Capítulo VI

1

Como el agua cayendo por una catarata, así había corrido la noticia por Madrid: los franceses estaban a punto de entrar en la capital del reino de España. Se comentaban todo tipo de rumores, pero la mayoría coincidía en que Godoy estaba confabulado con Napoleón y que había vendido la nación a los franceses. Alguien dijo que el gobierno estaba preparando su huida y la de los reyes hacia Andalucía. Clamaron algunas voces que acusaban al Choricero de cobarde y traidor, y la indignación contra el príncipe de la Paz se fue extendiendo por toda la ciudad.

Godoy se había trasladado a Aranjuez, a una casa que poseía cerca del palacio real. Faria lo había escoltado desde Madrid al frente de una compañía de guardias de corps. Circulaban rumores de que ciertos tumultos se estaban formando por Madrid, y se temía que acabaran por concretarse en una gran revuelta.

La tarde del diecisiete de marzo de 1808, poco después de las siete, Godoy, que había pasado la tarde en palacio con los reyes, se dirigió a su casa de Aranjuez. Tranquilo porque la situación parecía en calma, iba solo, sin escolta, en su coche de caballos. Un grupo de gente que se había concentrado en la plaza de palacio lo identificó y detuvo el carruaje cerca de la puerta de la casa de Godoy. Aquellas gentes estaban muy exaltadas. Unos decían que lo mejor sería matarlo allí mismo y hacerlo rápido, antes de que acudieran en su ayuda los guardias de corps, en tanto otros proponían arrastrarlo atado a la silla de un caballo por las calles de Aranjuez hasta que se desangrara vivo.

Por fortuna para Godoy, apareció por allí el embajador de Francia, que, informado de que se estaban formando grupos de revoltosos, se había puesto de camino hacia la casa de Godoy para entrevistarse con el príncipe de la Paz. El embajador, alarmado ante la situación, se subió a lo alto de su calesa y pidió tranquilidad al grupo que estaba comenzando a zarandear el carruaje del valido de Carlos IV. El embajador Beaumarnais intentó convencer a los revoltosos de las bondades de Godoy y les prometió que las intenciones del ejército francés no eran las de conquistar España, sino ocupar Portugal para repartirse ese país. Aludió a los estrechos lazos de amistad que unían a las dos naciones y cómo el enemigo común era Inglaterra, a la que culpó de la grave situación por la que estaba pasando España debido a la interrupción del comercio con América tras la batalla de Trafalgar. Pidió a los amotinados que no olvidaran la derrota sufrida a mano de los navíos de Nelson, y con falsas proclamas patrióticas los animó a que confiaran en Napoleón, en Godoy y en la amistad y la alianza entre sus dos naciones.

Beaumarnais logró apaciguar los ánimos, que acabaron del todo enfriados cuando apareció el teniente coronel Faria al frente de un escuadrón de guardias de corps a caballo que llegaba desde el cuartel alertado por unos lacayos que habían contemplado cómo un grupo de gente detenía y zarandeaba el carruaje de Godoy.

—¡Váyanse a casa, vuelvan todos ustedes a sus casas! —gritó Faria agitando su sable amenazador.

—Ya os dije que deberíamos haberlo matado cuando tuvimos oportunidad de hacerlo —se lamentó uno de los amotinados, mientras Godoy y el embajador de Francia eran sacados de allí escoltados por dos docenas de guardias de corps vestidos con uniforme de húsares.

—Maldito Choricero —gritó otro de los amotinados.

—¡Váyanse o me veré obligado a emplear la fuerza! —repitió Faria con voz firme y contundente.

A una indicación del conde de Castuera, los guardias que habían quedado a su lado desenvainaron los sables y los blandieron al aire. Aquella demostración impresionó a los revoltosos, que acallaron sus gritos y comenzaron a dispersarse.

Faria ordenó a sus hombres que mantuvieran la vigilancia y entró en casa en busca de Godoy.

—Han estado a punto de lincharme. Gracias a usted, embajador, y a ti, sobrino, estoy vivo.

—¿Pero cómo se le ha ocurrido salir solo por ahí, excelencia? —le preguntó Faria.

—Era la mejor manera de enterarme de lo que estaba pasando; creí que sin escolta nadie me reconocería.

Godoy mantenía firmemente asida en su mano izquierda la empuñadura de su espada, que dentro de la vaina colgaba del lado izquierdo de su cinturón.

—Los ánimos del populacho están muy alterados, alguien ha dedicado muchos esfuerzos a excitarlos —dijo el embajador.

—Han sido los agentes del príncipe de Asturias. Me odia, hace tiempo que desea acabar conmigo y ha hecho todo lo posible para que fuera así, pero mientras reinen sus padres, sabe que lo tiene muy difícil; por eso creo que ha apostado por una gran revuelta que derribe a don Carlos y lo encumbre a él como rey.

»¿De qué fuerzas disponemos aquí en Aranjuez, Francisco?

—De tres compañías de guardias de corps, excelencia.

—¿Y la guardia real?

—No respondo de lo que vaya a hacer. Sabemos que entre sus oficiales hay muchos seguidores de don Fernando, pero confío en que los altos mandos permanezcan fieles a don Carlos.

—Nuestras fuerzas están a su disposición, excelencia. El mariscal Murat está apostado a unos pocos kilómetros de Madrid —el embajador francés empleó las nuevas medidas de longitud puestas en uso durante el período revolucionario—, si usted lo desea, el ejército francés entrará en la capital en seis horas para asegurar el orden.

—Gracias de nuevo, embajador, pero es probable que el populacho de la capital viera en ese acto una provocación y fuera peor el remedio.

Poco después de este episodio, un cuantioso grupo de gente se concentró en la plaza de San Antonio de Aranjuez. Alguien había difundido el rumor de que Carlos IV estaba a punto de salir huyendo hacia Andalucía y que Godoy, en connivencia con Napoleón, deseaba proclamarse regente, o quizás incluso rey, o que iba a entregar la corona de España al mismo Napoleón. Grupos de gentes acudían por todas las calles hacia la plaza de San Antonio, e incluso se veían llegar algunos carromatos cargados de personas por el camino de Madrid.

El tumulto y la muchedumbre fue creciendo de tal modo y el alboroto era de tal calibre que la guardia real, temerosa de que la multitud enardecida asaltara el palacio, hizo una salida a caballo. Hubo forcejeos, gritos y algunas carreras hasta que uno de los guardias, acosado por varias personas, sacó su pistola y disparó al aire.

El ruido del disparo enardeció todavía más los ánimos de los amotinados, que se lanzaron contra la guardia real, la desbordaron y corrieron hacia la entrada del palacio. Gritaban muerte a Godoy y clamaban por la entronización del príncipe Fernando como nuevo rey de España.

Un jinete llegó a todo galope a la casa de Godoy en Aranjuez procedente del palacio real. Comenzaba a anochecer y Faria había apostado a su compañía de guardias de corps para proteger el palacio de Buenavista de un previsible asalto de los amotinados, en espera de las noticias que llegaban de Madrid. En el cuerpo de guardia se había servido una cena a base de caldo, carne guisada, bizcochos empapados en vino y chocolate muy líquido, casi aguado.

El jinete traía las últimas novedades de palacio.

—¿Qué ha ocurrido? —le demandó Godoy, que aguardaba expectante en su despacho, junto a Faria, nuevas noticias.

—Ha estallado un gran motín en la plaza de San Antonio. La gente ocupa las calles, grita, son millares… —el jinete tomó aire—. Han irrumpido en palacio sin que nadie les opusiera resistencia y han llegado hasta don Carlos; le han amenazado con terribles desgracias. Piden su abdicación y el cese de todo el gobierno. Creo que hay agentes del príncipe Fernando infiltrados entre la multitud, a la que excitan, arengan y dirigen.

—¿Y el rey, qué ha dicho el rey? —le demandó Godoy.

—Les ha pedido que os dejen marchar en paz, excelencia, pero ante la insistencia de la multitud en que os depusiera, don Carlos ha dudado. Creo que nunca imaginó que pudiera ocurrir algo semejante: la muchedumbre corriendo por las salas de palacio gritando vivas al príncipe y mueras a… a vuestra excelencia, don Manuel, y a Napoleón. La guardia real se muestra impotente para frenar la revuelta, aunque tampoco hace nada para evitarla.

—¿De qué lado está la guardia real? —preguntó ansioso Godoy.

—Está de parte del príncipe don Fernando.

—¿Y el resto del ejército? —inquirió Faria.

—Los pocos soldados con los que he podido hablar creo que también. Don Fernando sigue prometiendo a los oficiales que le sean fieles que los mantendrá en su empleo y que no habrá represalias contra ellos.

—Estoy perdido —sollozó Godoy, que comenzaba a derrumbarse.

»¿Pero qué mal he hecho yo a este populacho que ahora se levanta contra mí? Me encontré un país sumido en la miseria, con las calles atestadas de vagos y mendigos, y me he esforzado por mejorar nuestra industria y nuestra agricultura, nuestra ciencia y nuestra economía. He fundado hospitales para los enfermos, hospicios para los hijos de los pobres y para los huérfanos, he puesto bajo mi mecenazgo las ciencias, las letras y las artes. Desagradecido, este pueblo es desagradecido y envidioso y no consiente que nadie triunfe con su único esfuerzo.

—Excelencia, estamos a tiempo de reaccionar. Iré a Madrid al cuartel de la guardia de corps y regresaré con todos los efectivos. Somos la mejor unidad del ejército, la más selecta, creo que nos bastaremos para reducir a los amotinados.

Godoy, muy desanimado, con el ánimo hundido, asintió.

Faria cogió su caballo y con seis guardias de escolta salió a todo galope hacia la capital.

Llegó a Madrid de madrugada. En la sede de los guardias de corps, la noticia del motín de Aranjuez ya se conocía. Varios oficiales se habían declarado fieles a don Femando, y el brigadier jefe se había sumado a ellos.

—Brigadier —le dijo Faria, que nada sabía de su cambio de lealtad—, necesitamos a todos los efectivos posibles para la defensa del gobierno en Aranjuez…

—Entregue el sable, teniente coronel —le replicó tajante.

—¿Cómo dice, señor?

—Que me entregue el sable. Don Carlos va a abdicar en su hijo don Fernando. Godoy será destituido, ya no lo reconocemos como jefe de gobierno.

—Pero… el rey, yo…

—Don Fernando ha prometido que mantendrá en su puesto a los oficiales que le presten juramento de fidelidad. Usted puede hacerlo ante mí, basta con que firme una cédula en la que lo acepte como legítimo rey. Yo ya lo he hecho y todos los oficiales de la guardia de corps también, salvo los que siguen en Aranjuez; pero los conozco bien y no creo que se niegue ninguno de ellos.

