El rescate de Will Stutely
Cuando el sheriff comprendió que ni las órdenes ni la astucia le habían valido contra Robin Hood, montó en cólera y se dijo:
—¡Tonto de mí! Si no le hubiera hablado al rey de Robin Hood, ahora no estaría metido en este aprieto; pues ahora debo capturarle si no quiero que caiga sobre mí la ira de su graciosísima majestad. He probado con los conductos legales, he recurrido a la astucia, y he fracasado en ambas ocasiones; veremos, pues, qué se puede lograr por la fuerza.
Habiendo tomado esta decisión, reunió a los oficiales de su guardia y les comunicó su plan:
—Cada uno de vosotros tomará cuatro hombres, perfectamente armados —les dijo—. Entraréis en el bosque por diferentes puntos, y procuraréis sorprender a Robin Hood. Pero si alguno de los grupos se encuentra con un enemigo superior en número, que toque la corneta y todos los demás grupos acudirán en su ayuda. Creo que de este modo conseguiremos atrapar a ese bandido vestido de verde. Aquel que se tope con Robin Hood recibirá cien libras en monedas de plata si me lo trae vivo o muerto; por cada uno de los miembros de la banda pagaré cuarenta monedas, vivo o muerto. A base de valor e ingenio, lo conseguiremos.
Así partieron hacia el bosque de Sherwood sesenta pelotones de cinco hombres dispuestos a capturar a Robin Hood, todos ellos soñando con atrapar personalmente al famoso bandolero, o al menos a uno de su banda. Durante siete días con sus noches recorrieron los senderos del bosque, pero en todo este tiempo no llegaron a ver a un solo hombre vestido de verde, pues Robin Hood estaba advertido del plan gracias al leal Eadom del Jabalí Azul.
Al recibir la noticia, Robin había comentado:
—Si el sheriff se atreve a enviar tropas a combatirnos, labrará su desgracia y la de muchos hombres mejores que él, pues correrá la sangre y vendrán malos tiempos para todos. Pero espero poder evitar los enfrentamientos sangrientos, pues no quisiera llevar la desgracia a muchas familias causando la muerte de nadie. Ya una vez maté a un hombre y no quiero volver a matar, pues se trata de una carga demasiado pesada para el alma. Permaneceremos ocultos dentro del bosque de Sherwood y confiemos en que todo salga bien; pero si nos vemos obligados a defendernos lucharemos con todas nuestras fuerzas.
Al oír este discurso, muchos proscritos sacudieron la cabeza y dijeron para sus adentros: «Ahora el sheriff nos tomará por cobardes, y los habitantes del condado se burlarán de nosotros, diciendo que tenemos miedo a enfrentarnos a sus hombres». Pero se tragaron sus palabras sin pronunciarlas, e hicieron lo que Robin les ordenaba.
Así pues, todos se mantuvieron ocultos en la espesura del bosque de Sherwood durante siete días y siete noches, sin asomar la cara en todo ese tiempo; pero al llegar la mañana del octavo día, Robin Hood reunió a su banda y dijo:
—¿Quién quiere ir a averiguar cómo les va a los hombres del sheriff? No creo que se vayan a quedar para siempre disfrutando de las bellezas de nuestro bosque.
Un estruendoso clamor acogió estas palabras; todos enarbolaban sus arcos, ofreciéndose a gritos para la misión. A Robin se le hinchó el corazón de orgullo al contemplar la lealtad y el valor de sus camaradas, y entonces dijo:
—Estoy orgulloso de vosotros, amigos míos; sois la mejor partida de valientes que haya podido existir. Pero todos no podéis venir. Tendré que escoger a uno de vosotros, y ése será Will Stutely, que es tan astuto como el zorro más viejo del bosque de Sherwood.
Al oír esto, Will Stutely pegó un brinco y estalló en risas y aplausos a sí mismo, por haber sido elegido entre todos los proscritos.
—Gracias, jefe —dijo—. Si no te traigo noticias de esos bribones, dejaré de llamarme Will Stutely.
