Ahora, querido amigo, que me has acompañado en todas estas alegres andanzas, no te pido que me sigas más adelante; si lo prefieres, puedes dejar caer tu mano y decir «buenas noches»; pues lo que viene a continuación trata de la descomposición de las cosas y demuestra que las alegrías y placeres del pasado son cosas muertas y no se puede lograr que vuelvan a caminar. No me extenderé demasiado en el tema, sino que me limitaré a contar lo más aprisa que pueda cómo el valiente Robin Hood murió como había vivido, no en la corte como duque de Huntington, sino con el arco en la mano, el corazón en el bosque y espíritu de proscrito.

El rey Ricardo murió en el campo de batalla, de la manera que corresponde a un rey con corazón de león, como sin duda sabéis; y al cabo de algún tiempo, el duque de Huntington —o Robin Hood, si preferís llamarlo como en los viejos tiempos—, no teniendo nada que hacer en tierras extranjeras, regresó a la alegre Inglaterra, y con él volvieron Allan de Dale y su esposa, la bella Ellen, que habían acompañado a Robin desde que salieron del bosque de Sherwood y ocupaban un puesto principal en su casa.

Era primavera cuando desembarcaron de nuevo en las costas de Inglaterra. Las hojas estaban verdes y los pájaros cantaban animadamente, como solían hacer en el hermoso Sherwood, cuando Robin Hood recorría los bosques con corazón libre y pies ligeros. La belleza de la época y la alegría de todo el ambiente le hizo recordar a Robin su vida en el bosque, y se apoderó de él un invencible deseo de contemplar una vez más los bosques. Se dirigió directamente al rey Juan y le pidió autorización para realizar una breve visita a Nottingham. El rey le autorizó a ir y venir, pero advirtiéndole que no se quedara más de tres días en Sherwood. Así pues, Robin Hood y Allan de Dale partieron sin más demora hacia Nottinghamshire y el bosque de Sherwood.

La primera noche se hospedaron en la ciudad de Nottingham, pero no acudieron a presentar sus respetos al sheriff, pues su señoría aún guardaba un amargo resentimiento contra Robin Hood, resentimiento que no se había atenuado precisamente con el ascenso de posición de Robin. Al día siguiente, muy temprano, montaron en sus caballos y se dirigieron a los bosques. Mientras recorrían el camino, a Robin le parecía reconocer cada palo y cada piedra en que se posaran sus ojos. Allí estaba el sendero por el que solía pasear por las tardes, con el Pequeño John a su lado; y allí, ahora cubierta de zarzas, la vereda que él y un pequeño grupo de los suyos habían tomado cuando fueron en busca de cierto fraile.

—¡Mira, Allan! —exclamó Robin—. ¿Ves la cicatriz en el tronco de esa haya? Ahí es donde una de tus flechas arrancó un trozo de corteza el día que tan lamentablemente fallaste el disparo contra aquel noble corazón. Fue el mismo día que nos cogió la tormenta y tuvimos que pasar la noche en casa de aquel viejo granjero… el que tenía tres hijas guapísimas.

Y así siguieron cabalgando despacio, charlando acerca de todas aquellas cosas viejas y familiares; viejas y, a pesar de todo, nuevas, pues ahora veían en ellas mucho más de lo que habían visto antes. Y así llegaron por fin al claro donde extendía sus ramas el gran árbol de las reuniones, y que había sido su hogar durante tantos años. Ninguno de los dos habló cuando se pararon ante aquel árbol. Robin paseó la mirada por todos los objetos tan familiares, tan semejantes a lo que eran antes y, sin embargo, tan diferentes; pues donde antes se oía el alboroto de muchos hombres vigorosos, ahora sólo existía la quietud de la soledad; y mientras miraba, los bosques, la hierba y el cielo se nublaron por efecto de las lágrimas saladas, pues una profunda nostalgia se apoderó de él al mirar aquellas cosas, que le resultaban tan conocidas como los dedos de su mano derecha, y no pudo evitar que se le llenaran de lágrimas los ojos.

Aquella mañana se había colgado del hombro su viejo y fiel cuerno de caza, y ahora, con la nostalgia, le sobrevino un fuerte deseo de tocar el cuerno una vez más. Se lo llevó a los labios y sopló con fuerza. «Tirilá, lirilá», resonaron las claras notas por todos los senderos del bosque, regresando desde le espesura más profunda y distante en forma de débiles ecos, «tirilá, lirilá, tirilá, lirilá», hasta extinguirse por completo.

