Miércoles, 9 de junio
El entierro de Lidia estaba previsto para el jueves diez a las doce de la mañana en el cementerio de San Amaro. Manuel Naveira discutía con el encargado del tanatorio Servisa el precio del entierro. Quería que fuese espectacular. Su hija se lo merecía todo. Caja descubierta, llena de flores. Un coro que cantase en el cementerio. Sabía que iban a acudir todas las televisiones del país y quería que vieran algo hermoso, digno de ella. Algo que tocara los corazones de la gente para que aquel crimen no quedase impune. Para que a las dos semanas no fuese reemplazada Lidia en los periódicos por alguna otra noticia diferente. Pensó en el funeral. Una iglesia donde cupiese una multitud. Hacer aquello, de alguna manera, le calmaba el inmenso dolor que amenazaba con resquebrajarlo de arriba abajo. En casa el techo se le caía encima, al contrario de lo que le pasaba a su mujer, que no quería salir de la habitación de la niña.
* * *
—Mi avión sale a las dos de la tarde, inspectora. Necesito mi cámara. Me voy a Londres. Tengo un importante encargo y la necesito urgentemente. —Jaime Anido hablaba con voz queda y exigente.
—Es una verdadera pena. No tengo ni idea de dónde puede estar tu cámara, Anido. —Valentina estaba gozando con las caras de desesperación del fotógrafo—. Creo que la tienen como prueba, confiscada. Guardada en algún remoto lugar de Lonzas. Me temo que hasta dentro de unos días no voy a encontrarla. Quizá sepa algo de ella el subinspector Bodelón. Llegará en una hora, más o menos. Puedes preguntarle a él dónde la puso…
—Voy a ponerles una demanda. Se van a cagar, lo juro. Esa cámara cuesta más de tres mil euros, inspectora.
—Nos vamos a cagar. Menuda lengua, Anido. No deberías preocuparte, estás en una comisaría de la policía. Nadie va a atreverse a entrar a robar aquí, ¿no te parece? Además, sé de buena tinta que tienes otras opciones. Más pequeñas, pero al fin y al cabo… Sirven igual, ¿no?
—Necesito esa cámara, inspectora. —Anido decidió omitir la clara indirecta de Valentina sobre las otras fotos que logró sacar de la escena del crimen.
—Pues no puedo dártela por ahora. Siempre podrás usar la cámara con la que sacaste las otras fotos, Anido. No es tan cara como la que tan generosamente nos has dejado, pero no hace malas fotos…
—Voy a denunciarlos por acoso y por todo lo que me salga de los huevos, inspectora Negro. Se les va a caer el pelo a todos ustedes.
—Mejor será que te vayas antes de que te detenga y te meta en un calabozo. Y adiós Londres. —La inspectora no borraba de la cara una agradable sonrisa que no podía evitar—. Cuando te vayas, cierra la puerta. Ah, Anido…
—¿Qué quiere ahora?
—Saluda de mi parte a Lúa Castro. Dile que luego la llamo, cuando tenga un rato…
La sonrisa de la inspectora se hizo más luminosa. Cuando el fotógrafo salió dando un portazo, se repantingó en su silla y suspiró, mientras cogía el teléfono. Velasco llegó a los pocos minutos, con los vaqueros de Calvin Klein y una camiseta que parecía de una marca carísima que Valentina no fue capaz de identificar. Se preguntó de dónde sacaría el dinero para llevar una ropa tan exclusiva.
—Velasco, tú conoces a gente de Bellas Artes, ¿verdad? Me dijiste que cuando estudiabas Psicología tuviste varios amigos de esa facultad, y te has movido luego por esos ambientes, ¿no es así?
—Sí, tengo algún contacto con colegas del mundo del arte —contestó Velasco, intrigado—. Conozco mucho a un galerista, Adolfo Miñeiro, que trabaja con gente importante, ya sabe, nombres que se cotizan mucho… Tiene una galería en la Ciudad Vieja, al lado de la iglesia de Santiago… ¿Por qué me lo pregunta?
—Tienes que buscarme un profesor, un erudito, alguien que pueda orientarme sobre el significado de la escena que dispuso el asesino de Lidia. Verás. Ayer estuve hablando con Javier Sanjuán, el perfilador. Está en Coruña.