A continuación, Will se vistió con un hábito de fraile, bajo el cual ocultó una buena espada, de modo que pudiera esgrimirla con facilidad. Así disfrazado, se puso en camino hasta llegar al lindero del bosque y salir a la carretera. Vio dos de los grupos del sheriff, pero no desvió su camino, limitándose a echarse la capucha sobre la cara y juntar las manos, como si estuviera sumido en profunda meditación. Por fin, llegó a divisar el letrero del Jabalí Azul.
«Allí podré enterarme de todo por medio de nuestro buen amigo Eadom», se dijo.
A las puertas del Jabalí Azul encontró otra de las partidas del sheriff, bebiendo animadamente; sin dirigirle la palabra a nadie, se sentó en un banco apartado, con el bastón entre las manos y la cabeza inclinada hacia adelante, como si estuviera meditando. Permaneció sentado a la espera de poder hablar a solas con el posadero; pero Eadom no le había reconocido, tomándolo por un pobre fraile fatigado por la caminata, y decidió dejarle tranquilo, sin hablarle ni molestarle. «Hasta un perro tiene derecho a sentarse a descansar», se dijo.
Mientras Stutely aguardaba, el rollizo gato de la posada acudió a restregarse contra sus piernas, levantándole un palmo el faldón del hábito. Stutely se estiró el hábito inmediatamente, pero el jefe de la patrulla del sheriff estaba mirando, y había visto el paño verde de Lincoln bajo el hábito monacal. No dijo nada de momento, pero empezó a discurrir de la siguiente manera: «Ese tipo no es un fraile, y ningún campesino honrado va por ahí disfrazado de fraile; y tampoco un ladrón lo haría sin tener un buen motivo. Todo induce a pensar que se trata de uno de los hombres de Robin Hood». Habiendo llegado a esta conclusión, dijo en voz alta:
—Decid, padre, ¿no aceptaríais una buena jarra de cerveza de marzo para aplacar la sed del alma?
Pero Stutely negó con la cabeza, absteniéndose de hablar por temor a que alguno de los presentes reconociera su voz.
El patrullero insistió:
—¿Hacia dónde os dirigís, reverendo padre, en un día tan caluroso?
—Voy en peregrinación hacia Canterbury —respondió Will Stutely, enronqueciendo la voz para que nadie pudiera reconocerla.
Entonces el guardia habló por tercera vez:
—Decidme, reverendo padre, ¿es costumbre que los peregrinos a Canterbury lleven ropas de paño verde debajo de los hábitos? ¡Ja! A fe mía que pienso que sois un malhechor, quizá uno de los forajidos de la banda de Robin Hood. Y ahora, por la Virgen os advierto que, si movéis un solo dedo de la mano o el pie, os atravesaré de lado a lado con mi espada.
Con un rápido movimiento, desenvainó su espada y saltó sobre Will Stutely, pensando cogerle desprevenido. Pero Stutely ya había empuñado su propia espada por debajo del hábito y estaba en guardia antes de que el patrullero llegara hasta él. Este sólo tuvo ocasión de lanzar un golpe, que Will desvió hábilmente, devolviendo a cambio una fuerte estocada que alcanzó de lleno al patrullero. En aquel momento, Will habría podido escapar, pero le resultó imposible porque el herido, medio inconsciente por la pérdida de sangre, se agarró a sus piernas al caer. Los demás guardias saltaron sobre Will, que aún logró herir a otro de ellos, aunque el casco de acero amortiguó el golpe, salvándole la vida. Mientras tanto, el semidesvanecido jefe arrastró a Will en su caída, y uno de los guardias le aplicó un golpe en la cabeza que hizo correr la sangre por la cara de Will, cegándolo momentáneamente. Cayó forcejeando, y todos se lanzaron encima, aunque Will se resistía de tal modo que les resultaba muy difícil sujetarle. Por fin lograron atarle de pies y manos con cuerdas de cáñamo. Habían vencido, pero para dos de ellos había sido un día aciago: el jefe de la patrulla estaba gravemente herido, y el otro, al que Stutely hirió en la cabeza, tendría que guardar cama durante muchos días hasta lograr recuperar las fuerzas que tenía antes de esta famosa pelea.
