Miércoles 9 de junio, 12:45 h, Facultad de Arquitectura
—Hemos quedado a la una con Christian Morgado. —Valentina miró el reloj deportivo Nike—. Aún nos da tiempo a tomar un café, son menos cuarto. ¿Vamos a la cafetería de la facultad a tomar un café?
El ambiente de la cafetería era bullicioso. El intenso olor a frito y a tabaco era casi acogedor. Los estudiantes apuraban el final del curso, apoyaban sus grandes carpetas y bolsos en el suelo de la barra, en las mesas. La inspectora consiguió hacerse con un sitio en la barra, al observar que dos chicos pagaban y recogían sus cosas. Pidieron dos cortados. Valentina atrapó La Gaceta, que dormía arrugada en un rincón. Buscó el artículo de Lúa Castro.
—Fíjate. «Un asesino con ínfulas de artista». No es tonta, la Lúa esta. Pero no ha descubierto aún el parecido del cuadro con la escena del crimen. Y eso que tiene las fotos.
—¿Tiene las fotos? Vaya. Qué raro que no las hayan publicado… serían un triunfo para el periódico…
—El padre de Lidia es un hombre muy influyente. Y creo que La Gaceta tiene un código deontológico bastante severo. Además, Lúa tiene las fotos, pero no las hizo ella, así que su periódico no puede exigirle nada… —Valentina lo miró con intención—. Algún día te contaré la historia de las fotos de Lúa Castro, Sanjuán. Es una historia interesante. Esa chica es una verdadera… ¿Cómo decirlo de una manera suave? Una chica muy «espabilada». Ya me entiendes. —La inspectora siguió leyendo el artículo en voz alta—: «El cuerpo de Lidia Naveira apareció rodeado de flores, vestida como si fuese una novia el día de su boda… hoy habrá una manifestación, en María Pita, de protesta por el asesinato, organizada por su familia y amigos… El velatorio se celebrará en Servisa… el entierro, el jueves en San Amaro…».
—Ya sabes que algunas veces, no siempre, los asesinos van al entierro o al velatorio —Sanjuán la interrumpió—, o a ambas cosas. En este caso creo que no perderías nada si mandas sacar fotografías, o todavía mejor, no estaría de más grabar en vídeo a la gente que asista a los dos acontecimientos.
—¿Tú crees que el asesino será tan inconsciente como para asistir? ¿No será mucho riesgo? Se puede poner muy en evidencia…
—Va a asistir mucha gente, muchísima. Además, a este tipo le gusta mucho el riesgo. Fíjate en lo arriesgado del secuestro, y posteriormente el lugar en donde abandonó el cuerpo, un sitio bastante expuesto. Observa también el cuidado con el que trató el cuerpo. A ese tipo le gusta tanto Lidia viva como muerta. Incluso te diría que muerta le gusta más…
—Sí, lo entiendo. Y ese es nuestro problema: que las necesita muertas —reflexionó en voz alta Valentina, mientras se levantaba dando a entender que era la hora de ir a ver a Morgado.
* * *
Christian Morgado se retiró el largo flequillo trigueño hacia atrás, en un tic estudiado que él consideraba muy atractivo, y sus alumnas, también, por supuesto. Observó en el espejo las ojeras que estragaban sus ojos azul cobalto. No le importó: sabía que le daban un aspecto decadente y lamentable, y eso le encantaba. A eso contribuía su altura de metro ochenta y su delgadez, poco más de setenta y cinco kilos. Sabía que más de una le llamaba Hugh Grant a sus espaldas. Se refrescó la cara y la nuca con agua del lavabo para espabilar un poco el cerebro. La policía. ¿Qué diablos querría la policía? La policía siempre era presagio de malos tiempos, de juicios, de incomodidad. Se pasó la mano húmeda por el pelo, colocándolo hacia atrás. Miró su reloj Calvin Klein: era la una de la tarde. Hora de la cita. Volvió a mirarse: estaba perfecto. La camisa de cuadros vichy de Ralph Lauren. Los pantalones chinos. El jersey azulón por los hombros, a juego con los ojos. Lo anudó con cuidado. Entonces sí. Salió del baño y vio a una pareja en la puerta de su despacho. El hombre le sonaba ligeramente de algo… ella no. Pero era una verdadera diosa del Olimpo: pelo negro, largo y lacio, tez pálida, no muy alta… aquellos pechos que, a ojo de buen cubero, parecían una talla noventa y cinco… Si eran ellos los policías, serían totalmente bienvenidos. Sobre todo la chica.