—Yo juré lealtad a su excelencia don Manuel.

—Usted, teniente coronel, juró lealtad a su país y a su rey. Don Fernando será el rey legítimo, el heredero a la corona a la que accederá por la abdicación de su padre. Entrégueme el sable o jure lealtad al príncipe de Asturias como futuro rey.

Faria bajó los brazos, inspiró hondo y le dijo al brigadier:

—Firmaré.

Y lo hizo. Francisco de Faria, conde de Castuera y teniente coronel de la guardia de corps, firmó guardar fidelidad a don Fernando, como rey de España y de las Indias occidentales.

—Y ahora vaya a descansar; en cuanto lo haga volverá a Aranjuez. Es deseo de don Fernando que la vida de Godoy sea respetada.

Faria tenía el cuerpo molido de tanto cabalgar y los músculos de la espalda y de las piernas le dolían espantosamente. Cuando atravesó Madrid camino de su casa, la habitual barahúnda de vendedores ambulantes, aguadores, cigarreras de la Real Fábrica de Tabacos, carboneros, buhoneros y mercachifles que cualquier día atestaban las calles de la villa parecía haberse esfumado y en su lugar contempló a varios grupos de hombres que se arremolinaban conjurados en algunas esquinas y en las plazas.

2

La noticia del motín que había estallado en Aranjuez y la orden de destitución de Godoy como jefe del gobierno, acusado de ser el culpable de todos los males de España, ya se conocía por toda la capital, y el alborozo era general entre la gente. En las calles no había desórdenes, sino mucha alegría, con grupos de personas que comentaban los sucesos y reían, aplaudían y cantaban coplas de alabanza a don Fernando y de escarnio para Godoy «el Choricero».

Faria regresó a Aranjuez y se dirigió a casa de Godoy. La compañía de la guardia de corps que había dejado el día anterior protegiéndola había desaparecido, sólo quedaban media docena de soldados vestidos con casacas azules al mando de un sargento.

—¿Qué ha ocurrido aquí, sargento?, ¿dónde está el resto de la guardia? —le preguntó.

—Se ha marchado, teniente coronel. Lo ordenó un brigadier en nombre de su alteza el príncipe don Fernando.

—¿Y su excelencia don Manuel Godoy?

—No lo sé, señor; a mí me han ordenado que deje marchar a los criados, pero que no permita entrar ni salir a nadie más.

—Pues yo voy a entrar, sargento —dijo Faria.

—Tengo órdenes de un brigadier, teniente coronel.

—¿Y qué va a hacer, dispararme?

—Sólo si no me deja otra salida, señor.

Faria sacó su sable con extrema rapidez y colocó la punta en el cuello del sargento.

—Voy a entrar y usted no sabe nada de esto, ¿de acuerdo?

—Sí, de acuerdo, teniente coronel, a sus órdenes.

—Bien.

Faria envainó su sable y subió corriendo los peldaños de la escalera principal del gran caserón. Las salas, casi siempre abarrotadas de criados, secretarios o amigos de Godoy, estaban desiertas y silenciosas. Faria gritó preguntando si había alguien, pero sólo oyó el eco de sus palabras. Recorrió los salones, el despacho de Godoy, el gabinete, la biblioteca… pero todo estaba vado. Finalmente, regresó a la puerta.

—No hay nadie, sargento; la casa está vacía. Usted me ha dicho que su excelencia no había salido.

—Mientras yo he estado aquí, no, señor, sólo lo han hecho los criados.

Faria supuso que Godoy se habría escabullido camuflado entre sus sirvientes, tal vez al comprobar que la guardia de corps había mudado su lealtad.

Desorientado, Faria se dirigió hacia el palacio real, y en el camino se cruzó con numerosos grupos de gente que gritaban de alegría alborozados por la noticia de la caída de Godoy y de la abdicación de Carlos IV en favor de su hijo Fernando VII el Deseado. Se acercó hasta el cuartel de la guardia de corps en Aranjuez y ordenó que le prepararan algo de comer; luego se tumbó un rato. Estaba agotado y el sueño le sobrevino de inmediato.

Sobre las siete de la tarde el sargento mayor Morales lo despertó. Le dijo alarmado que centenares de personas corrían por las calles hacia la casa de Godoy. El conde de Castuera se vistió de nuevo con su uniforme de teniente coronel y salió a la calle. Una gran multitud marchaba como desfilando y cantando coplas, a la vez que agitaba al aire palos, horcas y cuchillos.

Corriendo atropelladamente entre la multitud llegó a la casa de Godoy, delante de cuyas puertas se había congregado una ingente muchedumbre. La guardia del caserón estaba formada por media docena de soldados que se agitaban inquietos ante los amotinados.

Faria llegó hasta la puerta. Los soldados se cuadraron y le preguntaron qué debían hacer.

—Váyanse todos a su acuartelamiento.

—Señor —dijo uno de los soldados—, nos ordenaron que permaneciéramos aquí para proteger a don Manuel Godoy.

—¿Cuánto tiempo hace que están aquí?

—Relevamos a la guardia anterior hace unas tres horas.

—¿Y ha entrado alguien durante este tiempo en este edificio?

—No, señor.

—En ese caso, sigue vacío. Vamos, váyanse antes de que esa gente los arrolle.

Frente a la casa de Godoy la algarada era tremenda. La muchedumbre, al ver que los soldados se retiraban, comenzó a acercarse a la puerta. Tras ciertos instantes de vacilación y desconcierto, los más exaltados la empujaron y entraron como una tromba.

Faria se colocó frente a la casa y pudo ver cómo los amotinados arrojaban por las ventanas todos los objetos que adornaban los ricos salones. Los que se habían quedado fuera porque no había espacio suficiente para que entrara tan gran multitud recogieron los muebles y objetos que caían desde las ventanas, los amontonaron en una gran pira y les prendieron fuego.

La muchedumbre estaba encolerizada porque no había logrado encontrar a Godoy; y suerte tuvo el príncipe de la Paz de que no lo hiciera, pues aquella noche nadie hubiera podido impedir que el hasta entonces todopoderoso jefe de gobierno fuese linchado allí mismo.

Como un reguero de pólvora encendido, el saqueo y la destrucción se extendieron por todo Aranjuez. Algunos grupos se dirigieron a las casas y palacios de varios miembros del gobierno, parientes y allegados de Godoy y también los saquearon. Por todo el Real Sitio se oían gritos de «¡Muera el Choricero!» entre algunos tímidos vivas a Carlos IV y grandes vítores a Fernando VII el Deseado.

Faria regresó a su acuartelamiento con cierto temor, pues él había sido uno de los más directos colaboradores de Godoy y tal vez alguno de los amotinados hubiera tenido la ocurrencia de ir contra él. Se confortó al comprobar que nadie lo buscaba, y al reparar en que durante el motín no había intervenido ni una sola unidad del ejército, ni de los guardias de corps, ni siquiera de la guardia real, el teniente coronel comprendió que el ejército había dejado hacer a la muchedumbre consintiendo semejantes desmanes, que el populacho había sido manipulado por los agentes del príncipe don Femando y que los habitantes de Aranjuez habían sido utilizados como arietes contra Godoy y contra todo lo que éste significaba. Durante el motín habían estado más protegidas las fábricas y telares que las viviendas de los ministros del Consejo, sospechosamente desatendidas y sin el menor atisbo de defensa.

La madrugada del veinte de marzo, en el palacio real de Aranjuez, Carlos IV renunció al trono y abdicó como rey de España, transmitiendo la corona a su hijo Fernando. Pocas horas después, al tiempo de amanecer, la noticia corría como un torrente desbocado por las calles de Madrid.

Madrid amaneció con la resaca del motín de la noche anterior, que como sucediera en Aranjuez se había cebado en las casas y palacios de los parientes de Godoy, todavía viva en los rescoldos de las hogueras en las que habían ardido los muebles de la casa de Godoy y de algunos de sus ministros y secretarios. El príncipe de la Paz había sido buscado por todas partes, pero seguía sin aparecer. Algunos aseguraban que lo habían visto huir de Aranjuez aprovechando la oscuridad de la noche, otros suponían que se había refugiado en casa de algún amigo o que estaba oculto en secretos pasadizos de algún palacio, e incluso se decía que se había ocultado entre las tropas francesas ubicadas al norte de la ciudad de Madrid.

—¡Nuevo rey, don Fernando es nuestro nuevo rey! —exclamaban apasionados y eufóricos decenas de madrileños, que corrían por las calles gritando vivas a don Fernando VII el Deseado.

Por calles y plazas, cuadrillas de hombres ridículamente vestidos con las ropas del saqueo del día anterior, envueltos con cortinajes a modo de capas y ricas estolas cual turbantes moriscos, tocados con sombreros cargados de plumas y escarapelas, la mayoría con resaca y muchos todavía borrachos, coreaban las consignas de vivas al rey Fernando que los agentes del Deseado se encargaban de agitar con gran eficacia. En algunas plazas se organizaron bailes y desfiles de personas disfrazadas con turbantes, como si se celebrara la fiesta de la mojiganga, y se lanzaron bombas y fuegos de artificio.

Un grupo de exaltados, ebrios de vino y aguardiente, allanaron la iglesia de San Juan de Dios en la plaza de Antón Martín, donde sabían que se guardaba un retrato de Godoy, que sacaron a la calle y pasearon en alzas lanzándole todo tipo de insultos y rompiéndolo a pedradas y cuchilladas.

La guardia real, los guardias de corps y el resto de regimientos de Madrid recibieron órdenes de no intervenir salvo que la muchedumbre intentara asaltar el palacio real y los Reales Sitios y fábricas; hubo una especial protección para la de porcelana del Buen Retiro, donde se elaboraban excelentes piezas gracias al empleo de una fórmula secreta en la mezcla de la pasta de arcilla, pero que se mantuvieran al margen si los edificios asaltados eran las residencias de los miembros del gobierno de Godoy.

Faria no sabía dónde podía estar su pariente, pero si nadie lo había visto salir de su casa de Aranjuez y nadie lo había encontrado dentro, tal vez todavía estuviera escondido en alguna estancia secreta que los asaltantes no habían podido descubrir. En el cuartel de la guardia formó una escolta de cuatro soldados y salió hacia la casa de Godoy.

Cuando entró en ella pudo ver los destrozos causados la noche anterior por la turbamulta enfurecida. No quedaba un solo mueble entero, las cortinas y tapices habían sido arrancados de cuajo, la mayoría de las lámparas rotas a bastonazos, algunos cuadros estaban rasgados con cuchillos, otros habían desaparecido y un retrato pintado por Goya del rey Carlos IV tocando un violín estaba desgarrado en dos pedazos y clavado en k baranda de la escalera principal. A otra escala de destrucción, por supuesto, pero aquello le recordó a Faria la batalla de Trafalgar.

