La autopsia judicial de Lidia Naveira Aldrigde comenzó a las cuatro de la tarde del lunes siete de junio en el Complejo Hospitalario Universitario de A Coruña. Fue efectuada por el médico forense titular del CHUAC, Xosé Manuel García, también a asistió a ella, por expreso llamamiento del juez encargado del caso, el doctor Rafael Luis Ladrón de Guevara. La autopsia duró cuatro horas y quince minutos.
Valentina esperaba sentada en una incómoda silla de plástico a que los forenses terminasen su labor. Llevaban dentro cuatro horas ya. Ella habría sido partidaria de asistir, pero no era una costumbre demasiado al uso. Así que movía con nerviosismo la pierna cruzada mientras aguardaba con impaciencia que terminasen de analizar el cuerpo. Bajó a por un café de la máquina a la segunda planta. Si seguía tomando tanta cafeína iba a darle una taquicardia, y más si abusaba de aquel café de sabor ratonero a plástico rancio. Cuando subió con el vaso humeante, vio a Xosé Castro saliendo de la sala de autopsias, seguido del otro forense, varios años mayor, que se despidió con un apretón de manos. Valentina se dirigió hacia Castro a toda velocidad.
—¿Qué tal? ¿Cómo ha ido todo?
—Inspectora… ¿Qué quiere que le diga? Lo cierto es que ha sido terrible. Hacía mucho tiempo que no veía nada parecido. Ni tampoco don Rafael.
—¿A qué te refieres, Xosé?
—¿Por dónde quieres que empiece, Valentina? —No esperaba respuesta, así que continuó, tuteándola—. Esa chica ha sido torturada con saña. Tiene marcas de latigazos por las piernas, las nalgas y el pecho.
—¿Latigazos? La voz de Valentina reflejó sorpresa mayúscula.
—Sí. Latigazos. También quemaduras de cigarrillo. Y cortes, pequeños cortes por todo el cuerpo. Realizados con una navaja afilada o un bisturí. Seguramente para forzarla y obligarla a hacer cosas…
—¿La violaron?
—Sí, de una forma brutal. Vaginal y analmente. Antes de que me preguntes te diré que no, no hay ningún tipo de fluidos, por desgracia. Usó preservativo. Tampoco hay huellas. Nuestro amigo es fan de CSI.
—¿Causa de la muerte? —Valentina no tenía muchas dudas sobre ese punto, pero quiso asegurarse.
—Estrangulación a mano, como sospechábamos. El asesino estaba sobre ella cuando la estranguló, dejó la marca de los dedos en la piel. El hioides está fracturado. Créeme —el forense suspiró abatido—: esa chica sufrió lo indecible.
—¿Algún rastro del asesino? ¿Algún pelo, células de piel…? —Valentina prefirió estar centrada en su trabajo, no quería pensar en todo ese dolor, que podía llegar a superarla.
—Nada, inspectora. El cuerpo fue lavado con sumo cuidado, desde el cabello hasta la punta de los pies. Lo mismo te puedo decir de las uñas… las cortó una por una. Luego la maquilló con algo que creo que es maquillaje de teatro, una pasta muy espesa. Incluso diría que podría ser de esas que se usan en las funerarias para adecentar los cuerpos, maquillaje de tanatopraxia, se llama. Hemos cogido muestras de todo y las hemos mandado al laboratorio. Llevaba pestañas postizas. Un trabajo muy concienzudo y eficiente el del asesino, si se puede decir algo así. Es una persona escrupulosa a la hora de no dejar ni una pista. Otra cosa: no estoy seguro del todo, pero creo que la mató y la mantuvo congelada. Es un obseso de la conservación. Y ahora me voy a escribir el informe preliminar. Tengo que enviárselo al juez. Te enviaré a ti una copia bajo manga también, no te preocupes… y las fotos del cuerpo, al correo electrónico en cuanto pueda.
—Ya. Gracias, Xosé. —Valentina buscó con la vista un sitio donde dejar el café. El estómago se le había revuelto. Y se le habían quitado las ganas de tomarlo por completo.