Quiso la casualidad que aquella misma mañana el Pequeño John pasara por una esquina del bosque para atender ciertos asuntos, y mientras caminaba sumido en la meditación llegaron a sus oídos las notas débiles, pero claras, de un cuerno lejano. Como el ciervo que salta cuando siente clavarse en su corazón la flecha del cazador, así saltó el Pequeño John cuando sus orejas captaron aquel distante sonido. Toda la sangre de su cuerpo le hervía en las mejillas cuando torció la cabeza para escuchar mejor. De nuevo llegaron las notas del cuerno, débiles y claras, y todavía se oyeron una tercera vez. Entonces el Pequeño John lanzó un potente y salvaje grito de nostalgia, de alegría y aun de pena, y agachando la cabeza, se metió como una flecha entre la maleza. Avanzó a través de la espesura, partiendo y arrancando, como el jabalí furioso cuando carga a través de los matorrales. Poco le importaban los espinos y las zarzas que arañaban su piel y desgarraban sus ropas. Su único pensamiento era llegar por el camino más corto hasta el claro del árbol de las reuniones, de donde él sabía que procedía el sonido del cuerno. Por fin salió de la espesura en medio de una nube de ramitas rotas y, sin detenerse ni un instante, siguió corriendo hasta arrojarse a los pies de Robin. Rodeó con sus brazos las rodillas de su jefe y todo su cuerpo se estremecía con fuertes sollozos; ni Robin ni Allan de Dale pudieron hablar, y se quedaron inmóviles mirando al Pequeño John, con las lágrimas corriendo a raudales por sus mejillas.

Y mientras permanecían así, siete guardabosques reales irrumpieron en el claro y dejaron escapar un tremendo grito de alegría al ver a Robin; al frente de la partida iba Will Stutely. Y al cabo de un rato, aparecieron cuatro más, jadeando a causa de la carrera, y dos de los cuatro eran Will Scathelock y Mosquito, el Molinero; todos ellos habían oído sonar el cuerno de Robin. Todos corrieron hacia Robin y le besaron las manos y la ropa, llorando ruidosamente.

Al cabo de un rato, Robin miró en torno suyo, con ojos nublados por el llanto, y declaró con voz ronca:

—Juro que nunca más abandonaré estos queridos bosques. Demasiado tiempo he vivido alejado de ellos y de todos vosotros. Desde ahora renuncio al nombre de Robert, duque de Huntington, y adopto de nuevo el más noble título de Robin Hood, el Proscrito.

Una ovación clamorosa acogió estas palabras, y todos se estrecharon las manos, locos de alegría.

La noticia de que Robin Hood había regresado a vivir en Sherwood, como en los viejos tiempos, se extendió como el fuego por toda la región, de manera que en menos de una semana casi todos los antiguos proscritos se habían vuelto a reunir en torno a su jefe. Pero cuando estas noticias llegaron a oídos del rey Juan, este prorrumpió en maldiciones y juró solemnemente no descansar hasta tener en sus manos a Robin Hood, vivo o muerto. Ahora bien, había en la corte cierto caballero, sir William Dale, un guerrero tan gallardo como el mejor que jamás vistió armadura. Sir William Dale conocía bien el bosque de Sherwood, porque tenía a su cargo la parte del mismo más próxima a la ciudad de Mansfield; de modo que el rey se dirigió a él y le ordenó reunir un ejército y marchar inmediatamente en busca de Robin Hood. Además, el rey le entregó a sir William su sortija de sello, para que se la enseñara al sheriff y éste uniera todas sus tropas a la partida para dar caza a Robin. Así pues, sir William y el sheriff se pusieron en acción para cumplir las órdenes del rey, y durante siete días buscaron a Robin por todas partes, aunque sin encontrarlo.

