[capítulo 9]: La princesa de hielo

Domingo, 6 de junio. Un lugar perdido, cerca de Santa Eulalia de Lians, Oleiros

Era hermosa, muy hermosa. A través del cristal del arcón congelador se veía el cuerpo pálido de la joven, cubierto de escarcha, como si se tratase de una Blancanieves de los hielos en su ataúd de cristal. No podía parar de mirarla. Estaba fascinado. Sentía una embriaguez amorosa que lo transportaba, como si su mente estuviese cautiva del opio o la morfina. Era una verdadera musa prerrafaelita, una Elizabeth Siddal perfecta, una belleza suspendida en el tiempo.

Le hubiese gustado tocarla de nuevo, acariciar el cabello, el pecho, fundirse con ella en el frío más absoluto. Pero no lo hizo. Era importante preservar la pureza de la muerte. Sin embargo, quedaba poco tiempo ya. Pronto sería liberada, entregada a la luz, al calor, a la descomposición inevitable. Pero mientras no llegase el instante de la despedida, disfrutaba de la visión de aquella belleza helada de cabello de fuego. Lástima que la muerte hubiese apagado el fulgor de los ojos verdes. No importaba, había gozado de ellos cuanto quiso antes de estrangularla. Se estremeció al recordarlo. Había sido perfecta, tan entregada, tan dulce y temblorosa… como una virgen de blanca castidad gimiente en el lecho nupcial.

Aquella chica pelirroja dormía en su tumba azul de hielo esperando renacer de la muerte convertida en una musa artística que iba a conmocionar la ciudad desde las raíces. Los cadáveres eran hermosos. Era un material con el que se podía trabajar, como un lienzo o un trozo de arcilla. Antes de la tan temida putrefacción. Odiaba la putrefacción. Por eso prefirió congelarla antes de dejarla abandonada a su suerte. Por lo menos, unos días, mientras preparaba la performance, lograba disfrutar de la belleza eterna del cuerpo frío y exánime. Sin duda, era algo con un alto contenido simbolista y decadente. Sonrió. Al final se había transformado en el poeta maldito de los asesinos seriales.

Entonces tocaba sacar el maravilloso vestido de su funda y ordenar todo el montón de flores que había conseguido reunir con gran trabajo. Rosas. Geranios. Nomeolvides. Violetas. La guirnalda de violetas lo traía de calle. Era jodido, pero iban a tener que ser artificiales para dar sensación de realidad, qué paradójico. En cuanto a las margaritas, la amapola y las ortigas, se podían conseguir fácilmente en cualquier jardín. No le preocupaban. Ni tampoco la luz de la luna. Por fortuna estaba en fase decreciente, casi nueva. No quería demasiada claridad nocturna. Iba a dejar el cuerpo en un lugar muy peligroso, iba a arriesgarse demasiado. Necesitaba que todo estuviese oscuro.

Repasó de memoria las flores que salían en el cuadro. Rosas de mayo, como símbolo de amor. Serían rosas de junio. Lástima. Una solitaria amapola, que significaba el sueño y la muerte. Gota de sangre o Adonis annua, una flor extremadamente hermosa que también se llamaba ojo de perdiz. Mejor gota de sangre, era más poético y apropiado también para la ocasión. Margaritas, desengaño. Dedos de muerto. Le encantaba el nombre. Una pena que no hubiese disponible ninguna reproducción artificial. Pensamientos. Ortigas. Las ortigas significaban dolor. Muy apropiado. Arroyuela. Narcisos. Geranios selváticos, la flor del condado de Sheffield. Nomeolvides. Pensamientos. Se recordó que tenía que engarzar la fina guirnalda de violetas que colocaría en el cuello de su amada. Aquella guirnalda tendría un simbolismo intenso, especial: la tragedia de la desesperanzada muerte en plena juventud.

Las flores. Por desgracia, no había podido encontrar todas las que quería colocar en el cuerpo. Era muy minucioso y sentía eso como una mácula en su perfección. Pero no pensaba agobiarse por ello. Con las que había llegaba de sobra. Además, tenía que aceptar el carácter irremediablemente efímero e incomprendido de su obra; irremediablemente llegarían los policías, el juez, el forense… y destruirían todo su elaborado trabajo de artista. Una pena. Pero no tenía por qué preocuparse. Iría perfeccionando su arte poco a poco.