Robin Hood esperaba bajo el árbol de las reuniones, pensando cómo le iría a Will Stutely, cuando de pronto vio que dos de sus hombres venían corriendo por el sendero, y que entre ellos corría Maken, la rolliza moza del Jabalí Azul. Robin sintió que se le encogía el corazón, pues estaba seguro de que aquello significaba malas noticias.
—¡Han cogido a Will Stutely! —gritaron en cuanto estuvieron al alcance de sus oídos.
—¿Eres tú la que ha traído la mala noticia? —preguntó Robin a la muchacha.
—Sí señor, yo lo vi todo —respondió ella, jadeando como una liebre que acaba de escapar de los podencos—. Y me temo que esté mal herido, porque recibió un golpe muy malo en la cabeza Lo ataron para llevarlo a Nottingham, y antes de salir del Jabalí Azul oí cómo decían que lo ahorcarán mañana.
—No ahorcarán a Will mañana —exclamó Robin—. Y si lo hacen muchos morderán el polvo y otros tantos tendrán motivos sobrados para lamentar ese día.
Llevándose el cuerno a los labios, tocó tres fuertes cornetazos, a cuyo sonido acudieron corriendo todos los proscritos del bosque, hasta que en torno a Robin hubo reunidos unos ciento cuarenta valientes.
—¡Escuchad todos! —gritó Robin—. Nuestro querido camarada Will Stutely ha sido capturado por los malditos hombres del sheriff, y no nos quedará más remedio que arrebatárselo. Tendremos que arriesgar el cuello por él, tal como él arriesgó su cuello por nosotros. ¿Estáis de acuerdo todos, compañeros?
—¡Sí! —exclamaron todos a una.
—Que quede claro —insistió Robin—. Si alguno no está dispuesto a arriesgar el cuello, puede quedarse a salvo aquí en Sherwood. No quiero obligar a nadie. Pero mañana traeré de vuelta a Will Stutely o moriré con él.
Entonces el Pequeño John tomó la palabra:
—¿Acaso piensas que hay uno solo entre nosotros que no arriesgaría la vida por un compañero en apuros? Si lo hay, es que no conozco a esta gente. Y si lo hubiera, lo echaríamos a palos de nuestro querido bosque. ¿No es así, camaradas?
—¡Sí! —gritaron de nuevo todos a una. No existía ni uno solo de ellos que no estuviera dispuesto a arriesgarlo todo por un amigo en peligro.
Al día siguiente, todos fueron saliendo del bosque de Sherwood por diferentes senderos, pues era preciso proceder con mucha astucia; la banda se dividió en grupitos de dos o tres, tras haber acordado reunirse en una cañada próxima a Nottingham. Cuando todos hubieron llegado al punto de reunión, Robin les habló de la siguiente manera:
—Permaneceremos emboscados aquí hasta que podamos obtener información. Tendremos que ser muy prudentes y astutos si queremos arrancar a nuestro amigo Will de las garras del sheriff.
Permanecieron ocultos durante mucho tiempo, hasta que el sol estuvo muy alto. Era un día caluroso y ningún viajero recorría la polvorienta carretera, a excepción de un anciano peregrino que caminaba a paso lento por el sendero que corría paralelo a las grises murallas de Nottingham. Cuando Robin comprobó que no había nadie más a la vista, llamó al joven David de Doncaster, que era un hombre muy sagaz para la edad que tenía, y le dijo:
—Ve allá, joven David, y habla con aquel peregrino que camina junto a las murallas. Acaba de salir de Nottingham y puede tener noticias de nuestro Will.
