El rey Ricardo acude al bosque de Sherwood
No habían transcurrido más de dos meses desde que Robin Hood y el Pequeño John corrieron las emocionantes aventuras que acabamos de relatar, cuando todo Nottinghamshire se conmocionó de arriba abajo, pues el rey Ricardo Corazón de León estaba realizando un recorrido real por la alegre Inglaterra, y todos esperaban que su viaje le llevara hasta la ciudad de Nottingham. Los mensajeros iban y venían del sheriff al rey, y viceversa, y por fin se fijó una fecha para la visita del rey a Nottingham, como huésped de su señoría.
Y entonces la agitación aumentó aún más; grandes carreras de acá para allá, golpeteos de martillos y rumores de voces por todas partes, mientras se construían grandes arcos en las calles por las que habría de pasar el rey y se engalanaban dichos arcos con banderas y cintas de seda de muchos colores. También reinaba el ajetreo en la casa consistorial de la ciudad, pues allí se iba a ofrecer un gran banquete al rey y a los nobles de su comitiva, y los mejores maestros carpinteros se afanaban en la construcción de un trono en el que se sentarían a la mesa el rey y el sheriff, uno junto a otro.
A mucha buena gente del lugar le parecía que jamás llegaría el día en que el rey visitaría la ciudad, pero acabó llegando a su debido tiempo, y el sol brillaba sobre las calles de piedra, animadas por un mar de gente en continuo movimiento. A cada lado de la calle, ciudadanos y campesinos se apiñaban, tan apretados como arenques secos en su caja, y los hombres del sheriff, armados con alabardas, apenas podían lograr que dejaran espacio para el paso de la comitiva del sheriff.
—¡Fijaos a quién empujáis! —les gritaba un corpulento fraile a los soldados—. ¿Os atrevéis a darme codazos a mí, villano? ¡Por Nuestra Señora de la Fuente, que si no me tratáis con más respeto os voy a partir esa cabeza de bellaco, por muy guardia del poderoso sheriff que seáis!
Estas palabras fueron acogidas con una fuerte carcajada por muchos campesinos de elevada estatura y vestidos de verde que se encontraban repartidos entre la multitud; pero uno de ellos, que parecía poseer más autoridad que los demás, le dio un codazo al religioso.
—Tranquilo, Tuck —dijo—. ¿No me prometisteis, antes de venir aquí, que os pondríais un candado en la lengua?
—Sí, pardiez —refunfuñó el otro—, pero no pensé que un patán de pies torpes me pisotearía mis pobres dedos como si fueran simples bellotas en el bosque.
Pero de pronto, todo este parloteo se interrumpió, pues el sonido de muchas cornetas llegó claro y potente calle abajo. Entonces todo el mundo estiró el cuello y miró en la dirección de donde provenía el sonido, y el apiñamiento, los empujones y los movimientos de masas se hicieron mayores que nunca. Y de pronto, apareció la cabecera del vistoso desfile y los vítores se extendieron por la multitud como el fuego por los pastos.
Venían primero veintiocho heraldos a caballo, vestidos de terciopelo y tela de oro. Sobre sus cabezas ondeaba un penacho de plumas blancas como la nieve, y cada uno de los heraldos llevaba en las manos una larga trompeta plateada, que tocaba melodiosamente. De cada trompeta colgaba una pesada bandera de terciopelo y tela de oro con el escudo de la casa real de Inglaterra. Tras los heraldos cabalgaban cien nobles caballeros en fila de a dos, todos completamente armados pero con la cabeza descubierta Llevaban en las manos largas lanzas, en cuyas puntas flameaban pendones de muchos colores y diseños. Junto a cada caballero desfilaba un paje a pie, y cada paje llevaba en las manos el yelmo de su señor, rematado por largos y ondulantes penachos de plumas. Jamás se había visto en Nottingham un espectáculo tan vistoso como el que ofrecían aquellos cien caballeros, cuyas armaduras resplandecían al sol con destellos cegadores mientras desfilaban montados en sus grandes caballos de guerra, con entrechocar de armas y tintineo de cadenas. Detrás de los caballeros venían los barones y nobles del interior, vestidos de seda y tela de oro, con cadenas de oro en sus cuellos y joyas en sus ceñidores. Tras ellos venía un gran despliegue de soldados, con lanzas y alabardas en las manos; y en medio de este grupo, dos jinetes que cabalgaban juntos. Uno de ellos era el sheriff de Nottingham, con su atuendo oficial. El otro, que le sacaba una cabeza al sheriff, vestía ropas caras pero sencillas y llevaba una gruesa y pesada cadena de oro al cuello. Su cabello y su barba eran como hebras de oro, y sus ojos tan azules como el cielo de verano. Al pasar, saludaba con la cabeza a derecha e izquierda y un fuerte vocerío le seguía a su paso, pues se trataba del rey Ricardo.