Varios hombres armados aparecieron de pronto por uno de los pasillos; los dos grupos se pusieron en prevención y estuvieron a punto de dispararse.

—¿Quiénes sois? —les preguntó Faria.

—Soldados del rey, miembros de la guardia real. ¿Y vosotros?

—Guardias de corps.

Por un instante la situación fue muy tensa, algunos de los guardias de corps se habían echado el fusil al hombro y apuntaban a los guardias reales al otro lado del pasillo, quienes habían hecho lo mismo, aguardando tan sólo la orden de disparar.

—¿Quién manda ese destacamento? —volvió a preguntar Faria, que se había parapetado en un umbral del pasillo.

—El teniente Márquez, del regimiento de Saboya, cotí destino en la guardia real.

Entre la penumbra y la luz que se colaba por los balcones entreabiertos, Faria distinguió los uniformes de los guardias reales.

—¡Bajad las armas! —ordenó el conde de Castuera a sus hombres—. Teniente, soy el teniente coronel Francisco de Faria de la guardia de corps, ordene a sus hombres que bajen sus fusiles.

El teniente obedeció a Faria.

—¿Qué hacen ustedes aquí? —les demandó Faria, acercándose a través del pasillo.

—Hemos cogido preso al Choricero.

—¿Es eso cierto? —demandó Faria.

—Traedlo —ordenó a sus hombres el teniente.

Al final del pasillo, en un recodo, aparecieron dos soldados que sostenían sujeto por los brazos al príncipe de la Paz.

—¿Dónde lo han apresado?

—Estaba oculto en una buhardilla, bajo el tejado de esta casona, enrollado dentro de una alfombra detrás de unas esteras. Tenemos orden del rey Fernando de revisar palmo a palmo este edificio y uno de mis hombres ha dado con él. Lo ha encontrado cuando salía de su escondite, tal vez en busca de agua y comida.

Faria se acercó a Godoy. El hasta hada dos días hombre más poderoso de España estaba sucio y desaliñado, con cara de hambre, sed y frío. Tenía los ojos apagados, habían perdido el brillo que tanto seducía a las mujeres, y su mirada vagaba errática de un sitio a otro.

—¿Está bien, excelencia? —le preguntó Faria.

—¿Eres tú, Francisco?, ¿has venido a rescatarme?

—Tenemos que irnos, teniente coronel —intervino el teniente.

—¿Adónde lo lleva?

—Ala prisión. Pero no se preocupe, señor, tenemos órdenes de los reyes de proteger la vida de don Manuel. Don Carlos se lo ha pedido expresamente a don Femando.

—¿Me vas a rescatar, Francisco, me vas a rescatar? —siguió preguntando en vano un desconcertado Godoy al alejarse entre los guardias reales.

Al salir a la calle, un grupo de personas que se mantenía expectante cerca de la residencia identificó a Godoy y se acercó hasta él, increpándolo y pinchándole con agujas y golpeándole piernas y brazos con palos. Los escasos guardias reales que lo acompañaban no podían contener a tanta gente y estaban siendo desbordados. Godoy estaba a punto ser linchado en plena calle cuando apareció una compañía de guardias de corps. La mandaba un capitán y tenía órdenes directas de don Fernando VII de proteger la vida de Godoy y de conducirlo sano y salvo a prisión. Los revoltosos no estaban dispuestos a soltar a su presa pero no tuvieron más remedio que hacerlo cuando apareció Faria con sus cuatro soldados y al frente de los guardias de corps ordenó que prepararan sus fusiles. El capitán, al ver la contundente resolución de su teniente coronel, ordenó a los guardias que estuvieran listos para disparar si fuera necesario. A la vista de los cañones de los fusiles apuntando a sus rostros, los revoltosos soltaron a Godoy de muy mala gana y se dispersaron entre juramentos y maldiciones.

Con mucho tino, una vez lograda la destitución y detención de Godoy, la abdicación de Carlos IV, quien apareció en el balcón principal del palacio de Aranjuez para anunciar su renuncia al trono, y el reconocimiento de Fernando VII como nuevo rey, los agentes de don Fernando comenzaron a tranquilizar a la multitud y poco a poco, a lo largo de la tarde, la situación en Aranjuez y en Madrid se fue aplacando.

Una sensación de calma y tensa espera se apoderó de las calles de ambas ciudades.

3

Fernando VII, proclamado rey tras la abdicación de Carlos IV, realizó numerosos cambios en el gobierno, pero mantuvo en algunos puestos a miembros del anterior, incluso a parientes de Godoy, como el ministro Ceballos, a quien ratificó en su puesto de secretario de Estado. El duque del Infantado, de regreso del exilio, fue nombrado coronel de la guardia real y presidente del Consejo de Castilla, y el clérigo Escoiquiz, que había sido confinado por orden de Godoy en el monasterio de Tardón, fue llamado a la corte en Aranjuez. Algunos intelectuales que habían sido perseguidos y encarcelados, como Jovellanos, alcanzaron la libertad. Godoy fue encarcelado en el castillo de Villaviciosa y todos sus bienes fueron confiscados.

Faria se trasladó a Madrid con las dos compañías de guardias de corps y le confesó a Moratín que se temía lo peor. Durante dos días apenas se atrevió a salir de su casa, esperando el momento en que una escuadra de guardias fuera a buscarlo para llevarlo preso, pero logró conservar su libertad y su posición merced al juramento de acatamiento al nuevo rey que había firmado ante el brigadier de la guardia de corps. Faria recibió un despacho urgente: el brigadier le ordenaba que se presentara de inmediato en su puesto y se pusiera al frente de su regimiento. Faria supuso que se trataba de una trampa; sin embargo, no podía hacer otra cosa. Se dirigió al cuartel resignado a ser apresado de inmediato, pero su sorpresa fue enorme cuando comprobó que no había prevista ninguna represalia contra él y que don Fernando había cumplido su palabra de mantener en su empleo a quienes se pusieran de su lado.

En los primeros días las disposiciones que fue dictando y proclamando Fernando VII fueron bastante proclives a las posiciones liberales, pero en cuanto llegó a Aranjuez el clérigo Escoiquiz, a quien se le impuso la gran cruz de Carlos III y se le otorgó un puesto en el Consejo de Estado, las cosas cambiaron por completo.

Escoiquiz y el duque del Infantado mantenían a Fernando VII prácticamente secuestrado, apenas le permitían salir del palacio real de Aranjuez, le filtraban y censuraban la información y seleccionaban con sumo cuidado todas las visitas del nuevo rey. Escoiquiz era un canónigo intrigante, astuto como pocos, servil para con Fernando VII y falto por completo de escrúpulos.

En tanto todo esto sucedía en Aranjuez y los recién nombrados consejeros de Fernando VII debatían sobre qué hacer con respecto a los sesenta mil soldados franceses acampados a las afueras de Madrid, el mariscal Murat, que había aguardado paciente el desenlace del motín, dio orden a sus divisiones de entrar en Madrid un día antes de que lo hiciera el propio rey Fernando. El ejército de Napoleón entró en la capital de la corte haciendo alarde, en un impresionante desfile, de poder y fuerza. Escuadrones de caballería de húsares y lanceros cubiertos con chacos y morriones, regimientos de artillería con pesados cañones de campaña sobre arzones tirados por reatas de mulas, compañías de fieros mamelucos armados con alfanjes curvos, tocados con turbantes y vestidos con uniformes morunos desfilaron orgullosos y desafiantes por las calles de Madrid el día veintitrés de marzo. Fernando VII había dejado su suerte en las manos de Napoleón.

Faria recibió orden de preparar a un batallón de guardias de corps para escoltar a Fernando VII, cuya entrada en Madrid se estaba preparando para el día veinticuatro. Los agentes del nuevo rey, alentados por Escoiquiz, incitaban a la población a que acudiera en masa a recibir al nuevo rey, a quien seguían llamando el Deseado.

Teresa de Prada yacía desmadejada y lasciva sobre la cama. Contemplaba a Francisco de Faria mientras se vestía con su uniforme de gala de teniente coronel para recibir a Fernando VII en su entrada triunfal en Madrid.

—¿Tienes que irte tan pronto? —le preguntó, mimosa, abriendo sus piernas desnudas y mostrando su sexo rosado y casi lampiño.

—Sí. Debo estar al frente de mi regimiento dentro de una hora. Hoy llega a Madrid el rey don Fernando y tenemos orden de protegerlo.

—Para eso están los soldados franceses —ironizó Teresa.

—Ayer entró el mariscal Murat al frente del ejército francés; lo ha hecho antes que el propio don Fernando, pero los franceses están al margen de esto.

—¿Al margen?, pero si han ocupado todos los cuarteles de la ciudad.

—Espero que sea por poco tiempo.

—Nunca se irán —afirmó rotunda Teresa.

—¿Eso crees?

—Conocí a Napoleón en París. Es el ser más ambicioso que puedas imaginar; cuando captura una presa no la suelta jamás. Te lo digo por experiencia propia.

—¿A qué te refieres? —se sorprendió Faria.

—Me has entendido bien.

—No, no te entiendo. ¿Te has acostado con él?

—Como amante no es gran cosa, pero quiere todo para él. Está convencido de que su misión en la historia es lograr que Francia se convierta en el mayor imperio que el mundo haya conocido; se cree una especie de nuevo Alejandro de Grecia o César de Roma reencarnado, pero es como un lobo de cacería; una vez clavadas sus fauces sobre el cuello de una presa, no la soltará hasta que ésta se rinda… o muera.

Faria se calzó las botas y se acercó a la cama; besó a Teresa y ésta le mordisqueó el labio con fruición.

—Parece que tienes hambre —ironizó Faria—, diré a los criados que te traigan algo de comer.

El conde de Castuera se colocó el gorro y salió de su casa camino del cuartel.

Cuando llegó, tres compañías de guardias de corps se estaban formando, con sus oficiales al frente, esperando a que el brigadier pasara revista.

—El rey entrará por la puerta de Atocha, ordene a sus oficiales que tengan controladas las calles adyacentes, que mantengan los ojos bien abiertos y que vigilen cualquier indicio de tumulto por parte de la población. El rey viene desde Aranjuez en una carroza, pero poco antes de entrar en Madrid montará a lomos de un caballo blanco.

