[capítulo 2]: El accidente

Benidorm, abril de 2008

La inspectora Valentina Negro miró a su compañero de patrulla mientras bajaba la potencia del aire acondicionado. Aún no hacía tanto calor como para ponerlo tan alto… Pero Alberto Muñiz era un hombre que se asaría en medio de una expedición al Ártico. El termómetro del coche indicaba que fuera estarían a unos veinticinco grados centígrados. Tampoco era un calor sofocante. ¿Qué iba a hacer con él en pleno agosto, entonces?

—Alberto, me estoy congelando. No te importa, ¿verdad? El aire acondicionado me fastidia la garganta —protestó Valentina.

—Inspectora, quítelo si quiere. Abriré la ventana entonces. Hace un calor terrible. Le recuerdo que soy de Gijón, y allí hace fresquito a estas alturas.

—Y yo de La Coruña, donde más o menos hay el mismo clima, hombre. No te pases. Y date prisa, o no llegamos a la rueda de prensa. Y ya sabes cómo me gustan… —dijo con evidente ironía.

—Odiar las ruedas de prensa es un problema muy grande si uno está destinado en el gabinete de prensa, ¿no le parece? —replicó con cierta sorna Muñiz.

Valentina bajó la ventanilla del Citroën Xsara Picasso mientras asentía con la cabeza. Era verdad. Aborrecer las ruedas de prensa y estar de jefa del gabinete de comunicaciones resultaba un tanto paradójico. Pero por otro lado no tenía queja: el puesto era un chollo, especialmente tras haber pasado unos años bastante crudos forjándose primero en Zaragoza y después en Vigo. Después del caso del Charlatán la habían premiado con la Cruz al Mérito Policial y, sin mucho disimulo, sus jefes completaron ese reconocimiento con el destino en Benidorm, confiados en que en esa plaza soleada se repondría de su encuentro con el violador múltiple. Benidorm era una ciudad relativamente tranquila, salvo los meses de verano, en los que había mucho más movimiento de turistas y también de delincuentes, por supuesto. En verano era cuando empezaba realmente la diversión.

* * *

La Coruña, abril de 2008

Llevaba más de veinticuatro horas sin dormir.

Hija de la gran puta. Se había ido de casa. Se había marchado. Con la niña. Con el dinero. Con otro hombre. Aquel cabrón de la Mitsubishi, seguro. El cabrón nacionalista que les vendió el todoterreno. ¿Para qué cojones querían un cuatro por cuatro si nunca iban a la montaña? ¿Para llevar a la niña al colegio? Ya tenía claro el porqué. De un día para otro, la hija de puta había cogido sus cosas y ni una nota le había dejado. Jacobo le dio otro trago a pelo a la botella de vodka. Se hizo una raya muy gruesa y larga y la esnifó en un instante, levantando la cabeza para no desperdiciar nada. Luego, otro trago de vodka Absolut. Se iba a enterar de lo que valía un peine. Por lo menos no se había llevado el coche, la traidora. Quería ver a su hija. Él quería a su hija, aunque ella dijera siempre que no se ocupaba de ella. Ella se lo había dicho también a los servicios sociales. Siempre estaba intentando joderlo. Y ahora lo había conseguido del todo.

Tambaleándose, cogió las llaves del todoterreno del recibidor y la gabardina. Quería ver a su hija, joder. Metió la bolsita de cocaína en el bolsillo y la botella de vodka en una bolsa de plástico de supermercado.

Cuando encendió el coche, lo único que tenía claro era que iba a matar a aquellos dos cabrones que le habían arruinado la vida.

* * *

Enrique Negro conducía el Volvo azul marino con mucha prudencia. Era un hombre muy cauto en la conducción, no como su hija. Admiraba a Valentina porque era una chica calmada y sabía mantener el autocontrol en situaciones de gran tensión, pero al volante siempre había sido un desastre. Y mucho más desde que hacía aquellos cursos de conducción policial.

Miró a su mujer, que iba totalmente dormida. Le encantaba mirarla dormir: su semblante se relajaba, su cabeza rodaba hacia su hombro con el vaivén del coche. Era igual de hermosa que treinta años atrás, cuando se casó con ella. Por el retrovisor miró a Freddy, que jugaba absorto con la Nintendo, como si no existiera nada más importante en todo el universo que las aventuras del juego de turno de la consola. Había dejado de llover, aunque el firme aún estaba algo resbaladizo. Tenía que tener cuidado.