Entonces, por encima del tumulto y el griterío, se oyó el rugido de una poderosa voz:
—¡Que el cielo y todos sus santos os bendigan, señor rey Ricardo! ¡Y que también os bendiga Nuestra Señora de la Fuente!
Entonces el rey Ricardo, mirando hacia el lugar de donde procedían las voces, vio a un fraile enormemente alto y corpulento, plantado delante de toda la multitud con las piernas bien separadas para resistir el empuje de los de detrás.
—¡Por mi alma, sheriff! —dijo el rey, echándose a reír—. Tenéis aquí en Nottinghamshire los curas más altos que he visto en mi vida. Aunque el cielo se quedara sordo y dejara de responder a las plegarias, creo que llegarían estas bendiciones, pues ese hombre es capaz de hacer que la gran estatua de piedra de san Pedro se frote los oídos y le escuche. Ya me gustaría tener un ejército de hombres como él.
El sheriff no respondió ni una palabra, pero la sangre huyó de sus mejillas y tuvo que agarrarse al pomo de la silla para no caer, pues también había visto al hombre que gritaba y sabía que se trataba del fraile Tuck; y lo que es más, detrás del fraile Tuck había visto los rostros de Robin Hood, el Pequeño John, Will Escarlata, Will Stutely, Allan de Dale y otros miembros, de la banda.
—¿Cómo? —dijo el sheriff, inquieto.
—¿Estáis enfermo, sheriff? Os habéis puesto blanco.
—No, majestad —respondió el sheriff—. No es nada, un simple dolor repentino que pronto se me pasará —y dijo esto porque le daba vergüenza que el rey supiera que Robin Hood le tenía tan poco miedo que se atrevía a llegar hasta las mismas puertas de Nottingham.
Así entró el rey en la ciudad de Nottingham aquella brillante tarde de principios de otoño; y nadie se alegró tanto como Robin y sus hombres de verle llegar con tanta majestad.
Cayó la tarde; el gran banquete en la casa consistorial de Nottingham había terminado, y el vino circulaba sin restricciones. Mil velas encendidas lucían en la mesa, ante la cual se sentaba un amplio despliegue de señores y caballeros, nobles e hidalgos. A la cabecera de la mesa, sobre un trono con colgaduras doradas, se sentaba el rey Ricardo, con el sheriff de Nottingham a su lado.
El rey le dijo al sheriff, entre risas:
—He oído hablar mucho sobre las andanzas de ciertos habitantes de por aquí, un tal Robin Hood y su banda de proscritos, que viven en el bosque de Sherwood. ¿Podéis decirme algo de ellos, señor sheriff? Tengo entendido que habéis tenido tratos con ellos en más de una ocasión.
Al oír estas palabras, el sheriff de Nottingham bajó la mirada con aire sombrío, y el obispo de Hereford, que también se encontraba presente, se mordió el labio inferior. Entonces el sheriff dijo:
—Poco puedo contarle a vuestra majestad acerca de las andanzas de esos bandidos, excepto que se trata de los delincuentes más osados del mundo entero.
Entonces habló el joven sir Henry de Lea, uno de los favoritos del rey, a cuyas órdenes había combatido en Palestina:
—Con la venia de vuestra majestad —dijo—. Cuando estaba en Palestina tuve frecuentes noticias de mi padre, y en muchas ocasiones se mencionaba a este mismo Robin Hood. Si a vuestra majestad le place, puedo contar una aventura de este famoso forajido.
El rey, de buena gana, le autorizó a narrar la historia, y el joven caballero contó cómo Robin había ayudado a sir Richard de Lea con dinero que tomó prestado del obispo de Hereford. El rey y los demás comensales interrumpieron el relato con frecuentes risas y carcajadas, mientras el pobre obispo se ponía rojo como una cereza de vergüenza, pues el asunto le humillaba profundamente. Cuando sir Henry de Lea concluyó su relato, otros comensales, viendo cómo había disfrutado el rey con el mismo, contaron otras historias acerca de Robin y sus alegres camaradas.
—¡Por el pomo de mi espada! —exclamó el noble rey Ricardo—. ¡Este es el ladrón más osado y divertido del que he oído hablar en la vida! Vive Dios que tengo que tomar cartas en el asunto y hacer lo que vos, sheriff, no conseguisteis; es decir, librar al bosque de ese sujeto y su banda.
Aquella noche, el rey se sentaba en los alojamientos que le habían preparado para su estancia en la ciudad de Nottingham. Con él se encontraban el joven sir Henry de Lea y otros caballeros, además de tres barones de Nottinghamshire; pero el rey seguía pensando en Robin Hood.
—¡Pardiez! —dijo—. Daría de buena gana cien libras por conocer a ese bandido de Robin Hood y ser testigo de alguna de sus andanzas por el bosque de Sherwood.