Una hora después, ya en su despacho, Valentina Negro leía con atención el informe preliminar de la autopsia que el forense le había remitido por email. El examen externo del cuerpo, como le había dicho antes Xosé García, reveló que había sido golpeada, torturada, violada vaginal y analmente. Por supuesto, muerte por etiología homicida. Lidia había sido estrangulada a mano, mientras ella estaba en posición decúbito supino, y el asesino, sobre ella. Sin duda la mató mientras la penetraba, el muy hijo de puta. También había sido torturada con una cuerda alrededor de cuello, que aparecía plagado de lesiones erosivas en las que se podía ver perfectamente el dibujo del trenzado. El posterior examen interno corroboró las sospechas. Había pequeñas hemorragias en las capas musculares profundas producidas por el estrechamiento de la cuerda. La luz de Wood reveló equimosis redondeadas en el cuello de Lidia: los dedos del asesino. Los pulgares sobre la glotis indicaban que la había asesinado de frente, sobre ella. La fuerza había sido brutal: presentaba rotura del esqueleto laríngeo, incluida la fractura del hueso hioides y las astas del cartílago tiroides.
Sospechaban que la muerte se había producido el mismo día de su desaparición y, posteriormente, el cuerpo había sido sometido a temperaturas bajo cero para conservarlo. Quizá preservado en algún arcón congelador o lugar adecuado a tal fin, una furgoneta, a lo mejor. El asesino vaporizó formol sobre cara y torso, para protegerlo de la intemperie y del previsible ataque de insectos o animales. El rostro estaba cubierto de un maquillaje espeso, graso, resistente al agua. Incluso le había puesto pestañas postizas para completar la caracterización.
Se encontraron quemaduras, abrasiones, rastros de mordeduras en ambos pechos, en la nuca, hematomas en nalgas y parte interior y exterior de los muslos, equimosis, laceraciones anales… también había pequeñas punciones realizadas con la punta de un arma afilada por todo el cuerpo. No cabía duda de que el asesino se había cebado con ella durante horas. Alrededor de las muñecas y los tobillos se apreciaban los surcos causados por las ligaduras que utilizó para reducirla, es decir, equimosis figuradas. A primera vista, ni una huella, ni una mínima muestra de ADN del asesino. Nada de saliva. No pudieron hallar ni un miserable cabello. Los forenses analizaron el cuerpo centímetro a centímetro. Pasaron hilo dental entre sus dientes. Analizaron las uñas de manos y pies, cortadas al ras. Peinaron el pubis y el pelo de Lidia. Pero el cadáver había sido lavado, desde los pies hasta el cabello, con esmero de amante, y el vello del cuerpo perfectamente rasurado. Le faltaba un gran mechón de pelo. Sin duda, cortado por su captor como recuerdo de su abyección.
Encontraron una herida contusa en el cráneo, en el hueso parietal. El golpe que utilizó para dejarla sin sentido. Probablemente un golpe ejecutado con una tonfa o una porra de madera.
