El ocho de febrero de 1807 el ejército francés derrotó a rusos y prusianos en los campos de Eylan; Napoleón seguía ganando batallas e incrementando su leyenda de general invencible en tierra. En España, Godoy alcanzó sus mayores honores y la cima de su poder. Al tiempo que Napoleón vencía en Eylan, Carlos IV nombraba a su jefe de gobierno almirante general de España y de las Indias con el tratamiento de Alteza Serenísima. Nadie que no fuera un rey había recibido honores semejantes en España, ni siquiera los grandes héroes como El Cid, El Gran Capitán o Cristóbal Colón.
Por todo el país se celebraron rutilantes y costosas fiestas para celebrar esos nombramientos. Faria había viajado a Castuera a fines de enero para visitar a su padre enfermo, y hasta allí llegaron las noticias de la corte. En Badajoz, la tierra de Godoy, decidieron que la ocasión bien merecía organizar unos festejos como jamás se hubieran conocido hasta entonces. Durante varios días se corrieron toros, pese a la prohibición gubernamental de celebrar corridas, que se levantó temporalmente, y se organizaron bailes y verbenas. El acto principal de los festejos fue la representación de un combate naval en el curso del río Guadiana.
Con barcos traídos con gran esfuerzo desde la desembocadura, marineros de Huelva y Ayamonte, junto con vecinos de Badajoz y de otras aldeas de su entorno, figuraron una batalla en la que las naves españolas derrotaban a las inglesas, en una especie de cómica e imaginaria venganza por la derrota de Trafalgar. A bordo de la nave capitana española, erguido en un pedestal en la proa, un figurante representaba a Godoy, que enarbolaba la bandera roja, amarilla y roja en la mano izquierda, en tanto en la derecha blandía un sable dirigiendo a la escuadra española al encuentro contra los ingleses. A falta de cañones de verdad, unos tubos de mimbre toscamente pintados de negro vomitaban humo y fuegos de artificio desde las cubiertas, entre los alaridos entusiastas y los encendidos aplausos de centenares de espectadores que se había congregado a orillas del río para presenciar el espectáculo.
Los principales nobles de Extremadura lo contemplaban subidos a un tablaje que se había construido para ellos, buscando mantenerse alejados y diferenciados del resto de espectadores. La primera fila la ocupaban los duques de Alburquerque, de Béjar y de Feria, y a su lado los condes de Benavente y de Oropesa; tras ellos se sentaban los condes de Montijo, de Medellín y de Siruela. En la tercera fila estaba Francisco de Faria, heredero del conde de Castuera, al que la enfermedad le había impedido asistir. Toda la nobleza extremeña estaba allí, dueños de la mayor parte de la tierra de Extremadura, señores con jurisdicción civil y criminal sobre sus vasallos, con autoridad para nombrar gobernadores de villas y aldeas, alcaldes mayores que defendieran sus intereses por encima de artesanos y campesinos y con plena capacidad para designar a los cargos concejiles a propuesta de los concejos, poseedores de privilegios fiscales y económicos que disfrutaban de enormes rentas y alcabalas.
Faria se había vestido con su uniforme de gala de comandante de la guardia de corps y lucía en el lado izquierdo de su casaca todas sus condecoraciones.
—¿Cómo se encuentra tu padre? Tengo entendido que ha estado enfermo —le preguntó el conde de Siruela.
—No ha logrado recuperarse; hace ya casi dos meses que está en cama, y ni mejora ni empeora.
—En ese caso, ¿te quedarás en Castuera?; eres su único hijo, alguien tiene que administrar vuestra hacienda.
—Me aguardan asuntos muy importantes en la corte; espero que mi padre se restablezca, y así yo podré regresar pronto a Madrid.
—Me dijo tu padre que habías combatido en Trafalgar.
—Sí, estuve allí como delegado del gobierno.
—Aquello no se parecería en nada a este espectáculo, imagino.
—Por supuesto que no; en Trafalgar los barcos eran mucho más grandes, los cañones eran de verdad, los hombres morían a miles y fueron los ingleses quienes ganaron la batalla.
—Dicen que perdimos porque los franceses tuvieron miedo, que si hubiéramos luchado solos los españoles…
—Muchos franceses se batieron con un valor extraordinario. Un navío francés, el Redoutable, de setenta y cuatro cañones y dos puentes, se enfrentó contra el Victory de Nelson y el Téméraire, ambos de tres puentes y cien cañones, y tal vez los hubiera derrotado si no hubieran acudido otros navíos británicos en ayuda de su buque insignia. Jamás he visto a hombres más valientes ni a capitán más arrojado que a los de aquella tripulación. Hubo algunos que huyeron, pero se equivoca, señor conde, si cree que todos los franceses son iguales.
—Los españoles siempre hemos sido los mejores soldados, cuando los nobles hemos participado en las batallas, claro. Fíjate en esa chusma, en cambio —el conde de Siruela señaló con un movimiento de cabeza a varias decenas de personas que se habían acomodado sentadas en la ribera a la derecha de la tarima donde estaban los nobles—, sólo sirven para trabajar los campos, cardar y tejer lana y fabricar adobes y cestos. A nosotros nos debe España la grandeza del imperio.
