[capítulo 4]: Carlos Larrosa y Lúa Castro

La Coruña, domingo 6 de junio de 2010

Carlos Larrosa miraba con cara de preocupación una fotografía que estaba encima de la mesa de su despacho. Una joven pelirroja y sonriente lo miraba desde la instantánea. Una muchacha guapa de diecisiete años. Una chica que llevaba dos días con sus noches desaparecida. Como si se la hubiese tragado la tierra.

Media ciudad estaba buscando a Lidia Naveira. Había salido a correr por el paseo marítimo muy temprano, a las siete de la mañana. Nunca más habían vuelto a verla. Sus padres denunciaron pronto la desaparición: a primera hora de la tarde ya estaban en la jefatura superior de policía absolutamente preocupados. La policía les recomendó esperar unas horas. Ellos no querían esperar ni un minuto. Era comprensible. Lidia era una chica normal, buena, estudiosa. Muy atractiva. A punto de empezar la universidad. Lidia nunca se iría sola, sin avisar. Ni con un chico, ni con amigas, ni con nadie. Cuando salió de casa no llevaba nada más que su iPhone. Ni siquiera había cogido el DNI.

A Lidia Naveira le había pasado algo malo. «Estoy segura de que la tiene alguien. Que nos la devuelva, por favor». Los ojos vacíos de desesperación de la madre se le habían clavado en el cerebro al inspector Larrosa. Él tenía dos hijos. Sabía reconocer cuándo el instinto clamaba desde las entrañas la desgracia más terrible que puede ocurrirle a un ser humano. La desaparición de uno de los suyos, sangre de su sangre.

Larrosa miraba la fotografía preguntándose dónde podría estar aquella joven. Ciertamente era una chica muy atractiva. Pelirroja, de ojos verdes. Una sonrisa limpia y encantadora. Demasiadas cualidades positivas, quizá. Ese podía haber sido el problema, la raíz de la desaparición. Podía estar en el punto de mira de algún depredador sexual. A veces, la belleza era un don de funestas consecuencias. Por otra parte, sus padres tenían mucho dinero. Tampoco había que descartar el móvil monetario. Pero aún nadie se había puesto en contacto con la familia…

El operativo de búsqueda estaba totalmente activado ya a las cuarenta y ocho horas de la desaparición. Un helicóptero Helimer sobrevolaba la bahía por si hubiese resbalado y pudiese haberse precipitado al agua desde alguna parte del paseo marítimo. Pero el mar en calma chicha no mostraba ningún cuerpo flotando. Una lancha patrullera de la Guardia Civil del mar vigilaba los acantilados y sus oscuros recovecos. Así las cosas, Larrosa solicitó la presencia de dos perros de rastreo. No estarían hasta el mediodía, se los habían llevado de Ferrol a Vigo, a participar en una exhibición dedicada a los niños de Chernobil donde también estaban los GOES y otros miembros de la policía. Esperaba con impaciencia su llegada. Era necesario que rastrearan toda la zona en donde podía haber desaparecido Lidia.

El padre afirmaba que su hija siempre hacía el mismo recorrido: corría desde el Orzán hasta El Portiño, y vuelta otra vez sobre sus pasos. Ya lo habían dicho: era una chica inteligente y responsable. No era posible que se hubiese fugado. De ninguna manera. No, no tenía novio que ellos supieran; tenía, eso sí, muchos amigos, era una joven muy popular. Nunca había dado ningún tipo de problema. Estudiosa, deportista, llegaba a su hora por la noche, no hacía botellón ni tomaba drogas (o eso creían)… todos los tópicos habituales elevados a la enésima potencia. Lidia era una hija ejemplar en todos los aspectos. Pero eso era lo que los padres pensaban. A veces el verdadero comportamiento de los vástagos les era totalmente desconocido.

Sin embargo, el inspector Larrosa sabía que era muy importante hacer caso al instinto de una madre. Era cierto que muchas veces los casos se resolvían solos en unas pocas horas, o en un par de días. Pero su intuición le decía que aquella no era la típica huida de casa. A los diecisiete años, una chica ya no estaba para tonterías de adolescente. Y menos a tres meses de empezar la universidad.

Habían pasado cuarenta y ocho horas. Lidia no había dado señales de vida. El inspector quería a los perros peinando todo el paseo marítimo. Quería patrullas buscándola por toda la ciudad. Quería la colaboración de todos los cuerpos de seguridad de los Ayuntamientos cercanos. Cada vez su presentimiento se hacía más y más oscuro. Los de la Científica ya se habían llevado el ordenador para analizar cualquier posible indicio de amenazas o poder detectar algún sospechoso de acoso. Incluso algún amigo con el que pudiera haberse fugado. Pero aún era demasiado pronto para sacar algo positivo de la informática. Salió a fumar un cigarrillo a la puerta del cuartel. Larrosa llevaba treinta años de servicio, veinticinco de ellos en La Coruña, y no recordaba cuándo había sido la última vez que una joven había desaparecido en la ciudad durante tanto tiempo. La Coruña era la típica ciudad pequeña y tranquila, donde nunca pasaba nada. Por eso estaba tan nervioso. Porque su instinto policial entrenado le decía que aquella desaparición era algo extraño, algo oscuro. Algo de lo que había que preocuparse.

