[capítulo 12]: Valentina Negro

El inspector jefe Iturriaga barajó las posibilidades que tenía en aquel momento concreto. Miró el cuadro de personal que había más o menos disponible y analizó con calma las opciones. Tras unos instantes de vacilación, los dedos tamborileando sobre la mesa, llamó a la inspectora Valentina Negro. La nueva en la UDEV. Miró su expediente: era bastante joven, con la sobrecarga de títulos y conocimientos que caracterizaban a las últimas generaciones de policías. Abogada y criminóloga. Máster en Psicología Criminal. Le faltaba aún algo de experiencia en la investigación, pero aquel caso le iba como anillo al dedo para curtirse de verdad. Necesitaba a alguien con una visión distinta, moderna. Una visión fresca. Sobre todo, necesitaba a una mujer que diese buen resultado en la prensa y con habilidades para manejar el flujo de información de un caso que iba a tener muchísima repercusión mediática. De hecho, ya lo estaba teniendo. Aquella chica acababa de llegar a la Policía Judicial de La Coruña, pero ya llamaba la atención, y no solo por sus bondades policiales. Iba a desbravarla bien con el asunto de la desaparición de Lidia Naveira. Por las referencias que tenía, era una policía muy brillante y arrojada y eso no era discutible. Como tiradora había sido excepcional, la primera de su promoción. Las referencias de todos los sitios donde había estado eran impecables, y ya tenía la Cruz al Mérito Policial, ¡tan joven! Sin duda, había personas que nacían con ciertas capacidades, y otras que nunca saldrían del montón. Eso era como jugar bien al fútbol.

Iturriaga tenía que reconocer que aquella mujer le gustaba mucho, y no solo por sus cualidades policiales. Estaba como un tren. Un amor platónico, por supuesto. El inspector jefe era un hombre respetuoso y felizmente casado. La verdad era que, como a él, le ponía a media plantilla de la Nacional… Eso sí. Había que reconocerlo. Era algo borde la chica. Intratable a veces, con «cierta tendencia a saltarse las normas», según constataba la única nota de advertencia que pudo encontrar en su dossier. Después de todo, era normal, había vivido experiencias muy duras, sin contar la tragedia que sacudió a su familia.

—Sí, inspector jefe. —Valentina asomó la cabeza morena por la puerta del despacho e interrumpió los pensamientos de un Iturriaga, que cerró el expediente al segundo.

—Pase, inspectora. Siéntese, tengo algo que proponerle. Bueno, más bien va a ser una orden… —Le indicó con un gesto que se sentase.

Valentina se sentó en la silla que estaba enfrente de la mesa de Iturriaga, sus inquisitivos ojos grises y rasgados lo miraban con curiosidad. Era de las pocas policías a las que le sentaba perfectamente bien el uniforme. Era de estatura media, metro setenta, delgada, pelo de intenso color azabache, con cuerpo fibroso de deportista. Aunque bajo la camisa se adivinaban unos pechos plenos, ella los disimulaba siempre que le era posible. No le resultaba demasiado agradable que algunos de sus compañeros le hablasen sin mirarle a los ojos…

—Sabes ya lo de Lidia Naveira, la chica desaparecida. —Iturriaga afirmó más que preguntar.

—Estoy al tanto del caso, inspector. He oído por ahí que parece ser que los rastros de sangre encontrados en el paseo coinciden con su grupo sanguíneo. Puede que haya sido secuestrada.

—Efectivamente. Hay un problema. Larrosa se va de vacaciones mañana mismo y me ha pedido que no le encargue este caso; además, se siente mayor para el follón que nos espera. Así que he decidido que usted es la más indicada para llevar la investigación, inspectora.

Los ojos grises chispearon todavía más intensamente.

—Me encantaría, jefe. Me… —iba a repetirse, pero decidió continuar—, gracias por confiar en mí. No sé qué más decir. —Hizo un gesto con las dos manos y contuvo con nervios templados la intensa emoción que la embargaba—. No voy a defraudarle, jefe.

—Me he informado de que ya ha detenido a un agresor sexual bastante peligroso cuando estaba destinada en Vigo. En realidad, inspectora, tengo que decirle que lo del Charlatán fue algo muy arriesgado.

—Sí, es cierto. —Valentina no pudo evitar una ligera contracción de los músculos faciales al escuchar ese nombre, era un acto reflejo—. He estudiado mucho el tema de los agresores sexuales, la violencia contra las mujeres… todo eso. De todos modos, no estuve sola en esas operaciones. Mis compañeros y mi jefe me ayudaron mucho.

—No sea tan modesta. Le dieron una distinción por eso, nada menos que la Cruz al Mérito Policial. Bien. Ya he hablado con el inspector Larrosa. Va a pasarle el expediente y todo cuanto haya lo más pronto posible. La cosa está bastante complicada, eso seguro. Y además, con mucho alcance mediático, como es fácil suponer. Las desapariciones de chicas jóvenes atraen a la prensa como los buitres a la carroña.