—Quizá, pero en Trafalgar he visto a humildes campesinos luchar con la bravura de un león y a hijos de la nobleza mearse en los pantalones al primer cañonazo. Tal vez el valor no dependa de la cuna donde se nace.
—¡Vaya!, ahora va a resultar que el hijo del conde de Castuera, y futuro conde, se nos ha vuelto liberal.
—Debo irme, quiero llegar a Talavera la Real antes de que anochezca, y desde allí aún me quedarán dos jornadas hasta Castuera —repuso Faria.
—Todavía quedan por correr los toros. Los han traído de Plasencia, dicen que son muy bravos, y el duque de Alburquerque ha dispuesto un pabellón con néctares de frutas, chocolate, café y laminerías —dijo el conde de Siruela.
Pero Faria ya había bajado del tablado y marchaba en busca de su caballo.
En su casa solariega, Fernando de Faria, conde de Castuera, agonizaba.
Francisco había salido de Talavera la Real hacia Castuera al galope en su caballo, y a mitad del camino, en la aldea de Palomas, se había encontrado con uno de los criados, que había salido en su busca. A don Fernando le había subido la fiebre y su respiración se había hecho tan lenta y pesada que parecía inminente su fallecimiento.
Un médico había llegado desde Cabeza del Buey poco antes que Francisco, y le explicó al comandante qué es lo que le había administrado a su padre.
—Don Fernando ha tomado unas píldoras de coloquíntida, que son laxantes, y le he puesto unos parches de alcanfor para rebajarle el dolor de cabeza, pero…
—¿Qué le pasa?
—Creo que tiene encharcados los pulmones y el vientre muy hinchado. No digiere bien los alimentos y le cuesta mucho respirar.
—¿Es grave?
—Creo que sí. Hace ya dos meses que está enfermo, y durante todo este tiempo no ha tenido ninguna mejora. Este último acceso de fiebre lo ha debilitado mucho y el vientre y los pulmones se han reblandecido; me temo que no superará esta enfermedad.
Durante una semana el conde de Castuera mantuvo una agónica lucha con la muerte. La mayor parte de ese tiempo la pasó con alta fiebre, delirando o dormido aunque por breves instantes, sobre todo por la mañana, tenía momentos de lucidez.
Fernando de Faria murió una fría noche entre espasmos y vómitos. Fue su hijo quien le cerró los ojos antes de llorar amargamente sobre su cadáver. El conde de Castuera fue enterrado con el hábito de franciscano en un ataúd forrado de una fina bayeta negra. Francisco de Faria heredó el condado; era hijo único, pero aunque hubiera tenido hermanos menores hubiera ocurrido lo mismo, pues seguía rigiendo el derecho de mayorazgo por el cual toda la hacienda, para evitar que acabara perdiéndose de tanto fragmentarse, quedaba en manos del primogénito.
El regreso de Francisco de Faria, nuevo conde de Castuera, a Madrid se produjo a principios de marzo de 1807; un par de semanas antes España se había adherido al bloqueo que Napoleón había decretado contra los barcos ingleses en el continente. Tras la muerte de su padre, Faria dedicó varios días a revisar las cuentas de su hacienda con el administrador que llevaba los libros desde hacía más de treinta años. Uno a uno, fue renunciando a muchos de los derechos y rentas que le correspondían, como el pago por la lana esquilada de los rebaños o el impuesto sobre los solares de Castuera. Recibió en su casa a una comisión de vecinos del concejo que acudían a rendir pleitesía al joven conde, temerosos por si éste les apretaba con nuevos tributos, como solía hacer cada nuevo señor, pero salieron asombrados cuando le oyeron decir que en los próximos días entregaría tierras de labranza a los campesinos y permitiría cultivar alguna de las dehesas incultas que ahora se dedicaban a pastos para los caballos del conde y a baldíos para cazar.
—¿De qué renta dispones? —le preguntó Godoy.
—De unos trescientos mil reales.
—Me refiero al año.
—Sí, trescientos mil anuales.
—¡Sólo!, ¿pero qué miseria de condado has heredado? Esa hacienda era de las mejores de Extremadura, ¿qué ha ocurrido?
—Hasta la muerte de mi padre rentaba más de un millón de reales, pero yo he entregado algunas tierras a los campesinos de Castuera y he renunciado a ciertas alcabalas —le confesó Faria a Godoy, tras comunicarle la muerte de su padre.
—¡Pero qué has hecho, alma de Dios! La culpa es mía, debí de atajar antes tus veleidades liberales. ¿Acaso crees que estamos en los Estados Unidos de América?
—Sólo les he entregado algunas tierras en usufructo, tío.
—¡Si al menos las hubieras vendido!
—Muchos de esos campesinos apenas tenían para comer, la tierra está muy cara y jamás hubieran podido comprarla.
