[capítulo 6]: Sangre

El rastro titubeante que siguieron los perros por el paseo marítimo terminó en la zona de El Portiño. Allí, Patuco se paró, en el medio de la nada. Mora olfateó el aire con desesperación, como si supiera que perder el levísimo rastro era un signo de gran disgusto para su amo. Aun así recibió su premio en forma de golosina. En aquel punto era en donde Lidia se había desvanecido por completo, envuelta en una nube de interrogantes. Larrosa se hizo una composición de lugar analizando el sitio donde los dos perros se habían detenido: no era difícil subir un vehículo al paseo y meter a alguien a la fuerza en unos segundos. El Portiño era una zona solitaria: a las siete y media de la mañana lo era todavía más. No había casas a la vista, solo monte y el océano Atlántico. Miró a su alrededor: aquel lugar era una trampa, visto desde el punto de vista de un rapto. El monte donde había estado el vertedero de basuras, el sitio perfecto para acechar a una posible víctima. La rotonda hacia la ciudad, una vía de escape inmediata que le permitía desplazarse a cualquier punto sin problema alguno. Podía haber sido allí… Un poco más abajo había un bar after hours con terraza. Sería interesante acercarse hasta ese lugar y preguntar. «Quién sabe —pensó—, un testigo puede surgir del lugar más insospechado».

Era la una y media de la tarde y la gente comenzaba ya a pasear y tomar el sol en la playa que estaba más abajo del paseo. Varios coches se dirigían al bar que atronaba el ambiente con música tecno. Los guías caninos dieron una batida con los perros alrededor de la zona, pero el rastro de Lidia Naveira se perdía confundido entre los olores de mar y algas podridas que subían de la orilla.

—Imposible, jefe. No encuentra el rastro —explicaba uno de los guías—. ¡Sit, Patuco! ¡Quieto, bonito! Calma, no pasa nada. —Acarició en los flancos al pastor, que temblaba—. Calma, buen perro. En esta zona el olor se pierde por completo. Es como si se la hubiese tragado la tierra. De todos modos, vamos a seguir un poco más adelante. A ver si Mora es capaz de encontrar algo. Es muy buena rastreadora de personas.

Los dos pastores alemanes se removían inquietos. Patuco permanecía quieto a duras penas, gimoteando ostensiblemente.

Larrosa se frotó las sienes, la mente convertida en un gran mar de dudas, un mar tan grande como el que tenía delante de sus ojos, pero mucho más agitado. Aquel lugar era ideal para secuestrar a alguien. Más de dos días significaba mucho tiempo. Si era un secuestro, tendrían que haberse puesto ya en contacto con la familia. De todos modos, el rastro podía haberse perdido sin necesidad de que hubiese sido secuestrada. El sol le picó en la cabeza y volvió a ponerse la gorra para protegerse de los rayos intensos. Larrosa, con cincuenta y ocho años cumplidos y mostrados ostensiblemente en grandes ojeras y un rictus de sabia resignación, sabía que solo un golpe de suerte podría cambiar las cosas y jugar a favor de la vida de la joven.

Mora de repente tiró con fuerza de su guía y lo llevó hacia unas baldosas que estaban un poco más a la derecha de donde ellos se encontraban. Luego se quedó totalmente quieta, marcando un punto con su morro casi pegado al suelo. El guía se agachó para examinar cuidadosamente las losetas del paseo. Lo llamó.

—Aquí hay algo. Mire, inspector.

—Voy. Un segundo.

Pequeñas gotas marrones, secas, círculos que contrastaban con la loseta color beis y se perdían en la hierba. ¿Podían ser de sangre? El pastor alemán continuaba empecinadamente mirando al suelo, quieto como una figura de bronce. Y si aquello era sangre —tenía todo el aspecto de serlo—, ¿podía ser sangre de Lidia? El inspector cogió su radio y solicitó la presencia de la Policía Científica. De inmediato.