—¿El criminólogo? Ah sí, leí que venía al Congreso de Criminología —recordó Velasco.
—Sí —respondió Valentina—, también ha venido a presentar su último libro. La cuestión es… por cierto, ¿dónde está Daniel? Así os pongo al día a los dos juntos.
—Fue a buscar café abajo. Debe de estar ya al caer.
Daniel Fernández Bodelón entró con tres vasos térmicos en el despacho, haciendo números para sujetar los paquetitos de azúcar y sacarina y las cucharillas de plástico.
—Inspectora, un cortado para usted, con sacarina.
—Gracias, Bodelón. Siéntate. —Ambos subinspectores estaban expectantes—. Hay novedades con respecto al caso. Ayer le dije a Iturriaga que quería contar con la ayuda de Sanjuán. Tú sabes también quién es, ¿no es así, Daniel? —Este asintió—. Al principio no le hizo mucha gracia, pero luego me dejó hacer. Desde el principio vi que este caso es diferente, que estamos ante una mente tortuosa. Y la verdad, Sanjuán es un experto en asesinos psicópatas, así que he decidido contar con él desde el principio. Y por ahora no me he equivocado. Escuchad: parece ser que el asesino de Lidia ha recreado una pintura en concreto. Un cuadro de unos pintores ingleses del siglo XIX, llamados prerrafaelitas. —Velasco asintió con la cabeza—. No sé si te suena. El cuadro es Ofelia, de un tal —Valentina revisó sus notas— John Everett Millais.
—No, no lo conozco… De pintura anterior al siglo XX sé bien poco —contestó, sincero, Velasco—. Aunque ahora que lo dice…
—Ni idea, inspectora. Lo mío no es el arte, precisamente —añadió Bodelón, haciendo una mueca como si aquello fuera de otra galaxia distinta de aquella en la que él vivía. Valentina tecleó en el ordenador hasta encontrar una reproducción adecuada y se la mostró a los dos policías, que se removieron asombrados.
—Joder. ¡Es increíble! Es tal cual… incluso ella… se parece… esto es perverso de verdad —dijo estupefacto Bodelón.
—¡Qué fuerte! —acertó a decir Velasco—. ¡Es verdad! Por favor, ¿cómo se me pudo haber escapado? ¡Este cuadro es muy famoso!
—Ese tipo estará totalmente tarado, pero tiene un cierto talento, eso no se puede negar —señaló Valentina—. No es nada fácil recrear un cuadro de modo tan minucioso. Fijaos: la vegetación, los colores, el agua… eligió el sitio perfecto, encima.
—¿Cómo lo ha descubierto, inspectora? —preguntó Velasco.
—Yo no. Ha sido Javier Sanjuán. El mérito es completamente suyo. Dice que nuestro asesino pretende ser un Artista excepcional, que quiere trascender todos los límites. Lo llama el Artista.
—Así que perseguimos a un Artista —dijo reflexivamente Velasco.
—Él se cree un artista, es lo que opina Sanjuán, pero eso no significa que trabaje como tal, aunque está claro que al menos es un entendido en arte, al menos en pintura, o eso parece —puntualizó Valentina—. Bien, hay que moverse. Velasco, tú búscame a alguien que entienda de arte prerrafaelita en Coruña. No es algo demasiado popular. Y bájate todo lo que tengas de Ofelia, el cuadro, el significado… todo. Daniel, vete a buscar a Sanjuán al Hotel Meliá. Quiere ver la escena del crimen. Luego necesitaré que vayas al edificio de Naveira a hacer preguntas a los vecinos. ¡Ah! La participación de Sanjuán no es oficial, recordad, Iturriaga me lo dejó bien claro. En suma, que no vamos a pagarle los cafés ni las cañas… ni a comentárselo a la prensa. Cuando tú y Sanjuán estéis cerca de la comisaría me avisas, Bodelón. Gracias. A trabajar.
* * *
Sanjuán dormía plácidamente el sueño de los justos sin notar el rayo de sol que se filtraba entre las gruesas cortinas cuando sonó su teléfono. Lo cogió, con voz somnolienta.
—Buenos días, Sanjuán.
—Inspectora Negro. Benditos los oídos. Es usted el perfecto despertador.