Entonces habló sir Hubert de Bingham, riendo al mismo tiempo:
—Si tal es el deseo de vuestra majestad, no será muy difícil complacerlo. Si vuestra majestad está dispuesto a perder cien libras, yo me comprometo no sólo a presentaros a ese sujeto, sino también a conseguir que cenéis con él en Sherwood.
—Pardiez, sir Hubert —dijo el rey—. Me alegra lo que decís. Pero ¿cómo conseguiréis encontrar a Robin Hood?
—De este modo —dijo sir Hubert—. Vuestra majestad y los aquí presentes nos pondremos los hábitos de siete frailes de la orden negra[8] y vuestra majestad llevará bajo el suyo una bolsa con cien coronas; mañana saldremos de aquí hacia Mansfield y, si no me equivoco, antes de que termine el día nos habremos encontrado con Robin Hood y cenaremos con él.
—Me gusta vuestro plan, sir Hubert —dijo el rey animado—. Mañana pondremos a prueba su virtud.
Y así, cuando a primeras horas de la mañana siguiente el sheriff acudió a los alojamientos del soberano para presentarle sus respetos, el rey le explicó lo que habían decidido la noche antes y la emocionante aventura que se disponían a emprender aquella mañana. Pero cuando el sheriff lo oyó se dio un puñetazo en la frente.
—¡Ay, señor! —exclamó—. ¡Qué mal consejo os han dado! ¡Oh, mi noble rey y señor, no sabéis lo que hacéis! Ese villano al que vais a buscar no respeta ni al rey ni sus leyes.
—¿Acaso no entendí bien cuando oí decir que ese Robin Hood jamás ha derramado sangre desde que es un proscrito, exceptuando la de aquel vil Guy de Gisbourne, por cuya muerte todos los hombres de bien deben estarle agradecidos?
—Sí, majestad —dijo el sheriff—. Vuestra majestad oyó bien. Pero no obstante…
—Entonces —dijo al sheriff, interrumpiéndole—, ¿qué puedo temer de él, si no le he hecho ningún daño? En verdad que no hay peligro en esto. Puede que os apetezca venir con nosotros, señor sheriff.
—¡No! —se apresuró a decir el sheriff—. ¡No lo permita el cielo!
Trajeron entonces siete hábitos negros como los de los monjes benedictinos, y el rey y sus acompañantes se los pusieron. Su majestad se metió entre los hábitos una bolsa con cien libras de oro, y todos salieron al exterior y montaron en las mulas que les habían preparado a la puerta. Entonces el rey ordenó al sheriff que guardara silencio con respecto al asunto, y todos emprendieron el camino.
Siguieron adelante, entre risas y bromas, hasta salir a campo abierto; pasaron entre campos de trigo ya desnudos por haberse recogido la cosecha, y junto a pequeñas arboledas que fueron haciéndose más densas cuanto más avanzaban, hasta que llegaron a las densas sombras del bosque mismo. Se internaron en el bosque y recorrieron varios kilómetros sin encontrar a nadie de los que buscaban, hasta que por fin llegaron a la parte del camino más próxima a la abadía de Newstead.
—¡Por el bendito san Martín! —exclamó el rey—. ¡Qué mala cabeza tengo para las cosas más necesarias! Henos aquí en pleno viaje y sin traer una sola gota de bebida. Ahora mismo daría cien libras por algo con que aplacar la sed.
No había pronunciado el rey estas palabras, cuando de los matorrales que flanqueaban el sendero salió un hombre con barba y cabellos rubios y un par de alegres ojos azules.
—A fe mía, reverendo hermano —dijo echando mano a las riendas del caballo del rey—, que sería de malos cristianos no responder adecuadamente a semejante oferta. Aquí cerca tenemos una posada donde podréis disfrutar del banquete más espléndido que haya pasado por vuestra garganta.
Y tras decir esto, se llevó los dedos a la boca y emitió un penetrante silbido. Inmediatamente, las ramas de los arbustos del otro lado del camino se agitaron y crujieron, y unos sesenta fornidos individuos vestidos de paño verde salieron al descubierto.
—¿Qué es esto, amigo? —dijo el rey—. ¿Quién sois vos, miserable ladrón? ¿No tenéis respeto por los santos varones como nosotros?
—Ni una pizca —respondió Robin Hood, pues de él se trataba—. En verdad os digo que toda la santidad de los frailes ricos como vosotros cabría en un dedal, y aún la costurera no lo sentiría con la punta del dedo. En cuanto a quién soy, me llamo Robin Hood, y puede que hayáis oído hablar de mi nombre.
—¡Confundido seáis! —dijo el rey Ricardo—. Sois un hombre insolente y malvado, y sin respeto a la ley, según me han dicho más de una vez. Ahora os ruego que me permitáis a mí y a estos hermanos míos proseguir nuestro viaje en paz y tranquilidad.