David hizo lo que le decían, y cuando llegó hasta el peregrino le saludó con gran cortesía:
—Buenos días, reverendo padre. ¿Podéis decirme cuándo van a ahorcar a Will Stutely? No quisiera perderme el espectáculo. He venido de muy lejos para ver a ese bellaco bailando al extremo de una cuerda.
—¡Contén la lengua, insensato joven! —exclamó el peregrino—. ¿Cómo puedes hablar así cuando un buen hombre va a ser ahorcado, sin haber hecho nada más que defender su vida? —al decir esto golpeó con furia el suelo con su bastón—. ¡Yo digo que es una desgracia que ocurran estas cosas! Hoy mismo le ahorcarán, al atardecer, a la caída del sol, a ochenta varas de la puerta principal de Nottingham, donde se juntan tres caminos. El sheriff ha jurado que morirá como advertencia a todos los proscritos de Nottinghamshire. Pero yo digo de nuevo que es una desgracia, porque aunque Robin Hood y su banda sean proscritos, no roban más que a los ricos, a los poderosos y a los explotadores, y no existe en los alrededores de Sherwood una viuda ni un campesino cargado de hijos que no cuente con su ayuda para comer durante todo el año. Me rompe el corazón ver morir a un hombre tan valeroso como ese Stutely, pues en mis tiempos fui campesino sajón, antes de hacerme peregrino, y no puedo evitar mirar con simpatía a un tipo que trata sin contemplaciones a los malditos normandos y a los abades cargados de dinero. Si el jefe de este Stutely supiera el peligro que corre su hombre, quizá acudiría en su ayuda para arrancarle de manos de sus enemigos.
—Sí, eso es verdad —dijo el joven David—. Si Robin y sus hombres estuvieran por aquí cerca, estoy seguro de que harían lo posible por sacarle de este aprieto. Pero podéis estar seguro, anciano, de que si Will Stutely muere será vengado con creces.
Y diciendo esto, dio media vuelta y se alejó; pero el peregrino se le quedó mirando, murmurando para sus adentros: «Juraría que este joven no es ningún labriego que ha venido a ver un ahorcamiento. Bien, bien…, quizá Robin Hood no ande muy lejos…, parece que hoy será un día sonado». Y sin dejar de murmurar, reemprendió su camino.
Cuando David de Doncaster le contó a Robin lo que le había dicho el peregrino, Robin reunió a la banda y les habló así:
—Vamos a entrar directamente en Nottingham y nos mezclaremos con la gente; pero manteneos bien atentos y procurad acercaros todo lo posible al prisionero y los guardias cuando salgan fuera de las murallas. No hiráis a nadie sin necesidad; me gustaría evitar el derramamiento de sangre, pero si tenéis que golpear, hacedlo fuerte, para que no sea necesario otro golpe. Manteneos unidos hasta que regresemos a Sherwood, y que no quede atrás ningún compañero.
El sol iba bajando por occidente cuando se oyó sonar una trompeta desde lo alto de las murallas. Al instante, toda la ciudad de Nottingham se puso en movimiento y la multitud llenó las calles, pues todos sabían que aquel día iba a morir ahorcado el famoso bandido Will Stutely. Al cabo de un rato se abrieron de par en par las puertas del castillo y por ellas salió con gran estruendo una compañía de hombres armados, a cuyo frente cabalgaba el propio sheriff, cubierto de pies a cabeza de reluciente cota de malla. En medio de la guardia rodaba un carro, sobre el cual iba Will Stutely con un dogal alrededor del cuello. A causa de la pérdida de sangre, su rostro estaba tan pálido como la luna cuando sale en pleno día, y sus rubios cabellos formaban pegotes sobre la frente, adheridos a la sangre coagulada. Al salir del castillo miró a un lado y a otro, pero aunque vio algunos rostros que reflejaban compasión y unos pocos que expresaban amistad, no vio ninguna cara conocida. Esto hizo que sus esperanzas descendieran en picado, a pesar de lo cual procuró mostrarse animoso.
—Ponedme una espada en las manos, señor sheriff —dijo—, y lucharé con vos y con todos vuestros hombres hasta que las fuerzas y la vida me abandonen.
