[capítulo 17]: Impresiones de la muerte

Lunes, 7 de junio

—Flipante por completo, Lúa. Te lo juro. Nunca he visto nada parecido. El que haya hecho algo así tiene que estar forzosamente mal de la cabeza. —Jaime Anido empezó a pasar en su MacBook las fotos que había sacado del cuerpo de Lidia en el estanque. No eran demasiado nítidas, pero lo que se veía era suficiente para apreciar el cadáver flotando entre la vegetación, con aquel espectacular vestido Art Déco—. Estaba rodeada de flores, como una novia muerta. Era algo muy hermoso, dentro de lo que cabe, por supuesto. Me jodió bien la inspectora Negro. Borró las más espectaculares. Se podían apreciar los pétalos de las flores y el pelo rojo entre la hierba…

—No seas morboso, Jaime. Joder, me das miedo, en serio.

—Te lo prometo, Lu. Parecían unas fotos artísticas para el Vogue. Una modelo posando en el agua, con los brazos sobresaliendo, en una posición rarísima. No te imaginas, de verdad. Estas no son, para nada, como las que saqué con la réflex. Si hubiese podido seguir con el reportaje, ahora estarían en todos los periódicos del país.

—No me extraña que estuviesen tan impresionados… —Lúa arrebató el ratón de la mano del fotógrafo y miró una por una las fotos en la pantalla, con detenimiento. Un sentimiento absurdo de miedo la golpeó en medio del pecho—. Ahora entiendo. Por eso no querían que nadie viese el cuerpo. Lo que no saben es que tú tienes fotos del escenario del crimen. —Lúa, ya recompuesta, lo besó en la boca—. Eres un hacha, Anido. Y con estas fotos vas a hacerme el favor del siglo. Tengo un plan.

—Miedo me das. A ver. —Jaime sonrió, mirándola, y acarició su mejilla mientras se ponía en pie—. ¿Qué ha pensado esa mente maquiavélica?

—Esta mente ha pensado ir a entrevistar a la señorita Negro, la inspectora estrella en ausencia de Larrosa —dijo Lúa con picardía—. Ha pensado también que esas fotos servirán para hacer un intercambio de información que nos servirá a ti y a mí, Jaime. La inspectora no querrá por nada del mundo que circulen por ahí sin ningún control. Esta mente maquina también cómo hacerse con la exclusiva de las noticias del caso durante todo el tiempo. Por supuesto, también sacaré algo para ti, no solo para mí y para el periódico —concluyó, sonriendo, de modo triunfal.

—Eres una chica muy mala, Lúa Castro. Muy, muy mala. —Su voz traslucía admiración y deseo. Jaime la abrazó desde atrás y la besó en la nuca, aspirando el perfume fresco de champú en su cabello castaño.

* * *

Manuel Naveira esperaba, sentado en una de las incómodas sillas de plástico. Su hijo mayor, Álvaro, daba vueltas por el pasillo en un caminar sin rumbo, anhelando poder fumarse un cigarrillo de una vez, salir de aquel lugar siniestro y frío, volver a Niza y escapar de aquella pesadilla. Hombre de negocios como su padre, se había casado con una chica catalana estudiante de hostelería y había triunfado con un restaurante español en Francia. Afrontaba los treinta años con una base económica sólida, después de un tiempo en el que, orgulloso, había declinado recibir ayuda de su padre. Lidia había llegado a la familia cuando él era un adolescente, y eso no le había permitido estar muy unido a ella, a lo que se había sumado su estancia en Francia desde que conoció a la que era su mujer, Neus, desde hacía ya más de cinco años. Pero todo eso no había impedido que la quisiera bien y que estuviera totalmente hundido. No se podía creer que estuviese en el depósito de cadáveres esperando a que su padre identificara el cuerpo de su hermanita pequeña. No era posible. Aquello no podía estar ocurriendo. Toda la familia se sentía perdida en una nebulosa de dolor insoportable: como fantasmas encadenados a una maldición; ninguno era capaz de hablar o de expresar nada. El hermano mediano tenía aún que coger el avión desde Sidney, no llegaría hasta un par de días después. La madre no salía del cuarto de Lidia, convertida en un alma en pena, abrazada a la almohada y a los peluches de la niña. El padre, desde que Lidia había desparecido, jamás había perdido la compostura. Fue el sostén de toda la familia, el único que era capaz de pensar con claridad. Álvaro Naveira temía que cuando viese el cuerpo, su padre se desmoronase por completo sin remedio. Todo aquello estaba superándolos con creces.