—Perdón. Estabas durmiendo. Qué torpeza.
—Ayer trasnoché demasiado. Estuve analizando tu caso hasta las cuatro de la madrugada. ¿Qué hora es? —Reprimió un bostezo mientras intentaba aclarar la voz pastosa.
—Son las nueve y media de la mañana. Hace un día espléndido. He mandado al subinspector a buscarte. Nos vamos a la escena del crimen.
—Bien. Dame media hora por lo menos. Tengo que ducharme. Vestirme. Esas pequeñas cosas tan necesarias cuando uno se levanta de la cama.
—De acuerdo. Media hora, te recoge en la puerta. Es un Peugeot 307 gris. Camuflado.
Sanjuán se levantó y bebió agua del vaso que tenía sobre la mesilla. Intentó colocar en su sitio el cabello, alborotado de dormir. Aquella inspectora era como la teniente O’Neill. Y él que pensaba pasar en Coruña unos días plácidos y tomar el sol, con aquel tiempo tan bueno e inesperado… Recordaba débilmente que en algún momento de la noche anterior le había dicho a Valentina que, dado que estaba en su año sabático, podía dedicar unos días a ayudarla en la investigación. ¡Menudo gilipollas estaba hecho! Fue hacia la ventana y abrió las cortinas, dejando entrar la luz brillante. Entrecerró los ojos, deslumbrado. Buscó una aspirina en el neceser y se la tomó con un trago de agua del grifo. Media hora. A ver si le daba tiempo de tomar un café por lo menos.
* * *
—Lúa. ¿Dónde estás?
—En el tanatorio Servisa. Tengo un amigo que me ha soplado que el padre de Lidia va a preparar aquí el velatorio. A caja descubierta, qué fuerte. ¿No te parece? ¿Ya has preparado la maleta? ¿Fuiste por la cámara? Cuenta, cuenta.
—No me hables de la cámara. Fui por la mañana temprano a la comisaría. La hija de puta de la Negro no ha querido dármela. ¿Qué coño hiciste ayer, Lu? No parecía estar muy contenta…
—Ni más ni menos que intercambiar las fotos por información, bobo. No te preocupes, hablaré con mi padre, a ver cómo solucionamos lo de tu cámara.
—Bah, da igual. Me llevaré otra. No pasa nada. Por cierto, con cierta sorna, me dio recuerdos para ti. Dijo que te llamaría.
—Bien, que me llame y me cuente. No le queda otra si no quiere que las fotos salgan en primera plana. Te dejo, acabo de ver al encargado del tanatorio. Luego te llamo. A ver si puedo darte un besiño antes de que te vayas…
—Venga, guapísima. Un beso. Yo salgo para el aeropuerto a las doce y media, más o menos.
—No te preocupes. Ya te llevo yo.
* * *
Velasco juraba y perjuraba mientras buscaba un miserable sitio para aparcar en El Parrote. Había quedado con Adolfo Miñeiro a las once y faltaban cinco minutos. Y no había ni un puñetero hueco donde dejar el coche. Pensó en dejarlo en doble fila, pero la visión de una patrulla de la Local le hizo desistir de la idea. Cruzó los dedos para conjurar la suerte. Cuando una señora con un niño pequeño repeinado y un yorkshire de lacito rosa hizo parpadear las luces de su Qashqai, Manuel Velasco suspiró de alivio. Al fin. Miñeiro era un obseso de la puntualidad y le había dejado bien claro que en un rato tenía una entrevista con una pintora de Vigo que iba a exponer en un mes. Apuró por la calle Tabernas, que aún conservaba en el suelo empedrado la humedad del vehículo de limpieza. Su amigo estaba en la puerta de la galería, fumando un cigarrillo Vogue con total afectación, vestido de arriba abajo como un adolescente neoyorkino a punto de ir al colegio mayor, a pesar de sus cuarenta años. En cuanto lo vio llegar, abrió los brazos en un gesto cálido y elegante. Manuel Velasco lo abrazó con cariño. Desde que tenía novio, había abandonado los antros y la noche y ya no veía tanto a Adolfo como años atrás. Seguía igual: sus vaqueros Gant, su chaleco Lacoste de pico y su camisa de rayas azules y blancas de cuello duro que enmarcaba aquel rostro rubicundo, siempre sonriente.