Morgado se acercó a la pareja y saludó con un gesto de la mano. Los dos lo miraban con atención. La mujer era todavía más hermosa de cerca, no se había equivocado.
—Hola. ¿Me esperaban?
—Hola… —Valentina sonrió con afabilidad—. ¿El profesor Christian Morgado? Soy la inspectora Valentina Negro, de la Policía Nacional. —Valentina enseñó su placa tras sacarla del bolsillo del vaquero—. Mi colega es el profesor Javier Sanjuán.
—¡Ah! Javier Sanjuán, el famoso criminólogo en persona… —Morgado interrumpió a Valentina con voz emocionada—. Encantado de conocerle. Veo siempre su programa, es fascinante. Soy un gran amante de la crónica negra…
—Gracias, es un honor inmerecido. —Sanjuán enarcó una ceja y sonrió, enigmático, como el gato de Gheshire. Morgado abrió su despacho con la llave y los invitó a pasar—. Adelante, adelante. Perdonen el desorden. Junio es un mes horrible, estoy siempre muy ocupado con trabajos, exámenes y todo eso. Se harán a la idea, claro. No tengo demasiado tiempo para ordenarlo todo, el despacho está hecho un verdadero desastre… Bien. ¿Qué deseaban? ¿En qué puedo ayudarlos? —Christian miró a Valentina, apreciando de una forma evidente el color de los ojos grises, sin demasiado disimulo—. Pero, por favor. Tomen asiento.
La inspectora se sintió algo incómoda con aquella mirada tan intensa y clara que la taladraba con admiración. Desvió los ojos e intentó observar dónde estaba el supuesto desorden de un despacho inmaculado, sin una mota de polvo. Brillaba como una nave espacial, los muebles baratos de diseño gris grafito y blancos no mostraban ni la más mínima señal de abandono. Se acercaron a la gran mesa de color crema, atestada de trabajos anillados y montones de folios. Valentina observó con interés la lámina gigante de un cuadro que mostraba a una especie de sirena perversa hundiendo a un marino hacia las profundidades, los dos cuerpos conformando un baile macabro, que ocupaba parte de la pared del fondo. Los ojos de la sirena siguieron los de Valentina, como los de una Gioconda semidesnuda y perversa, la cola plateada de serpiente marina rozaba el fondo arenoso. La imagen resultaba turbadora.
Morgado siguió la mirada de la inspectora.
—Se titula Las profundidades del mar. Es de Burne-Jones, un pintor prerrafaelita inglés. Es un cuadro precioso. ¿No les parece?
—Yo diría que es muy inquietante. —Valentina no quitaba los ojos de la misteriosa sirena que parecía celebrar la muerte de la presa a la que estaba aferrada.
—Nos han dicho que usted es especialista en arte moderno y contemporáneo. Y en concreto, el mayor especialista en prerrafaelitas de La Coruña. Por eso estamos aquí. —Sanjuán intervino en la conversación mientras se sentaba en una de las dos sillas de metal—. Precisamente para hablar de arte prerrafaelita.