Volvían de una pequeña excursión de fin de semana en Madrid. Habían ido al Prado y Freddy se había aburrido como una ostra. Luego lo llevaron al Parque de Atracciones. Aquel parque no era gran cosa, era cierto. El chico lo que quería era ir a Disneyland París. Otro año podría ser. Por el momento el presupuesto no daba para un viaje tan largo. Enrique confiaba en que en un par de años todas aquellas tonterías infantiles hubieran desaparecido: Freddy tenía ya quince años. Estaba haciéndose mayor pero aún se resistía a dar el paso final hacia la adolescencia. Era solo cuestión de meses, seguro…

Eran las once de la mañana y ya estaban llegando a La Coruña. Les quedaba poco menos de media hora de viaje a buen ritmo. El navegador indicó con su pitido la presencia de un radar. Aminoró la velocidad todavía más. No le apetecía que le quitasen puntos. Enrique podía presumir de ser un conductor modélico. Ni una multa en sus treinta años de carné de conducir.

* * *

Jacobo se metió otro trago de vodka para bajar la taquicardia que le estaba produciendo el exceso de droga. Condujo sin rumbo. Primero fue al concesionario de Mitsubishi, pero a través del escaparate no vio al tipo que más odiaba en el universo. Seguro que estaba librando, follándose a su mujer. Luego cogió la autopista de Santiago. Volaba a ciento sesenta kilómetros por hora. El todoterreno iba como la seda, era la hostia. Aquel cabrón vivía fuera de Coruña. Iba a ir a su puta casa y la iba a quemar. La casa y a ellos. A la niña no, eso sí que no. La niña era sagrada. Jacobo golpeó el volante del coche con rabia. ¡Traidora! Por eso había adelgazado tanto en los últimos meses y se había fundido la VISA en ropa cara y en el gimnasio, la muy guarra. Agitó la botella de Absolut: estaba ya en su mínima expresión. Pensó en parar en el bar de la autopista para comprar otra.

Cuando se dio cuenta, la salida hacia el área de descanso se acercaba peligrosamente. Iba a demasiada velocidad, pero aun así frenó de manera brusca para intentar coger la curva del desvío. «Tranquilo —se dijo— no pasa nada. Controlo. Estoy bien, perfectamente bien».

Media hora más tarde, se había tomado una copa en el bar de la autopista y un café solo bien cargado. Con la nueva botella en la mano, sin estrenar, se subió al coche. Lo arrancó. Cuando se incorporó de nuevo a la AP-9, no se dio cuenta de que había tomado el desvío erróneo.

Jacobo González se dirigía en sentido contrario hacia un destino imprevisto, a toda velocidad, completamente borracho.

Minutos después, Enrique no tuvo demasiado tiempo para pensar. Cuando la mole del Mitsubishi Montero negro se abalanzó sobre él de frente, lo único que pudo hacer fue gritar de miedo y asombro. Intentó un volantazo en el último momento, pero no le sirvió de nada. El impacto fue terrible. Un ruido pavoroso de hierros retorciéndose y cristales rotos sacudió el espacio, espantando a un par de cuervos que dormitaban en los árboles. Después, el silencio más absoluto, solo roto por los gemidos de dolor de los ocupantes del Volvo.

Un camionero fue el primer testigo del accidente y llamó a la Guardia Civil de inmediato. Paró el camión cisterna cargado con leche en el arcén y se acercó con cautela al amasijo en el que se habían convertido los dos vehículos. El todoterreno estaba irreconocible. Cuando vio la cara ensangrentada, los ojos abiertos de par en par de su ocupante, que lo miraban sin vida desde el fondo de aquel infierno, no quiso ver más. Corrió hacia la cabina del camión para buscar un extintor por si acaso; el suelo estaba llenándose de combustible por momentos. Los del otro vehículo aún se encontraban, milagrosamente, con vida.

Las sirenas de la ambulancia y los bomberos pronto cortaron el aire con gran estruendo. No tardaron demasiado en excarcelar a los ocupantes del Volvo. Un helicóptero medicalizado transportó a una mujer que parecía estar demasiado grave como para poder sobrevivir. Los otros dos accidentados parecían estar algo mejor, especialmente el niño, que solo presentaba una pierna rota. El padre permanecía consciente. Sin embargo, con un gemido daba a entender que no podía mover las piernas. El camionero se alejó, con expresión de profunda tristeza. Tenía grabada en su mente la cara llena de sangre del conductor del todoterreno, que lo miraba con expresión vacía, la boca abierta; el airbag desinflado e inservible colgando del volante.

Cuando, horas después, Valentina Negro recibió la llamada de la Guardia Civil, permaneció durante un minuto sentada en la silla de su luminoso despacho, en silencio. Luego se levantó y fue directamente a hablar con el comisario, procurando mantener un semblante impávido en todo momento. Más adelante, recordaría aquellos momentos como si durante ese tiempo hubiese estado viviendo en otro planeta, o bajo el mar; sus oídos sepultados bajo un zumbido que la mantenía consciente pero no demasiado lúcida. Su vida se desarrolló a cámara lenta mientras hacía la maleta y cogía el coche, intentando por todos los medios evitar las lágrimas al conducir por la Autovía del Mediterráneo.