Faria se sorprendió al ver la enorme cantidad de gente que se había arremolinado en torno a la puerta de Atocha y al camino de Vallecas; allí había agolpados desde poco después del amanecer varios miles de madrileños que aguardaban pacientes a su nuevo rey. Faria ordenó a sus hombres que desenvainaran sus espadas y obligaran a retroceder a la gente hasta abrir un pasillo de al menos ocho pasos de ancho por di cual pudiera entrar Fernando VII en Madrid. Los guardias de corps, a lomos de sus caballos de altas grupas, fueron empujando al gentío, amenazándolo con sus sables de caballería para que se echaran hacia atrás y dejaran paso libre.

—¡Atrás, atrás!, abran paso —gritaba Faria dirigiendo a las tres compañías que tenía a su mando.

Varios jinetes se presentaron a todo galope ante la puerta de Atocha.

—¿Quién manda estas tropas? —demandó uno de ellos.

—Yo las mando.

El jinete que había preguntado, un capitán de la guardia real, se cuadró a la vista de los entorchados de teniente coronel de Faria.

—Teniente coronel, el rey está a media hora de aquí; me envía mi general para que compruebe que está todo bajo control.

—Ya lo ve usted mismo capitán. Doscientos guardias de corps, trescientos guardias reales y medio millar de soldados garantizan la seguridad del rey. Un muro de caballos, soldados y espadas lo protegerá desde que entre por esta puerta hasta que llegue al palacio real.

El capitán dio el visto bueno y regresó con su destacamento para cubrir los últimos pasos de Fernando VIL Las autoridades de Madrid, con el corregidor al frente, acababan de llegar a la puerta de Atocha y fueron formando a los lados del pasillo que habían | abierto los guardias a caballo.

Tras casi una hora de espera, la comitiva real apareció en el recodo del camino de Vallecas. La encabezaba Fernando VII el Deseado y estaba formada por dos centenares de soldados de la guardia real, unas decenas de lacayos y criados y varios consejeros y secretarios.

Sobre un caballo blanco de largas crines y rizada cola, Fernando VII llegó a Madrid a media mañana. Vestía casaca y gorro azules con ribetes dorados. La puerta de Atocha y el paseo del Prado se habían engalanado con guirnaldas de yedra, cartones pintados y ramos de flores.

En cuanto vieron aparecer al joven rey, los madrileños comenzaron a agitar los pañuelos y los sombreros, gritando vivas a don Fernando y aullando como auténticos enloquecidos, como si aquel personaje lejano y frío encarnara todos los remedios de los males patrios; algunos incluso lloraban de emoción y rezaban al cielo dándole gracias por haberles permitido presenciar la llegada del nuevo rey. Estaban tan contentos y mostraban tal regocijo que cualquier espectador ajeno a lo que estaba sucediendo hubiera creído que estaba presenciando la entrada de un rey mago cargado de espléndidos regalos para todos.

Los jinetes de la guardia se afanaban por mantener a punta de sable a los madrileños a una distancia prudencial del rey, y formaban un cordón protector a su alrededor para evitar que la enfervorecida multitud se acercara demasiado y llegara a poner en peligro la integridad del monarca.

Faria no comprendía a aquellas gentes. Sabía por su entrevista con don Fernando y por los informes que de él había recogido que era un hombre ambicioso y calculador, que poseía algunas cualidades, pero que sus defectos eran tantos y tan graves que no reunía la menor condición para ser un buen rey; claro que si su padre lo había sido, hasta el mayor imbécil del reino podía ejercer como monarca de España sin la menor dificultad. Pero don Fernando unía a su falta de lealtad, a su soberbia y a su ambición una cobardía extrema, una endeblez moral considerable y una absoluta falta de escrúpulos. Carecía de las mínimas virtudes que debían acompañar a un buen monarca y poseía todos los vicios de un hombre mezquino y ruin. En su afán por convertirse en rey cuanto antes, no había dudado en traicionar a su padre, en conspirar contra la corona y en calumniar y difamar a su propia madre la reina; era uno de esos tipos taimados y amorales que venderían su alma al mismísimo demonio con tal de lograr los objetivos que se proponen.

«Y a este cretino llaman “el Deseado”», pensó Faria mientras tiraba de las riendas de su caballo y se abría paso entre una multitud que seguía gritando y clamando vítores a su rey.

Seis horas, nada menos que seis horas tardó la comitiva real en cubrir los apenas dos kilómetros, milla y media o poco más de dos mil varas castellanas en las viejas medidas, desde la puerta de Atocha por la calle de Atocha, la plaza Mayor y la calle de San Juan hasta el palacio real. Nadie lo dijo, pero quienes presenciaron las dos entradas en apenas veinticuatro horas pudieron cotejarlas y deducir que la de don Fernando había sido poco más que un desfile de niños fámulos de un colegio de las Escuelas Pías, comparado con el enorme despliegue de poderío del ejército francés.

La noticia de la abdicación de Carlos IV en la persona de su hijo se conoció en París el veintisiete de marzo. Napoleón, al conocer la situación en España, se frotó las manos. Ese mismo día estalló en Madrid la primera gran trifulca entre franceses y españoles. Fue en la plaza de la Cebada; un soldado francés se mofó del rey Fernando en una taberna, y varios madrileños se lanzaron a por él. Soldados franceses y civiles madrileños se enzarzaron en una pelea que sólo la intervención de una compañía de la guardia de corps y varias escuadras de la policía militar francesa pudieron sofocar.

En Madrid, con Fernando VII recluido en el palacio real, corrían todo tipo de rumores. Se decía que los franceses no habían mostrado acatamiento al nuevo rey y que cuando se cruzaban con él o lo visitaban no le mostraban ningún respeto. En las tabernas se comentaba con rabia el hecho de que el rey hubiera entregado a los franceses la espada de Francisco I de Francia, que se conservaba en la Real Armería desde que el emperador Carlos la ganara en 1525 en la batalla de Pavía.

En cambio, algunas medidas del nuevo gobierno fueron acogidas con alegría, como el que se restableciera de nuevo la celebración de las corridas de toros, que se abonaran a los funcionarios y militares el salario atrasado de los últimos seis meses y que en pasquines y carteles el rey anunciara que en los próximos meses se iniciaría la construcción de grandes obras públicas que darían trabajo a los numerosos desempleados que vivían de los escasos ahorros, de las dádivas de los parientes o de la caridad.

El joven rey, todavía viudo desde la muerte de la princesa María Antonia, envió una carta a Napoleón en la que le solicitaba la mano de alguna princesa de la familia imperial para desposarse con ella y convertirla en reina de España.

Faria, que pasaba los días vegetando en el cuartel de la guardia de corps, atento tan sólo a evitar que estallaran reyertas entre los soldados franceses y los civiles madrileños, apenas podía soportar el sometimiento del gobierno español a la voluntad de Napoleón. En una ocasión había tenido ganas de lanzarse sobre el mismísimo Murat. El mariscal jefe de las tropas francesas se paseaba por Madrid con una ostentación ofensiva para los españoles, vestido con un excéntrico uniforme tan repleto de adornos que parecía la encarnación humana de un pavo real. Ante semejante cantidad de agravios, Faria lamentó no tener como aliados a los ingleses, que, aunque eran igual de avarientos que los franceses, al menos no se emperifollaban como los ufanos gabachos.

En los cuarteles y los monasterios donde se instalaron los soldados franceses se desplegó enseguida toda la parafernalia que acompañaba al ejército imperial. Enormes cuadros de Napoleón colgaban en los cuartos de banderas, carteles con proclamas sobre la grandeza del emperador y de su ejército empapelaban paredes y muros, enormes banderas tricolores ondeaban sobre tejados y azoteas. A la vista de los cuadros que mostraban a Napoleón en pie, con la mirada orgullosa y el rostro sereno, con la mano dentro del chaleco, los madrileños comentaban jocosos que esa pose suya tan característica era debido a que le dolía tanto el hígado que ni ante los retratistas podía evitarla.

Abril cubrió el paseo del Prado de flores. Francisco de Faria paseaba con Moratín por el Prado, donde los oficiales franceses eran tan abundantes que no era posible dar dos pasos sin toparse con un grupo de ellos.

—Mírelos, han ocupado nuestro país sin que nadie haya movido un dedo. Y yo me veo obligado a reprimir a los madrileños cuando se produce alguna algarada por causa de la arrogancia insultante de esos gabachos —le comentó Francisco a Moratín.

—Nunca se irán; consideran España como una finca de su propiedad y están ejerciendo los derechos que creen tener sobre ella.

—El rey Fernando desea entrevistarse con Napoleón; corre el rumor de que el emperador está ya en España o que al menos ha salido de París hacia la frontera.

—Todo esto es indigno, el rey está aguardando a que Bonaparte lo reconozca como tal; ¡si el emperador don Carlos levantara la cabeza! Un emperador francés es quien decide ahora quién es el rey de España. Difícilmente puede caer un país más bajo.

—¿Qué estará pasando por la cabeza de Bonaparte? —se preguntó Faria.

—Mis amigos franceses dicen que Napoleón no puede permitir que España caiga en manos de Inglaterra, y por eso está planeando nombrar a uno de sus hermanos, tal vez a Luis, como nuevo rey de España, pero hay quien asegura que el mariscal Murat desea ser coronado como rey de nuestro país. Algunos mariscales creen que el modelo político europeo debería ser cercano al del imperio de Alejandro Magno; para ellos, Napoleón es el nuevo Alejandro, en tanto sus mariscales serían los generales del macedonio. Son ellos los que lo han acompañado en sus triunfos por toda Europa, creen que es justo reclamar una buena compensación por ello.

—¿Conoce usted a Murat, don Leandro?

—Me lo presentaron hace un par de días. Es un personaje que parece sacado de una de esas obras de teatro que tanto aborrezco. Basta mirar sus ojos altivos y crueles o su cabello rizado y largo, como si fuera una peluca del siglo pasado, sus rasgos orgullosos, su mentón redondeado y sus labios sensuales para entrever que se trata de un hombre enormemente ambicioso y carente de escrúpulos.

—¿Y qué pasará con Carlos IV y con Fernando VII? La gente no admitirá que Bonaparte acabe con la dinastía de los Borbones para colocar a un francés en el trono del palacio de Oriente.

—Olvida usted, Faria, que los Borbones proceden de Francia. Se trata de cambiar una dinastía por otra y eso ya ha ocurrido varias veces en la historia de este país. Hace apenas cien años que llegaron los Borbones desde el extranjero y fueron de inmediato asimilados por los españoles como sus monarcas, ¿por qué no va a suceder lo mismo con los Bonaparte? —reflexionó en voz alta Moratín.

4

Murat, a quien Napoleón había ordenado que repusiera a Carlos IV en El Escorial, escribió una carta a su emperador en la que le señalaba que sólo él podía hacerse cargo del gobierno de España. Le comunicaba que las relaciones entre los dos reyes, padre e hijo, eran muy tensas y que Carlos IV y su esposa María Luisa le estaban suplicando que salvara la vida de Godoy. Murat descalificaba a Fernando VII como rey, y todas sus intenciones iban dirigidas a lograr que el emperador depusiera a los Borbones y lo nombrara rey de España.