Ahora bien, si Robin hubiera seguido siendo tan pacífico como en los viejos tiempos, todo el asunto se habría quedado en humo de pajas, como siempre había ocurrido con este tipo de iniciativas; pero había pasado años combatiendo a las órdenes del rey Ricardo, y su carácter había cambiado. Su orgullo no le permitía huir de los que le perseguían, como huye de los perros un zorro acosado. Y así, por fin, Robin Hood y sus proscritos se enfrentaron con las tropas de sir William y el sheriff en el bosque, y dio comienzo una sangrienta batalla. El primero en morir en aquel combate fue el sheriff de Nottingham, que cayó de su caballo con una flecha atravesándole el cerebro antes de que se hubiera disparado una docena de proyectiles. Muchos hombres mejores que el sheriff mordieron el polvo aquel día, pero por fin sir William Dale, herido y con la mayoría de sus hombres muertos, se retiró derrotado y salió del bosque. Pero tras él quedaron docenas de buenos hombres, tendidos e inmóviles bajo las matas verdes.

Pero aunque Robin Hood había derrotado a sus enemigos en buena lid, se sentía apesadumbrado y siguió dándole vueltas al asunto en la cabeza hasta que contrajo una fiebre. Permaneció postrado durante tres días, y aunque luchó con todas sus fuerzas al final tuvo que rendirse a la enfermedad. Y así, en la mañana del cuarto día, hizo venir a su lado al Pequeño John y le dijo que no podía librarse de la fiebre y que se proponía acudir a su prima, la superiora del convento de monjas de Kirklees, Yorkshire, que era una experta sangradora, para que le abriera una vena del brazo y le sacara un poco de sangre, lo cual mejoraría su salud. Ordenó al Pequeño John que se preparara también para el viaje, pues era posible que necesitara su ayuda por el camino. Así pues, Robin y el Pequeño John se despidieron de los demás, dejando a Will Stutely al frente de la banda hasta que ellos regresaran. Y así, viajando despacio y en cómodas etapas, llegaron por fin al convento de monjas de Kirklees.

Hay que decir que Robin había ayudado mucho a esta prima suya; pues gracias al aprecio que el rey Ricardo sentía por él había sido nombrada superiora del convento. Pero no hay cosa en el mundo que se olvide con más rapidez que la gratitud, y cuando la superiora de Kirklees se enteró de que su primo, el duque de Huntington, había renunciado a su ducado y regresado a Sherwood, se sintió ofendida en lo más íntimo y temió que su parentesco con él le atrajera las iras del rey. Y así sucedió que, en cuanto Robin acudió a ella solicitando sus servicios como sangradora, ella empezó a conspirar contra él, pensando que haciéndole daño lograría los favores de sus enemigos. No obstante, se guardó para sí misma estas maquinaciones y recibió a Robin Hood con fingida amabilidad. Le condujo por una escalera de caracol hasta una habitación situada justo bajo los aleros de una alta y redonda torre, pero no permitió que el Pequeño John le acompañara.

Así pues, el pobre proscrito se apartó de las puertas del convento, dejando a su jefe en manos de las mujeres. Pero aunque no pudo entrar, tampoco se alejó mucho, quedándose en una arboleda cercana, desde donde podía vigilar el lugar donde se encontraba Robin, como un perro grande y leal rechazado de la puerta por donde ha entrado su amo.

Cuando las monjas llevaron a Robin a la habitación bajo los aleros, la superiora hizo salir a todas las demás y luego, cogiendo un cordel, lo ató con fuerza al brazo de Robin, como si fuera a sangrarle. Y efectivamente le sangró, pero la vena que abrió no fue una de las azules que corren justo bajo la piel; su corte fue mucho más profundo, y abrió una de esas venas por las que corre la sangre roja que brota del corazón. Robin no se daba cuenta de nada de esto, pues aunque veía correr la sangre, ésta no brotaba con la suficiente rapidez como para hacerle pensar que algo andaba mal.

Tras cometer tan vil acción, la superiora se marchó, dejando solo a su primo y cerrando la puerta tras ella. Durante todo aquel largo día, la sangre siguió manando del brazo de Robin, sin que éste pudiera contenerla, aunque lo intentó de todas las formas posibles. Una y otra vez llamó pidiendo ayuda, pero nadie acudía, pues su prima le había traicionado y el Pequeño John se encontraba demasiado lejos para oír su voz. Y así, continuó sangrando hasta que sintió que sus fuerzas le abandonaban. Entonces se levantó, tambaleándose y apoyando las palmas de las manos en la pared, hasta conseguir alcanzar su cuerno de caza. Tres veces lo hizo sonar, aunque muy débilmente, porque le faltaba el aliento a causa de la enfermedad y la pérdida de fuerzas; no obstante, el Pequeño John lo oyó desde la arboleda y, con el corazón oprimido por el miedo, llegó corriendo y saltando hasta el convento. Golpeó ruidosamente la puerta, gritando a grandes voces que le dejaran entrar, pero la puerta era de grueso roble, con refuerzos y pinchos de hierro, y las de dentro se sintieron seguras y le ordenaron al Pequeño John que se marchara.