—Eso no puede ser —dijo Robin Hood—. Estaría muy mal por nuestra parte dejar que tan santos varones sigan su viaje con el estómago vacío. Y no dudo de que lleváis una bolsa abultada para pagar la cuenta, puesto que tan a la ligera ofrecisteis tanto dinero por un simple trago de vino. Mostradme la bolsa, reverendo hermano, si no queréis que os despoje de vuestros hábitos y la busque yo mismo.
—No es preciso recurrir a la fuerza —dijo severamente el rey—. Aquí tenéis mi bolsa, pero no pongáis vuestras impías manos sobre nuestra persona.
—Vaya, vaya —se burló Robin—. ¿Qué palabras altisonantes son ésas? ¿Sois acaso el rey de Inglaterra para hablarme de ese modo? Tú, Will, coge la bolsa y mira lo que contiene.
Will Escarlata tomó la bolsa y contó el dinero. Entonces Robin dijo que se guardara cincuenta libras para la banda y volvió a meter las otras cincuenta en la bolsa, que devolvió al rey.
—Aquí tenéis, hermano —dijo—. Tomad esta mitad de vuestro dinero y dad gracias a san Martín, a quien antes invocabais, por haber caído en manos de unos ladrones tan amables que no os dejan desnudos como podrían hacer. Pero ¿os importaría echaros atrás vuestra capucha? Me gustaría ver vuestra cara.
—No —dijo el rey, echándose atrás—. No puedo echar atrás mi capucha, pues los siete hemos hecho promesa de no descubrir el rostro en veinticuatro horas.
—Entonces mantenedla tapada en buena hora —dijo Robin—. Lejos de mi intención hacer que quebrantéis vuestras promesas.
A continuación, llamó a siete de sus hombres y les ordenó coger cada uno una mula por las bridas; y luego, dirigiendo sus pasos hacia la espesura del bosque, echaron a andar hasta llegar al claro donde se alzaba el árbol de las reuniones.
El Pequeño John, con otros sesenta hombres, había salido también aquella mañana para acechar en los caminos y llevar algún rico invitado al claro de Sherwood si tenía la suerte de encontrarlo, pues aquellos días recorrían los caminos muchas bolsas abultadas, a causa de los grandes sucesos de Nottinghamshire; pero aunque el Pequeño John y otros muchos se encontraran ausentes, el fraile Tuck y por lo menos cuarenta hombres más se habían quedado sentados o tumbados en torno al gran árbol, y se levantaron para recibir a Robin y, los que le acompañaban.
—¡Por mi alma! —exclamó el rey Ricardo cuando desmontó de su mula y miró a su alrededor—. Verdaderamente tenéis aquí una espléndida partida de hombres, Robin. El propio rey Ricardo se sentiría orgulloso de semejante guardia personal.
—Estos no son todos mis hombres —dijo Robin con orgullo—. Otros sesenta han salido a trabajar, bajo la dirección de mi mano derecha, el Pequeño John. Pero en cuanto al rey Ricardo, permitid que os diga, hermano, que no hay ni uno solo entre nosotros que no derramaría su sangre por él, como si de agua se tratara Vosotros los eclesiásticos no podéis entender a nuestro rey; pero nosotros los campesinos le amamos y le guardamos lealtad por sus valerosas hazañas, tan semejantes a las nuestras.
En aquel momento irrumpió el fraile Tuck.
—Buenos días tengáis, hermanos —dijo—. ¡Cómo me alegra dar la bienvenida a este antro de pecadores a mis hermanos de hábitos! Os digo de verdad que estos picaros proscritos lo llevarían muy mal si no contaran con las oraciones del reverendo Tuck, que tan duramente trabaja por su bienestar —aquí guiñó un ojo con malicia y adoptó un gesto de ironía.
—¿Quién sois vos, cura loco? —dijo el rey con voz muy seria, pero sonriendo bajo su capucha.
Al oír esto, el fraile Tuck miró lentamente a su alrededor.
—Fijaos bien —dijo—. Que no vuelva a oíros decir que no soy hombre paciente. Aquí hay un fraile bellaco que me acaba de llamar cura loco, y todavía no le he sacudido. Mi nombre es fraile Tuck, amigo. Reverendo fraile Tuck.
—Vamos, Tuck —dijo Robin—. Ya habéis hablado bastante. Por favor, dejad de hablar y traed algo de vino. Estos reverendos padres tienen sed, y puesto que han pagado generosamente se les debe dar lo mejor.
El fraile Tuck se engalló un poco al ver interrumpido su discurso, pero accedió sin protestar a la petición de Robin. Al poco rato se trajo una gran tinaja y se escanció vino para todos los invitados y para Robin Hood. Entonces Robin levantó su copa.