Aquellos primeros días de abril todos parecían haberse vuelto locos. Murat esperaba ansioso una respuesta de Napoleón y ya se veía coronado como nuevo rey; Carlos IV, crecido porque Murat no reconocía como rey a Femando VII, denunció que su abdicación había sido hecha bajo presión y que por tanto no era válida, por lo que reclamaba de nuevo sus derechos al trono, en tanto Femando VII reaccionó escribiendo a Napoleón para que lo recibiera y lo ratificara como monarca legítimo. Dos comisiones de españoles y un enviado de Murat viajaron a Francia con las peticiones de los tres aspirantes para que Napoleón hiciera rey a uno de ellos.

Napoleón ya había decidido en aquellos primeros días de abril entregar la corona a su hermano José, pero para dilatar un poco más la cuestión y jugar con la ambigüedad a su favor, envió al hábil general Savary a Madrid con el encargo de que comunicara a Fernando VII que el emperador iba a venir a España enseguida y que vería con muy buenos ojos que el rey de España acudiera a recibirlo a la frontera en Bayona. Murat, que no reconocía como rey a Fernando VII, no recibió ninguna información y mantuvo sus esperanzas de alcanzar el trono.

Al amanecer del día diez de abril de 1808, Fernando VII, rey de España por abdicación de su padre Carlos IV, salió de Madrid rumbo a Bayona al encuentro con Napoleón. Lo acompañaban el propio Savary y todos los miembros de su consejo privado, entre ellos el duque del Infantado, el ministro Ceballos y el clérigo Escoiquiz. Faria había sido nombrado jefe de la guardia de escolta del rey, y como pago a su cambio de lealtad fue ascendido a coronel.

Faria y Teresa de Prada habían pasado la tarde juntos; el coronel había recibido la orden de partir hacia Bayona con la escolta de Fernando VII, y apenas había tenido tiempo para llamar a su amante y despedirse de ella. Tenía la sensación de que tardaría mucho tiempo en volver a verla.

—Cuando regreses, estaré preparada para celebrar nuestra boda; lo que más deseo es que pidas mi mano a mi padre a tu vuelta.

Faria no contestó; se limitó a decirle que hablarían de ello a su regreso.

Se había levantado poco antes de amanecer y vestido con su uniforme de campaña. En el cuartel de la guardia real pasó revista a la compañía que escoltaría a la comitiva real hasta Bayona. Tan sólo había tenido dos días para preparar el viaje, que partiendo de Madrid discurriría por Burgos y Vitoria camino de Bayona. Un poco antes había salido el infante don Carlos con una comitiva para organizar el paso del rey por las distintas ciudades y aldeas del recorrido.

Faria cabalgaba por los soleados páramos del norte de Burgos camino de Vitoria. Fernando VII había ordenado forzar la marcha para llegar cuanto antes a Bayona, porque le habían llegado noticias de que Napoleón estaba ya en Burdeos. Cuando entró en Vitoria, unos espías españoles que regresaban de Francia le aconsejaron que no continuara adelante, pues se habían enterado de que Napoleón no lo quería como rey. Le aconsejaron que huyera cuanto antes, pero Escoiquiz, que estaba presente en la entrevista del rey con los espías, le aconsejó que siguiera adelante con el plan previsto, convencido de que Napoleón lo ratificaría como rey de España.

Faria cumplía con su trabajo como jefe de escolta, pero la actitud de su rey corriendo hacia Bayona al encuentro de Napoleón le avergonzaba. ¡Qué lejos de aquello quedaban sus sueños juveniles, su idea de la realeza, su infantil imagen de los reyes como caballeros nobles siempre atentos a resolver los problemas de su pueblo y a defender a sus súbditos!

Aquella noche del dieciocho de abril, en Vitoria, donde estaban acantonadas las fuerzas más numerosas del ejército francés, Fernando VII recibió la noticia de que Murat reclamaba para sí el trono de España y que el mariscal francés había llamado a Carlos IV para llegar con él a algún acuerdo.

Todo estaba muy confuso, y Femando VII, que debatía con sus consejeros qué hacer ante la llamada de Murat a Carlos IV, ordenó a Faria que avisara al general Savary.

Poco después, el enviado personal de Napoleón se presentó ante el rey de España en el palacio donde éste estaba alojado.

—Nos habéis engañado, general. Nos asegurasteis hace irnos días en Madrid que Napoleón estaba de nuestra parte y que nos apoyaría si acudíamos a recibirlo a Bayona. Y nos acaban de informar nuestros agentes que Murat está negociando con nuestro padre a nuestras espaldas.

—Perdonad, majestad, pero Murat tiene orden expresa del emperador de no hacer nada hasta que sea su majestad imperial quien decida en última instancia —dijo Savary.

—Pero me prometió usted…

—Yo os dije que sería para su majestad muy conveniente acudir a Bayona a cumplimentar al emperador y que con ello vos ganaríais muchos enteros ante él. Y creo que es lo que debéis hacer sin demora. Olvidaos de lo que os dicen que hace o deja de hacer Murat, ya sabéis cuántos conspiradores están en estos días profiriendo todo tipo de bulos sobre cualquier cosa que afecte a la corona de España, y dedicaos tan sólo a conseguir que el emperador os ratifique en vuestros derechos al trono de España. Francia necesita aliados leales y fieles, y espero que con vos al frente de vuestra nación los halle.

La situación de Fernando VII era estremecedora. El rey de España había perdido toda su dignidad y se arrastraba suplicante ante un general francés que lo trataba como si estuviera aconsejando a un niño sobre cómo compórtame en público.

—Nosotros deseamos ser fieles amigos de su majestad imperial —balbució Fernando VII.

—Si partís mañana mismo hacia Bayona por el camino de Irún, estaréis en apenas dos días en presencia del emperador. Vos, majestad, dejaos llevar, que él decidirá como siempre en justicia.

En Madrid, donde en ausencia de don Fernando gobernaba una Junta Suprema presidida por su tío el infante don Antonio (el segundo hijo de Carlos III, tan inepto e inútil como ineficaz), Carlos IV y la reina María Luisa continuaban bajo la custodia del ejército francés de Murat. Ambos reales esposos parecían estar viviendo un pesado sueño; no acababan de despertar de una especie de pesadilla que los había llevado en apenas unos días del trono a la abdicación. Sin Godoy a su lado para aconsejarlos, los monarcas no sabían qué hacer ni qué decisiones tomar, pero el que Murat no reconociera a Fernando VII como rey le dio a Carlos IV nuevas esperanzas, y ratificó que revocaba su decisión de abdicar y que se consideraba de nuevo como el rey legítimo de España, La situación de Godoy era peor; seguía en prisión bajo custodia de la guardia real fiel a Fernando VII, pero Carlos IV reclamaba insistentemente a Murat que mediara por su liberación. El mariscal francés consiguió que se suspendiera el proceso que contra el príncipe de la Paz se había incoado.

Los madrileños contemplaban avergonzados cómo el rey Fernando salía hacia Bayona para rogar a Napoleón por sus derechos y como padre e hijo, Carlos IV y Femando VII, se disputaban arteramente una corona que ninguno de los dos tenía la dignidad suficiente para merecer. Por toda la ciudad corrían rumores contradictorios; se decía que Napoleón había decidido apoyar a Carlos IV, declarar nula su abdicación y reponerlo en el trono. La ira popular excitada por el anuncio de que Godoy no sería procesado y de que había salido libre hacia Bayona, fue en aumento y estallaron algunos incidentes en Madrid, Toledo y Burgos; la tensión comenzaba a incrementarse de tal modo que en todas las ciudades de España parecía que algo estaba a punto de reventar.

Femando VII cruzó el Bidasoa poco después de amanecer el día veinte de abril. Cuando la comitiva real atravesaba el puente sobre el río que separaba a Francia de España, Francisco de Faria oyó a Escoiquiz pronunciar una serie de latinajos y decir que aquel paso era como el que dos milenios atrás diera Julio César, cuando cruzó el Rubicón camino de Roma. Faria pensó que sólo un imbécil podía hallar elementos de comparación entre esos dos acontecimientos.

Ya en Bayona, la comitiva española se dirigió al castillo de Marrac, un construcción de planta cuadrada con torreones circulares en las esquinas que había sido un fortín en tiempos pasados, pero que ahora se había convertido en un palacete con grandes ventanales que rasgaban los muros de piedra, donde un general francés anunció a Fernando VII que el emperador comería con él ese mismo día.

Durante el almuerzo, Napoleón se mostró amable con Femando VII, y aunque éste le reclamaba que lo reconociera como rey, el emperador de los franceses se mostraba reservado y cauto, diciendo que había tiempo para decidir y que él, como soberano de Francia, deseaba lo mejor para sus buenos vecinos los españoles.

Acabada la comida, Fernando VII se reunió con sus consejeros y pasaron toda la tarde debatiendo la situación. El rey de España se mostró esperanzado y no dudó en afirmar que estaba seguro de que Napoleón acabaría reconociéndolo como rey. Algunos consejeros mostraban ciertas reticencias, pues la política que el emperador de Francia había seguido hasta entonces en otros países ocupados, y España lo estaba de hecho por tropas francesas, era la de sustituir a las dinastías reinantes por miembros de la familia Bonaparte.

Durante toda la tarde hubo idas y venidas desde la residencia de Napoleón a la residencia de Fernando VII. Escoiquiz era el más activo y el encargado de llevar el peso de las negociaciones. Esa misma tarde se entrevistó en dos ocasiones con el mismo Napoleón.

Entrada ya la noche, en la delegación española estaban aguardando impacientes una decisión de Bonaparte. Eran poco más de las nueve cuando se presentó el general Savary, el astuto militar que había convencido a Fernando VII para viajar hasta Bayona.

—Buenas noches, majestad —saludó Savary inclinándose levemente ante Fernando VII.

—Me alegro de verlo, Savary. ¿Trae alguna noticia importante?

—Pues sí, majestad, sí. El emperador ya ha decidido.

Fernando VII se turbó como una damisela a la que un buhonero borracho le hubiera propuesto matrimonio.

—¿Podemos sentamos? —preguntó Savary.

—Por supuesto.

El rey de España, Savary, Escoiquiz y varios consejeros más tomaron asiento en la sala más amplia de la residencia donde se alojaban.

—¿Y bien, general? —le demandó Escoiquiz, pues | el soberano español parecía que había perdido la voz.