La casa de Lidia Naveira se había convertido en un hervidero de gente que entraba y salía de forma continua. Familiares, amigos, conocidos… todo el mundo quería ayudar. Ana, la madre, permanecía sentada al lado del teléfono, atiborrada de pastillas para no verse superada por el dolor angustioso que la atenazaba desde la desaparición de su hija. Dos días de tortura que no tenían visos de terminar a corto plazo. Los amigos de Lidia habían hecho copias de varias fotografías para pegarlas por toda la ciudad: querían empapelarlo todo con su imagen. Las redes sociales se habían movilizado de forma masiva. Facebook, Myspace, Tuenti… Todos intentaban que la imagen de la joven recorriese el país a la velocidad de vértigo. Manuel, el padre de Lidia, ponía la imagen de entereza ante los medios de comunicación que se habían congregado en el portal de la casa, frente a la playa del Orzán. No tenía ningún reparo en salir, en hablar con las televisiones y con los periodistas que hacían guardia día y noche delante de la casa de la joven desaparecida, esperando algún tipo de novedad. Era un hombre fotogénico que guardaba un enorme parecido con su hija: pelirrojo, serio, su aspecto sereno había enamorado a las cámaras de todos los medios desde el primer momento. Estaba acostumbrado a tratar con la gente: dueño de dos exitosos restaurantes de la ciudad y propietario de una boyante empresa de envío de comidas a domicilio, comprendía el impacto que su presencia podía tener en el caso de que su hija hubiese sido secuestrada con el fin de intercambiarla por dinero. Estaba dispuesto a hacer todo lo que hiciese falta con tal de recuperarla. Aunque tenía dos hijos más, Lidia era la niña de sus ojos, su favorita, la más pequeña.

* * *

Lúa Castro, la redactora de sucesos de La Gaceta de Galicia, esperaba cerca del portal, apoyada en la barandilla del paseo marítimo. Tenía calor. Eran las doce de la mañana y lo que realmente le apetecía era sentarse al sol en una terraza tomando una caña. Era muy jodido trabajar en domingo, especialmente porque había pensado pasar todo el fin de semana en una casa de turismo rural, y la noticia de la desaparición le había jodido los planes por completo. Total, qué más daba. Allí no pasaba nada, estaba clarísimo. Solo el ruido del Helimer que daba pasadas una y otra vez a lo largo de la bahía. Era odioso esperar horas mano sobre mano a que alguien entrase o saliese de la casa de Lidia con alguna noticia. Para distraerse, comenzó a hacer ojitos con uno de los locutores de España Directo que estaban cerca de su radio de acción cubriendo la noticia. Era una chica muy resultona y descarada, condiciones ideales para ser una buena periodista de sucesos. Ni el Policía Nacional más rudo podía resistirse a la caída de sus verdes ojos líquidos de bebé. Así conseguía noticias que a los demás solían resistírseles, lo que le ganó muchas veces la enemistad de otros redactores menos espabilados. Ella utilizaba todas las armas que la naturaleza le había regalado, que eran muchas. Lúa era joven y resultona, cincelada en curvas, pero también era una mujer ambiciosa y se rompía los cuernos trabajando desde la mañana a la noche. Recorría sobre sus tacones toda la ciudad en busca de cualquier suceso o noticia que pudiese interesar a sus lectores, y sobre todo, a su director adjunto. Se metía en poblados chabolistas peligrosos grabadora en mano, paseando sobre sus topolinos como si nada. Pero la inmovilidad de aquel caso la volvía loca. Hacía un día demasiado bueno como para estar allí quieta, sin mover el trasero hacia algún otro lugar más interesante… Volvió a mirar a aquel locutor de cabello rubio que conversaba con el cámara para mitigar su aburrimiento. Sonrió. Por lo menos, tenía un entretenimiento asegurado durante un rato más. ¿Se acercaría ella, o esperaría a que él hiciese algún avance? Lo mejor sería que ella se dejase caer al cabo de un rato…

Al fin vio llegar un coche patrulla. Era el inspector Larrosa. Visita rutinaria, seguro. Si fuese algo más interesante sus informadores ya le habrían dado el soplo. Detrás, apareció un furgón de la Nacional. De él bajaron los maderos… y dos pastores alemanes de rastreo con sus guías. Al fin. Por lo menos había algo de acción. Algo interesante para escribir después una buena crónica. Los cámaras empezaron a coger tomas de los canes y de los policías de uniforme y botas, con cara de pocos amigos. Lúa no se movió. Avisó con un gesto de la mano a Jordi, su fotógrafo, que esperaba matando el tiempo con otros colegas cerca de allí. Seguro que los perros acabarían pasando por donde ella estaba. A buenas horas, los perros. Eso ya tenían que haberlo pensado el día anterior…