* * *

Mientras tanto, desde el antiguo vertedero de Bens, Jaime Anido, fotógrafo freelance, sacaba fotos del grupo que operaba en el paseo marítimo gracias a su potente teleobjetivo Canon. Una maravilla que, aun de segunda mano, le había costado un ojo de la cara. Tenía que amortizarlo como fuese, y para ello no había nada mejor que conseguir buenas fotos y luego venderlas a las agencias a buen precio. En eso estaba cuando sonó su teléfono móvil. Miró el número. Era Lúa Castro, su amiga, amante ocasional y colega en labores de investigación periodística.

—Hola, Jaime. ¿Dónde estás?

—Hola, guapísima. Estoy en Bens, en plena faena. Viendo a los maderos con los perros, creo que hay algo, porque no se mueven de un punto en concreto y parecen excitados.

—¿Ellos o los perros? —La voz de Lúa traslucía cierta sorna.

—Todo el conjunto, boba. —Anido bajó el tono de voz hasta el susurro misterioso—. Creo que han encontrado alguna cosa interesante.

—Eso es bueno. Muy bueno. ¿Dónde están? Dime el punto exacto, anda.

—En el final del paseo, no sé si te das cuenta. ¿El Portiño? Pues justo antes de la rotonda, antes de bajar hacia el after y la playa.

—Sí, me sitúo. Estás exactamente en el antiguo vertedero. Acabáramos, hombre. Vamos ahora mismo para allá, te llamo cuando lleguemos, en diez minutos escasos espero estar ahí.

—Venga, a mover el culo ahora mismo, Lúa, aquí hay alguna movida importante, fijo.

Lúa llamó a Jordi, el fotógrafo becario, mientras caminaba hacia el coche, de forma disimulada. Había aparcado en una zona de carga y descarga, cruzó los dedos para que no hubiese aparecido la grúa en aquel rato que habían estado esperando delante de la playa del Orzán.

—Nos vamos a El Portiño, acaba de avisarme Anido. Creo que han encontrado algo importante, o por lo menos eso parece.

—¡Joder, cómo coño se las arreglará Anido para estar siempre donde tiene que estar! ¡Parece Spiderman! —dijo con cierta envidia Jordi.

—Tener contactos en la Nacional, imagino. No te extrañe que esté todo el día con alguna radio sintonizada con la emisora de la policía. Aunque creo que han codificado las transmisiones y ahora ya no es fácil captarlas. —Lúa sabía perfectamente cuáles eran los métodos de Jaime Anido, pero no era cuestión de desvelárselos al becario recién llegado—. Es un aguililla, ya lo sabes. —Miró hacia el coche y descubrió un papel sujeto en el limpiaparabrisas—. ¡Oh, no…! ¡Otra multa! Me tienen acribillada. Serán cabrones…

Allí estaba, amenazador, el papel amarillo en el flamante Toyota rojo de Lúa. Lo agarró con evidente malestar. Le entraron ganas de romperlo en mil pedazos. Lo leyó.

—Ciento veinte euros. No gano para pagar multas. Menos mal que conozco a alguien en la Local que puede hacerme un favor…

—Creo que ahora las cosas no están tan fáciles como antes para librarse de las multas… —dijo Jordi, con sorna.

—Eso lo veremos, sabiondo. Que sepas que tengo muchos recursos ocultos, Jordi. —Lúa sonrió, luciendo su rutilante diastema de paletas mientras entraba en el coche.

—No lo dudo ni por un segundo, Lúa —suspiró Jordi.

* * *

Mientras una dotación hacía las veces de muro contra curiosos, acordonando la zona, dos agentes de la Policía Científica comenzaron a arrancar los baldosines con cuidado para llevarse las posibles evidencias que habían aparecido en el suelo del paseo. Los reactivos habían indicado sin duda alguna que allí había sangre. Faltaba analizarla. Podía ser de algún animal, o de cualquier persona que no fuese Lidia. Larrosa cada vez estaba más preocupado. No era casualidad que los perros se hubiesen detenido allí: era una hipótesis plausible que la hubiesen golpeado y raptado en aquel sitio. Pero aventurar era algo que nunca debería hacerse sin pruebas. El inspector sabía que si la prueba de cotejo indicaba que la sangre era de la chica, aquello iba a derivar rápidamente en una investigación mucho más compleja que la simple desaparición de una adolescente. Puede que tuviesen que recurrir a los de homicidios si la cosa se ponía mal. Y, la verdad, estaba poniéndose del color del chocolate. Llamó al inspector jefe Iturriaga para contarle las novedades. Mientras hablaba, vio un reflejo en lo alto del antiguo vertedero de basura. Una cámara. Ya estaban allí los de la prensa. Eran como un puto grano en el culo. Cuando colgó llamó de inmediato al subinspector Fernández Bodelón. Quería saber qué estaba pasando allí arriba. ¿Y si no era la prensa? Podían ser incluso los secuestradores…