Savary carraspeó, puso un semblante serio y circunspecto, se estiró la casaca, se ajustó los puños y dijo:

—Su majestad imperial Napoleón Bonaparte, emperador de los franceses, me ha encargado que os transmita oficialmente que ha decidido… —Savary hizo una pausa para mirar a todos los presentes, que aguardaban expectantes sus palabras—, que ha decidido sustituir a la dinastía de Borbón al frente de los destinos de España.

—¡Pero qué dice usted! —clamó el ministro Ceballos.

—Es una decisión en firme de su majestad imperial. En los próximos días negociaremos las condiciones para la abdicación de su majestad don Fernando. Les ruego que entiendan que es la mejor decisión para los españoles.

Sin dar tiempo a ninguna réplica más, Savary salió de la sala seguido por sus acompañantes.

Esa misma noche, en Madrid, Murat consiguió la custodia del preso más valioso de España; Godoy ya estaba en manos de los franceses. Y al día siguiente decidió enviar a Bayona a Godoy, a quien acompañaban su hija Carlota y su amante Pepita Tudó, con Carlos IV y con María Luisa, a fin de consumar la decisión de Napoleón. Murat, que sabía de antemano lo que su emperador iba a hacer, creyó que su nombramiento como nuevo rey de España estaba hecho.

Durante los cuatro días siguientes a la comunicación de Savary, y mientras Carlos IV, Godoy y el resto de la segunda comitiva española se dirigían a Bayona, Napoleón se reunió varias veces con el consejero Escoiquiz y con el ministro Ceballos. En una de las conversaciones, Ceballos se opuso con energía a la abdicación de Fernando VII. Napoleón, que siempre permanecía sentado, con la mano dentro de la casaca para mitigar el dolor de su hígado, le respondió con contundencia:

—Señor ministro, no es usted el más indicado para decir eso.

—Yo defiendo a mi país, majestad —dijo Ceballos.

—Usted defiende su puesto.

—Yo soy leal a mi rey, majestad.

Napoleón se levantó, irritado, y gritó:

—¡Usted es un traidor que ha servido a padre e hijo sin otros intereses que defender su cargo de ministro! Ha estado en el gobierno con los dos reyes y le da lo mismo quién ocupe el trono, siempre que usted pueda mantenerse al frente de un ministerio. Estoy seguro de que si yo le ofreciera un puesto en el futuro gobierno de España, aceptaría encantado. Yo a eso lo llamo traición.

Durante dos días se celebraron nuevas reuniones y conversaciones, todas ellas sin éxito.

Los consejeros de Femando VII se reunieron formalmente en sesión extraordinaria el día veintitrés. A propuesta de Escoiquiz y de Ceballos, se decidió no aceptar la renuncia de Femando VII y se facultó a que fuera el duque del Infantado quien acudiera ante el emperador a transmitirle dicho acuerdo.

Napoleón respondió ofreciendo un pacto de nueve puntos mediante el cual Fernando VII debería renunciar al trono de España y de América, pero a cambio recibiría el reino de Etruria y podría seguir ostentando la dignidad real. El emperador de Francia se comprometía a mantener la independencia de España con sus colonias americanas, pero instaurando una nueva dinastía cuyo primer monarca sería uno de sus hermanos. Esta propuesta la hizo Napoleón por boca de Champagny, una de las personas de su confianza, pero no iba acompañada de ningún escrito. Aquella nueva propuesta abrió otro debate en el Consejo, pero ante las diversas posturas se acordó pedir a Napoleón que reiterara esa proposición por escrito.

Los delegados españoles esperaron en vano la respuesta de Napoleón, aunque tuvieron tiempo para eliminar al ministro Ceballos de la comisión negociadora, pues el emperador francés se irritaba profundamente tan sólo con la presencia del ministro en la mesa de negociación. Sucesivamente, el consejero Labrador, el sustituto de Ceballos, y el propio Escoiquiz hicieron sendos esfuerzos por convencer a Napoleón de que cambiara su decisión y cediera para reconocer a Femando VII como rey legítimo, pero fue en vano.

Un correo anunció a Bonaparte que Carlos IV y Godoy estaban apenas a un día de distancia de Bayona. Napoleón envió entonces un ultimátum a Escoiquiz: le dijo que estaba harto de las dilaciones que pretendían los españoles y le daba seis horas de plazo para recibir la abdicación al trono de España firmada por Fernando VII.

Napoleón también pretendía ganar tiempo; esperaba la llegada de Carlos IV, pues su plan consistía en lograr la abdicación de Fernando VII, la recuperación del trono para Carlos IV y, una vez reinstaurado su reinado, que volviera a abdicar ahora en beneficio de Napoleón. Se haría todo de forma legítima, recurriendo a la legalidad formal como la mejor manera para que cambiara de dinastía la corona de España. Para mantener la tranquilidad en España, había ordenado a Murat que se apoderara de los periódicos y se encargara de utilizar todos los medios para influir en la opinión de los españoles sobre la bondad de la presencia francesa.

5

El día treinta de abril llegaron a Bayona Godoy, Carlos IV, la reina María Luisa y el resto de la familia real. La tarde anterior Escoiquiz se había negado ante Napoleón a admitir la abdicación de Fernando VII. Entonces, el emperador buscó ganarse la voluntad de Carlos IV y le ofreció reinstaurarlo en el trono, declarando su abdicación como no válida.

En Bayona apareció Francisco Domingo Badía, el espía que cuatro años antes Godoy había enviado a Marruecos y que, disfrazado de musulmán y con el nombre ficticio de Alí Bey, hijo de un imaginado príncipe de Abasida, había recorrido el norte de África, Arabia y Siria. Nadie podía creerlo, pero el espía catalán allí estaba, como un verdadero broche a la farsa que en Bayona se estaba escenificando.

Faria se topó con Godoy en uno de los encuentros que miembros de las dos delegaciones españolas celebraron el mismo día treinta.

—Mira a quién tenemos aquí, a mi sobrino, el teniente coronel… ¡vaya!, te han ascendido a coronel —exclamó Godoy al ver los galones de su sobrino—. ¿Quién ha sido, Escoiquiz o el «príncipe» Fernando en persona? —Godoy remarcó la palabra «príncipe», al no querer calificarlo de rey—. No esperaba esto de ti, sobrino, me juraste lealtad, me debes cuanto eres. Si no hubiera sido por mí, ahora estarías muriéndote de asco en tu hacienda, si es que merced a tu filantropía te quedaba todavía algo de ella.

—Soy fiel a mi país…

—No eres más que un maldito traidor y un rufián embustero. ¿Recuerdas?, hace apenas dos meses me juraste que jamás estarías a las órdenes de un «pataco cejijunto», así llamaste a don Fernando.

—Lo que importa es mi país.

—¿Tu país? Eres un iluso, Francisco, o un hipócrita. En cualquiera de los dos supuestos, te compadezco. Bien, al menos tienes el buen gusto de portar el sable que te regalé —dijo Godoy señalando el arma que pendía del cinturón de Faria.

—¡Napoleón desea que don Carlos recupere el trono de España! —gritó alguien, interrumpiendo la tensa conversación de los dos parientes.

—¡Jamás, Femando VII no abdicará jamás! —clamó Escoiquiz con contundencia.

—Carlos IV debe recuperar su corona, su abdicación fue impuesta por un acto de fuerza y por tanto no es legítima —intervino otro consejero de Carlos IV.

Y se armó una trifulca entre partidarios de Carlos IV y seguidores de Fernando VII. Los delegados franceses, entre tanto, sonreían, pues creían estar ante el principio del fin de la dinastía Borbón en España.

—Ha logrado lo que pretendía. Napoleón lo ha conseguido. Fíjate, sobrino, en qué nos hemos convertido, en fieras: en lobos que se destrozan por quedarse con el mejor bocado —lamentó Godoy.

Faria contempló apenado los insultos que se intercambiaban los españoles y el odio con que unos y otros se increpaban.

Amaneció el primero de mayo con un viento húmedo del oeste que presagiaba lluvia sobre las costas del Cantábrico. Napoleón acababa de conversar con Escoiquiz el duque del Infantado y Ceballos, que para gracia del emperador se había reintegrado a la comisión negociadora.

—Don Carlos desea recuperar su corona —les anunció el emperador.

—Abdicó en favor de su hijo —intervino Escoiquiz.

—Usted sabe mejor que nadie que esa abdicación fue una farsa —asentó Napoleón.

—No podemos permitir… —quiso intervenir el duque del Infantado.

—Claro que pueden —le cortó tajante Napoleón—. Se trata de restañar un error, de volver a la legitimidad perdida.

—Pero su majestad imperial nos dijo que pretendía acabar con la dinastía de Borbón en España.

—Bueno, si se restaura la legitimidad tal vez no sea necesario.

—¿Estáis diciendo, señor, que con Carlos IV de nuevo al frente del reino, España seguiría…?

—Estoy diciendo que acabéis con la ilegalidad de esta situación, señor Escoiquiz, y juréis de nuevo a don Carlos IV como rey de España.

Escoiquiz se restregó los ojos, inspiró hondo, irguió el cuello y dijo:

—Debo hablar con los demás consejeros; nuestra postura es la de no admitir la renuncia de don Fernando, pero si se trata de que vuelva la corona a las sienes de don Carlos, no sé, tal vez…

—Usted es un hombre ecuánime y sereno —mintió Napoleón—, sé que intentará conseguir lo mejor para su país.

—Reuniré al Consejo de inmediato.

Esa misma tarde Escoiquiz presentó a sus colegas del Consejo Supremo la nueva oferta de Napoleón. No tardaron demasiado tiempo en ponerse de acuerdo en aceptar la oferta del emperador de Francia. Las alarmantes noticias que llegaban de España y la presión de los generales y delegados franceses sobre cada uno de los consejeros estaban siendo insoportables.

Escoiquiz dijo que reconocer a Carlos IV era la única manera de evitar una guerra civil en España, de mantener la dinastía de Borbón y de que las tropas napoleónicas no intervinieran. Ceballos comunicó que la situación en Madrid era muy tensa y un nuevo y virulento motín estaba a punto de estallar. Señaló que la renuncia al trono de Femando VII y una nueva proclamación de Carlos IV podría alterar los ánimos de tal modo que la revuelta popular fuera muy violenta.

Tras el debate, se decidió aceptar la propuesta de Napoleón, pedir a Femando VII que renunciara al trono y reconocer a Carlos IV como el legítimo rey, declarando nula de pleno derecho su abdicación. El cambio de rey, ahora en sentido contrario a lo ocurrido tras el motín de Aranjuez, se realizaría en las semanas siguientes en Madrid de manera solemne y ante los tribunales y diputados del reino.