—Hay prestamistas que podrían haber adelantado el dinero.
—Son usureros; en sus manos, los campesinos no hubieran podido devolver el préstamo y se hubieran arruinado más todavía, y al final las tierras hubieran acabado en sus manos.
—Así comienza el fin de las naciones, sobrino. Eres todavía muy joven y eso te exime de parte de culpa. Confío en que el tiempo te vaya devolviendo la cordura, como a ese Voltaire, que iba por ahí de revolucionario y no era sino un arrogante al que sólo le preocupaba el dinero. ¿Sabías que al final de su vida se hizo conde?
»Si cedes en la propiedad, acabarás cediendo en todo.
Faria recordó entonces una revista francesa que le había dejado Moratín en la que un tal Franklin, un revolucionario norteamericano que había sido embajador en París y había inventado un artilugio para atraer a los rayos y evitar que destruyeran e incendiaran la casas, defendía los principios de la revolución que había propiciado la declaración y la proclamación de la independencia de las trece colonias norteamericanas de Inglaterra: «Todos los hombres han sido creados iguales y todos han recibido de su creador derechos inalienables como la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad».
—España ayudó a que la revolución triunfara en América —dijo Faria.
—Les ayudamos a derrotar a los ingleses, pero no al triunfo de la revolución. Si esas ideas se extienden hacia nuestros territorios en América, nuestras colonias también pedirán la independencia; y si la consiguen, habremos perdido nuestra principal fuente de riqueza.
—Esa riqueza es producida por esclavos. Cristo dijo…
—Cristo dijo muchas cosas, pero jamás afirmó que la esclavitud fuera en contra de la ley de Dios. Y, por cierto, tampoco la han prohibido esos revolucionarios norteamericanos a quienes tanto pareces admirar. ¿Lo ves?, no todos somos iguales, ni siquiera en esa nueva nación a la que te gustaría imitar.
—Inglaterra lo ha hecho; hace unos días que ha prohibido la trata de esclavos —replicó Faria, que acababa de leer esa noticia en un periódico.
—Esos ingleses son unos hipócritas. Prohíben el tráfico de esclavos, pero siguen obteniendo muchos beneficios del mismo. En realidad, lo que pretenden es conseguir el monopolio comercial en el mar y acabar con todo el tráfico de mercancías que no está bajo su control.
»Bien, veo que es inútil tratar de convencerte. Puedes pensar lo que quieras, pero no lo digas. Si lo piensas no te pasará nada, pero si vas comentando estas cosas por ahí, por muy conde de Castuera que seas, tus huesos acabarán pudriéndose en una cárcel. Te lo advertí en una ocasión y no volveré a hacerlo. Puedes marcharte.
Faria salió de Buenavista cuando comenzaba a caer sobre Madrid una fina lluvia primaveral.
La herencia paterna le permitió comprar un palacete en la calle de Alcalá, cerca de la esquina con la calle de Cedaceros; ahora era conde de Castuera, y aunque las ideas liberales habían hecho mella en su corazón de aristócrata, su condición nobiliaria y su empleo como comandante de la guardia de corps requerían de una casa más amplia.
—No está mal —le dijo Moratín tras haber visitado el palacete, en realidad una casona de dos plantas con caballerizas, bodega y cochera en la baja y dos amplios salones, cocina y media docena de estancias en la noble.
—Y el precio es razonable, treinta mil ducados.
—¡Trescientos mil reales!, eso es el sueldo de veinticinco años de un catedrático de gramática —adujo Moratín—. Además, le harán falta al menos tres criados, una cocinera, un mozo de mulas y un par de sirvientas. Todo eso le supondrá no menos de doce mil reales anuales. Y, por supuesto, una casa como ésta necesitará de una condesa. ¿Qué tal su relación con la hija del conde de Prada?
—Extraña, diría yo.
—Es muy bella.
—Es inquietantemente bella, pero ya sabe usted que…
—¿Cayetana?
—Sigue presa, hace ya más de un año que está en prisión y no he logrado verla ni un instante. Mi tío, su excelencia Manuel Godoy, no quiere…
Faria estuvo a punto de contarle a Moratín que quería pactar con Godoy un acuerdo sobre la liberación de Cayetana, pero calló, pues, aunque confiaba en su amigo, estaría más seguro si desconocía aquel trato.
—Dos mujeres en su vida, Francisco. ¿Me permite que siga llamándolo así, señor conde?
—No sea usted irónico, don Leandro.
—Bueno, pues confianza por confianza, creo que ya es hora de que usted apee el «don». Dos mujeres, le decía, difícil elección. Las dos son hermosas y las dos tienen algo que lo vuelve loco, y cada una es tan distinta a la otra…
—No se puede amar a dos mujeres a la vez, ¿no es cierto?
—Entre nosotros no está bien visto, pero en otras partes del mundo no es nada extraño. Los musulmanes tienen hasta cuatro esposas, y no parecen ser ni más felices ni más desgraciados que nosotros. Permítame la pregunta, ¿usted ama a ambas?
