[capítulo 23]: Valentina y Sanjuán

Martes, 8 de junio. Hotel Meliá María Pita, paseo marítimo de La Coruña

La habitación era amplia y llena de luz, y lo mejor de todo, daba directamente a la playa. Menudas vistas. El mar lucía con un impresionante color turquesa que le daba un apetecible aspecto caribeño a la playa del Orzán.

—Es el caolín. —La joven recepcionista le sonrió cuando él preguntó por aquel azul intenso que no recordaba de otras visitas anteriores.

—Están rellenando las playas, y el caolín le da al mar ese tono tan bonito. ¿A que parece una playa del Caribe?

—Sí, es cierto —contestó Sanjuán—. Qué curioso, ¿no? Si tengo tiempo intentaré darme un baño. Aunque el agua de aquí está demasiado fría en esta época…

—¿Fría? Está buenísima. Mejor ahora que en agosto…

Al salir fuera del hotel y recibir un golpe de aire hirviente, Javier se preguntó si no pasaría mucho calor con el traje gris marengo. Eran las seis y media de la tarde y por lo menos estaban a treinta grados. Los adolescentes caminaban descalzos por el paseo, algunos con los trajes de neopreno bajados hasta la cintura, y las tablas de surf. La gente paseaba y tomaba helados, roja por apurar los primeros rayos del año. Cogió un taxi y se dirigió hacia El Corte Inglés. Había quedado con los organizadores y con el jefe superior de policía de Galicia, Rafael García Moreno, el encargado de hacer de cicerone en la presentación. El taxista bajó el volumen de la Cope y se giró hacia él en el primer semáforo.

—¡Qué horror lo de la chica esa!, ¿eh? Nuestros hijos ya no pueden estar seguros en ningún sitio.

Sanjuán asintió.

—Algo he oído. Apareció muerta, ¿no?

—Ayer por la mañana. La encontró una compañera de clase de mi hija en un parque. Las dos van al Colegio Eirís. Dice que iba vestida de novia, o algo parecido.

—¿Vestida de novia? —El interés de Sanjuán se avivó de repente—. No he escuchado nada, la verdad. Solo lo que vi en televisión. Acabo de llegar de Valencia, llevo todo el día de viaje.

—Sí, estaba flotando en un estanque de esos que hacen ahora para que vivan los patos y las grullas. Así está el país: los animales ya viven mejor que las personas, ¿no le parece? Con todo el paro que hay y hala, a construir estanques para patos… —Javier le interrumpió.

—¿No dijo nada más? La amiga de su hija, quiero decir…

—Está metida en casa, no quiere salir del miedo que cogió al ver el cadáver. Era el primer muerto que veía en su vida, y encima, encontrarla allí, a primera hora de la mañana… Su madre piensa que va a tener que ir al psicólogo.

—Es comprensible. Ver algo así tiene que ser muy traumático. Especialmente para una criatura. ¿Cuántos años tiene su hija?

—Tienen quince años. La peor edad, se lo juro. Ya empiezan a fumar y a salir con chicos. Ni se imagina el petate.

Javier Sanjuán pagó la carrera y le dejó al taxista una buena propina. Era normal que toda la ciudad estuviese conmocionada por el asesinato. Aquella chica aún era casi una cría… era consciente de que el terror que solía provocar aquel tipo de sucesos era grande.

Sonó el móvil: era el número de Rafael García, el jefe superior. Seguro que ya lo estaban esperando dentro del edificio. Se dio prisa, sorteando la maraña de gente que acudía al centro comercial.

* * *

La edición en internet ya tenía fotos interesantes… pero ninguna de su náyade pelirroja. Pudo ver a los de la Científica vestidos con sus trajes blancos de papel en un vídeo que apenas duraba dos minutos. Fotos de la policía, coches patrulla, los curiosos apilados cerca de la cinta amarilla. Pero ni una foto de su creación… Una lástima. «El juez ha decretado el secreto del sumario». Por supuesto. Esa gente no tiene ni idea de lo que es diversión para el vulgo.

Leyó después el artículo morboso y apasionante de una tal Lúa Castro. Una periodista de raza, sí señor. De alguna manera, había captado el momento pulp del asunto, y le había dado unos giros a su escrito bastante interesantes. «El asesino del estanque, un asesino con ínfulas de artista». Si seguía por ese camino tan equivocado, tal vez Lúa Castro necesitase también un severo correctivo.