—Sí, jefe. Lo sé perfectamente. —Valentina ofreció la primera sonrisa del día al inspector jefe—. No se preocupe por eso. No es la primera vez que trato con la prensa. Ya sabe que he estado en Benidorm trabajando de enlace con ellos, precisamente.

—Perfecto. A trabajar. —Le acercó el expediente del caso—. Tome. Va a ser una tarea ardua, así que no pierda ni un segundo de su valioso tiempo. Y quítese el uniforme. Mejor de calle. Pasará más desapercibida. ¡Ah! Elija a dos subinspectores de la UDEV para que la ayuden, a tiempo completo. Y si necesita más gente, pídala, haga el favor.

Valentina se levantó y se dirigió hacia la puerta con rapidez, abriendo ya el expediente para leerlo. Iturriaga miró salir a la inspectora. No pudo evitar contemplar aquel cuerpo. Hasta el culo lo tenía en su sitio a pesar del horrible corte de los pantalones del uniforme.

—¡Señor! —suspiró. Estaba volviéndose un viejo verde. «Desapercibida» no era la palabra que mejor se ajustaba a aquella mujer.

Valentina fue hacia el despacho de Larrosa. No le caía mal. Era un tipo majo. Un poco mayor ya, pero muy agradable. Serio pero siempre cortés. Era obvio que ya estaba muy cansado, y algunas veces sus ojos de resignación le daban miedo, como si no quisiera reflejarse en ellos treinta años después. Era de lo mejorcito de aquella comisaría, un policía de la vieja escuela, antes de la llegada de toda esta ingeniería científica que había revolucionado la investigación policial, cuando todo se hacía a base de perseverancia y oficio. Larrosa la respetaba. No como otros… Valentina se daba cuenta de que su curriculum brillante había despertado muchas envidias y recelos entre algunos compañeros desde su llegada a Lonzas. No le importaba, ya estaba bastante acostumbrada a incidentes laborales de naturaleza mezquina. También había buenas personas. Como en todas partes, claro estaba. Pero ser inspectora por oposición externa no le granjeaba precisamente la simpatía de muchos policías que pensaban que para alcanzar las jefaturas había que currárselo desde abajo, desde la calle. Ella había preferido estudiar primero y entrar después. Se había esforzado mucho y se notaba: diplomatura, licenciatura, postgrado… A su padre no le había hecho mucha gracia que con sus capacidades se hubiese hecho policía, pero al fin y al cabo, lo convenció con el argumento de que era una oposición como otra cualquiera. El sueldo era bueno, estaba en su tierra y le gustaba su trabajo. No todo el mundo podía decir lo mismo. Además, entonces su padre poco podía argumentar, atado a una silla de ruedas como consecuencia del accidente de tráfico. Lo cierto era que gracias a Dios vivían de manera holgada, aunque fuese debido a la indemnización del maldito accidente. A su padre y a su hermano les había quedado una buena pensión, y además, lo que ella ganaba servía de sobra para pagar la hipoteca de un piso que acababa de comprar en el barrio de Los Rosales.

Su mayor problema era su hermano adolescente, Freddy, que no paraba de meterse en líos. Su madre había fallecido en el mismo accidente en el que su padre quedó parapléjico, y quizá por eso parecía desnortado, confuso y muchas veces lleno de ira, como si no aceptara ser la víctima de una de esas tragedias cotidianas que suceden en la existencia de cualquiera.

Valentina vivía con lo justo, pero ella nunca había aspirado a rodearse de vestidos lujosos y perfumes de París. Lo suyo era otra cosa. Su pasión desde niña era ser policía o bombero. Algo que sirviese para ayudar a los demás. Desde pequeña siempre se rebeló contra la injusticia, y no podía evitar salir en defensa de algún chico o chica que había sido elegido como blanco de las burlas de los matones. Siempre tuvo una elasticidad increíble, y junto a la indignación que propulsaba sus músculos, había dado la cara más de una vez por los demás, amigos o simplemente compañeros. Pero su hermano era otra cosa. No sabía qué diantres le pasaba. Iba fatal en los estudios, y a menudo tenía que encararse con él y leerle la cartilla.

Pero Valentina no tenía tiempo para pensar en eso. Se preguntó a quién iba a llevarse con ella para la investigación. Era el momento de pensar en dos buenos policías para que la ayudaran. Repasó en su mente a los subinspectores que la UDEV tenía en nómina. Velasco sería perfecto. Un hacha en las investigaciones en la red, estudios universitarios, gran capacidad para reparar en los pequeños detalles y muy escrupuloso… no estaría mal. ¿Con quién se llevaba especialmente bien? Con Daniel Fernández Bodelón, por ejemplo. El especialista en artes marciales, un tipo que también tenía cerebro y que sabía cómo utilizar su formidable preparación física. No harían mal equipo.