Faria se quedó callado un buen rato, y al fin dijo:
—Cayetana es cálida y suave como el terciopelo, y Teresa fría y resbaladiza como la seda.
—Tiene usted suerte, amigo.
—¿Usted cree?
El conde de Faria se trasladó a vivir a su nueva casa de la calle de Alcalá a mediados de abril. Se había gastado una buena suma de dinero en amueblarla con banquetas de pino decoradas con florones dorados y asientos forrados de seda, espejos de luna pequeña y marco grande al estilo francés y quinqués de bronce para las paredes. Se había traído de Castuera una antiquísima vajilla de plata, que su familia había conservado desde el siglo XVI, cubiertos de alpaca, varios platos y fuentes de loza de Talavera que había completado con nuevas piezas compradas en Madrid en la fábrica de la Moncloa y en la del Buen Retiro.
Teresa de Prada acudió a visitarlo acompañada por una criada. Francisco había ordenado a su criado —seguía teniendo el mismo que llegara con él a Madrid dos años y medio antes— que preparara unos dulces, pastas de anís y chocolate.
Teresa llevaba un vestido celeste muy escotado y un sombrero blanco con lazos azules.
—Es una casa muy bonita, Francisco, ha hecho usted una muy buena compra.
—¿De verdad le gusta?
—Claro.
Los dos jóvenes estaban solos en el salón principal de la casa. El criado de Faria había servido una bandeja y se había retirado a la cocina, donde también estaba la sirvienta que había acompañado a Teresa.
Faria cogió una taza y comenzó a servir chocolate. Teresa se levantó del diván, se acercó hasta Faria y le suspiró al oído:
—Te dije en una ocasión que quería ser tuya, ahora es el momento.
El conde derramó la taza con el chocolate por encima de la mesa, mientras la joven se puso en cuclillas frente a Faria y comenzó a bajarle los pantalones. Una situación muy parecida ya la había vivido antes, cuando Cayetana lo engañó en aquel portal y lo dejó sin dinero y sin reloj, y, nervioso y desconcertado, no se le ocurrió otra cosa que decir:
—¿No irás a dejarme sin reloj? Pero Teresa no lo escuchaba. La boca de la joven estaba muy ocupada en la entrepierna de Faria, que, sin que ahora nadie se lo ordenara, cerró los ojos abandonándose al placer que los labios y la lengua de Teresa le proporcionaban.
—Vamos al sofá —le dijo la joven mientras se quitaba el vestido celeste.
El cuerpo de Teresa era blanco como la nata y sus pedios tan duros como ya había comprobado Faria. A diferencia de Cayetana, que lo tenía muy abundante y rizado, d vello pubiano de Teresa era escasísimo, liso y muy claro, tanto que la hendidura de su sexo se dibujaba nítidamente entre los dos rosados y muy abultados labios de la vagina.
—Estoy lista, vamos, penétrame, hazlo, hazlo. Y no te preocupes, no soy virgen.
Y no lo era.
Faria entró en Teresa con facilidad. El conde estaba sentado en el sofá y la muchacha se había colocado a horcajadas encima de él, completamente desnuda, cara con cara, con los pies apoyados encima del tapizado y las manos sujetando el respaldo de madera sobredorada. Flexionaba las piernas arriba y abajo y alzaba su pubis para volver a caer con fuerza sobre el de Francisco, que ayudaba a la cabalgada de Teresa sujetándola con las manos por debajo de los muslos, ayudándola a subir y dejándola caer después con todo el peso de su cuerpo.
Teresa parecía estar poseída. Jadeó y gruñó, balanceó sus caderas y agitó su cabeza a derecha e izquierda, clavó sus uñas en la espalda de Faria hasta abrirle arañazos de los que manaron finos hilos de sangre, le mordió los labios y el rostro hasta el dolor y por fin, al sentir cómo Faria se derramaba en su interior, dio un grito ronco y mantenido y quedó exhausta sentada sobre los muslos de Francisco.
Durante un buen rato permanecieron abrazados, en silencio; por fin, Teresa se levantó.
—No ha estado mal, pero puedes mejorar mucho; al menos no te «vas» enseguida —le dijo mientras se vestía.
—Aguarda un momento.
Faria avanzó unos pasos hacia Teresa, la sujetó con fuerza por la cintura con una mano y con la otra le cogió los pechos. No eran tan grandes como los de Cayetana, pero al apretarlos no imaginó que una mujer pudiera tener algo tan duro. Con la misma energía bajó su mano hasta el sexo de Teresa, lo acarició primero suavemente y después, con vigor y sujetándola por el cuello, la empujó hasta una mesa y le hizo doblar la cintura hasta que sus pechos quedaron apoyados sobre la misma mesa. La joven estiró sus brazos arrastrando la bandeja con copas, jarras y pastas, y al sentir en sus nalgas la nueva erección de su amante abrió las piernas para recibir otra acometida de Francisco.
