«El profesor y yo cortamos la parte superior de la estaca, dejando la punta dentro del cuerpo. Luego, le cortamos la cabeza y le llenamos la boca de ajo».
Drácula. Bram Stoker
Whitby, Inglaterra, 22 de diciembre de 2009
Patricia Janz yacía, pálida, sobre la hierba fría y húmeda del rocío de la mañana. El sol comenzaba a salir atravesando las ojivas de la derruida abadía benedictina con sus tenues rayos de un pálido color amarillento. La luz del amanecer acarició la piel del pie desnudo, inmóvil, de Patricia, que asomaba tras una lápida oscura, ennegrecida por el tiempo. El mar del Norte estaba en calma, aunque en el cielo rosado, nubes negras a lo lejos presagiaban una posible tarde de tormenta. El apacible pueblo de Whitby despertaba y se desperezaba con lentitud invernal. Algunos barcos surcaban el horizonte mientras los pesqueros entraban en el puerto con las sentinas llenas dispuestos a surtir a habitantes y turistas de pescado fresco. Los deportistas comenzaban ya su rutina diaria, recorriendo los intrincados senderos que bordeaban la orilla de la colina.
Todo aquel paisaje espectacular era el que Patricia Janz podría haber visto en el caso de encontrarse con vida. Podría haber disfrutado del amanecer de tonos rosados, del sonido del océano rompiendo en la arena de la playa, del goteo de los pequeños barcos acercándose a la orilla. Del lento discurrir del río Esk ofreciendo sus aguas plateadas a la sal de mar. Lamentablemente, su cuerpo estaba desprovisto de sangre, lo cual era incompatible con lo que la ciencia entiende por una saludable y vital existencia. A la exanguinación completa, había que sumarle que la cabeza se encontraba separada del tronco, y además, una estaca de madera sobresalía de su esternón huesudo, dándole un aspecto terrorífico y extraño al cuerpo, cubierto solo por un largo camisón de lino, un elegante sudario de color blanco roto. Patricia estaba paralizada en su quietud de muerta, obediente a su estado desprovisto de cualquier tipo de reacción vital. Era una estatua marmórea que resplandecía a los rayos del astro rey.
Ese resplandor no pasó desapercibido a los ojos de Keith Robertson. Caminaba casi todos los días por el sendero de St. Mary’s churchyard desde hacía siete años, con sus mallas gruesas en invierno y sus pantalones de ciclista en verano, enseñando aquellas larguiruchas piernas blancas a quien quisiera contemplarlas. Conocía el lugar como la palma de la mano: era rutinario y, además, muy observador. Por eso su instinto detectó que allí había algo nuevo. Había algo distinto, diferente a lo de todos los días. Un olor extraño, un pálpito que su inconsciente no era capaz de procesar de manera adecuada. Demasiado silencio, quizá. El silencio provenía del resplandor blanco, de algo que yacía en el suelo, sobre la hierba llena de gotas de rocío, a unos metros de él.
Paró. Estaba empapado. Hacía un frío intenso y el aliento salía de su boca convertido en una nube de vapor. Había subido la «Senda de Caedmon», los 199 peldaños de la escalera hacia el acantilado de Levante con gran determinación. Las gotas caían sobre su frente y sus ojos, haciéndole parpadear. Respiró hondo para recuperar el aliento y se limpió el sudor con el dorso de la mano. Analizó el lugar con aprensión, con mezcla de curiosidad y un extraño miedo que le parecía inexplicable por absurdo. Lo primero que vio fue el pie, desnudo. Recordaría después un detalle, la extraña visión de las uñas cuidadosamente pintadas de rojo. Luego, el cuerpo. La túnica de lino. Una mujer. ¿Qué hacía allí a aquellas horas, al amanecer? Cuando se dio cuenta de que la cabeza estaba unos centímetros separada del tronco, se retiró unos pasos hacia atrás, impresionado. Allí, tendida detrás de una de las lápidas, había una chica joven.
Estaba muerta.
Muerta y decapitada.
Sintió un temor cerval, imposible de dominar, como nunca había sentido hasta entonces. Temblando, corrió hacia el pueblo con todas sus fuerzas. Mierda. No llevaba móvil. Se había olvidado el móvil. Cuando llegó a la puerta de la comisaría, casi no podía articular palabra. Se había quedado sin voz por culpa del esfuerzo. O eso dijo. La verdad es que el miedo le había paralizado las cuerdas vocales como si la propia mano de la muerte las hubiese agarrado. Durante un minuto solo fue capaz de hacer gestos y señalar hacia la zona en donde se encontraba el hallazgo espectral. Cuando al fin consiguió hablar, tras beber a sorbos un poco de agua en el vaso de plástico, los anonadados policías tardaron unos segundos en comprender el alcance del suceso. El cadáver de una mujer joven había aparecido en la abadía de St. Mary. El cuerpo estaba separado de la cabeza, apenas cubierto por un leve camisón blanco. Robertson dijo algo sobre «una estaca clavada en el corazón». Pero los policías no entendieron bien lo que realmente quería expresarles. Solo un rato después, cuando llegaron a la escena del crimen, supieron lo que había querido decir el aterrorizado paseante.
Hacía cuatro días que una joven no había vuelto a su casa, tras salir un viernes por la noche con sus amigas, tras despedirse de su abuela. El inspector jefe Geraint Evans supo de inmediato que aquel cadáver decapitado y abandonado en el cementerio tenía un nombre: Patricia Janz.