Se despertó con el sonido de sus propios gritos. Lúa estaba soñando que un hombre enorme con la cara tapada por una extraña máscara azteca, de colores vivos y enormes ojos brillantes, la perseguía por calles vacías, oscuras, interminables. Los pasos de la sombra se acercaban a ella más y más, y corría con todas sus fuerzas, buscando algún lugar para huir, algún refugio. Pero no conseguía distanciarse, al revés, y el filo de un cuchillo relampagueaba a su espalda cada vez más cerca. Gritaba de terror, pero nadie respondía, salvo el eco espeso y distorsionado de su propia voz. Lúa caía al suelo húmedo de adoquines negros, resbaladizos, y aquella sombra, aquella cara expresionista de madera pintada, se cernía sobre ella, indudablemente para matarla a cuchilladas. Antes de sentir el filo del puñal clavándose en su vientre, Lúa despertó en un desesperado esfuerzo por escapar de la pesadilla más horrible de su vida. Jaime la agarró, asombrado al ver los grandes ojos de Lúa completamente abiertos por el terror.
—¡Lúa, Lúa, despierta! ¡Despierta, joder! Es un mal sueño, Lúa. Cálmate, venga.
Anido la abrazó y la acarició para tranquilizarla. La respiración agitada de su compañera se fue normalizando lentamente hasta recuperar el ritmo normal. Tenía las manos de la joven clavadas en los antebrazos, como garfios. Los soltó, más relajada.
—Dios, Jaime. Ha sido horrible. Una sensación de angustia total, como si fuese a explotarme el corazón en el pecho de un momento a otro.
—Luego me lo cuentas, Lu. —La agarró de la mano y se la sacudió—. Atiéndeme un momento. Tengo sintonizada la emisora de la Policía Local. Te digo que hay alguna movida. Vete a la ducha a cien por hora mientras yo sigo escuchando a ver si averiguo de qué va la cosa.
—¿Qué hora es?
—Las nueve menos cuarto de la mañana. Venga, espabílate ya. Hay café recién hecho en la cocina.
Lúa se levantó, desperezándose, con el pelo revuelto y los ojos entrecerrados de sueño, arrastrando los pies hacia el baño, con las grandes zapatillas de Jaime. El fotógrafo se colocó los cascos para escuchar mejor las comunicaciones que se perdían entre el ruido de la estática. Podía notar la excitación en la voz de los policías: escuchó varias veces que nombraban el estanque de Casanova de Eirís, pero no fue capaz de concretar nada más. Su instinto le decía que había algo extraño en todo aquello. Un estanque con cuatro peces de colores y patos no tenía por qué soliviantar a los cuerpos de seguridad. Decidió vestirse y preparar el equipo fotográfico. Se iban de inmediato al parque de Eirís. De camino volvería a llamar a sus contactos de la Nacional: no habían contestado al teléfono. O estaba muy equivocado, u ocurría algo muy raro.
* * *
El jefe de la Policía Local, superintendente Alfredo Molina, miró a Valentina Negro de arriba abajo. Porque le habían jurado que era inspectora de la Nacional y también que era una mujer con muy mal carácter, porque si no ya hubiera buscado la manera de poder coincidir con ella por motivos de trabajo, y luego quién sabe, si surgía la oportunidad… Pero Molina sabía que estaba soñando despierto. En toda la ciudad nadie la había visto nunca tontear con un hombre. La encontraba irresistible hasta con el traje protector. Vio llegar a lo lejos al forense de guardia, el doctor Xosé García. Alto, con barba cerrada negra, ojos vivaces y una gran mata de cabello oscuro. Tenía cuarenta y cinco años y, sin embargo, mantenía incólume su fe en el trabajo bien hecho y el cuidado del detalle. Su opinión era muy valorada por la Policía de La Coruña, y los inspectores le debían más de un favor por haberse quedado fuera de su horario de trabajo para terminar informes muy urgentes o hacer exámenes que en manos de otro forense podrían haber retrasado más de una investigación.