—¡Quietos todos! —gritó—. Que nadie beba hasta que yo pronuncie un brindis. A la salud del buen rey Ricardo, de grande fama, y que Dios confunda a todos sus enemigos.
Todos brindaron a la salud del rey, incluso el propio rey, que dijo:
—Me parece, amigo mío, que habéis brindado por vuestra propia confusión.
—Nada de eso —respondió Robin—. Os aseguro que aquí en Sherwood somos más leales a nuestro señor el rey que los de vuestra orden. Nosotros daríamos nuestras vidas por él, mientras que vosotros os contentáis con quedaros cómodamente en vuestras abadías y prioratos, sin que os importe quién reina.
Al oír esto, el rey se echó a reír, y dijo:
—Es muy posible, amigo mío, que el bienestar del rey Ricardo me importe más de lo que creéis. Pero dejemos ese tema. Hemos pagado generosamente nuestra estancia, así que, ¿no podríais ofrecernos un poco de diversión? He oído decir muchas veces que sois portentosos arqueros. ¿No querríais darnos una muestra de vuestra habilidad?
—De muy buena gana —dijo Robin—. Siempre nos agrada ofrecer a nuestros invitados una buena exhibición deportiva. Como decía el viejo Swanthold «Hace falta mala entraña para no darle de lo mejor al estornino enjaulado»; y eso es lo que sois ahora: estorninos enjaulados. ¡Eh, muchachos! Colocad una guirnalda al extremo del claro.
Entonces, mientras los proscritos corrían a cumplir la orden de su jefe, el fraile Tuck se dirigió a uno de los falsos frailes.
—¿Habéis oído a nuestro jefe? —dijo con un guiño malicioso—. Cada vez que saca a colación alguna pequeña manifestación de ingenio, la carga sobre los hombros de ese viejo Swanthold, quienquiera que sea, y el pobre hombre debe ir por el mundo llevando a cuestas todos los dichos y redichos, citas y sentencias que nuestro jefe le ha cargado a las espaldas —así habló el fraile Tuck, pero en voz baja para que Robin no le oyera, pues aún se sentía picado por la interrupción de Robin.
Mientras tanto, se instaló el blanco contra el que iban a disparar, a ciento veinte pasos de distancia. Se trataba de una guirnalda de hojas y flores, de dos palmos de anchura, colgada de una estaca delante del tronco de un árbol.
—Ese es un buen blanco, compañeros —dijo Robin—. Cada uno tirará tres flechas, y el que falle una sola flecha recibirá un bofetón de manos de Will Escarlata.
—¡Escuchad lo que dice! —exclamó el fraile Tuck—. Caramba, jefe, ofreces bofetones de tu robusto sobrino como quien ofrece caricias de amor de una moza rolliza. Bien se nota que tú estás seguro de acertarle a la guirnalda; de lo contrario no te mostrarías tan pródigo con sus puños.
Disparó en primer lugar David de Doncaster, clavando sus tres flechas en la guirnalda.
—¡Bien hecho, David! —exclamó Robin—. ¡Te has salvado de que te calienten las orejas!
A continuación disparó Mosquito el Molinero, y también clavó sus flechas en la guirnalda. El siguiente fue Wat el hojalatero, pero para su desgracia una de sus flechas falló el blanco por dos dedos.
—¡Ven aquí, amigo! —dijo Will Escarlata con su suave voz y amable—. Te debo algo que quiero pagar de inmediato.
Entonces Wat el hojalatero se acercó a Will Escarlata y quedó parado frente a él, retorciendo la cara y cerrando los ojos frenéticamente, como si ya sintiera zumbar los oídos por el bofetón. Will Escarlata se arremangó el brazo y, poniéndose de puntillas para tener más amplitud de movimiento, le golpeó con todas sus fuerzas. ¡Paf!, hizo la mano de Will sobre la cabeza del hojalatero, y el robusto Wat rodó sobre la hierba patas arriba, como caen los muñecos de madera de las ferias cuando un jugador hábil las derriba con la pelota. Y mientras el calderero se quedaba sentado en la hierba, frotándose la oreja y haciendo guiños y parpadeos a las brillantes estrellas que danzaban frente a sus ojos, los proscritos rugieron de alborozo hasta hacer retemblar el bosque. En cuanto al rey Ricardo, se rió hasta que por sus mejillas corrieron las lágrimas. Y así fue disparando toda la banda, uno por uno, algunos salvando la prueba y otros ganándose un bofetón que invariablemente los enviaba rodando por la hierba. Y por fin, cuando todos hubieron tirado, Robin ocupó su posición y se hizo el silencio mientras él disparaba. La primera flecha arrancó una astilla de la estaca de donde colgaba la guirnalda; la segunda se clavó a una pulgada de la primera.