—Bueno, uno de ellos. Hay más fanáticos de ese estilo de pintura, más de los que parece. Lo que ocurre es que están siempre ocultos en el armario. No suele quedar bien dentro de ciertos círculos admitir que los prerrafaelitas son unos pintores maravillosos. Yo no tengo ningún problema… soy un fan absoluto de ellos, especialmente de Burne-Jones. —Señaló el cuadro de nuevo—. Hice la tesina precisamente sobre el simbolismo de las sirenas en la pintura gallega simbolista y surrealista y las influencias del arte inglés. Pero eso no les interesa, seguro. Imagino que han venido por algún suceso relacionado con el arte. Si no, no estarían aquí, por supuesto…
—Señor Morgado. Le pido que todo lo que hablemos a partir de este momento permanezca en la más absoluta confidencialidad —señaló Valentina.
—¿Dónde hay que jurar? Me temo que no tengo una Biblia a mano. No soy muy creyente. —Se rio de su propia broma con una sonrisa. A Sanjuán aquel hombre le parecía cada vez más pedante. El típico profesor joven, erudito y guapo que, sin duda, se tiraba a todas sus alumnas, sin distinción. Por no hablar de cómo miraba a la inspectora…
Valentina sacó del bolso una carpeta, y la colocó con decisión sobre la mesa del profesor.
—Le advierto que lo que voy a enseñarle es bastante crudo. Lo que queremos es que nos eche una mano en lo que se refiere al simbolismo y, especialmente, en cuanto a lo que puede querer decir todo esto… desde el punto de vista artístico. Desde el punto de vista de un especialista en arte prerrafaelita. De todos modos, le aviso. Las imágenes son algo truculentas… si no quiere verlas, no pienso obligarle, por supuesto. A su libre albedrío…
—Por supuesto que quiero verlas. Ahora ha conseguido excitar mi curiosidad, inspectora Negro. No creo que sean tan horribles como para no…
Las fotos de Lidia Naveira aparecieron ante los ojos asombrados de Morgado. Miró hacia ellos totalmente traspuesto. Tras el moreno de solárium, Sanjuán notó que el hombre había empalidecido, de alguna manera. Luego, volvió a observar las fotografías con expresión de desconcierto.
—¿Son fotos de la chica desaparecida el otro día? Está muerta, ¿verdad? Desde luego, ahora entiendo… Es impresionante. Se han dado cuenta, ¿verdad? El parecido es asombroso… hasta las flores…
—Si se refiere usted al cuadro de Millais… sí. —Valentina observó que le temblaban ligeramente las manos—. El parecido es notable, por eso estamos aquí. Necesito algo de ayuda sobre el tema.
—Por supuesto, haré lo que sea necesario. Es horrible. Pobre chica, es horrible. Y patético. ¿Quién puede haber ideado algo tan macabro? ¿Han pensado que el asesino de esta chica pueda ser un artista, o alguien relacionado con el arte? A mí no me cabría la menor duda.
Sanjuán se había limitado hasta aquel momento a observar a Morgado. Sus gestos afectados de galán de facultad le parecían algo rancios a pesar de que no aparentaba más de treinta y cinco años, pero aun así no le caía mal del todo. Parecía un tipo bastante agradable a pesar de la afectación. Intervino en la conversación para explicar su teoría.
—Está claro que el escenario que ha creado el asesino refleja algo concreto, algo que tiene mucho que ver con ese cuadro. Con la modelo. Con lo que quiera que signifique para él esa chica sumergida en el río. No sé si es un artista exactamente, o cualquier otra cosa parecida. Pero es obvio que tiene cierto talento para crear un escenario. Y también que se ha tomado su tiempo para recrear esa obra de arte en particular.
