CUANDO PLINIO Y LOS SUYOS amañanaron en el bar del hotel, don Circunciso y el pescador ya habían marchado a La Cimera para enterrar a «Vida».
Y según contó don José, muy de mañana, los García López, seguidos de las motocicletas de la Guardia Civil, pasaron en su Seat camino del pueblo.
Bien pasado el mediodía volvieron los enterradores caninos, y mientras recogían el equipaje, Plinio y don Lotario sacaron a la rubia Gala en silleta la reina. Decidieron tomar todos juntos el ultimo café. La pobre Gala hacía guiños de dolor cada vez que se estremecía. Las mujeres de Plinio no le quitaban ojo. En su vida habían visto una puta tan cerca. Y la contemplaban con mezcla de ternura y prevención, como si su mal —el del oficio— fuera pegadizo. Los dueños del hotel de pie, junto al corro cafetero, monosilabeaban a unos y otros. El mozo de la barra silbaba lírico mientras secaba el vidriado.
Con la partida de los que ahora tomaban café, quedaba el hotel vacío. Pero todo podía darse por bien llegado —según dijo repetidamente doña Josefa— con tal de haber acabado para siempre con aquellas voces que parecían terroríficas y resultaron de amor… a su manera.
Bajaron los de los servicios especialísimos: don Circunciso y el pescador. Aquel, con su puro para consolarse del réquiem de «Vida». Don Eusebio, callado, y con el aire distraído de siempre. El corro estaba casi rodeado con las maletas de todos.
El sol, indiferente a toda clase de dolores, quebraduras de huesos y lascivias, brillaba terso y echado jubiloso sobre las aguas clarísimas de la Colgada.
Después de los despidos, Plinio y don Lotario colocaron a la Gala en el asiento posterior del Mini. La pobre, a pesar de ser ya tan público su oficio, y de la quebradura del remo, todavía echaba sonrisas coquetonas y abultaba el busto cuando tenía ojos atentos.
Pero después de todas las despedidas a quien miró con especial ternura fije a Plinio, sólo a él… Y este, súbito, recordó cuanto ella le contó de sus padres y de su vida la noche anterior. Don Circunciso le echó la manecilla también con tímida ternura. Y el pescador miraba a otro lado, aunque sonriéndole. Al arrancar el Mini, Plinio se llevó lentamente la mano a la altura de la sien, como si llevase la gorra de plato, y miró a todos, pero muy especialmente a la Gala, que le meció la mano abierta tras el cristal… Lo más pintoresco de la despedida fue la reverencia con que el mozo silbante le dio sus adioses a don Circunciso.
Y un rato después, partieron los de Tomelloso. Las dos mujeres, con gusto de volver al pueblo, pero con ojos de recordar las escenas de aquellos días. Don Lotario, bien apescado al volante y pendiente de las muchas curvas de la carretera. Plinio, echando los ojos sobre los verdes claros de las lagunas quedas, sobre las piedras rojas y pardos tomilleros de los villares y cañadas. Atrás quedaba tanto cielo azul y tanto espejo de él y del monte pastor que hacen Ruidera.
Otro capítulo de la vida profesional de Plinio que pasaba al archivador, al fue, al repertorio contadero.
A la altura del Buen Retiro, poniéndose muy a su par, les pasó un coche. Desde él, alguien les hacía señas muy jubilosas. Era Ignacio, el recién casado y su mujer, la por fin desvirgada
—¡Adiós! ¡Adiós!
—Padre, ¿por qué le saluda ese tan contento?
—Por un favorcillo que le hicimos la otra noche.
—¿Ah sí? ¿De qué?
—Que te lo cuente luego tu madre…
Benicasim - Madrid, 1972-1973