[capítulo 1]: Lidia

La Coruña, 4 de junio de 2010

Lidia Naveira se ató muy fuerte sus Nike con un nudo de doble lazo. Odiaba que se le desataran las zapatillas en el medio del camino, rompiendo el ritmo de carrera y obligándola a detenerse, sobre todo porque podía caer al suelo al pisar el cordón. Cogió el iPhone para elegir el listado de música que escucharía durante el entrenamiento: Lady Gaga, Beyoncé, Shakira, Katy Perry… canciones que la animaban y la ponían de buen humor. Y lo más importante: la ayudaban a despertarse y a espabilar con ritmo. Metió el iPhone en el brazalete y lo ajustó a la altura del bíceps. Estaba lista. Solo faltaba ver qué tiempo hacía.

Abrió la ventana: ya estaba amaneciendo. Eran las siete menos cuarto de la mañana. Las nubes empezaban a pintarse de un hermoso color de fuego. Al fin había dejado de llover, tras unos meses de tiempo insoportable. Así que esa mañana no tocaba chubasquero. Con la camiseta ajustada gris resultaría suficiente. No tendría clase hasta las nueve y media. Se le echaban encima las fechas de Selectividad y los profesores del Colegio Salesiano habían dejado tiempo a los que habían aprobado todo para estudiar y prepararse bien. Así que antes de ir al Colegio le daba tiempo de sobra para correr hasta El portiño por el paseo marítimo y volver, ducharse, desayunar e ir a clase. Su mente voló emocionada. Cada vez que se acordaba de sus notas, una gran sonrisa invadía su hermosa cara pecosa. Notables y sobresalientes. En cuanto se sacase el carnet de conducir, en octubre, su padre le había prometido que iba a comprarle un coche. Un coche totalmente nuevo. Por su cumpleaños. Lidia quería un Fiat 500. Eran preciosos…

El olor a café recién hecho pronto se expandió por toda la casa. Su madre ya estaba en pie, preparando el desayuno. Lidia fue a la cocina a darle un beso.

—¿No tomas algo antes de ir a correr. Lidia? ¿Un poco de café aunque sea?

—No, mamá. No tomo nada antes de hacer deporte, lo sabes perfectamente. A la vuelta. —Lidia volvió a besarla con cariño—. No llevo llaves, así que no te vayas muy lejos.

—No te preocupes. Hoy tu padre tiene que levantarse temprano también. Creo que tiene una reunión importante en la asociación de hosteleros.

—Me voy, mami. O luego no llegaré a clase a tiempo.

—Hasta luego, hija. Ten mucho cuidado, anda.

Lidia cogió el ascensor y bajó hasta el portal. Abrió la puerta y aspiró la brisa embriagadora con gran placer. El mar estaba totalmente en calma. No había casi coches aún por el paseo y solo se escuchaba algún graznido lejano de las gaviotas, y el romper de las olas, rítmicas y mansas, contra la arena de la playa.

Se apoyó en la barandilla del paseo para hacer los estiramientos. En sus oídos retumbaba Bad romance, la primera canción de la lista, la que hacía que su cuerpo y su mente se pusieran en marcha con el ritmo frenético. Estaba tan concentrada en la música que no se fijó en una furgoneta blanca con rótulos azules, bastante vieja, que estaba parada en doble fila justo delante del portal de su casa.

Cuando Lidia empezó a correr, primero despacio, pronto más y más deprisa, la furgoneta se puso en marcha lentamente. En pocos segundos avanzó por el asfalto, sin aparentar demasiada prisa. La furgoneta paró en el semáforo. Lidia la rebasó. Seguía corriendo, ajena a todo. Aún le quedaban tres cuartos de hora de entrenamiento. Tenía que estar en plena forma para las finales de baloncesto que estaban a la vuelta de la esquina, en apenas una semana. En unos segundos, el semáforo se puso en verde. La furgoneta empezó a acelerar y desapareció en la lejanía. Lidia esquivó con agilidad un baldosín roto que sobresalía sin ningún pudor y amenazaba sus tobillos delicados. Miró su cronómetro Nike: a ver si era capaz de no pasar de los seis minutos por kilómetro. Iba a hacer un día maravilloso de sol, seguro. No había ni una nube en el horizonte.

Un rato más tarde, Lidia había bajado el ritmo ostensiblemente. La cuesta la había dejado exhausta, aquel era un recorrido rompepiernas por completo. Por lo menos entonces bajaba hacia El Portiño, y el tramo que le quedaba era cuesta abajo y llano. La vuelta la haría andando, pensó, agotada. Tampoco era cuestión de matarse a primera hora de la mañana. Su estómago empezó a protestar: tenía hambre. Por la tarde podría ir al gimnasio y hacer un poco de bicicleta, se dijo, para sentirse algo menos culpable.

Miró a lo lejos con extrañeza. ¿Qué hacía una furgoneta cruzada en el medio del paso peatonal tan temprano? Parecía del Ayuntamiento. Al lado, un obrero vestido con un mono azul colocaba dos grandes sacos en el suelo, que parecían muy pesados. Lidia se acercó al trote y calculó rápidamente si tendría sitio para pasar entre los sacos y la furgoneta, para no tener que bajarse a la carretera. Sí, había un hueco bastante grande.

La joven se aproximó hasta la altura de la furgoneta y avanzó más despacio, para no tropezar con los sacos de color gris, que parecían estar llenos de cemento. Cuando consiguió sortearlos y ya iba a dejar atrás el vehículo, notó tras ella una sombra, una presencia. Solo durante un instante fugaz. En unas décimas de segundo, un golpe brutal en la cabeza la hundió en la más profunda inconsciencia.

Él miró a su alrededor para cerciorarse de que no había nadie. El lugar estaba totalmente desierto. Ni un alma a aquellas horas. El cuerpo pesaba más de lo que había previsto, pero no tardó en estar dentro de la caja del furgón. Metió también los sacos y se aseguró de que no quedaba nada tras él. Luego subió al vehículo y emprendió la marcha.

La furgoneta se alejó rápidamente del lugar. Tenía que alcanzar en poco tiempo su refugio. Antes de que la chica despertara. Así sería todo mucho más fácil. Cuando recuperase la consciencia, ya debería estar atada e inmovilizada. No quería correr ningún riesgo innecesario.

Cuando llegó a la cabaña detuvo el vehículo en la parte de atrás, oculto a la vista de cualquier curioso. Abrió la caja de la furgoneta. Allí estaba, totalmente inmóvil, con su cabello rojo ensangrentado por el golpe. Inerme ante él estaba todavía más hermosa. Acarició el pelo color zanahoria, peinándolo con sus dedos casi con cariño. Luego observó cómo el pecho subía y bajaba rítmicamente. No pudo evitar, casi con timidez de amante, acariciar el contorno de los senos. Luego le subió con lentitud la camiseta, pegada al cuerpo por el sudor. Sin duda su elección había sido la correcta.

Cogió el rollo de cinta americana plateada que tenía guardado en una bolsa de cuero. Le dio la vuelta al cuerpo de Lidia y llevó sus manos hacia atrás, pasando varias veces la cinta alrededor de las muñecas. Luego hizo lo mismo con los tobillos. Se aseguró de que estaba inmovilizada por completo. Y por fin, de la misma bolsa de cuero, sacó una mordaza de bola de color rojo, que ajustó en la boca de la joven, apretando hasta el último agujero de la correa. No quería arriesgarse a que gritase y alguien pudiera oírla.

Cuando terminó su labor, se deslizó entre los asientos delanteros para buscar la cámara que había dejado olvidada en la mochila, en el asiento del conductor.