Hacía un rato que ya estaban los de la Científica haciendo su trabajo, recogiendo muestras en la cuadrícula y sacando fotos, pero los primeros en llegar habían sido los suyos, los de la Local, los encargados de acordonar la zona y de establecer el operativo. Cuando recibieron la llamada, una patrulla que estaba cerca de la Residencia Sanitaria se acercó hasta el parque y vio todo el pastel. Lidia Naveira, la chica desaparecida, estaba muerta, flotando en el agua como si fuese un montaje de revista de modas.
—Hola, Alfredo. Buenos días. —El joven forense se puso con parsimonia las gafas de ver y se acercó al superintendente Molina.
—Hola, Xosé. ¿Qué te parece lo que tenemos aquí? Alucinante. Ya verás.
—Luego te digo. Cuando lo vea. ¿Ya llegó el juez?
—Aún no. Estamos esperando. Es muy temprano, hombre. —Le guiñó un ojo—. Aún ha de tardar un poco… Deja que despierte.
—Vale, Alfredo. Te veo después. Tengo mucho que hacer, por lo que se ve. Voy a cambiarme. Pobre chica.
Al lado del estanque, la inspectora Negro se acariciaba la mejilla con perplejidad mientras miraba el cuerpo inerte de la desdichada joven. No se podía negar que la escena del crimen poseía cierta belleza enfermiza que no era fácilmente explicable. Valentina se sintió mal por haber encontrado hermoso el cadáver de aquella chica, pero intuyó que no era ella sola la que experimentaba aquella sensación de languidez, de déjà vu que provocaba la visión del rostro maquillado, las flores, las manos oferentes sobresaliendo del agua en estática palidez. Los de la Científica, vestidos también con uniformes protectores blancos, como ella, deambulaban por la escena buscando cualquier indicio, fotografiando el cuerpo desde todos los ángulos, arrancando trozos de verja cortada para llevarse al laboratorio. El forense, ya vestido con el traje protector, se acercó a Valentina con el ceño fruncido en un intento de esconder el asombro que estaba experimentando por momentos.
—¡Qué panorama, inspectora! Nunca había visto nada parecido.
—Ni yo. En toda mi vida. ¿Qué te parece?
—Parece la escena de una serie americana de psicópatas. Mentes Criminales, cosas así —señaló el joven forense, quien no perdía oportunidad de ser ingenioso cada vez que se encontraba con Valentina.
—¿Tú crees? No sé, en las películas las escenas del crimen suelen ser muy truculentas. Todo esto, en cambio, es algo siniestro, pero al mismo tiempo hermoso, delicado. —Valentina no estaba segura de si sería capaz de expresar lo que sentía en esos instantes, así que prefirió seguir la conversación ateniéndose a los hechos—. Creo que el cuerpo está sujeto por un cable, fíjate. —Se arrodilló, señalándolo—. Y este olor…
—Voy a acercarme y a ver qué puedo decirte. Odio los escenarios del crimen con agua. Son lo peor. Engorrosos, y además, siempre se pierden todas las pruebas.
Xosé García se acercó al cuerpo y detectó más vivamente el insoslayable olor del formol, confundido con un deje de putrefacción, no demasiado acusado. Formol… probablemente para retardar el proceso de descomposición y evitar el ataque de animales.
—El olor es, sin duda, formol, inspectora. Ha impregnado el cuerpo para conservarlo mejor y protegerlo del ataque de los animales.
No hacía falta ser médico forense para ver que Lidia estaba muerta. Cogió con cuidado la muñeca que asomaba fuera del agua para tomarle el pulso, en un acto mecánico siempre necesario. No había pulso, por supuesto. Intentó a simple vista adivinar la causa de la muerte. Hasta que no sacaran el cuerpo del agua, iba a resultarle difícil, si no imposible. Observó el cuello, extremadamente pálido debido a una pasta blanca que lo cubría por completo. ¿Podían ser estigmas ungueales lo que el maquillaje quería esconder? Aunque había protegido los zapatos con unas fundas de plástico, la humedad trepó por la pernera de sus pantalones en cuanto se inclinó sobre el cadáver, con cuidado de no alterar, por el momento, la escena del crimen. Luego ya manipularía el cuerpo, cuando los de la Científica hubiesen terminado su trabajo. Sacó una lupa y, ayudándose de ella, levantó muy despacio la guirnalda de violetas de plástico. Sí, sin duda, eran estigmas ungueales. Volvió a dejarlo todo como estaba.
