[capítulo 5]: El inspector jefe Geraint Evans

Whitby, Inglaterra, 6 de junio de 2010

Hacía cinco meses que el inspector jefe Evans estaba investigando el macabro asesinato de Patricia Janz. Aquella desventurada muchacha cuyo cadáver había aparecido al amanecer en el cementerio de la ruinosa abadía de Santa Hilda. Largos meses en los que la policía había dado palos de ciego. Un crimen extraño, terrible, que conmocionó la ciudad durante mucho tiempo. Un crimen salvaje e inexplicable, con una víctima joven. Patricia iba a cumplir diecisiete años el mes siguiente a su desaparición.

El asesino había sido cuidadoso y no había dejado ningún rastro: ni ADN, ni fluidos, ni ningún tipo de fibras. La autopsia reveló que Patricia había sido violada, atada con cinta de embalar. Se descubrieron restos de adhesivo en las muñecas, los tobillos y la boca, aunque estaban seguros de que el cuerpo había sido lavado a conciencia. La autopsia demostró que la decapitación fue realizada postmortem, igual que la introducción de la estaca de madera que atravesaba el pecho. La verdadera causa del fallecimiento fue «asfixia mecánica por estrangulación manual». Cuando la encontraron llevaba muerta más de cuarenta y ocho horas. El cuerpo había sido sometido a una especie de ritual de corte vampírico que a todos les recordó el libro que Bram Stoker había escrito inspirado en aquel paisaje tenebroso de la colina este: una estaca en el corazón, la cabeza separada del cuerpo, la boca llena de cabezas de ajos, el sudario… Geraint Evans estaba perplejo. Nunca había visto nada parecido. Había algo muy retorcido, un toque de burla insana en la disposición del cadáver. La escena del crimen era la exacta recreación de uno de los pasajes de Drácula. Todos en Whitby conocían el libro casi de memoria, no hacía falta ser demasiado culto para hacer la asociación. No en vano el pueblo se había hecho mundialmente famoso gracias a la obra del escritor irlandés.

El criminal había dejado muy pocas pistas: el camisón y la estaca de madera. No habían averiguado dónde había sido violada y asesinada la infeliz, ni dónde habían acontecido todos los demás rituales que siguieron a la muerte de Patricia. La decapitación, la exanguinación, la estaca… El forense comentaba, admirado, el detalle para él tan impactante de que la había impregnado por completo en formol para evitar el ataque de insectos «por si tardaban demasiado en encontrar el cadáver…». También estaba seguro de que Patricia había sido asesinada la misma noche de su desaparición… y conservada posteriormente gracias al frío extremo. Quizá la metieron en un congelador industrial. Quizá en algún camión de transporte.

Patricia Janz había desaparecido tras salir de copas con unas amigas un viernes por la noche. Se despidió temprano, sobre las diez y cinco minutos, aunque en aquel momento ya se encontraba totalmente ebria. Ella y sus amigas habían estado bebiendo a buen ritmo desde las siete de la tarde recorriendo varios pubs. A partir de ese momento le habían perdido la pista. Un conocido afirmó haberla visto conversar con un hombre en la puerta de The Raw, un club frecuentado por los más noctámbulos, sobre la una y cuarto de la madrugada. Un hombre joven, muy delgado, de pelo oscuro, bien vestido. No se fijó en muchos detalles, él también había ingerido bastante alcohol. Había algo que sí recordaba: nunca había visto a aquel tipo hasta ese momento.

Geraint Evans tenía la espina clavada de no haber conseguido sacar absolutamente nada en limpio a pesar de haber seguido una investigación rigurosa. Alguno de sus jefes estaba convencido de que el crimen era la obra de un loco obsesionado con las leyendas de vampiros, pero los locos no actuaban de una forma tan profesional. Los locos mataban llenos de ira, de manera caótica. Dejaban pruebas, indicios. Se hacían ver. Aquel asesino era un ser frío y calculador, sin ningún rastro de patología mental. Un asesino organizado, como diría el FBI, pleno de conciencia forense. Consultó a un perfilador de Liverpool, Mark Cummings, y le envió el expediente del caso. Cummings no dudó en respaldar la teoría del inspector de policía. Era probable que aquello fuese la obra de un asesino sistemático. Había creado una escena del crimen epatante para demostrar al mundo que no solo la vida de la víctima estaba en sus manos, sino que también la muerte podía ser objeto de su creativa imaginación.

«Un asesino en serie con un solo asesinato», se dijo Evans, mientras le invadía una profunda sensación de tristeza y ansiedad. La escena del crimen era tan personal y elaborada que no iba a resultar difícil averiguar si aquel criminal había actuado alguna otra vez en Inglaterra. Pero por mucho que buscó y rebuscó crímenes sexuales a lo largo del país, le fue imposible hacer ningún tipo de análisis de vinculación. No había nada similar en los archivos desde hacía, por lo menos, quince años.

Evans tenía en un corcho de su despacho las fotos del cuerpo decapitado de Patricia Janz para no olvidarse de ella nunca ni un momento. Era cierto lo que decía su novia: aquel caso lo tenía obsesionado por completo. Tenía que tomar algo de distancia, o iba a implicarse tanto que los árboles no iban a dejarle ver el bosque. Paciencia, Geraint. Paciencia. Podían pasar años hasta que encontrasen alguna pista decente. Podía incluso ocurrir lo peor: que jamás se resolviese. Pero él no cejaba, ni un solo día. Era un hombre tozudo. Paciencia. Esperaría. Si Cummings estaba en lo cierto, volvería a actuar. Desgraciadamente, lo único que quedaba era eso: la espera.