«¡Por las reliquias de mis antepasados! —se dijo el rey Ricardo—. Daría mil libras por tener a este hombre en mi guardia».
Y entonces Robin disparó por tercera vez; pero ¡oh sorpresa!, la flecha estaba mal emplumada y, desviándose hacia un lado, se clavó a una pulgada por fuera de la guirnalda.
Ante esto se produjo un terrible griterío, mientras los proscritos que se sentaban en la hierba se retorcían de risa, pues era la primera vez que veían a su jefe fallar un tiro. Humillado, Robin tiró el arco al suelo.
—¡Que el diablo se la lleve! —exclamó—. ¡Esa flecha tenía una pluma mal puesta, lo noté cuando me rozó el dedo al salir! Dadme una flecha buena y me comprometo a rajar la estaca con ella.
Al oír esto, los proscritos se rieron aún más fuerte.
—¡Nada de eso, tío! —dijo Will Escarlata con su voz suave y amable—. Habéis tenido vuestra oportunidad y habéis fallado el tiro descaradamente. Doy fe de que la flecha era tan buena como cualquiera de las que se han disparado hoy. Venid aquí; os debo algo y quiero pagar en el acto.
—¡Vamos, jefe! —rugió el fraile Tuck—. Podéis contar con mis bendiciones. Os habéis mostrado muy generoso con las caricias de Will Escarlata, y no sería justo que no recibierais vuestra parte.
—Eso no puede ser —dijo Robin—. Aquí soy el rey y ningún súbdito puede levantar su mano contra el rey. Pero incluso nuestro gran rey Ricardo se humilla ante el santo papa sin avergonzarse de ello, pudiendo llegar a recibir un cachete de sus manos a modo de penitencia; de la misma manera, yo me humillo ante este reverendo padre, que parece ser persona de autoridad, y aceptaré el castigo de sus manos —y así diciendo, se dirigió al rey—. Os lo ruego, hermano, ¿aceptaríais impartir el castigo con vuestras santas manos?
—De muy buena gana —respondió alegremente el rey Ricardo, levantándose de su asiento—. Tengo una deuda con vos por haberme aliviado del terrible peso de cincuenta libras. Haced sitio en la hierba, muchachos.
—Si sois capaz de derribarme —dijo Robin—, os devolveré de buena gana vuestras cincuenta libras; pero os advierto, hermano, que si no me hacéis tocar la hierba con la espalda, os quitaré hasta el último penique que llevéis, por hablar de modo tan insolente.
—Que así sea —dijo el rey—. Estoy dispuesto a correr el riesgo.
A continuación, se arremangó los hábitos y dejó al descubierto un brazo que dejó admirados a los proscritos. Pero Robin, con los pies bien separados y plantados en el suelo, aguardaba sonriendo. Entonces el rey echó atrás el brazo, se equilibró un momento, y le sacudió a Robin una bofetada que resonó como un trueno. Robin cayó de cabeza sobre la hierba, pues el golpe habría podido derribar un muro de piedra. Había que ver cómo gritaban y reían los proscritos, hasta que les dolieron los costados de tanto reír, pues no habían visto en toda su vida una bofetada semejante. En cuanto a Robin, se sentó en el suelo y miró a su alrededor, como si acabara de caer de una nube y hubiera aterrizado en un lugar desconocido. Al cabo de un rato, sin dejar de mirar a los proscritos que le rodeaban riendo a carcajadas, se llevó las puntas de los dedos a la oreja y la palpó con suavidad.
—Will Escarlata —dijo—, devuélvele a este tipo sus cincuenta libras. No quiero saber nada más de su dinero ni de él. ¡Mala peste se lo lleve a él y a sus bofetadas! Habría preferido que me aplicaras tú el castigo; estoy convencido de que me he quedado sordo para siempre jamás.
Y mientras aún se oían carcajadas entre la banda, Will Escarlata contó las cincuenta libras y el rey las metió en su bolsa.
—Os doy las gracias, amigo —dijo—. Y si alguna vez tenéis ganas de otro bofetón en la oreja como el que acabáis de recibir, no tenéis más que acudir a mí y os atenderé gratuitamente.
Así habló el rey; pero apenas había terminado de hablar cuando se oyó el rumor de muchas voces, y de la espesura salieron el Pequeño John y sesenta hombres, con sir Richard de Lea en el centro del grupo. Llegaron corriendo a través del claro, y sir Richard le gritó a Robin:
—Apresuraos, amigo, reunid a vuestra banda y venid conmigo. El rey Ricardo salió de Nottingham esta mañana y viene a los bosques en vuestra busca. No sé cómo llegará, porque se trata de un rumor, pero estoy seguro de que es cierto. Así que daos prisa todos y venid al castillo de Lea, donde podréis permanecer ocultos hasta que haya pasado el peligro. ¿Quiénes son estos desconocidos que están con vosotros?