Por desgracia, aún faltaban multitud de datos, las fotos de la autopsia, los informes toxicológicos… Por supuesto, Lidia había muerto por estrangulación a mano. Era típico de un crimen sexual… Todo aquello era la obra de un agresor sádico, un psicópata de la peor especie. Era estremecedor leer todas las señales de tortura que el cuerpo de la joven mostraba en aquellas páginas. El muy cabrón había jugado con ella asfixiándola con una cuerda hasta hacerle perder el sentido y luego aflojando la presa para que ella hiciese todo lo que él quería… Miró las fotografías de la escena del crimen. Todo aquello era siniestro en extremo. Primero la tortura, luego la mata. Y luego juega con el cuerpo como si fuese un maniquí. Por un momento, Valentina sintió sobre sus hombros la enorme responsabilidad que había contraído al asumir la investigación de ese caso. Sabía bien que representaba una gran oportunidad para ella, la demostración de que una mujer podía ser tan buena atrapando a un cabrón asesino como cualquier hombre. Pero al mismo tiempo, viendo esas fotos, no podía sino estremecerse ante el formidable desafío que representaban. Joder, el caso no se parecía a ningún otro, y le había tocado a ella comérselo enterito… Había estudiado bien a los agresores sexuales, pero nunca pensó que en su ciudad pudiese actuar uno como aquel. Ni en las conferencias de perfiladores del FBI, que solían mostrar fotos truculentas y casos terribles y epatantes para impresionar al público, había visto algo así… tan frío, tan calculado, tan cruel. Era un sádico sin ningún tipo de escrúpulos. Pero sumida en esos pensamientos sombríos y preocupados, su mente inconsciente se puso en marcha, y Valentina se acordó de repente del Congreso de Criminología que organizaba la Universidad de A Coruña. Con todo el jaleo se había olvidado de que estaba apuntada desde hacía un mes. Era curioso: acudía, precisamente a dar una ponencia sobre perfiles criminales Javier Sanjuán, el criminólogo valenciano que se había hecho famoso cuando ayudó a la policía a capturar al Asesino del Metro, y que a ella misma la había orientado hacia la captura del Charlatán con el perfil que había escrito, aunque de eso, claro, él no tenía ni idea… Buscó en internet. Javier Sanjuán presentaba el martes su último libro en El Corte Inglés. La conferencia sería el miércoles en el paraninfo de la universidad, a las ocho de la tarde. Seguro que iba a estar a tope de gente.
Valentina imprimió las fotos de la escena del crimen y el informe de la autopsia. A lo mejor, con suerte, Sanjuán se prestaba a echarle una mano con el caso. Iría directamente a la presentación del libro y hablaría con él. El perfil criminal. La caza de un asesino en serie. La vida estaba llena de casualidades inexplicables… Eso, o aquel criminólogo era capaz de oler los crímenes con meses de anticipación. Por alguna razón la posibilidad de hablar del caso con Sanjuán le había dado un punto de tranquilidad, como si comprendiese que iba a ser necesario hacer cosas extraordinarias para resolver un crimen extraordinario.
Miró su reloj. Llegaba tarde. No se esperaba que la autopsia durara tanto tiempo. Había quedado con aquella periodista de La Gaceta, Lúa Castro, a las ocho en su despacho de Lonzas. Había insistido mucho. Era importante para la investigación del crimen, o algo parecido. ¿Qué pretendería con aquella cita? No se fiaba nada de aquella chica. Ni de ningún plumilla en general. Eran demasiado carroñeros. Por no hablar de que muchos no conocían el significado de la palabra «escrúpulos».
* * *
Miraba las noticias, embelesado. Una adolescente con uniforme de colegial que hacía novillos fue la que encontró el cuerpo de Lidia. Fantástico. Era simbólico que una niña traviesa se enfrentase al horror dispuesto por el asesino por haber faltado a clase. Por supuesto, teóricamente, eso era algo que nadie merecía. Sin embargo, había una cierta moraleja en la idea de que si la niña se hubiese portado bien, no habría vivido aquella horrible experiencia.
Cogió una botella de Armand de Brignac rosé que había metido en el arcón congelador. La descorchó y vertió el líquido burbujeante en la roja copa de cristal veneciano. El momento lo merecía de verdad. Bebió, a la salud de su inmenso talento. Sin embargo, que no mencionasen su recreación de orfebrería le molestaba como una pequeña mancha de sangre desvirtúa la blancura de la nieve. ¿Eran tan incapaces que aún no se habían dado cuenta de lo que había pretendido? ¿Estarían ocultando al gran público su magna obra de arte? No. Más bien era un ejemplo de su incompetencia; la policía no tenía demasiada idea, con sus patanes sin estudios, incapaces de apreciar las capacidades creativas o, simplemente, el buen gusto. No le importaría charlar un rato con la niña aquella que había descubierto su obra cuando aún era virgen. La primera espectadora de su performance, una linda muchacha de uniforme, con su falda de tablas y su polo blanco con el escudo del colegio. Encantadora nínfula… Tomó un sorbo de la copa con delicadeza. Era un champagne delicioso. Se sintió durante un momento como Humbert Humbert ante Lolita, un James Mason desquiciado pintándole las uñas de los pies a la aterrada adolescente de faldita de tablas, mientras se retorcía, atada a su potro de tortura particular.