Francisco de Faria estaba avergonzado. Nada, absolutamente nada permanecía en pie de aquellos tiempos gloriosos en que los reyes de España eran dueños y señores del mundo. Carlos IV era un anciano inútil que babeaba ante Napoleón y que renegaba de su hijo, y Fernando VII un indigno egoísta que anteponía sus intereses particulares al bien general de la nación. Todo lo que estaba ocurriendo aquellos días en Bayona no tenía nada que ver con lo que su padre le había enseñado desde niño: que la monarquía era la garantía de continuidad de la patria, que la nobleza estaba en la sangre y en el linaje y que el valor y la honradez eran patrimonio de los hombres nobles.

Cualquier rústico inculto de la aldea más recóndita de las montañas del norte de Extremadura hubiera hecho mejor papel ante Napoleón que aquellos dos reyes sumisos y entregados a la voluntad del emperador de Francia.

—¿Qué ha sido de los grandes hombres de la patria?, ¿qué ha sido de aquellos tiempos en los que el orgullo y la nobleza regían la pauta de comportamiento de los gobernantes? —le preguntaba Faria a Morales, a la vista de los lamentables espectáculos que protagonizaban Carlos IV, Fernando VII y los consejeros ante los ojos serenos y displicentes del emperador de los franceses.

El día dos de mayo Carlos IV, que ya había sido informado de la voluntad del Consejo de reconocerlo como rey, escribió un memorial en el que afirmaba que su abdicación en Aranjuez no era válida, por haber sido hecha a la fuerza, y que por tanto seguía siendo el rey legítimo por el derecho que había recibido de su padre el rey don Carlos III. Carlos IV se negó por tanto a recibir de nuevo el trono de manos de su hijo, a quien no reconocía como rey sino como usurpador, y lo rechazó como heredero al trono. Finalmente anunció la firma de un tratado con Napoleón en el cual le cedía sus derechos históricos al trono de España y de las Indias.

—¡Maldita sea! —exclamó Faria al enterarse de la decisión de Carlos IV—, se han vuelto todos locos. ¡Estúpidos cobardes! Napoleón los ha engañado como a conejos y los ha conducido como obedientes corderos al degolladero.

—¿Qué podemos hacer, coronel? —le preguntó angustiado el sargento mayor Morales.

—Somos soldados y nos debemos a nuestro rey, pero ¿a qué rey? Esta situación es una farsa. Nunca llegué a imaginarlo, pero es probable que en España triunfe una revolución y se instaure una república. Cuando el pueblo español sepa lo que ha pasado aquí, en Bayona, no admitirá ni un segundo más a ninguno de estos dos borricos coronados. Jamás he visto tamaña bajeza moral.

Con Carlos IV sometido a Napoleón, Femando VII se mantenía firme en su decisión de no renunciar al trono. Sostenía que la abdicación de su padre había sido legal y que no había marcha atrás posible. Durante dos días, Escoiquiz y Ceballos intentaron convencerlo para que renunciara, pero el que Carlos IV reconociera a Napoleón como su heredero le dio fuerzas para mantener su posición.

No obstante, las presiones de Napoleón fueron tremendas. El emperador de los franceses le prometió otros reinos y nuevas tierras, muchas riquezas y ricos señoríos a cambio de aceptar la renuncia al trono de España y la voluntad de su padre.

La noticia llegó a Bayona el día cuatro de mayo a media tarde: «En Madrid, el pueblo se ha alzado en armas; hay cientos de muertos por las calles». Los detalles eran todavía confusos. Se decía que el mariscal Murat había intentado enviar a Francia al infante don Francisco de Paula, uno de los pocos miembros de la familia real que quedaban en España, y el pueblo, enterado de ello, lo había tratado de impedir a la fuerza. A las ocho de la mañana la reina María Luisa de Etruria, hija de Carlos IV, había salido desde el palacio real de Madrid rumbo a Bayona en una calesa. La agitación se había extendido por todas las calles y un maestro cerrajero, al grito de «¡traición!», había desatado la furia de medio centenar de personas que irrumpieron en palacio y buscaron al infante, al cual mostraron desde el balcón de palacio ante el regocijo del pueblo.

El general Lagrange, uno de los ayudantes de campo de Murat, había acudido a sofocar la revuelta y estuvo a punto de ser linchado por el pueblo si no lo hubiesen defendido unos oficiales de la guardia real. Enterado de esto, Murat envió a un batallón de granaderos para dispersar a la multitud y rescatar al general a cañonazos. La noticia de que los franceses habían disparado contra los españoles en las inmediaciones de palacio se extendió deprisa por Madrid, y miles de madrileños se echaron a las calles clamando contraía ocupación francesa. El alzamiento se extendió en un par de horas por todo Madrid. Se levantaron barricadas y se colocaron piquetes junto a los cuarteles para evitar que las tropas francesas se desplegaran por las calles.

Murat, un hombre cruel y sanguinario, ordenó tomar todas las entradas y salidas de la capital y los puentes, y dio orden de que más de treinta mil hombres acantonados en las cercanías de la ciudad se pusieran en marcha hacia Madrid. Hubo sangrientos enfrentamientos en la Puerta del Sol, en el parque de Monteleón y en otras partes de la ciudad. Murieron hombres, mujeres y niños y también muchos soldados franceses que fueron atacados desde los balcones y desde las azoteas.

Con la promesa de respetar a todos los que habían participado en la revuelta y de restablecer la paz y la seguridad en Madrid, el alzamiento fue sofocado y, aunque en la noche del dos de mayo la Junta Suprema de gobierno, reunida en Madrid en sesión urgente y extraordinaria, debatió sobre la conveniencia de declarar la guerra a Francia, tras un acalorado debate se optó por no hacerlo. Evaluaron las tropas disponibles, que eran muy escasas, y al no disponer de una Armada, desmadejada tras el desastre de Trafalgar, con las tripulaciones deshechas y los barcos sin aparejar y pudriéndose en los puertos, España no podía enfrentarse a Napoleón.

Sólo el alcalde del pueblo de Móstoles, donde llegaron enseguida las noticias del levantamiento de los madrileños, declaró por su cuenta la guerra a Francia.

El sanguinario Murat, pacificados los ánimos, aprovechó la calma de esa misma noche para iniciar una represión terrible. Casa por casa, los soldados franceses capturaron a centenares de hombres que fueron fusilados en las tapias de los conventos; todo aquél que era sorprendido con un arma, aunque se tratara de una simple navaja, fue ejecutado en el acto. Murat convirtió Madrid en una auténtica carnicería.

6

Napoleón había convocado a media mañana a padre e hijo para darles una torcida e interesada versión de lo ocurrido en Madrid tres días antes. Faria acababa de desayunar y estaba preparándose para escoltar a Fernando VII hasta donde estaba citado por el emperador.

—Coronel —le avisó el sargento mayor Morales—, aquí hay una persona que desea verlo.

—¿De quién se trata? —preguntó Faria.

En ese momento, una figura conocida entró en el despacho que Faria ocupaba en uno de los edificios donde estaba hospedada la delegación española.

—¡¿Eres tú?! —preguntó sorprendido Faria, tan asombrado como si acabara de ver a un fantasma.

—Sí.

—¿Estás… estás bien? —balbució el conde de Castuera.

—Muy bien. Tu dinero me ayudó mucho, con una bolsa llena de oro el exilio es más fácil.

—¿Pero qué haces aquí, cómo has sabido…?

—Tanto tiempo en la cárcel ayuda mucho a aguzar el ingenio.

»Supe que venías con el rey, ¿es el rey don Fernando?, a Bayona, y no puede evitar volver a verte. El sargento Morales me ha…

—¿Ha sido usted, sargento?

—Señor, mi coronel, yo creí…

—Está bien, está bien, retírese ahora.

—A sus órdenes.

Morales dio un taconazo y, tras saludar al coronel Faria y a Cayetana Miranda, salió del despacho.

—Estás igual que…

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos.

—Más de dos años.

—A mí me han parecido dos siglos —dijo Cayetana.

Cayetana Miranda estaba tan bella como aquellos días de septiembre de 1805 en Cádiz.

—Dime, ¿qué has hecho? —le preguntó Faria.

—Pues, aparte de pensar en ti todo el tiempo, salí de España por la frontera de Irún y me establecí en San Juan de Luz. Con el dinero que me dio Morales de tu parte alquilé una casita y me puse a trabajar en una posada, sirviendo mesas, guisando potajes…

—Pero si no sabes cocinar.

—He aprendido. A los franceses les encanta la olla podrida, los guisados de carne y los potajes de verduras, y sobre todo los dulces postres de España. ¿Y tú?, ¿qué ha sido estos años de ti?

—Heredé el condado de Castuera tras la muerte de mi padre, compré una casa en Madrid y ascendí a coronel.

—¿Y de aquella mujer? Me dijeron en la prisión que era una condesa y que te ibas a casar con ella.

—Teresa, se llama Teresa y es hija del conde de Prada. He salido con ella varias veces…

—¿Te has casado?

—No, no; ella me lo pidió, su padre y Godoy aprobaban el enlace, pero yo…

—No me digas ahora que no te has casado por pensar en mí.

—Pues sí, es probable que así sea.

Cayetana se acercó unos pasos hasta colocarse justo frente a Faria. Sus rostros estaban tan cercanos que casi se rozaban.

—Te he echado mucho de menos —dijo Cayetana.

Francisco de Faria cogió a la muchacha por la cintura, la estrechó entre sus brazos y la besó larga y profundamente.

—Mi amor, mi amor… —suspiró el joven coronel.

Napoleón esperaba tranquilo a los dos soberanos que se disputaban la corona de España. En el salón central del palacio donde se iba a celebrar la entrevista se había colocado una mesa de patas labradas en madera sobredorada que se cubría con un mantel de terciopelo púrpura. El emperador estaba de pie, de espaldas a un gran balcón que enmarcaban dos enormes cortinas rojas. A ambos lados de la mesa se colocaron Carlos IV, a la derecha de Napoleón, y Fernando VII, a su izquierda. Los dos borbones llevaban la cabeza descubierta y vestían sendas levitas con banda y numerosas e inmerecidas condecoraciones. Fernando VE portaba en sus manos la corona real de España, que depositó sobre una almohada en su lado de la mesa. Bonaparte, vestido con uniforme imperial de gala, se tocaba con su famoso gorro de tres picos. En las cuatro esquinas del gran salón, cuatro piquetes de fusileros, cada uno de ellos formado por una docena de soldados y un oficial, custodiaban a los congregados.

El primero que entró fue Fernando VII, delante de sus guardias de escolta dirigidos por Faria, e inmediatamente después lo hizo don Carlos, protegido por una escuadra de dragones franceses y con un andar desganado y altivo a la vez.