—Velasco, amigo. Pasa, pasa —dijo solícito—. Creo que aún no has visto la galería,… No es gran cosa, pero a mí me encanta. Y fíjate, menuda zona… ¿Quieres tomar algo? ¿Un café? ¿Un té? ¿Earl grey? ¿Rooibos? ¿Qué prefieres?
—Me tomaría un té verde con gusto, si puede ser… —Velasco agradecía esa sincera hospitalidad de su amigo, siempre a punto a pesar de los lapsos de tiempo que interrumpían su relación.
—Por supuesto. Marchando un té verde para el subinspector más guapo de toda la Policía Nacional.
Mientras Adolfo preparaba el té en la parte de atrás, Velasco se dedicó a mirar muy por encima la exposición que había colgada de las paredes blancas. Una serie de fotografías muy plásticas sobre edificios abandonados y fábricas en ruinas. No estaba mal… Sopesó si sería procedente enseñarle las fotos del cuerpo de Lidia. Podía ser demasiado grotesco para el pobre Adolfo, pensó. Un hombre muy sensible, que no podía soportar la vista de algo feo o desagradable. Sin embargo, podía ser de ayuda que las viera… Adolfo se acercó con la taza de los Simpson llena de té humeante.
—Cuéntame, amigo mío. ¿En qué puedo ayudarte? Algo relacionado con tu trabajo, claro está. Es que no me puedo imaginar qué relación tiene el arte con la policía…
—Adolfo, estoy inmerso en la investigación del crimen de esa chica que apareció muerta el lunes por la mañana en Eirís. ¿Te has enterado?
—Pues claro… —Los labios se fruncieron en una exagerada expresión de contrariedad—. ¡No vivo en una burbuja, Manolito! Te cuento: su padre es un gran comprador de la galería. Un hombre muy interesado en el arte. Además, gran amigo. Una desgracia horrible, de verdad… Aunque yo no conocía a su hija, sé que la adoraba. Estamos todos perplejos… —La curiosidad se estaba adueñando del galerista de manera evidente—. ¿Cómo puedo ayudarte? Haré lo que sea necesario…
Velasco sopló para enfriar la infusión y luego tomó un sorbo.
—Voy a pedirte un favor, Adolfo. Me gustaría que vieras unas fotos… Te aviso. No va a ser agradable…
* * *
—No le resultó muy difícil llegar hasta aquí con una furgoneta, por ejemplo, y dejar el cuerpo. Lo tenía todo muy estudiado. Aunque, fíjate. —Sanjuán señaló las casas bajas que estaban a lo lejos—: Corrió un riesgo muy grande: los chalets de ahí arriba… Alguien podía haberlo visto y bajar a husmear. Y desde aquel edificio de allí, el hospital, también… El tipo tiene bastante temple. —Sanjuán saltó la cinta amarilla y negra de protección con agilidad y se dirigió hacia el estanque—. ¿Cómo está la luna? Menguante, ¿verdad? Tuvo un poco de luz, lo suficiente como para casi no tener que usar linterna, así no llamó tanto la atención. De todos modos, tendréis que ir a preguntar a los chalets a ver si alguien estaba despierto…
—Ya he pensado en eso. —Valentina miraba al criminólogo con curiosidad indisimulada. Parecía estar totalmente concentrado, mirando hacia todas partes con rapidez, analizando todo el espacio, recorriendo el camino que había seguido el asesino con el cadáver—. Sanjuán… ¿Tú crees que va a volver a hacerlo? Me refiero a matar a otra chica. ¿O Lidia era una obsesión del asesino… y actuó en consecuencia? Lidia se parecía mucho a la modelo del cuadro. Podía conocerla…
—Aún no tengo ni la más remota idea, inspectora. Para dilucidar algo tan complejo como eso hacen falta muchísimos más datos. —Señaló al árbol que estaba enfrente de ellos—. Fíjate: el sauce llorón. Es el símbolo del amor traicionado. Extraordinario.
—¿Extraordinario?