—Puede que la causa de la muerte haya sido la estrangulación, inspectora.
—Ya. No me extrañaría. Tiene toda la pinta de ser un crimen de carácter sexual —dijo Valentina—. Al asesino le gustan las chicas guapas, y por lo que veo, le gustan tanto vivas como muertas. ¡Cuidado, Xosé, estás moviendo las ortigas! —alertó al forense—. Creo que las ha puesto ahí el asesino. Todas esas flores significan algo, ¿no te parece? A primera vista hay amapolas, rosas, geranios… No entiendo mucho de flores, pero alguna que otra sí puedo identificar. —La inspectora seguía teniendo una sensación extraña de fascinación y, al tiempo, de repulsión, lo que hacía que sus pensamientos estuvieran más espesos que de costumbre, como si todo aquello no tuviera ningún sentido, o al menos ningún significado que fuera comprensible para ella.
—Algunas son de plástico, o incluso yo diría que de látex —puntualizó el forense, cogiendo una con la mano y sintiendo el tacto con los dedos—. Otras no. Son de verdad, fíjate. Esta parece un narciso. Habrá que recogerlas todas, una a una.
—¿No te recuerda a algo este escenario? ¿A algo determinado?
El forense encogió los hombros.
—No te puedo decir. Vagamente, me recuerda a alguna película, pero no puedo concretarte más. ¿A aquel anuncio de Anaïs Anaïs de hace algunos años en donde salían dos jóvenes muy hermosas en un lago?
—Espera. Voy a llamar a Velasco. —Valentina no parecía muy feliz con esa aportación de García, que juzgó para sus adentros un poco frívola—. Es muy intuitivo y muy culto. A ver si puede echarnos una mano. ¡Velasco! Ven un momento, por favor.
Velasco era un policía de treinta y dos años, de pelo castaño, con una mirada penetrante, fibroso, un metro setenta y cinco de estatura, que pasaba por ser un tipo culto dentro de la policía. Con estudios en Psicología, había aprendido mientras estaba en la universidad que su vida necesitaba algo más de acción si quería realizarse como persona. Estudiar estaba muy bien, pero su condición de homosexual le espoleaba a buscar caminos donde buscar retos, metas que le permitieran huir de los estereotipos del «marica sensible». De ahí que comprendiera que si no quería ser uno más tenía que coger el toro por los cuernos. Ayudado por su inteligencia natural entró en la policía, y pronto dejó de preocuparse de lo que los demás opinaran de él. Su trabajo, siempre profesional, callaba cualquier insidia que los homófobos de siempre acertaran a difundir. Eso sí, vestía de modo elegante y no dejaba que la «pinta de policía» influyera para nada en sus gustos. Al revés. Era como un muestrario de revista masculina andante.
Velasco se apartó de la compungida Carlota y su apurado novio. Tony lo miraba con aprensión: tenía miedo de que lo cachearan y descubrieran el trozo de maría bien oloroso que llevaba dentro de la cazadora. Pero los policías no parecían estar por la labor de investigar sus vicios: estaban demasiado ocupados con la aparición de aquella chica muerta en el estanque.
—Dígame, inspectora. —Guardó la agenda en el bolsillo.
Valentina volvió a percibir el olor intenso a Allure de Chanel que salía del subinspector. Se preguntó cómo podía oler bien y tener aquel aspecto de recién duchado hasta en el medio de la escena de un crimen. Era increíble.
—Velasco. ¿No te recuerda a algo la disposición del cuerpo?
Velasco se quedó mirando unos segundos hacia el cadáver.
—Ahora que lo dice, es cierto, tiene un aire a algo conocido. Veamos. No sé, así, de pronto… ya sé que va a parecer algo extraño, pero me recuerda mucho a un vídeo de Nick Cave, inspectora.
—¿Nick Cave?