—Bueno —dijo Robin, levantándose del suelo—, son unos agradables invitados que han venido con nosotros desde el camino real junto a la abadía de Newstead. No conozco sus nombres, pero he llegado a trabar íntimo conocimiento con la palma de este robusto rufián. ¡Pardiez, el placer de dicho conocimiento me ha costado una sordera permanente y cincuenta libras de propina!
Sir Richard miró con atención al corpulento fraile, que, irguiéndose en toda su estatura, le devolvió la mirada al caballero. Y de pronto, las mejillas de sir Richard se pusieron pálidas, pues reconoció al hombre que estaba mirando. Al instante, saltó del lomo de su caballo y se arrojó de rodillas ante los pies del otro. El rey, viendo que sir Richard le había reconocido, se echó hacia atrás la capucha y todos los proscritos vieron su rostro y lo reconocieron también, pues todos ellos, sin excepción, habían estado entre la multitud en la ciudad de Nottingham y le habían visto cabalgar junto al sheriff. Todos cayeron de rodillas, incapaces de decir una palabra. Entonces el rey miró solemnemente en torno suyo, hasta que por fin sus ojos volvieron a posarse en sir Richard de Lea.
—¿Qué es esto, sir Richard? —dijo en tono severo—. ¿Cómo os atrevéis a interponeros entre mí y estos villanos? ¿Y cómo os atrevéis a ofrecerles refugio en el noble castillo de Lea? ¿Pensáis convertirlo en escondite para los proscritos más buscados de Inglaterra?
Entonces sir Richard de Lea levantó sus ojos hacia el rey.
—Nada más lejos de mi intención —dijo— que hacer algo que pudiera atraerme las iras de vuestra majestad. Sin embargo, antes me enfrentaría a la cólera de vuestra majestad que permitir, pudiéndolo impedir, que le ocurra ningún mal a Robin Hood y su banda, pues a estos hombres les debo la vida, el honor, todo. ¿Acaso he de abandonarle en los momentos de necesidad?
Antes de que el caballero terminara de hablar, uno de los falsos frailes que acompañaban al rey se adelantó y se arrodilló junto a sir Richard; y echando hacia atrás su capucha, descubrió el rostro del joven sir Henry de Lea. Entonces sir Henry tomó la mano de su padre y dijo:
—Ante vos se arrodilla uno que os ha servido bien, rey Ricardo, y que, como bien sabe vuestra majestad, se interpuso entre la muerte y vuestra persona en Palestina. Y aun así, me adhiero a mi querido padre y aquí declaro yo también que si, pudiera ofrecer refugio a este noble proscrito, Robin Hood, lo haría aun a costa de atraerme las iras de vuestra majestad, pues el honor de mi padre y su bienestar me importan más que los míos propios.
El rey Ricardo miró, ora uno, ora a otro de los dos caballeros arrodillados, y por fin su expresión ceñuda desapareció y una sonrisa asomó en las esquinas de su boca.
—¡Pardiez, sir Richard! —dijo—. Habláis con mucho atrevimiento, pero vuestra libertad de lenguaje no me ofende demasiado. Y este hijo vuestro sigue los pasos de su padre, y tan atrevido es en las palabras como en los hechos, pues, como él mismo ha dicho, en cierta ocasión se interpuso entre la muerte y yo; sólo por él os perdonaría aunque hubierais hecho más de lo que habéis hecho. Levantaos todos, que ningún daño os vendrá de mí en este día, pues sería una pena que una jornada tan alegre se estropease con un mal final.
Todos se incorporaron entonces, y el rey le indicó a Robin que se acercara.
—¿Qué tal tu oreja? —le dijo—. ¿Sigues demasiado sordo como para oírme?
—No sordos, sino muertos, tendrían que estar mis oídos para no escuchar las palabras de vuestra majestad —dijo Robin—. En cuanto al golpe que vuestra majestad me dio, debo decir que por muy grandes que sean mis pecados, creo haberlos pagado plenamente.
—¿Eso crees? —dijo el rey con voz algo más dura—. Te diré que de no ser por tres cosas, a saber, mi magnanimidad, mi simpatía por la gente de los bosques y la lealtad que me habéis profesado, es muy posible que tus oídos estuvieran ahora mucho más cerrados de lo que podría cerrarlos mi bofetada. No hables tan a la ligera de tus pecados, amigo Robin. Pero, ea, anímate. El peligro ha pasado, pues aquí y ahora os concedo el perdón a ti y a toda tu banda. Pero, la verdad, no puedo permitir que sigáis rondando por los bosques como habéis hecho en el pasado. Por lo tanto, te tomo la palabra, puesto que dijiste que estabais a mi servicio, y vendrás conmigo a Londres. Nos llevaremos también a ese osado rufián del Pequeño John, y a tu sobrino Will Escarlata, y a tu trovador Allan de Dale. En cuanto al resto de tu banda, tomaremos nota de sus nombres y los inscribiremos como guardabosques reales; me parece más juicioso convertirlos en honrados cuidadores de los ciervos de Sherwood que dejarlos sueltos para que los maten fuera de la ley. Y ahora, preparad la cena, que quiero ver cómo vivís aquí en los bosques frondosos.