Volvió a repasar todas las fotos que le había sacado a Lidia. En vida, y más adelante, una vez muerta. Recordó con placer el tacto y el sabor de aquellos pechos perfectos, blancos, con el pezón rosado. Los lloros y gemidos suplicantes de intensísimo dolor cuando los perforó con sus afilados dientes. Ella había sido una diosa. Dulce, santificada, como una virgen cristiana ante los colmillos del león. Él, a cambio, le había donado la inmortalidad, la vida pretérita de la elegida para la palma del martirio sublime. La dibujaría como su Juana de Arco, atada al poste de la hoguera, rodeada de salvajes soldados que solo desean verla arder. A su lado, atado con un lazo de terciopelo verde oscuro, reposaba el mechón de cabello pelirrojo, la prueba, la constatación real de que todo lo que había ocurrido no había sido un hermoso sueño.

* * *

Valentina llegó justo a tiempo para comprar el libro y ponerse al final de la larga cola que se había formado en el departamento de libros. Se perdió la presentación del jefe superior de policía. Estuvo bastante ocupada terminando de ordenar todo el expediente del caso, colocando las fotos en el corcho de su despacho y pensando en cómo solucionar el problema que constituía la sorprendente aparición de aquella periodista y sus fotos. Un chantaje encubierto que no estaba dispuesta a consentir. Habían cometido un fallo estrepitoso al no cachear a Jaime Anido. Pero… quién iba a imaginarse algo así. Aquellas fotografías no eran gran cosa, pero se podía ver lo suficiente como para que todos los medios del país se las quitaran de las manos. La primera medida podría ser el irreparable extravío, durante algún tiempo, de la carísima Canon de Anido… Para empezar. Periodistas. Y pensar que estuvo a punto de estudiar esa carrera… Mejor era olvidar el tema, ya lo retomaría más adelante. Se podría decir que estaba en su tiempo de ocio en aquellos momentos. Ojeó el libro durante un rato. Tenía buena pinta. Detectó varias ilustraciones muy interesantes. Miró la foto de Javier Sanjuán, en la solapa interior de la cubierta. Y luego lo miró a él, sentado a pocos metros, en pleno baño de masas. Estaba coqueteando abiertamente con dos chicas jóvenes y bastante guapas que se deshacían en elogios y se comportaban como adolescentes ante una estrella del rock. La verdad era que en directo ganaba, aunque no se podía decir que fuese un hombre guapo. Aunque sí, había que reconocer que era interesante… Volvió a mirar la foto para distraerse. En ella tenía pinta de profesor universitario, con las correspondientes gafas de pasta, el típico traje marrón claro y la expresión eterna de despiste. Nada que ver con la realidad. Si seguía sonriendo y coqueteando con todas las chicas que estaban delante de ella terminarían el acto a las doce de la noche. Valentina había leído muchos de sus estudios y libros cuando estaba haciendo la diplomatura, pero jamás se le pasó por la cabeza imaginarse a Javier Sanjuán tal y como lo estaba viendo. El criminólogo se levantó y se quitó las gafas para sacarse una foto con las dos fans. Al verlo de pie, delgado y tan sumamente pulcro, no pudo evitar sonreír. No podía ser cierto que fuese tan coqueto…

—Me encantan sus libros. De verdad. ¡Los tengo todos! —La chica morena ponía cara de rendición y daba saltitos emocionados. Su amiga, tres cuartos de lo mismo, se disputaba los favores de Sanjuán pugnando por hacerse ver. Estaba muy claro que el criminólogo parecía disfrutar como un condenado de las atenciones femeninas.

—Queremos estudiar criminología. Estamos en tercero de Derecho. —La morena insistía en desplegar sus encantos intelectuales, y reclamaba un poco más de atención con su top verde de tirantes.

—Eso es fantástico, de verdad. —Sanjuán sonrió de nuevo, una sonrisa encantadora y cortés. Les devolvió los libros dedicados, y ellas no tenían el más mínimo interés en terminar la conversación, hasta que un señor de pelo cano y avanzada edad se decidió a adelantar su libro y su bastón telescópico, un tanto harto de la espera. Valentina disfrutaba de aquella situación tan entretenida. Nunca pensó que los criminólogos tuviesen tanto éxito. Claro que Sanjuán era distinto. Se había hecho bastante famoso con su programa de televisión de crímenes y misterio, y sus libros resultaban amenos, didácticos y, muchas veces, lo suficientemente morbosos como para haberse convertido en una estrella dentro de su campo.