Tumbados desnudos sobre el sofá, Faria acariciaba los pechos de Teresa.
—¿Has leído Justine? —le preguntó.
Teresa se incorporó apoyándose en su codo, miró a Francisco y rió.
—¿Desde cuándo conoces las obras de Sade?, creía que estaban prohibidas en España —inquirió la muchacha.
—No, yo no he leído ninguna de sus obras, pero un amigo me las ha contado.
—¿Y por qué supones que yo lo he hecho?
—No lo supongo, sólo te lo pregunto, como has vivido en Francia y ese tal Sade es francés… Y además… —Faria se contuvo.
—Además, ¿qué?
—Parece que te gusta mezclar placer y dolor —Faria se tocó la espalda, donde había recibido los arañazos, y mostró sus dedos manchados con sangre seca—; mira, mientras hacías el amor y gemías de placer, tus uñas rasgaban mi piel.
Teresa se levantó, voluptuosa como una estatua hindú, y miró a Faria con sus felinos ojos melados que parecían destilar lujuria.
—Si decides seguir conmigo, prepárate para experimentar sensaciones como jamás has vivido. Piénsalo bien antes de continuar adelante, una vez que emprendas este camino no hay marcha atrás.
Y comenzó a vestirse despacio, colocándose cada prenda como si estuviera realizando un rito sagrado.
Durante toda la primavera de 1807 Godoy se mostró nervioso e irascible. El príncipe Fernando le había manifestado reiteradamente su deseo de asistir a las reuniones del Consejo Real, pero Godoy se lo había impedido. Por todo el país se alzaban gritos de protesta por la situación que estaba viviendo buena parte de los españoles. En algunas comarcas se pasaba verdadera hambre, pues las reservas de grano del año anterior se estaban acabando y todavía faltaba un par de meses para recoger la nueva cosecha, que además no se vislumbraba demasiado abundante. En muchos pequeños pueblos la pobreza de la mayoría de la población era terrible. Sólo la alta nobleza y algunos hidalgos y campesinos acomodados evitaban el hambre y la penuria a costa de defender sus intereses sometiendo al resto de la población a la escasez y la miseria. En las zonas montañosas del norte, de la meseta o de Andalucía, partidas de hombres armados se habían echado al monte y se dedicaban al bandolerismo como única forma de ganarse la vida, por lo que los caminos eran cada día más peligrosos; tanto, que a nadie se le ocurría iniciar un viaje en el que tuviera que atravesar ciertos parajes sin antes haberse provisto de una buena escolta. Los bandoleros atestaban los caminos, y su presencia causaba tal temor que los comerciantes no se arriesgaban a transportar sus productos de un lado a otro, con lo que las actividades mercantiles y la riqueza que proporcionaban al país se resentían mucho.
En la corte se seguía viviendo al margen de la realidad. Carlos IV y María Luisa lo hacían retirados en sus palacios de campo, entre salones lujosísimos repletos de enormes alfombras y tapices, muebles sobredorados entelados con brocados y terciopelos y jarrones de porcelana y lámparas de cristal. Pero el Estado había llegado a una situación de quiebra y la fiscalidad necesitaba de una profunda reforma que ningún alto dignatario se atrevía siquiera a plantear. Los precios subían día a día y el colapso del tráfico con las colonias de América y Filipinas, debido al desastre de la flota en Trafalgar, hacía prohibitivos algunos productos como el café, que se estaba convirtiendo en América en uno de los principales cultivos desde que en el siglo anterior los holandeses lo trasplantaran desde Etiopía, el chocolate y el tabaco, esas hojas castañas cuyo humo se inhalaba y que su alto precio convertía en un verdadero lujo.
El creciente descontento popular ya no se dirigía sólo hacia Godoy, sino que las críticas alcanzaban al mismísimo Carlos IV, cuyo desprestigio era tal que en las tabernas la gente cantaba coplillas en las que el monarca y su esposa eran objeto de todo tipo de insultos y procacidades. También en España, como ocurriera cuarenta años antes en Francia, se estaba comenzando a perfilar lo que los franceses llamaban «la opinión pública», y esa opinión no era precisamente favorable al gobierno español ni a la monarquía de Carlos IV. Esta situación era muy bien aprovechada por los consejeros de don Fernando, el príncipe de Asturias, que intensificaron su campaña de propaganda en favor del príncipe, mostrándolo como un ser pleno de virtudes, el único hombre capaz de salvar a España del caos al que la estaban abocando Carlos IV y Godoy. Así, lo que comenzó siendo un apodo que se inventaron sus consejeros, pronto cuajó entre la gente y todos llamaban al príncipe Fernando «el Deseado».