—Sí, un vídeo de hace ya bastantes años. Salía también Kylie Minogue. «Where the wild roses grow» es la canción, si no me equivoco. El disco, Murder Ballads, es una joya. Debería escucharlo, a pesar de que no le guste el rock… Y me temo que hasta aquí llegan mis sugerencias, jefa. Lo siento… Pero sí. Recuerdo perfectamente que Kylie estaba en un río, o un lago, con un vestido blanco, y Cave la mataba con una piedra en la cabeza. Era una metáfora del mito de La Bella y la Bestia o algo parecido. Podría servir para algo, ¿no le parece?
Valentina lo observó con sus ojos grises llenos de seriedad. Aunque el disco del que hablaba Velasco se titulara Baladas para el asesinato, no pensaba para nada que esa sugerencia fuera particularmente útil en ese caso. O sí… la mente de Velasco era muy analítica y podía asociar muchas imágenes, una cualidad que resultaba fascinante, pero a veces era necesario parar los pies a tanta creatividad. Sin embargo, intentó recordar aquel vídeo. Nunca se sabía… tomó nota para más adelante. «Where the wild roses grow»…, es decir, «Donde crecen las rosas silvestres». Bien. Cuando volviese a la comisaría, se ocuparía de mirarlo. Cualquier detalle podía resultar de ayuda en aquel caso tan raro.
Regresó junto al cuerpo. Tenía que empaparse de todo aquel escenario mientras tuviera la oportunidad de hacerlo, antes de que levantaran el cadáver. Tenía que grabarlo a fuego en su cerebro. El asesino había creado una especie de manifiesto que necesitaba ser estudiado y comprendido, y ella estaba dispuesta a resolver el enigma. En la universidad no te enseñaban a asimilar algo así, ni siquiera en Criminología. Valentina sabía que aquel tipo de crimen era una especie de tabú. Una rareza que rompía toda clase de estadísticas. Un asesinato que ningún policía querría nunca tener entre manos.
* * *
Lúa intentaba ver lo que había detrás de todo aquel maremágnum de coches patrulla, ambulancias y curiosos que empezaba a darse cuenta de que allí había algún suceso digno de ver. Cazó al superintendente de la Local mirándola con ojos golosos, así que se acercó a él con la confianza de que, enseñando algo de carnaza, empezaría a largarlo todo con su verborrea habitual.
—Hola, superintendente. ¿Qué ha pasado aquí?
—¡Cómo madrugas, Lúa! Ya me dirás cómo te has enterado tan rápido de todo esto. Aún no hemos dicho nada a la prensa… —Molina agarró el brazo de Lúa, acercándola hacia él.
—Tengo mis fuentes, súper. Ya lo sabes.
Lúa esponjó los pechos y parpadeó con coquetería mientras intentaba ver algo por encima del hombro del policía estirando la cabeza.
—¿Es Lidia?
—Sí, es Lidia. No cabe duda.
—¡Es tremendo! ¿Se sabe cómo murió? ¿Fue violada?
—Está el forense examinando el cuerpo, pero hasta que no lo saquen del estanque no se puede hacer nada. Y te dejo, que justo en este momento viene el juez y tengo que hablar con él. Siento no poder darte más cosas por ahora, Lúa. Otra vez será.
Lúa dio un golpe en la hierba con el pie, frustrada. La cosa no estaba siendo todo lo productiva que debería. Se habían adelantado a todos, pero la noticia había corrido como la pólvora. Y encima, su becario gafapasta aún sin llegar.
Mientras tanto, Jaime Anido sacaba foto tras foto, parapetado sobre las piedras derruidas del viejo castillo de Eirís. Mientras no lo vieran, iba a hartarse de hacer fotografías de aquella chica muerta flotando en el estanque. Las agencias se las iban a rifar… Buscó a Lúa con la mirada. Allí estaba, intentado sonsacarle algo al jefe de la Local. No le sería difícil, con lo salido que estaba siempre. Menudo pájaro…
De pronto, notó que la luz se oscurecía alrededor de él.
—Buenos días. Acompáñeme un momento, por favor. —Anido conocía aquella voz. Era su némesis de nuevo, el subinspector Daniel Fernández Bodelón. Estaba detrás de él, con su metro ochenta y cinco de altura proyectando una amenazadora sombra—. Mucho me temo que no está permitido hacer fotos de la escena del crimen, Anido. Está dentro del perímetro. Siempre estamos igual, hombre. Es usted incorregible.