Cuando al fin llegó el turno de Valentina Negro, había pasado más de media hora. Se las había arreglado para quedar la última. Se plantó delante de la mesa, con decisión. Javier miró a aquella joven de ojos rasgados que le acercó el libro delante de las narices y lo dejó encima de la mesa. Le gustó la expresión inteligente que despedían los ojos grises. Sin embargo, la chica no sonrió ni hizo ningún ademán extravagante. Se limitó a poner ante sus ojos una placa de la Policía Nacional.

—¿Estoy detenido? Imaginaba que era cuestión de tiempo… —Sanjuán levantó las manos y la miró por encima de las gafas con expresión de total hilaridad. Valentina se dio cuenta de lo absurdo de aquel gesto y se echó a reír sin poder evitarlo.

—Por ahora me temo que no, señor Sanjuán. Pero estoy a tiempo… Me llamo Valentina. Inspectora Valentina Negro. No he venido a que me firme el libro, lo siento. —Él enarcó una ceja, con cara ofendida—. Lo he comprado, por supuesto. —Se lo enseñó—. Es que me parece un poco ridículo pedirle un autógrafo… —Valentina se tocó el pelo, algo cortada—. Lo que le pido no es otra cosa que algo de su sabiduría. Espero que me ilumine un poco. —Javier la observó con detenimiento, esperando a que continuase. Ella sacó una carpeta del amplio bolso—. Llevo el caso de Lidia Naveira, la chica que apareció hoy muerta en La Coruña.

—Otra vez Lidia Naveira. Parece que el destino me conduce hacia ese crimen de manera inexorable. —Sanjuán se levantó y dio por terminado el acto, al ver que no había nadie más. La miró de arriba abajo y levantó una ceja de nuevo—. ¿No eres muy joven para un caso de tanta responsabilidad? Espera un momento. Voy a avisar a los de la organización. Un segundo. Ahora estoy contigo.

Valentina Negro lo vio dirigirse hacia dos mujeres que esperaban en una esquina e intercambiar unas palabras. Aquello le había recordado a la escena que compartían Hannibal Lecter y Clarice Starling en El silencio de los corderos. «Demasiado joven». No había decidido aún cómo tomárselo. Iba a tener razón Velasco cuando le decía que maquillada y de calle aparentaba casi diez años menos. Luego él volvió, mirando su reloj.

—¿Te parece que vayamos a tomar un café?

* * *

Jaime se acordó de que al día siguiente tendría que ir al banco a cambiar libras. Y a la comisaría de Lonzas a que le devolvieran la cámara. Iba a llevarse todo el equipo a Londres, nunca se sabía cuándo iba a surgir la oportunidad. Además, le había dicho a Lúa que iba por razones de trabajo. Nunca le había contado que desde hacía bastantes años mantenía una doble vida un tanto escabrosa. Pertenecer a una cerrada hermandad sadomasoquista no resultaba un tema demasiado adecuado para ir contándolo por ahí. Aunque fuese en Inglaterra, a muchos kilómetros de La Coruña. Aún no era capaz de asimilar lo que le había ocurrido a Patricia.

Patricia Janz era casi una cría, pero de verdad llevaba el vicio en la sangre. Anido había vivido en Londres durante algunos años, y la escuálida joven le había servido de modelo para muchas de sus fotos «creativas» desde los quince años. Sue fue la que los introdujo en el mundo del sado. Sue era una dominatriz profesional, llamada en el ambiente lady Ariadna. A Patricia le iba mucho más el rol de sumisa, sin embargo. A él le gustaba todo lo que resultase vicioso y perverso. Anido era lo que en su círculo se denominaba un switch.

Se percató de que hacía ya bastante tiempo que no daba rienda suelta a sus verdaderos e insanos instintos sexuales. Desde que se había asentado en La Coruña se había transformado en un completo burgués aburrido y sin pretensiones. Y con Lúa nunca fue capaz de pasar de los típicos azotes en las nalgas. Lúa, en ese aspecto, era demasiado convencional. Incluso el spanking le parecía algo muy perverso, solo indicado para las grandes ocasiones.

Anido entró en el armario ropero de su cuarto y corrió las perchas hacia un lado. Luego apartó con cuidado el panel trasero, que escondía una puerta. Detrás había construido una reducida habitación secreta en donde tenía un ordenador, fotografías, vídeos y sus olvidados instrumentos de tortura sexual. Allí seguían, guardados en una enorme bolsa de terciopelo negro, aburridos de que nadie los usara. ¿Los metería en la maleta? Solo podía meter quince kilos de peso. Mejor no. Sue tenía en Londres material de sobra, como siempre. Los dejaría allí dentro, a buen recaudo.