Nadie, ni siquiera militares idealistas como el comandante Faria o veteranos escépticos como el sargento Morales, creía que España pudiera recuperar, ni aun acercarse, al puesto de primera potencia que había ocupado durante dos siglos. Inglaterra era muy superior en el mar, y tras las batallas del cabo de San Vicente y sobre todo de Trafalgar, no había duda de que la Armada española había quedado totalmente derrotada y que tardaría mucho tiempo en recuperarse de aquello, si es que alguna vez lo lograba. El ejército de tierra también carecía de mandos preparados y de una organización en consonancia con los nuevos tiempos. Al lado del ejército francés, el español parecía una pandilla de muchachos jugando a soldaditos un domingo por la mañana en la pradera de San Isidro.
Bonaparte seguía cosechando éxitos, y ni los más afrancesados creían ya que el triunfo del emperador fuera la solución para los problemas de España, pues parecía claro que Napoleón estaba tan ebrio de poder y de gloria que no cejaría hasta ver a toda Europa sometida a las águilas imperiales francesas. El catorce de junio Bonaparte derrotó una vez más a rusos y prusianos en los campos de Friedland. Ya no había ninguna potencia capaz de resistir el empuje del ejército francés, y Alejandro I, zar de todas las Rusias, le ofreció un pacto de amistad.
Los dos emperadores se reunieron el veintiséis de junio en una balsa anclada en el centro del río Niemen, y allí, en medio de la corriente, decidieron repartirse Europa. Este acuerdo verbal alcanzado por los dos soberanos fue ratificado el siete de julio en la llamada paz de Tilsit. No había ninguna duda: en el reparto de Europa, España le había correspondido a Napoleón.
Aquella tarde de mediados de verano hacía mucho calor. Carlos IV había organizado una partida de caza en el coto de Aranjuez, donde las perdices abundaban entre las rastrojeras de los cereales recién cosechados.
Godoy y Faria se habían quedado en palacio, tomando café con la reina María Luisa.
—Toma, Manuel, un cigarro, recién traído de La Habana.
María Luisa le ofreció al príncipe de la Paz una tabaquera de plata en forma de pájaro, con dos perlas engastadas en la tapa.
—Gracias, majestad, pero ya lo he probado y no me gusta el tabaco; no soporto ese picor que deja en el paladar y el ardor en la garganta. Hay quien sostiene que es un vicio odioso y que contiene un veneno mortal.
—Bobadas. A mí me parece muy elegante y entretenido.
—En Turquía y en Rusia lo han prohibido, incluso condenan a muerte a los fumadores.
—¿No pretenderás que hagamos lo mismo aquí en España?
—El tabaco es un producto de lujo y su comercio puede proporcionar buenos beneficios. Inglaterra y Holanda ya los están consiguiendo —dijo Godoy.
—Pues en ese caso, estudia la posibilidad de hacer lo mismo, tal vez pudiéramos lograr esos beneficios explotando el tabaco con una compañía que tuviera el monopolio de comercio y de venta. Serían rentas nuevas para el Tesoro, ¿no crees?
—Sí, majestad, lo estudiaremos.
—¡Cómo lo hace!, ¡cómo consigue Napoleón vencer siempre! —exclamó Carlos IV, que entró sudoroso en el salón tras regresar de la batida de caza.
Godoy y Faria se levantaron y saludaron al rey inclinando sus cabezas.
—¿Faria, verdad? —dijo el rey dirigiéndose a Francisco.
—El nuevo conde de Castuera —afirmó Godoy.
—Sí, claro, ya he visto el decreto de transmisión del condado. Tu padre fue un gran hombre, lamento su muerte.
—Gracias, majestad —dijo Faria.
—Bien, Manuel, explícame cómo Napoleón consigue ganar siempre.
Carlos IV se sentó en uno de los sillones, mientras un lacayo le servía un vaso de agua fresca ligeramente anisada.
—Utiliza todos sus enormes recursos militares, majestad. Moviliza a grandes cantidades de tropas que concentra en un punto y ejecuta maniobras envolventes sobre el enemigo para ganar siempre en superioridad numérica, lo que propicia que en cada batalla sólo pierda a uno de cada diez hombres, en tanto al enemigo le causa una baja por cada cuatro combatientes. Realiza las maniobras con gran rapidez de movimientos, incluso actuando de noche. Y organiza al ejército en tres cuerpos: defensa, ataque y reserva. Es una táctica muy arriesgada, pero le está proporcionando grandes éxitos.
—O sea, cuestión de número.
—Y de táctica, majestad. El emperador francés es un estudioso de las tácticas militares que han utilizado los grandes soldados en todas las batallas. Suele estudiar con frecuencia las gestas de Alejandro Magno, de Aníbal y de Julio César; es probable que se crea uno de esos generales reencarnado. Y le gusta mucho jugar al ajedrez, del que asegura que es el mejor ejercicio para practicar estrategias, aunque creo que no es un extraordinario jugador.
—Como un cazador.
—Más o menos, majestad.
—¡Ah!, no te creas, Manuel, la caza también requiere de táctica. Una buena pieza no se puede cobrar sin ella. Hoy mismo hemos abatido varias perdices gracias a que hemos utilizado una buena estrategia, como Napoleón. Mañana las cocinaré yo mismo, ya sabes que a veces me gusta guisar las piezas que cazo.