—Esta noche estuve mirando el cuadro y su simbolismo. Todas las flores significan algo. Y el sauce también. Por eso la puso aquí, cerca del árbol. Es muy perfeccionista. Ha estudiado todos los pasos durante bastante tiempo, ha disfrutado buscando el sitio como si fuese un director de cine eligiendo localizaciones para su película.
Valentina sacudió la cabeza. Estaba perpleja.
—Le he pedido a Velasco que pregunte a sus amigos artistas si conocen a algún especialista en arte que pueda asesorarnos, algún especialista en pintores prerrafaelitas y el arte inglés Victoriano en general. Está claro que el asesino tiene conocimientos profundos sobre el tema.
Sanjuán asintió.
—Es una idea excelente. El criminal está contándonos una historia, una historia muy personal, íntima, incluso. Una historia que tiene que ver con ese cuadro. Cuanto más sepamos de Ofelia, más fácil nos será desentrañar las motivaciones del asesino. Sabemos que él es el Artista, en mayúsculas, pero ¿por qué eligió a Lidia? ¿Por qué quiso representar esa obra en particular? Y lo más importante, ¿cuál será su próxima reproducción, si la hubiera? —dijo Sanjuán, tanto para sí como para Valentina.
Valentina se sintió, de repente, intimidada. Intimidada por la sensación agobiante de que aquel caso iba a ser complejo y demasiado enrevesado. Por la figura de la chica muerta, que volvía a su memoria en aquel lugar, envuelta en una mortaja a modo de vestido espectral, el olor a formol y a flores, y allá a lo lejos la señal tenue y nítida de la putrefacción. Intimidada también ante la personalidad de Javier Sanjuán, tan seguro de sí mismo, tan rápido en sus deducciones y pensamientos, como si no le costase ningún trabajo deambular por la escena del crimen y meterse en la piel de un criminal sin escrúpulos. Era como si su antigua y olvidada inseguridad infantil intentase golpearla en el medio del pecho.
—Valentina… —Se volvió y observó al criminólogo, vuelto hacia ella, escrutándola, con la cabeza ladeada. Su voz presentaba un tono empático que la inspectora no supo cómo tomarse—. Es horrible ver cómo muere una cría en lo mejor de la vida. Es lo más absurdo. Lo peor. A todos nos afecta. Y más a ti, que eres una mujer joven. Pero para coger a la persona que ha hecho esto, es necesario aprender a no sentir demasiado. Es necesario disociarse, poner un muro.
—Ya. Soy «demasiado joven» para un caso tan complicado. —Valentina murmuró, casi inaudible, la frase que la había dejado un tanto fastidiada el día anterior.
Sanjuán rio con ganas, rompiendo la seriedad del momento.
—¿Estás molesta por lo de ayer? De verdad, no quería decir eso… —La miró con expresión de simpatía, le hacía gracia verla de repente tan frágil—. Bueno, sí. Me sorprendió que fueras tan joven, eso es todo. —Hizo un gesto de disculpa con una medio sonrisa—. Estoy acostumbrado a tratar con policías de otro estilo. Mayores. No sé si me explico.
—La verdad es que el caso me vino a mí de rebote. El inspector que lo llevaba en un primer momento se fue de vacaciones. Se sentía mayor para un caso tan complicado, hacía falta «sangre fresca» en un lío como este, vino a decirme Iturriaga, el inspector jefe —se sinceró Valentina, que al fin pudo reírse un poco y liberar así la tensión que la atenazaba.
—Es que lo es, sin duda. Un marrón de primera —dijo Sanjuán—. Pero yo no creo que te hayas hecho policía para huir de los marrones, inspectora Negro. —Y la miró directamente a los ojos, quedando por un momento absorto en el abismo profundo al que invitaban.
Javier Sanjuán había detectado la vulnerabilidad de la «inspectora O’Neill». No era tan fiero el león como lo pintaban. Tuvo que reconocer que le gustó lo que pudo percibir. Una persona honesta y bastante transparente. A saber cuánto quedaría de aquella honestidad y transparencia en cuanto pasasen unos años más.
El móvil de la inspectora sonó dentro del bolso y liberó a Valentina de una mirada que también le había afectado. Ella lo buscó, casi metiendo la cabeza para encontrarlo. Allí estaba, entre la agenda y la grabadora.