Napoleón saludó a ambos, colocó sus manos sobre la mesa y dijo:

—Madrid arde en llamas a causa de vuestras rencillas familiares. Partidarios de uno y otro están alzados en armas, luchan en las calles y se matan entre sí. Esto es lo que habéis logrado con vuestra incapacidad para gobernar España: sangre y muerte. Mi ejército ha tenido que intervenir para evitar una mayor masacre.

Napoleón mentía. Secuestrados como estaban, custodiados por el ejército napoleónico, el emperador había presentado el levantamiento popular en Madrid contra la presencia francesa como una revuelta fratricida entre partidarios de Fernando VII y de Carlos IV. Faria, que había intentado enterarse de lo que estaba pasando en Madrid por otras vías, no creía la versión de Napoleón y estaba seguro de que la causa del levantamiento había sido la presencia asfixiante del ejército francés en las calles de Madrid.

—Tú eres el culpable de lo que ha pasado en Madrid —estalló Carlos IV rojo de ira, amenazando con el dedo a su hijo.

—El único culpable sois sólo vos, un viejo inútil incapaz de regir los destinos del poderoso reino que heredasteis de Carlos III y que junto a vuestro valido Godoy habéis llevado a la ruina —repuso Fernando VII.

—Maldito renegado, hijo desagradecido, traidor. No mereces ni una sola de las gotas de sangre que corren por tus venas —gritó Carlos IV.

—El pueblo quiere que yo sea su rey, soy su Deseado, me aman y a vos os odian y os desprecian.

—Tu ambición desmedida, la traición a tu padre, a tu rey y a tu país han provocado esta desgracia sobre España.

—No os preocupaba otra cosa que la caza, la carpintería y la molicie, ¿qué esperabais de un pueblo a quien su rey desdeña?

—Yo te maldigo y proclamo que ojalá no fueras mi hijo.

—Alguien como vos no merece el nombre de padre —replicó don Fernando.

—Te ordeno que devuelvas esa corona que con tanto descaro usurpas, o en caso contrario serás acusado de felón y perseguido como conspirador —chilló Carlos IV ante la sonrisa artera de Napoleón.

Fernando VII, habituado al carácter de su padre, tranquilo y bonachón, más interesado en la caza que en los asuntos del gobierno del Estado, se sobresaltó al fijar sus ojos en los de su padre; los de Carlos IV brillaban de odio, algo que el Deseado jamás había visto en su progenitor.

—Vuestro padre reniega de vos, vuestros consejeros os han abandonado y vuestra cerrazón ha provocado centenares de muertos en Madrid, ¿qué otros desastres y desgracias esperáis desencadenar? No tenéis otra salida que renunciar a ella, Fernando —terció Napoleón, señalando con su mano a la corona de España que yacía recostada en la almohada sobre la mesa.

Faria encabezaba un piquete de seis guardas apostados en una esquina detrás de Fernando VII. El coronel de la guardia de corps había adoptado una postura displicente, con la pierna derecha ligeramente adelantada, la mano izquierda sobre la cadera y la derecha en la empuñadura de la espada.

—Yo soy el rey, soy el rey… —balbució Fernando VII, amilanado ante la toma de postura de Napoleón y a la vista de su fulminante mirada.

—No tenéis ningún derecho a esa corona —sentenció Napoleón contundente.

—Soy el rey… —insistió quejoso don Femando.

Femando VII apoyó las dos manos sobre la mesa e inclinó su cabeza hacia delante, ocultándola entre sus brazos. Abatido por la deslegitimación de Napoleón, estaba sollozando.

—Ni derecho ni dignidad para ser rey —insistió Napoleón, al darse cuenta de que la resistencia de Fernando VII había terminado y de que se derrumbaba ante sus ojos. Bonaparte hizo una señal a uno de sus edecanes y éste se acercó portando una carpeta de cuero que contenía varios documentos—. Estos acuerdos han sido redactados con el beneplácito de vuestros consejeros. Se trata de dos decretos. En el primero delegáis el poder ejecutivo y el ejercicio de la soberanía en la Junta Suprema en Madrid, y en el segundo encargáis a las Cortes la defensa del reino. Mañana renunciaréis a la corona y abdicaréis como rey de España. Eso es todo.

Faria asistió avergonzado al cruce de mutuas acusaciones, a los reproches y a los insultos que aquellos dos imbéciles acababan de protagonizar ante Napoleón, ante los consejeros del reino y ante los generales y diplomáticos de ambas naciones. No le cupo duda de que había sido testigo de uno de los más vergonzosos episodios de la historia de España.

Al día siguiente, en un acto tan formal como poco relevante, Femando VII abdicó como rey de España y renunció a sus derechos al trono en favor de Napoleón. Y sólo un día después el emperador propuso a su hermano José como nuevo rey de España. Varios miembros de la Junta y del Consejo, entre ellos el duque del Infantado, reconocieron de inmediato a José I Bonaparte como rey de los españoles.

—Mañana salen para el exilio —le dijo Faria a Cayetana.

—¿Adónde van? —preguntó la muchacha.

—El emperador desea que toda la familia real permanezca en Francia, donde pueda controlarlos con facilidad. Varios nobles ya se han ofrecido a acoger a todos sus miembros en sus palacios; serán rehenes en jaulas de oro.

—¿Se ha acabado la monarquía en España? —demandó Cayetana.

—La de los Borbones parece que sí, pero no el reino, pues Napoleón va a nombrar a su hermano José rey de España.

—¿Puede hacer eso?

—Creo que sí; tanto don Carlos como don Fernando le han transmitido con su abdicación los derechos al trono. Ahora la corona de España está en manos de Napoleón, y puede colocársela a quien desee.

—Pero y los españoles, ¿no vamos a hacer nada? —Imagino que el emperador tendrá todo previsto. La Junta Suprema que asume la soberanía en Madrid ratificará a José Bonaparte como rey de España, y se acabó.

—Pero ¿y la guerra?, esa guerra que dicen que ha estallado en España.

—Las noticias que han llegado hasta aquí son muy confusas y contradictorias. Napoleón las ha manipulado en su interés propio y ha engañado a don Carlos y a don Fernando. Lo cierto es que, al parecer, por toda España se han alzado en armas gentes del pueblo para defender la independencia de la nación. Francia ha dejado de ser nuestra aliada para convertirse en nuestra enemiga.

—¿Y qué puede pasar ahora? —inquirió Cayetana asustada.

—En España hay desplegados más de cien mil soldados franceses, suficientes para controlar todo el país, o al menos las plazas más estratégicas. Tal vez tuviera razón don Leandro Fernández de Moratín y acabemos siendo una parte de Francia.

—¿Y tú qué vas a hacer? —Cayetana no hubiera querido pronunciar esta pregunta, porque sabía que su respuesta podía significar perder de nuevo a Francisco.

—He pasado muchos años soñando victorias que jamás llegaron, sirviendo a ministros corruptos, a reyes haraganes y a monarcas envilecidos y sin escrúpulos. Es hora de acabar con esto. Regreso a España, me uniré a los que luchan contra los franceses.

—¿Para ayudar a devolver la corona a uno de esos dos reyes a los que aborreces?

—No, para pagar mis deudas.

—¿Con tu pueblo? —Con mi conciencia.

Francisco de Faria y Cayetana vieron alejarse los carruajes que transportaban a la familia real española al exilio. Los dos soberanos habían llegado unos días antes a Bayona como monarcas, ambos reclamando su derecho a ser el rey de España, y ahora marchaban al destierro como vagos recuerdos de espectros, deshonrados, abatidos y humillados. Carlos IV y María Luisa partieron acompañados de su inseparable Godoy, con su hija y su ayudante, y un centenar de cortesanos y criados hacia Fontainebleau, y de allí a Compiégne, en tanto Fernando VII lo hizo con apenas un puñado de fieles hacia Valencey. El duque del Infantado, su gran valedor hasta una semana antes, lo había abandonado y se había puesto a las órdenes de Napoleón, prometiéndole que se encargaría de que la Junta Suprema de gobierno aceptara en Madrid a José Bonaparte como nuevo rey de España.

—Ojalá nunca regresen; desde el exilio no podrán hacerle daño a España —deseó Faria con rabia.

—Vamos, te acompañaré hasta la frontera —se ofreció Cayetana.

—No es necesario, quédate en San Juan de Luz.

—Déjame que te acompañe, al menos hasta la frontera.

Tras una jornada de marcha, Cayetana, Francisco y el sargento mayor Morales llegaron a orillas del Bidasoa. Las verdes montañas del extremo occidental del Pirineo caían arrumbadas entre una tenue bruma hasta hundir sus laderas en el Cantábrico. Atardecía sobre el valle y unas pesadas sombras comenzaban a ennegrecerlo todo.

Faria abrazó a Cayetana con fuerza durante un buen rato y después la besó despacio y muy dulcemente.

—Buscaré un regimiento que desee combatir contra los franceses y que necesite un coronel al que no le importe demasiado morir. Yo combatí en Trafalgar, creo que será suficiente carta de presentación.

—¿Hacia dónde vas?

—A Zaragoza. Es una de las plazas estratégicas del norte; desde allí se puede acudir enseguida a Cataluña, a Levante, a las costas del Cantábrico o al mismo Madrid. Espero llegar en cinco o seis días; confío en que no esté ocupada por los franceses y en que haya unos cuantos hombres dispuestos a empuñar las armas para defender nuestra independencia.

—Piensa en ti antes de cruzar ese río. España estallará en guerra y puedes morir. Aquí podrías solicitar asilo, eres un conde, te lo concederían enseguida. Podríamos vivir juntos, en una casita cerca del mar, tranquilos, envejecer…

—Nada deseo más en estos momentos, pero mi lugar está ahora en España.

—¿Pero qué esperas encontrar allí?

—Mi destino.

Faria volvió a besar a Cayetana.

—Te esperaré siempre —le dijo la muchacha.

—Cuando todo esto acabe, si continúo vivo, volveré a buscarte.

—Estaré en La Manzana Verde, la mejor posada de San Juan de Luz. Cuídelo —le pidió Cayetana a Morales.

—Haré cuanto pueda, señorita —respondió el sargento mayor.

Faria arreó a su montura, tras él lo hizo Morales y al trote cruzaron el viejo puente de piedra sobre el Bidasoa, aquél sobre el que Cayetana había imaginado que se reuniría con Francisco de Faria para no volver a separarse jamás. Al otro lado, ya sobre el suelo español, Francisco detuvo a su caballo, giró la cabeza hacía atrás y se quedó un buen rato mirando a Cayetana.

—¿Sabes? —gritó al fin—, ojalá pudiéramos derrotar al tiempo.