* * *

—Mira, creo que están arrancando las losas. Deben de haber encontrado alguna pista importante. Está todo lleno de policías. ¿Puedes ver lo que hacen?

Anido le pasó los prismáticos de bolsillo a Lúa para que pudiese analizar lo que ocurría allá abajo.

—Sí, están llevándose baldosas. Eso significa que hay pruebas. Puede que sangre. ¿Te imaginas? El tema está poniéndose muy interesante. Mañana la edición sale calentita. Gafapasta, ¿cómo vas?

El becario bajó la cámara y la miró.

—Ya he terminado, Lúa. Deberíamos bajar a ver si podemos enterarnos de algo in situ.

—«In situ». Pareces un monaguillo soltando latinajos. Mira que puedes llegar a ser pedante, chaval —replicó sin pensarlo mucho Lúa—. Pero tienes razón. Jaime, nos bajamos a atacar a algún madero despistado. Antes de que lleguen los otros.

—Siento decirte que «los otros» ya han llegado: mira, aquel cuatro por cuatro es el de Alejandra, tu «amiga favorita» de La Opinión. —Anido seguía sacando fotos con el teleobjetivo de paparazzi.

—Joder, Jordi, apura, antes de que la zorra esa me pise la noticia. —Miró a Anido con extrañeza al ver que no se movía del sitio—. ¿Tú te quedas arriba?

—Desde aquí seguro que saco algo más productivo que desde abajo… Es un lugar estupendo para sacar fotos, Lu, ve tú sola. Me quedo. Luego te llamo.

Jaime Anido estaba contento. Se estaba hinchando a sacar fotografías. Allí abajo estaba el veterano inspector Larrosa, uno de los jefes de grupo de la UDEV (Unidad de Delitos Violentos), cada vez con menos pelo. La calva reflejaba el sol como un espejo. Resultaba hilarante, parecía que le había sacado brillo antes de salir de casa. Sacó fotos de los perros con sus guías, de los operarios, del dispositivo completo. Iba a venderlas fantásticamente. Vio a Lúa y a su becario intentando traspasar, sin éxito, el cordón policial. Desde allí arriba se podía controlar todo de una forma bestial. Estaba tan concentrado buscando ángulos nuevos que no oyó el ruido del Citroën Xsara que se situaba detrás de él.

—Jaime Anido, supongo. —La voz grave del subinspector Fernández Bodelón sobresaltó al fotógrafo, que casi dejó caer la cámara.

—Joder. Ya empezamos —Anido vio los músculos de gimnasio del policía y su semblante severo y se le cayó el alma a los pies—. No estoy haciendo nada ilegal, subinspector. Solo estoy sacando fotos.

—Y yo estoy vigilando por si aquí arriba hay alguien que no esté haciendo algo en regla, Anido. Vamos a ver. —El subinspector se rascó la barbilla—. Si no te importa, circula. Estás interrumpiendo una operación policial importante. Y eso está muy, muy mal.

La cara de Anido se descompuso. Estaba totalmente indignado.

—No estoy haciendo nada de eso. Yo…

—He dicho que circules. O te llevo arrastrando a la comisaría por resistencia a la autoridad. Y da gracias que no te confisque la cámara. Es nueva, ¿no? Me gusta… estoy a punto de comprarme una igual…

—Esto es injusto, Bodelón, y lo sabe. Es un atropello. Soy de la prensa. Por la tarde voy a ir a la jefatura superior a poner una denuncia contra usted.

El subinspector levantó una ceja, sonriendo levemente.

—Sabes que me encanta que hablen de mí. Aunque sea mal…