Valentina entró en el ascensor y miró el reloj: llegaba a tiempo. Estaba prevista la identificación del cadáver por la familia a las cuatro de la tarde en el depósito del Juan Canalejo, el Complejo Hospitalario Universitario de A Coruña, o CHUAC, como lo habían rebautizado. Se sabía el camino al depósito de memoria. Por fortuna, el cuerpo de la chica estaba en buenas condiciones. Más tarde realizarían la autopsia al cuerpo: el juez había considerado oportuno llamar al patólogo que dirigía el Instituto de Patología Forense de la Universidad de Santiago de Compostela, una eminencia mundial, el doctor Rafael Luis Ladrón de Guevara. Dada la complejidad de caso, compartiría protagonismo con el forense titular del CHUAC encargado del levantamiento del cadáver, Xosé García. La inspectora alcanzó el frío y gris pasillo del depósito. Allí estaban ya el padre de Lidia y un hombre joven que indudablemente era su hermano, con aquel cabello rojo atípico, sello de la familia.

—Buenas tardes. —Valentina saludó, y Manuel Naveira hizo una leve inclinación de cabeza, sumiéndose de nuevo en el mutismo más absoluto. El hermano se levantó y le dio la mano.

—Soy Álvaro Naveira, hermano de Lidia.

—Inspectora Valentina Negro. Siento mucho lo de su hermana.

—Estamos consternados. No sé qué decirle, inspectora. Solo que confiamos en usted para que encuentre a quien ha hecho esto.

—Gracias. Haremos todo lo que esté en nuestras manos, Álvaro. No tenga la menor duda.

Un enfermero salió del depósito y llamó a los familiares. Dentro esperaba Xosé García, con cara de circunstancias. No era normal enseñar un cuerpo disfrazado y maquillado a la familia de la víctima, pero hasta la realización de la autopsia el cadáver de Lidia permanecería tal y como había sido encontrado. No se podía correr el riesgo de perder ningún indicio.

Valentina entró la primera y notó el frío acerado del lugar. Observó el cuerpo cubierto por una sábana blanca, sobre una camilla metálica. Todo aquel proceso era un mal trago para ella y para la familia. Pero mejor allí que en el estanque, cuya imagen permanecía pegada desde la mañana en su retina.

Manuel Naveira entró con expresión decidida y se situó frente al cuerpo tapado, a la altura de la cabeza. Su hijo permaneció tras él, retirado unos metros. El enfermero levantó la punta de la sábana para que pudiese ver la cara de la joven muerta.

—Hijo de la gran puta —estalló, con palabras mordidas pero lleno de una ira atroz—. Cabrón. Malnacido. ¿Qué le has hecho a mi hija, cabrón? Te voy a matar, lo juro. Te voy a coger y te voy a matar.

Álvaro cogió a su padre por los hombros e intentó apartarlo de la camilla. No pudo. Manuel Naveira se agarró al cuerpo de su hija, sollozando sobre la sábana. Valentina intentó razonar con él.

—Señor Naveira. No puede tocar el cuerpo por ahora. —Se agachó a su altura, apartándolo suavemente y controlando su propia emoción de pena y rabia—. Lo comprende, ¿verdad? Es necesario que se aparte un poco. Más tarde podrá verlo. Ahora no puede ser. Tiene que dejar a los forenses y a la policía hacer su trabajo para conseguir atrapar al asesino. Sea razonable. Por favor. Luego podrá velarla cuanto quiera.

Manuel, al fin, pareció escuchar entre lágrimas la voz grave de la inspectora. Se irguió y se apartó lentamente, mientras el enfermero volvía a cubrir el blanco rostro con su sudario de hospital.

* * *

Valencia, aeropuerto de Manises.

Se desató las zapatillas de tweed Paul Smith en el control del aeropuerto de Manises y puso el portátil, el móvil, el cinturón, la cartera y las llaves encima de las bandejas blancas de plástico. Como todo el mundo que viajaba con frecuencia, también él odiaba aquel ritual absurdo tan engorroso, tantas veces repetido. Para ahorrar trámites, llevaba solo una pequeña maleta, sin facturar, por supuesto. Si necesitaba algo, ya lo compraría en La Coruña. Había leído las previsiones meteorológicas y parecía que sorpresivamente iba a hacer un tiempo estupendo, así que necesitaba poca ropa. Una chaqueta para el fresco de la noche, un par de pantalones, camisas… Poco más. No pensaba estar en la ciudad mucho tiempo, el suficiente para presentar el libro, dar la conferencia y saludar a los amigos de Santiago. Se acordó de la que había sido su primera mujer, Raquel Conde. Llevaba casi cuatro años sin verla. Desde que se había casado con un coruñés, no había vuelto a pisar Valencia. ¿La llamaría al llegar? Decididamente sí. Tenía muchas ganas de quedar con ella, saber cómo le iba en la vida… Todo eso. Recogió sus cosas con parsimonia, mientras un niño de unos seis años lloraba detrás de él, pasó el arco de seguridad y se dirigió a la puerta de embarque.