—¡Estoy en un sitio público y hago las fotos que me sale de los huevos, subinspector! —La voz de Anido sonó floja, sin demasiada convicción.
—Haga el favor de facilitarme la tarea, Anido. Un poco de respeto, la chica está muerta y no queremos que la familia la vea de tal guisa en todos los telediarios. Serás cabronazo… Tienes menos escrúpulos… —Bodelón pasó al tuteo, como prueba de que no iba a dejar que se saliera con la suya—. Es algo muy feo saltarse el perímetro de seguridad que marca la policía.
Daniel Fernández Bodelón era alguien que imponía respeto, ya fuera a la prensa más salvaje o a los delincuentes. No era solo su físico de culturista, con sus bíceps bien marcados y su cara ceñuda coronada en un corte de pelo al uno, era más bien el producto del conjunto de su presencia, la de alguien que se tomaba en serio su trabajo. Aunque quizá fuese menos brillante que su amigo Velasco, compensaba esa carencia con una gran disciplina, algo que había aprendido en sus dos años pasados en el ejército, donde ingresó voluntariamente a los dieciocho. De padres emigrantes y de clase media, su experiencia allí le sirvió para comprender que no quería tener una vida sin horizonte, deambulando entre trabajos poco cualificados. Así que decidió preparar las oposiciones a la policía, y con esfuerzo llegó, a los treinta y un años, a subinspector, tras retomar los estudios que había dejado y aprobar Sociología por la universidad a distancia. La presencia animosa de su mujer, enfermera titulada, le había espoleado mucho más. A pesar de su experiencia en las artes marciales, era de los que odiaban hacer uso de la violencia; su físico le ayudaba a evitar peleas, sin embargo, cuando había que meterse en una, Bodelón, cinturón negro de kárate y especialista en defensa personal, procuraba siempre terminarla él.
—Venga, dame la cámara —exigió con severidad alargando la mano.
—¿Y si te doy la tarjeta de memoria? —empezaba a transigir Anido.
—¿Y si sé que esa cámara tiene memoria interna, Anido? Anda, por favor. Que no me chupo el dedo. Soy mayorcito. A estas alturas…
—Quiero hablar con el policía a cargo de la investigación.
—Tú mismo, Anido, tú mismo. Ahora te llevo con la inspectora. —Cogió la radio y llamó—. Trae la cámara de una vez. No te preocupes, no voy a rompértela. Aunque no te digo yo que no lo merecieses. Andando, vamos.
* * *
Valentina intentaba tranquilizar los sollozos desconsolados de Carlota Lago. Su novio le cogía la mano y la apretaba en un vano intento de que recuperase la tranquilidad, pero era inútil. La niña lloraba sin control, sacudiendo los hombros.
—Carlota. Mírame. Venga. Ya pasó. Ya está. No te va a pasar nada malo. Estás rodeada de policías que te protegen. Cálmate. Te necesitamos. Necesitamos saber qué viste cuando entraste en el estanque por primera vez. Es importante para la investigación, para encontrar al hombre que hizo eso tan horrible.
Carlota sorbió los mocos y asintió. Se quedó callada unos instantes. Valentina fue a buscar un pañuelo de papel.
—Falté a clase porque estaba segura de que iban a hacernos un control de Historia… y no me lo sabía. —Los sollozos volvieron, pero mucho más calmados—. Vine con Tony a ver los patos, me gusta venir aquí. Son simpáticos… —Carlota se calló un instante, obviando el detalle del porro—. Estaba la reja cortada y entré a ver qué pasaba, me extrañó. Y cuando bajé al agua ella estaba ahí, flotando… fue horrible.
—¿Visteis algo, a alguien, cuando llegasteis? ¿Recordáis qué hora era exactamente?
Tony intervino, encantado de tomar protagonismo.
—Serían las ocho y diez, y no, no había casi nadie. Una señora que paseaba en chándal, creo que no vimos a nadie más.
—¿Coches, furgonetas? ¿Algún vehículo grande?
—No, no recuerdo haber visto nada, ningún vehículo. Me acordaría… pero no. No había nada. Estaba todo vacío.