Entonces el Pequeño John se volvió loco de dolor y miedo por la vida de su jefe. Miró frenéticamente a su alrededor, y sus ojos se posaron en un pesado mortero de piedra, que tres hombres de nuestra época no serían capaces de levantar. El Pequeño John dio tres pasos adelante, dobló la espalda y levantó el mortero de piedra, que estaba profundamente encajado en el suelo. Tambaleándose bajo su peso, se acercó a la puerta y lo arrojó contra ella. La puerta saltó en pedazos y las asustadas monjas huyeron gritando al verle entrar. Sin decir una palabra, el Pequeño John subió a la carrera la escalera de piedra hasta llegar a la habitación donde se encontraba encerrado su jefe. También aquella puerta estaba cerrada, pero el Pequeño John dio un empujón con el hombro y los cerrojos saltaron como si estuvieran hechos de hielo quebradizo.

Y entonces vio a su querido jefe apoyado contra el muro gris, con el rostro completamente blanco y hundido, y la cabeza oscilando de un lado a otro sin poderse sostener. Lanzando un poderoso grito de amor, pena y compasión, el Pequeño John dio un salto hacia delante y recogió en sus brazos a Robin, levantándolo como una madre levanta a su hijo y llevándolo hasta la cama, donde lo tendió con gran cuidado.

En aquel momento llegó corriendo la superiora, asustada por lo que había hecho y temiendo la venganza del Pequeño John y el resto de la banda. Mediante hábiles vendajes consiguió contener la sangre, que por fin dejó de brotar. El Pequeño John la vigilaba con aire sombrío, y cuando hubo terminado le ordenó rudamente que se marchara, y ella obedeció, pálida y temblorosa. Cuando la monja salió de la habitación, el Pequeño John se puso a hablar en tono animador, riéndose a carcajadas y comentando que no había sido más que un susto y que ningún recio campesino podía morir por haber perdido unas pocas gotas de sangre.

—Bueno —dijo—, te doy una semana de plazo, y al cabo de ella estarás rondando por los bosques, tan animado como siempre.

Pero Robin sacudió la cabeza y sonrió débilmente desde la cama.

—Querido Pequeño John —susurró—, que el cielo bendiga tu valiente y noble corazón. Pero, querido amigo, ya nunca más volveremos a rondar juntos por los bosques.

—¡Claro que lo haremos! —vociferó el Pequeño John—. Te lo repito. ¡Maldita sea! ¿Quién se atreve a decir que te va a pasar algo malo? ¿No estoy yo aquí? A ver quién se atreve a tocarte…

Aquí se interrumpió, pues las palabras le ahogaban. Por fin dijo, con voz ronca y profunda:

—Ahora bien, si te ocurre algún mal por lo que aquí se ha hecho hoy, juro por san Jorge que el gallo cantará sobre los tejados de esta casa y que las llamas lamerán hasta las últimas grietas y rincones. Y en cuanto a esas mujeres… —en este punto rechinó los dientes—, ¡lo van a pasar muy mal!

Pero Robin Hood cogió entre sus pálidas manos el puño recio y moreno del Pequeño John y le reprendió suavemente, en voz baja y débil, preguntándole desde cuándo el Pequeño John se dedicaba a hacer daño a las mujeres, aunque fuera por venganza. Y siguió hablando en estos términos hasta que por fin el otro prometió, con voz entrecortada, que no tomaría represalias contra el convento, ocurriera lo que ocurriera. Luego los dos quedaron en silencio y el Pequeño John permaneció sentado, con la mano de Robin en la suya, mirando a través de la ventana abierta y tragándose de vez en cuando un nudo que se le formaba en la garganta. Mientras tanto, el sol fue descendiendo lentamente hacia el oeste, hasta que todo el cielo quedó encendido en un rojo esplendor. Entonces Robin Hood, con voz trémula y frágil, le pidió al Pequeño John que le ayudara a incorporarse para poder contemplar una vez más los campos; el valiente proscrito le levantó en brazos y Robin Hood apoyó la cabeza en los hombros de su amigo. Miró durante un largo rato, con mirada lenta y contemplativa, mientras el otro permanecía sentado con la cabeza caída y derramando lágrimas, que caían sobre su regazo, pues sentía que se acercaba la hora de la despedida definitiva. Entonces Robin Hood le pidió que tendiera por él su arco y escogiera una buena flecha de su aljaba. El Pequeño John lo hizo sin levantarse de donde estaba para no molestar a su jefe. Robin cerró con cariño los dedos alrededor de su fiel arco y sonrió débilmente al sentirlo en su mano; luego montó la flecha en aquella parte de la cuerda que sus dedos conocían tan bien.