—Sí. Hola, Velasco. Estoy en el parque de Eirís con Sanjuán. ¿Ya me has mirado eso de los artistas? ¿Has ido a ver a Adolfo Miñeiro? ¿Que se ha desmayado al ver las fotos…? No seas exagerado, por Dios. Te ha dado un nombre… bien… Fantástico. ¿Quién? Espera que lo apunte. Un segundo. —Le hizo una señal a Sanjuán para que tomase nota—. En la Facultad de Arquitectura, sí. Christian Morgado. Profesor de arte. Es muy amigo de Miñeiro, claro. Especialista en arte moderno y contemporáneo. Hizo la tesis sobre influencia del simbolismo y prerrafaelismo en la pintura gallega. Perfecto. ¿Escribe en La Gaceta? No me suena… No me habré fijado. Bien, gracias, Manuel. ¿Por casualidad no habrás mirado a qué horas está ese señor por allí? ¿Sí? Genial. Vale. Hasta luego. —Valentina colgó y miró a Javier Sanjuán—. ¿Vamos a visitar a Christian Morgado? Estará en la facultad de Arquitectura hasta las dos de la tarde. Quizá pueda decirnos algo sobre el Artista.
—Será un placer. En cuanto termine de analizar todo esto y saque algunas fotos. ¿De camino podrías llevarme a donde se supone que la secuestró? Te recuerdo que el lugar donde fue raptada también es la escena del crimen —dijo sonriendo, solo para picarla.
—Sanjuán. —Valentina Negro suspiró, poniendo los ojos en blanco—. Te avisaré cuando digas algo de verdad gracioso y, a la par, útil. —Y le ofreció una sonrisa que le decía a las claras que pasaba de sus provocaciones, pero que le gustaba su compañía.
* * *
—Gracias por traerme, Lu. —Anido la miraba con ternura, comiéndosela con los ojos.
—De nada, Jaime. Vuelve pronto. No me dejes sola mucho tiempo. Me aburriré mucho sin ti…
—Descuida. —La besó en los labios dulcemente—. Estaré de vuelta antes de que te des cuenta.
—Te quiero aquí en mi cumpleaños. —Lúa hizo un mohín caprichoso—. Y tráeme algo de Londres. Anda. Algo rico.
—Venga, vuélvete al trabajo. Antes de que te llame Carrasco y te corte la cabeza.
Lúa lo besó con pasión. Luego se marchó a buscar el coche al parking, dejando a Jaime Anido solo con sus pensamientos.
«Lúa no tiene ni idea de dónde voy ni a quién voy a ver. Y lo peor: no sabe por qué voy a Londres. Si lo supiera le daría algo. No volvería a dirigirme la palabra en la vida», pensaba Anido. Las imágenes que llenaban su mente no podían formar parte de su mundo con Lúa. De ninguna manera. Eran imágenes de una gran mansión en el medio de la campiña británica. Garlington Manor. Imágenes brumosas de absenta y hachís. Cocaína y drogas de diseño. De orgías interminables a la luz de las velas, hombres y mujeres enmascarados y atados, el mundo del dolor y del placer unidos por una fina línea de cuero brillante. Allí Jaime Anido no era Jaime Anido, era Amo Galcerán. Patricia se convertía, con su máscara de cuero y sus botas de tacón interminable, en Little Bitch. Su amiga Sue, la maestra de ceremonias, era lady Ariadna, y los guiaba con su delicado ovillo de hilo por el laberinto de aquella mansión secreta y misteriosa. Anido se había iniciado en los misterios del sexo salvaje y sin tapujos de la mano de Sue tras intimar en una sesión de fotografía erótica que le había encargado un importante magazine británico de tinte homosexual. Sue en aquel momento era modelo y gogó, una belleza inglesa de pelo oscuro y ojos verdes, con la piel de alabastro heredada de años de invasión vikinga en el norte de Escocia. Aquella intimidad se hizo mucho más estrecha cuando Jaime descubrió que sus verdaderas tendencias eróticas iban más allá del aburrido sexo que había practicado hasta ese momento. El mundo del sado le abrió nuevos horizontes vitales. Pertenecer a aquella hermandad secreta le dio nuevos bríos a una vida que parecía ahíta ya de tantos placeres mundanos y asequibles.