Robin ordenó a sus hombres que preparasen un espléndido banquete, y al momento se encendieron grandes hogueras, en cuyas llamas se asaron deliciosos manjares. Mientras se hacían los preparativos, el rey le pidió a Robin que llamara a Allan de Dale, pues tenía deseos de oírle cantar. Se hizo llamar a Allan, y éste se presentó trayendo su arpa.
—¡Pardiez! —dijo el rey Ricardo—. Si tu canto está a la altura de tu figura, ya debe ser bueno. Te ruego que cantes una melodía y nos ofrezcas una muestra de tus habilidades.
Entonces Allan de Dale pulsó ligeramente su arpa y todas las voces callaron mientras él cantaba lo siguiente:
¿Dónde has estado, hija mía?
¿Dónde has estado este día?
Hija mía, hija mía.
En la orilla del río me entretuve,
donde se extienden grises las aguas sobre el vado
y el cielo gris se cierne sobre la gris corriente
y silba cuando sopla el viento helado.
¿Y qué has visto allí, hija mía?
¿Qué has visto allí en este día?
Hija mía, hija mía.
He visto que una barca se acercaba
allí donde murmuran los juncos tiritando,
y el agua gorgotea con sombrías burbujas
y silba cuando sopla el viento helado.
¿Quién iba en ella, hija mía?
¿Quién bogaba en este día?
Hija mía, hija mía.
Un hombre todo blanco iba en la barca;
una pálida luz nimbó su rostro blanco,
y sus ojos brillaban como estrellas de noche
y silbaba al soplar el viento helado.
¿Y qué dijo él, hija mía?
¿Qué te dijo en este día?
Hija mía, hija mía.
Nada dijo, pero hizo lo siguiente:
por tres veces un beso depositó en mis labios.
Mi pobre corazón se estremeció de gozo
y silbaba al soplar el viento helado.
¿Por qué estás fría, hija mía?
¿Por qué estás tan blanca y fría?
Hija mía, hija mía.
Pero la hija ya no respondía.
Allí quedó sentada con el rostro inclinado,
el corazón parado y la cabeza muerta,
y silbaba al soplar el viento helado.
Todos escuchaban en silencio; y cuando Allan de Dale terminó de cantar, el rey Ricardo dejó escapar un suspiro.
—¡Por el aliento de mi pecho, Allan! —dijo—. Tienes una voz tan dulce y maravillosa que conmueve de manera extraña el corazón. Pero ¿qué lúgubre cancioncilla es ésa para los labios de un recio campesino? Preferiría escucharte cantar una canción de amor y batallas, en lugar de una cosa tan triste. Y lo que es más, no la he entendido. ¿Qué quieren decir esas palabras?
—No lo sé, majestad —dijo Allan meneando la cabeza—. A menudo, ni yo mismo entiendo claramente lo que canto.
—Bien, bien —dijo el rey—. Dejémoslo pasar; tan sólo te digo esto, Allan: deberías centrar tus canciones en los temas que te he dicho, el amor y la guerra; pues la verdad es que tienes mejor voz que Blondell[9], y él era el mejor trovador que había oído hasta ahora.
Pero en aquel momento, se acercó un hombre a decir que el banquete estaba preparado, y Robin Hood condujo al rey y a sus acompañantes hasta donde se había servido la comida, sobre blancos manteles de lino extendidos encima de la verde hierba. El rey Ricardo se sentó a comer y beber, y al terminar juró solemnemente que jamás había saboreado un banquete tan delicioso en toda su vida.
Aquella noche, el rey durmió en Sherwood sobre un lecho de blandas hojas verdes, y a primera hora de la mañana siguiente salió del bosque en dirección a Nottingham, acompañado por Robin Hood y toda su banda. Podéis imaginaros el alboroto que se armó en la noble ciudad cuando todos aquellos famosos proscritos entraron desfilando por sus calles. En cuanto al sheriff, no sabía qué decir ni a dónde mirar cuando vio a Robin Hood tan favorecido por el rey, y su corazón se llenó de resentimiento por la humillación que sentía.
Al día siguiente, el rey salió de la ciudad de Nottingham; Robin Hood, el Pequeño John, Will Escarlata y Allan de Dale estrecharon las manos al resto de la banda, besaron en las mejillas a cada uno de los hombres y prometieron volver con frecuencia a Sherwood para visitarlos. Luego, cada uno montó en su caballo y se alejaron con la comitiva del rey.