Faria no podía soportar a semejante imbécil coronado. Mientras el emperador de Francia libraba batalla tras batalla contra los grandes ejércitos de Europa y se jugaba la primacía en el continente europeo, el rey efe España se comparaba con Bonaparte porque había cazado una docena de perdices en los rastrojos de Aranjuez.
—Majestad, es mi obligación manifestares que nuestros agentes han detectado que el descontento popular se está incrementando.
—¿Qué pasa con mi pueblo, Manuel? ¿No está feliz? Su rey es feliz, su reina es feliz, ¿por qué mi pueblo no es feliz?
—Las cosechas no han sido buenas y en muchas comarcas hay escasez de grano. Algunos gobernadores nos han comunicado que las reservas de cereales de la nueva cosecha no cubrirán las necesidades hasta la próxima primavera, por lo que habrá que tomar medidas de abastos para evitar las hambrunas.
—Pues hazlo, Manuel, hazlo, quién mejor que tú para solucionar esos problemas.
—¿Y vuestro hijo, majestad…?
—¿Femando?
—Sí, el príncipe de Asturias. Creemos que sigue tramando una conjura que va ganando adeptos a su causa.
—Otra vez con esos chismes. Ya me lo dijisteis varios consejeros esta pasada primavera, pero no creo que mi hijo esté conspirando contra mí, soy su padre, el rey de España, y él será el próximo rey. Es joven, puede esperar, es su obligación y su deber como heredero al trono y como hijo mío.
—Pero señor, tenemos indicios suficientes para creer que está tramando una conjura.
—Indicios, indicios…, ¿qué indicios? La acusación de un delincuente, la calumnia de un traidor, los celos de un envidioso… Un cazador debe conocer bien a sus presas, no puede conjeturar sus movimientos porque, en ese caso, no cobraría ninguna.
«En qué estaría pensando Dios cuando le concedió su gracia a este individuo para ser rey», pensó Faria cuando contempló en la pared una medalla en bronce en la que se leía en latín CARLOS IV, REY DE LAS ESPAÑAS POR LA GRACIA DE DIOS.
—Está usted muy callado, conde, ¿qué opina?
—¿De Napoleón o de la conjura, majestad?
—De la caza, conde, de la caza, ¿no caza usted?
Sólo el miedo a perder la vida en el cadalso por regicida le impidió a Faria saltar sobre el rey y asfixiarlo con sus propias manos.
—Soy comandante de la guardia de corps, majestad, un soldado, y como tal no tengo opiniones políticas, me limito a cumplir órdenes.
—¡Éste, Manuel, éste es un buen español! —exclamó el rey—. Manuel, mañana mismo quiero ver al conde de Castuera con los galones de teniente coronel del regimiento de la guardia de corps, lo merece por su nobleza y por su lealtad. ¡Ah, si tuviéramos muchos oficiales como usted!
Y el rey estiró la mano para coger unas rodajas de embutido y de queso que un criado había servido en una bandeja de plata.
El sargento Morales, que seguía como ayudante de Faria, acudió a una sastrería de la calle Mayor a recoger el nuevo uniforme de teniente coronel de la guardia de corps de su jefe. No había nadie tan joven ni con menos méritos castrenses para ocupar tan alto empleo, pero Faria seguía disfrutando de una enorme suerte en la vida, aunque lamentaba la ausencia de Cayetana y no se atrevía a mantener citas muy seguidas con Teresa. Calmaba la efervescencia de su joven virilidad en los dos burdeles más lujosos de Madrid, y de vez en cuando se daba un buen revolcón, como le había sugerido su pariente Godoy, con damas de la nobleza que se quedaban solas alguna temporada en Madrid, mientras sus nobles esposos se desplazaban lejos para atender a sus haciendas o para contentar a sus propias amantes.
Le gustaba asistir a tertulias con Moratín, sobre todo porque tenía oportunidad de exhibir su uniforme de teniente coronel y la cruz de Alcántara que ganara por su participación en la batalla de Trafalgar, y allí coincidía algunas veces con Francisco de Goya, di pintor real que trabajaba sin apenas descanso en su estudio, realizando grandes cuadros para la corte y magníficos retratos para la nobleza y para los hombres más ilustres del reino.
No olvidaba a Cayetana, pero ya no insistía tanto en su liberación ni acudía todas las semanas a la prisión a preguntar por su estado. A veces pasaban incluso varios días sin que se acordara de ella siquiera un solo minuto.
La camarilla de nobles y hacendados que apoyaban al príncipe Fernando aumentaba día a día. Los consejeros del príncipe de Asturias estaban realizando una hábil labor de captación de adeptos para su causa. Sus argumentos eran muy simples, pero no por ello menos contundentes. Aseguraban que Carlos IV era un monarca títere en manos de Godoy, que con la reina María Luisa, de la que afirmaban que era amante del príncipe de la Paz, hacía y deshacía el tejido de la política nacional a su antojo. Acusaban al jefe del gobierno de no saber regir los destinos de España, de haber arruinado al país con despilfarros suntuosos, de haber desvalijado las arcas del Estado para engrosar sus bolsillos, de haber sangrado a la hacienda pública con gastos desmesurados y superfluos, de ser el culpable de la derrota militar en Trafalgar por su ineficacia y de estar dirigiendo a la nación al desastre más absoluto.