—Nada de eso, despreciable bellaco —respondió el sheriff, volviendo la cabeza y mirando fijamente a Will Stutely—. No tendrás espada y morirás de mala muerte, como corresponde a un miserable ladrón, que es lo que eres.
—Entonces limitaos a desatarme las manos y lucharé con vosotros sin más arma que mis puños desnudos. No pido armas, sólo quiero que no me ahorquen como a un perro.
Entonces el sheriff se echó a reír.
—¡Vaya! ¿Qué os parece esto? ¿Se te encogen tus orgullosas tripas? Bien haces en temblar, miserable rufián, pues te garantizo que hoy serás ahorcado, allí donde confluyen los tres caminos, para que todos te vean colgar y los cuervos puedan alimentarse de tu carroña.
—¡Maldito chacal! —exclamó Will Stutely, enseñando los dientes—. ¡Labriego cobarde! Si mi jefe te pone la mano encima, pagarás muy caro lo que estás haciendo. No siente por ti más que desprecio, como cualquier persona honrada. ¿No sabes que todos hacen chistes a tu costa? Un cobarde despreciable como tú nunca será capaz de someter a un valiente como Robin Hood.
—¡Ja, ja! —respondió el sheriff, furioso—. ¿Conque sí, eh? ¿Conque tu jefe, como tú le llamas, se ríe de mí? Pues yo me voy a reír de ti, y la broma no te va a hacer gracia, porque una vez ahorcado te voy a descuartizar, pieza a pieza —y con estas palabras, espoleó su caballo y no volvió a dirigirle la palabra a Will Stutely.
Por fin llegaron a las puertas principales de la ciudad, y Will Stutely contempló el campo que se extendía más allá, con las lomas y cañadas cubiertas de verdor, y a lo lejos la línea borrosa de los bosques de Sherwood. Y cuando vio la luz del sol poniente que se derramaba sobre campos y barbechos, arrancando reflejos rojizos en los tejados de granjas y pajares, y cuando oyó a los pájaros cantando al atardecer y a las ovejas balando en las laderas, y vio a las golondrinas que volaban a baja altura, experimentó una especie de plenitud y se le saltaron las lágrimas, haciéndole ver todo borroso y obligándole a inclinar la cabeza para que la gente no pensara, al ver lágrimas en sus ojos, que lloraba de miedo. Mantuvo, pues, la cabeza gacha hasta que atravesaron la puerta y se encontraron fuera de las murallas de la ciudad. Pero cuando volvió a levantar la mirada, el corazón le dio un salto y casi dejó de latir de pura alegría, pues había distinguido el rostro de uno de sus compañeros de Sherwood; echó una rápida ojeada a su alrededor y vio caras conocidas por todos los lados, empujando para acercarse a los soldados que le custodiaban. Y por fin notó que la sangre volvía a circular por sus venas cuando divisó entre la multitud a su propio jefe y comprendió que Robin Hood estaba allí con toda su banda. Sin embargo, entre ellos y Will aún se interponía una hilera de hombres armados.
—¡Echaos atrás! —gritó el sheriff con voz de trueno al ver que la muchedumbre empujaba por todas partes—. ¿Qué os proponéis, bellacos, al empujar de ese modo? ¡Echaos atrás, os digo!
Entonces se produjo un ruidoso alboroto y una persona intentó pasar a través de la barrera de guardias para llegar al carro, y Stutely vio que se trataba del Pequeño John.
—¡Eh, tú, atrás! —gritó uno de los guardias entre los que John trataba de abrirse paso a codazos.
—¡Atrás tú, mentecato! —respondió el Pequeño John, propinándole un puñetazo en el parietal que le derribó por los suelos como una res herida por el mazo del matarife. Sin perder un instante, John saltó al carro que transportaba a Stutely.
—No está bien morir sin despedirse de los amigos, Will —dijo—. Aunque si te empeñas en morir, quizá me quede a morir aquí contigo, pues no podría encontrar mejor compañía que ésta.