—No le falta razón —dijo Morgado—. ¿Para qué iba a tomarse alguien tanto trabajo si no quiere comunicar algo? En el fondo lo que quieren todos los artistas es reconocimiento, ser famosos, ganar dinero. Especialmente ser famosos. Trascender. La fama. —Morgado se levantó, con sus brillantes ojos azules fijos en Valentina durante un instante fugaz e intenso que por segunda vez no pasó desapercibido al criminólogo—. Son las dos de la tarde. Estoy hambriento, la verdad. ¿Por qué no me acompañan a comer? Conozco un sitio en donde ponen un marisco de vicio… Así, mientras comemos, podré explicarles más o menos lo que sé del cuadro… y también qué otras personas puede haber en la ciudad que estén muy interesadas en ese tipo de arte. Y en chicas muy jovencitas al mismo tiempo. —Los ojos de Morgado brillaron de excitación—. De hecho, recuerdo una historia muy sabrosa que me contó una de mis becarias hará aproximadamente un año. Puede que les resulte interesante…
* * *
El avión cruzaba el canal de la Mancha a treinta y cuatro mil pies y a una velocidad mach 79. Pero Jaime Anido no era consciente de estar volando sobre el océano Atlántico. Ni siquiera se había dado cuenta de que la señora de típico acento cockney que lo miraba desde el asiento contiguo tenía un parecido absurdo con Blanche Deveraux, la eterna seductora de Las chicas de oro. Anido se encontraba ausente, absorto por completo en el mundo con el que se iba a encontrar al llegar a la capital británica. El mundo del cuero y las máscaras. La cera derretida, las mordazas, las pinzas, las restricciones. Un mundo que le abrió las puertas del placer y del dolor más intensos: el mundo dual del amo y del esclavo. Cuando descubrió que en ese ambiente se movía como pez en el agua, no dudó ni un instante que, desde ese momento, una parte importante de su vida permanecería oculta por completo a la mayoría de sus conocidos, amigos o familiares. Miraba el blanco campo de nubes sin verlo: su mente volaba hacia el pasado, hacia el condado de Oxfordshire.
Una gran mansión perdida en la campiña, rodeada de prados insultantemente verdes y recortados, de bosques umbríos. Noches de absenta, de hachís, de embriaguez sin fin. Cuando vivía en Londres, la hermandad se reunía una vez al mes en aquel caserón oscuro propiedad de la familia de uno de los miembros, sir Thomas Hampton. Una vez al mes daban rienda suelta a todas sus pasiones abyectas, ocultas. Algunos se avergonzaban de ellas. Otros las llevaban a gala con tatuajes simbólicos en partes del cuerpo totalmente visibles. Pero todos iban enmascarados, disfrazados, en un eterno baile de máscaras dedicado al vicio y a la virtud, a Justine y a Juliette.
Recordaba perfectamente que Patricia Janz, amordazada y sujeta por unas cadenas de plata, era azotada por varios de los miembros, sin un ápice de piedad. Las marcas rojas surcaban su piel y las lágrimas corrían por sus mejillas, iluminadas por la tenue luz de los cirios eclesiales. Pero nunca pedía clemencia, siempre quería más y más. Ningún dolor era suficiente para purgar su eterna necesidad de castigo. Sue reconocía su admiración hacia la escuálida inglesita administrándole penitencias que ningún otro miembro merecía, a su entender. Era la favorita de los amos dominantes, y ella era consciente de que se la rifaban en todas las sesiones. Alguno incluso quería pagar mucho dinero para tenerla en exclusiva, pero fue inmediatamente expulsado. La hermandad abominaba de la prostitución. Todos los que acudían a aquellos encuentros lo hacían libremente, sin pagar ni cobrar ningún tipo de dinero o favores.
Anido estaba ansioso por volver a aquel lugar tan dramático, lleno de rojos tapices, de arcos tudor, de alfombras interminables y armaduras en los pasillos. De bajar a las mazmorras húmedas que conservaban la impronta de siglos de tortura en los lúgubres muros de piedra. Quería sentir el látigo de Sue atravesando su espalda, el dolor agudo y lacerante, el ruido del cuero penetrando en su carne. Se dio cuenta de repente de que necesitaba aquello como el heroinómano su dosis de opiáceos. Lo que no entendía era cómo podía haber estado tanto tiempo sin sentir aquella necesidad que entonces le llegaba a la garganta, ahogándolo de ansia. Había estado dormido. Y estaba, por fin, volviendo a la vida.