Daniel Fernández se acercó a Valentina, llevando a Anido con cara de muy malas pulgas por delante de él.
—Inspectora, aquí tiene al señor Jaime Anido. Lo he pillado haciendo fotos «demasiado explícitas» de la escena del crimen. Para variar.
—Joder, ¿no hay un perímetro de seguridad donde la prensa no pueda inmiscuirse? —protestó indignada Valentina, aunque ya sabía la respuesta—. Podíais ser un poco más respetuosos, ¿no te parece? Merecerías que te llevara ahora mismo a Lonzas, a las celdas, a pensar un poco —le espetó a Anido—. Déjame la cámara, Anido. Quiero ver esas fotos que has sacado. Venga. Rapidito.
Anido encendió la Canon Eos 1D y fue pasando las fotos ante la mirada iracunda de la inspectora Valentina Negro. Algunas de las imágenes eran tomas cercanas del cuerpo de Lidia, instantáneas demasiado explícitas que desvelaban claramente la idea morbosa del asesino.
—Tienes que borrar las más cercanas, Anido. Solo te permitiré las fotos en las que no se aprecie demasiado el cuerpo. Imagínate el shock de la familia si sale esto mañana en la prensa. Puedes quedarte esas en las que salen los de la Científica y el forense, te van a hacer buen servicio. Pero las del cuerpo de Lidia, ni hablar.
—Joder, inspectora, me gano la vida haciendo fotos, tengo que comer. No puedo borrarlas todas.
—Elige, o las eliminas, o nos vamos de paseo a Lonzas. Allí sí que vas a pasar un par de días sin comer. Y además, no me responsabilizo de lo que pueda pasarle a la cámara. Parece bastante cara. —Hizo un rictus de malicia en su boca—. Algún día me dirás cómo te enteras de las noticias antes que los demás medios. No me gustaría que hubiese filtraciones entre los míos. Si me entero de quién te informa, la va a llevar bien clara.
—Está bien, está bien. Las borro. —Anido sabía que no le quedaba otra que ceder si no quería pasar la noche en una celda—. Mejor, bórrelas usted misma. Así no tendrá dudas y podrá elegir las que le parezca.
Gracias a Dios no lo cachearon. Anido llevaba también una pequeña cámara compacta de bolsillo con un potente objetivo con la que se había apañado para sacar fotos en previsión de que ocurriera eso mismo. Las fotos que había sacado no eran de tan buena calidad, pero podrían servir para algo y… ¡bingo! ¡Ya estamos todos!, se sobresaltó el fotógrafo, siempre en vilo ante la noticia. El que faltaba. Llegaba el padre de Lidia Naveira, y estaba seguro de que iba a montar una buena. Anido soltó un juramento para sí. Aquella inspectora de los cojones estaba jodiéndole el reportaje del año. Por lo menos Lúa seguía allí fuera, tomando nota de todo.
El juez López-Córdoba se dirigía a la orilla del estanque acompañado del jefe de la Policía Local cuando escuchó los gritos. Unos gritos que provenían de fuera del perímetro acordonado. Al volverse, vio al padre de Lidia Naveira sujetado por dos policías locales. Quería ver el cadáver de su hija.
—Vamos de mal en peor. Menudo día. —Molina hizo un gesto con la cabeza—. Pobre hombre. No es una buena idea que la vea tal y como está.
—¿Quién es esa chica morena que está hablando ahora con él? —preguntó el juez, extrañado.
—La inspectora Valentina Negro. Hace poco que tomó posesión del cargo, aunque ya es muy popular —dijo con cierto tono de malicia—. ¿No la habías visto nunca?
—No, yo estoy más acostumbrado a la presencia de Carlos Larrosa, por ejemplo, pero me gusta bastante más la novedad, por lo que veo… Venga, vamos hasta donde está el cuerpo. Habrá que proceder al levantamiento del cadáver en cuanto terminen los de la Científica. Hoy va a ser un día de mucho calor, no es conveniente que permanezca más rato ahí, dentro del agua. Y además, tengo que reconocer que este lugar me está dando escalofríos… —López-Córdoba se estremeció de arriba abajo sin disimularlo un ápice—; si te fijas bien… es casi una imagen espectral.