De un solo tajo, cortó las ligaduras que ataban los brazos y piernas de Stutely, que inmediatamente saltó del carro.
—¡Por mi vida! —exclamó el sheriff—. ¡Conozco a ese bandido, es un famoso rebelde! ¡Guardias, cogedle y no lo dejéis escapar!
Sin esperar a que se cumplieran sus órdenes, espoleó su caballo y se lanzó espada en mano sobre John. Poniéndose en pie sobre los estribos, el sheriff golpeó con todas sus fuerzas, pero el Pequeño John se metió rápidamente bajo el vientre del caballo y la espada pasó silbando por encima de su cabeza.
—¡Lo siento, señoría! —gritó John, incorporándose rápidamente—. ¡Necesito que me prestéis vuestra magnífica espada! —y con veloz movimiento se la arrebató de la mano—. ¡Toma, Stutely! ¡El sheriff tiene la bondad de prestarme su espada! ¡Pongámonos espalda contra espalda y defendámonos, que la ayuda está en camino!
—¡Acabad con ellos! —rugió el sheriff con voz de toro, espoleando de nuevo su caballo para lanzarlo contra los dos compañeros, tan ciego de furia que no se daba cuenta de que se había quedado sin arma para defenderse.
—¡Quedaos donde estáis, sheriff! —advirtió el Pequeño John, al tiempo que se oía tocar una corneta y una flecha pasaba zumbando a un centímetro de la nariz del sheriff.
Entonces el alboroto se generalizó y por todas partes se oyeron gritos y juramentos, gemidos y chocar de aceros. Las espadas brillaron al sol y una nube de flechas surcó el aire. Algunos gritaban «¡Socorro, socorro!» y otros «¡Al rescate, al rescate!».
—¡Traición! —exclamó el sheriff—. ¡Atrás todos! ¡Atrás, o somos hombres muertos! —y tirando de las riendas de su caballo, volvió a introducirse en medio de la multitud.
De haber querido, Robin y su banda podrían haber matado a la mitad de los hombres del sheriff, pero les permitieron huir al abrigo de la muchedumbre, contentándose con disparar una andanada de flechas para acelerar su huida.
—¡Quedaos, por favor! —le gritó Will Stutely al sheriff—. ¡Nunca atraparéis a Robin Hood si no os atrevéis a enfrentaros con él cara a cara! —pero el sheriff, inclinado sobre el lomo de su caballo, se limitó a apretar las espuelas como toda respuesta.
Entonces Will Stutely se volvió hacia el Pequeño John y le miró a la cara hasta que de sus ojos brotaron lágrimas y empezó a sollozar en voz alta, besando a su amigo en las mejillas.
—¡Oh, Pequeño John! —decía—. ¡Querido amigo, a quien aprecio más que a ningún hombre o mujer del mundo! ¡No esperaba verte hoy, ni volver a verte ya en este mundo! —y el Pequeño John, incapaz de responder, se echó también a llorar.
Entonces Robin Hood hizo formar a su banda en filas apretadas, con Will Stutely en el medio, y todos se retiraron hacia Sherwood, como una nube de tormenta que se aleja después de descargar una tempestad sobre los campos. Tendidos en el suelo quedaron diez de los hombres del sheriff, unos más malheridos que otros, aunque nadie sabía quién los había derribado. Así fue como el sheriff de Nottingham intentó por tres veces capturar a Robin Hood y las tres veces fracasó; y la última vez se llevó un buen susto, pues se daba cuenta de que había estado a punto de perder la vida.
«Estos hombres —se dijo— no temen ni a Dios, ni a los hombres, ni al rey ni a sus soldados. Más vale perder el cargo que perder la vida, así que no los molestaré más».
Y habiendo tomado esta decisión, se encerró en su castillo durante muchos días, sin atreverse a asomar la cara fuera de él; tenía un humor de perros y no hablaba con nadie, pues se sentía avergonzado de lo que había ocurrido aquel día.