Javier Sanjuán estaba contento. Su último libro El perfil criminal. La caza de un asesino en serie estaba vendiéndose muy bien. Se encontraba en la lista de los diez más vendidos de divulgación científica y ya iba por la segunda edición en un mes. A la gente le fascinaba el fenómeno de los asesinos seriales. Eran los vampiros de la modernidad, una mezcla entre el mito del lobo feroz y el hombre del saco con el que asustaban a los niños pequeños las madres de antaño. Y él, como perfilador y criminólogo, sabía que, aunque de manera poco frecuente, la sociedad tenía que enfrentarse a ellos con todas las armas disponibles.

Sanjuán pensó en Raquel de nuevo. Las últimas noticias que le habían llegado era que se había divorciado hacía poco. Nada nuevo. Él, por su parte, llevaba ya dos divorcios a sus espaldas a sus cuarenta y cinco años, pero procuraba no quejarse de ello, ya que en su concepción de la vida había que aceptar los propios errores, porque de lo contrario se eliminaban las opciones de otros aciertos. Es decir, solía reflexionar que el hombre es un ser generalmente muy bien equipado para meter la pata en los asuntos más importantes de la vida, a pesar de que sus pautas y hábitos le permitieran funcionar cada día, y que él no era una excepción, sino un ejemplo brillante en lo que respectaba a los desastres amorosos. Por lo demás se mantenía razonablemente en forma. Altura y complexión medias, era de apariencia agradable, sin que destacara particularmente en nada. Aunque las mujeres le decían siempre que tenía unos ojos muy expresivos, él lo achacaba con modestia a la mirada provocada por una miopía bastante incómoda.

Ninguno de esos matrimonios le había dado un hijo, y había llegado a un punto en el que no confiaba excesivamente en encontrar el amor auténtico, sea lo que fuera ese amor. Estaba muy centrado en sus investigaciones y libros. A veces pensaba si no estaría demasiado centrado para evitar otro tipo de tentaciones que pudiesen llevarlo de nuevo a cometer alguno de sus habituales errores, que invariablemente derivaban en desastres de gran magnitud. Su trabajo de criminalista era ampliamente reconocido, y había intervenido en algunas investigaciones de asesinos seriales realmente notables, colaborando de un modo eficaz. Muchos de sus alumnos eran policías e investigadores de la Guardia Civil, y a pesar de que los responsables policiales no siempre veían con buenos ojos que se recurriera a alguien de fuera de las fuerzas de seguridad, las consultas eran habituales, realizadas, eso sí, de modo extraoficial. Sanjuán envidiaba el estado de la criminología en otros países en donde las fuerzas del orden acudían constantemente a los perfiladores. Podría decirse que España estaba aún a años luz en ese campo.

Mientras esperaba la salida del vuelo de Air Nostrum, se tomó un café en la cafetería del aeropuerto y cogió un ejemplar de Las Provincias para entretenerse. La televisión emitía noticias sobre la chica desaparecida. Javier le pidió a la camarera que subiese un poco más la voz un momento para escuchar mejor. Estaba lleno de curiosidad. La inconfundible cinta amarilla que acordonaba el escenario de un crimen y el correspondiente operativo policial aparecieron ante sus ojos. Se quitó las gafas de cerca para observar mejor. La voz de la locutora narraba la aparición del cadáver de Lidia en el estanque de un parque coruñés, el lunes a primera hora de la mañana. Todo el caso estaba bajo secreto de sumario, pero fuentes oficiosas afirmaban que había sido violada y estrangulada. Cerró el periódico inconscientemente, fascinado por las imágenes que se sucedían en la pantalla. También era casualidad que ocurriese aquel suceso precisamente casi el mismo día en que él viajaba hacia La Coruña a presentar su libro.

Los altavoces anunciaron el embarque del vuelo de Air Nostrum. Javier Sanjuán despertó de su ensoñación al escuchar el anuncio y cogió su maleta. Pudo ver desde donde estaba el coqueto Bombardier y las incómodas escaleras. Pensó que algún día se les ocurriría la brillante idea de poner un finger. El criminólogo cogió su maleta y se dispuso a embarcar.