necesitaba urgentemente glucosa y algo de comida. Una Coca-Cola, por ejemplo, le iría de perlas. Y un bocadillo de cualquier cosa. De jamón, por ejemplo. Se estiró en la silla y decidió que bajaría a tomar algo. No le apetecía en absoluto volver a casa: la sentía totalmente vacía desde que Robert, su novio, se había ido a trabajar de nuevo a Terrassa. Se moría por verlo. Un mes sin él era un mes sin vida. Robert lo había sacado del ambiente, de los cuartos oscuros y de las resacas en la cama de algún desconocido guapo y escuálido. Mejor no pensar en el asunto. Faltaba poco para que volviese a La Coruña de nuevo.
Repasó las notas que había conseguido reunir hasta esos momentos. La modelo del cuadro, Elizabeth Siddal, murió de una sobredosis de láudano en plena juventud. Su marido, ahogado en el sentimiento de culpa más salvaje, había enterrado en el ataúd los manuscritos de su más perfecto poemario, en el cementerio de Highgate. Años después, ya famoso y solicitado, el extraordinario poeta Dante Gabriel Rossetti pidió la exhumación del cadáver para recuperar su obra. La leyenda contaba que el cuerpo de Elizabeth estaba incorrupto en la noche, a la luz de las antorchas, el largo pelo rojo invadía la caja como las ramas de una hiedra. En realidad, Rossetti recuperó el legajo con varias páginas surcadas por pequeñas galerías, alimento de gusanos que salieron del cuerpo de su infortunada. Todo aquello era muy macabro. Aquella pintura estaba maldita.
Dudaba que estudiar aquel cuadro fuese a llevarlos a algún sito. Velasco estaba convencido de que el asesino de Lidia era alguien que la conocía. Con seguir la investigación habitual, seguro que llegarían a alguna parte. Los resultados de la Científica no tardarían en llegar, y pronto aquel cuadro tan macabro desaparecería de su vista, y se podría dedicar al trabajo de calle, no a estudiar la simbología de unas flores de plástico, algo que también le había pedido Valentina. Prefería con mucho estudiar las flores y el vestido, seguir la pista, averiguar de dónde procedían. Fibras, huellas, semen… eso era lo verdaderamente importante. Las pruebas. No los símbolos. Aquella investigación era como buscar el puto código da Vinci.
Llamó a Bodelón. Quizá había encontrado algo decente entre la vecindad de Lidia Naveira, algún indicio, algo provechoso para iniciar las pesquisas. A lo mejor podía comer con él, si la mujer estaba en el trabajo. Así podría olvidar un rato el vacío que sentía a cada momento en el plexo solar. Le iría bien algo de compañía.
* * *
Anido recorrió los pasillos de la terminal 3 de Heathrow empujando un carrito con la maleta y el equipo fotográfico colgado en una mochila. Era una liberación volver a Londres. Observó con evidente placer la mezcla de seres humanos de cualquier parte del mundo. Escuchar aquella babel de idiomas, admirar el desfile interminable de turbantes, saris, sombreros de cow-boy, velos, gorras de béisbol… era algo que solamente era posible en el aeropuerto más cosmopolita del planeta. Se acordó de que tenía que llamar a Lúa. Decidió que lo haría después, por la noche, cuando llegase a Whitby. El avión había llegado con una puntualidad cronométrica, pero tuvieron que esperar un eterno cuarto de hora hasta que el finger quedó libre. Miró su Breitling: le quedaba poco menos de hora y media para llegar a King’s Cross y coger el tren para el norte, hacia York. Luego, un bus hasta llegar al pintoresco pueblo pesquero de Whitby. Allí se las arreglaría perfectamente en un bed and breakfast cerca de la playa. Las fotos del sitio en internet eran encantadoras.
Tendría que pillar un taxi de inmediato. No le sobraba ni un minuto de tiempo.
* * *
El entierro de la malograda Lidia Naveira se producirá mañana a las 12:00 horas en el cementerio de San Amaro. A él asistirán todas las autoridades locales. Se prevé que será multitudinario, y desde el Ayuntamiento se ruega a la gente que utilice el transporte público, al estar la calle de Orillamar cortada por obras…
Cerró la página de La Gaceta en internet y lamentó que por el momento no hubiesen trascendido fotos de su obra al gran público.
Él ya tenía las fotos de Lidia en su momento más íntimo, de transfiguración. Con aquellas fotos y las grabaciones de todo el proceso había logrado, al fin, retomar su inspiración creativa. Estaba pintando de nuevo. Y era una obra maestra, lo presentía. Nadie volvería a decir jamás que no era un artista de primer nivel. De sus manos estaba saliendo algo grandioso. Siempre estaría en deuda con aquella chica pelirroja que había alimentado de un modo tan extraordinario su sensibilidad.
Le llevaría flores a la tumba cuando todo se calmara… una amapola, para el sueño y la muerte. Narcisos. Rosas de mayo. Nomeolvides. Y una guirnalda de violetas que dejaría descuidadamente sobre la lápida de aquella joven tan hermosa.
Él era un hombre muy agradecido.
* * *
Lúa esperaba la llamada de la inspectora Negro. Estaba ansiosa por saber si había aceptado la propuesta de intercambiar las fotos por información. Era dura de pelar aquella chica. Si Larrosa hubiese seguido con el caso, todo habría ido mucho mejor. Mejor para ella, claro. Tener aquellas fotos y no poder publicarlas era una puta mierda. Claro que tampoco sabía si el periódico aceptaría publicar algo tan crudo. Era demasiado pronto y la herida estaba recién abierta. El padre de Lidia era amigo del director del periódico. Si La Gaceta no las publicaba, daba igual: seguiría utilizándolas para conseguir algo de información de la inspectora, aunque intuía que no tenían ni idea de por dónde seguir. Aquel asesinato era algo enigmático. También lo era el repentino viaje de Jaime a Londres. Lúa estaba segura de que no le había dicho toda la verdad. Y no decir toda la verdad era, para ella, mucho peor que mentir. Anido siempre había tenido una vida secreta, un mundo oscuro que nunca compartía con nadie. Al principio le dio igual. Era un simple rollete de cama, nada más. Pero luego la cosa se fue complicando… Lúa estaba acostumbrada a no pertenecer a ningún tío en particular. Le gustaban bastantes y no tenía mucho reparo en disfrutar de la vida y del sexo. Anido, sin embargo, se había filtrado poco a poco, sin grandes aspavientos, hasta hacerse casi indispensable en su cama. En su cama y en su corazón, pensó. Y ya lo echaba de menos, el mismo día de su partida. Con eso no había contado en ningún momento. Agitó dentro del bolso las llaves del apartamento del fotógrafo, que hicieron un tintineo cantarín. Tenía que ir a cuidar las plantas. Anido tenía un par de plantas carnívoras en un terrario que necesitaban muchos cuidados y mucho amor, como decía él siempre. Bueno. Ya iría el fin de semana. Le había dejado una nota con las instrucciones. En ese momento debía ir a la redacción: como mínimo tenía que escribir dos páginas enteras del crimen, el velatorio, el entierro del día siguiente. No saldría del trabajo hasta las once de la noche si se daba mucha prisa. Como siempre. Joder. Ni siquiera iba a poder ir a lo de la conferencia del criminólogo. Jordi tendría que cubrirla.