—Pequeño John —dijo—. Querido amigo, a quien quiero más que a nadie en el mundo, te ruego que marques el lugar donde caiga esta flecha y allí hagas cavar mi tumba. Enterradme con el rostro hacia el este, Pequeño John, y procurad que mi lugar de reposo se mantenga verde y que mis cansados huesos no sean molestados.

Cuando terminó de hablar, se incorporó de pronto y quedó sentado y erguido. Por un momento pareció que sus antiguas fuerzas volvían a él y, tirando de la cuerda hasta la oreja, disparó la flecha a través de la ventana abierta. Y mientras la flecha volaba, la mano que sostenía el arco cayó lentamente hasta apoyarse en las rodillas, y todo el cuerpo se desplomó del mismo modo en los leales brazos del Pequeño John; algo había salido de aquel cuerpo, en el mismo instante en que la flecha salía disparada del arco.

Durante varios minutos, el Pequeño John permaneció inmóvil, pero por fin acostó con cuidado el cuerpo de su amigo, cruzándole las manos sobre el pecho y cubriéndole el rostro, y luego dio media vuelta y salió de la habitación sin decir una palabra ni hacer sonido alguno.

En lo alto de la escalera se encontró a la superiora con algunas de las monjas principales, y les dijo con voz ronca y temblorosa:

—Si os acercáis a menos de veinte pasos de esa habitación, derrumbaré este nido de cuervos sobre vuestras cabezas hasta que no quede de él piedra sobre piedra. Fijaos bien en lo que digo, porque hablo en serio.

Y así diciendo, se alejó de las monjas, que a los pocos momentos le vieron corriendo a través del campo, a la luz del crepúsculo, hasta que el bosque se lo tragó.

Los primeros tonos grises del alba empezaban a clarear la negrura del cielo por el este cuando el Pequeño John y seis miembros más de la banda llegaron corriendo campo a través hacia el convento. No vieron a nadie al llegar, pues las monjas se habían escondido, asustadas por las palabras del Pequeño John. Corrieron escaleras arriba y al momento se oyeron ruidosos sollozos. Al cabo de un rato, los llantos cesaron y entonces se oyó el arrastrar de pies de varios hombres que acarreaban un gran peso escaleras abajo. Así salieron del convento y, en el momento en que cruzaban sus puertas se oyó un fuerte y triste lamento procedente de la todavía oscura arboleda, como si muchos hombres ocultos entre las sombras hubieran lanzado al unísono un grito de dolor.

Así murió Robin Hood en el convento de Kirklees, en la bella Yorkshire, perdonando a los que le habían causado la muerte, pues siempre, en todos los días de su vida, se mostró misericordioso con sus enemigos y piadoso con los débiles.

Después de aquello, sus proscritos se dispersaron, pero no sufrieron muchos apuros, pues al sheriff muerto le sucedió otro más benévolo y que no los conocía tan bien, y al encontrarse dispersos aquí y allá por toda la región consiguieron vivir en paz y tranquilidad, y muchos de ellos vivieron lo suficiente para trasmitir estas historias a sus hijos y a los hijos de sus hijos.

Hay quien dice que en una piedra de Kirklees hay una antigua inscripción, cuyo texto, escrito en inglés arcaico, dice lo siguiente:

Bajo esta losa fría yace Robert,

duque de Huntington.

Nunca existió un arquero como él.

La gente le llamaba Robin Hood.

Bandidos como él y sus secuaces

no volverán a verse en Inglaterra.

obiit 24 • Kal • Decembris • 1247

Y ahora, querido amigo, también nosotros debemos separarnos, pues nuestro alegre viaje ha terminado y aquí, ante la tumba de Robin Hood, nos despedimos y que cada uno siga su camino.