Por todo Madrid se repartieron hojas volanderas y se colocaron bandos anónimos en las puertas de la villa en los que Godoy era caricaturizado de las maneras más burdas, señalándolo como responsable de la pobreza, el hambre, las epidemias e incluso de los bandoleros y de los terremotos que asolaban el país. La inquina contra el «Choricero» era tan grande que llegaron a difundirse unas tarjetas impresas en las que aparecían caricaturas y dibujos de la reina María Luisa en posturas indecorosas, sin apenas ropa o incluso desnuda, junto con el príncipe de la Paz, a la vez que al pie de los dibujos se podían leer coplillas y pareados alusivos a los amores adúlteros de la reina con Godoy y a la ruina a la que esa pareja de depravados estaba conduciendo a España. Sobre el rey Carlos IV los comentarios eran menos mordaces, pero cualquier lector avispado podía entender con facilidad que el monarca era el principal causante de la situación, al permitir que semejante individuo condujera las riendas del gobierno de la nación en unos momentos tan difíciles. No obstante, la mayoría del pueblo aceptaba la monarquía y su carácter absolutista, pues en esos pasquines y carteles se aseguraba que sólo un rey fuerte y valeroso sería capaz de sacar a España de su letargo y de su crisis.
Esa misma camarilla de adeptos a Fernando de Borbón estaba girando de tal modo en sus posiciones políticas en el otoño de 1807, que incluso los miembros de la más rancia nobleza ya habían abandonado definitivamente las viejas posturas anglófilas para decantarse por el apoyo a Francia. Creían que si Napoleón reconocía al príncipe Fernando como rey legítimo de España, nadie se atrevería a contradecirlo, de modo que no sería nada complicado conseguir la abdicación de Carlos IV, tal vez alegando alguna enfermedad, y colocar en el trono a su hijo y heredero legítimo. Estimaban que sólo así caería Godoy, y de esa forma podrían hacerse con el dominio de todos los resortes del Estado. Los consejeros del príncipe de Asturias abandonaron sus últimas dudas y decidieron enviar unos emisarios al emperador de Francia con un ofrecimiento de colaboración incondicional a cambio del reconocimiento para don Fernando.
Godoy estaba nervioso e inquieto como un gato enjaulado. Caminaba de lado a lado de su despacho en el palacio de Buenavista, dando vueltas en tomo a su mesa de piedra, una maravillosa pieza construida en forma de mosaico con mármoles toscanos de varios colores y patas de madera sobredorada que había diseñado hacía treinta años el arquitecto Sabatini.
—Es preciso actuar con rapidez, contundencia y eficacia. Los partidarios del príncipe de Asturias nos están ganando la partida. Sus agentes se encargan de difundir por todas partes la idea de que don Femando es «el Deseado», el único hombre capaz de acabar con los problemas que nos acucian. El número de sus seguidores crece por momentos y sus agentes han logrado convencer a algunos sectores de Madrid de que yo soy el único culpable de todos los males de la patria. De modo que presiento que, si no actuamos pronto y además lo hacemos con inteligencia, acabarán venciéndonos en todos los frentes.
»Mis agentes en el palacio real han interceptado una carta del príncipe de Asturias a su padre el rey en la que me critica con enorme dureza. Y algo peor: está divulgando por ahí el rumor de que la reina María Luisa y yo mantenemos una relación amorosa. Figúrate, su propio hijo acusándola de adulterio.
»Siéntate y mira esto, sobrino —Godoy se acercó a un armario y sacó de un cajón una carpeta con varios papeles—. Esas octavillas condenen coplas anónimas que los agentes del príncipe Fernando están repartiendo por Madrid. Léelas, se meten conmigo, con el rey y con la reina. Algunas contienen incluso grabados con caricaturas muy denigrantes hacia su majestad. Y quien está propiciando todo esto es el heredero. ¿Qué opinas de un hijo que calumnia y deshonra a sus propios padres?
^Tenemos que acabar con esta situación. He ideado un plan que no puede fallar; se trata de demostrar de manera incontestable que el príncipe de Asturias ha estado conspirando con el único objetivo de lograr la destitución de su padre, el rey Carlos, y así ocupar el trono de manera ilegítima. Todo el mundo tiene que saber que el príncipe a quien tanto idolatran es un traidor.
—Eso es muy peligroso —dijo Faria.
—Tengo todo calculado, no puede fallar. En cuanto el pueblo conozca las maquinaciones del príncipe, se alzará contra él y cuestionará de tal modo su derecho a la herencia de la corona que provocará que su padre el rey se cuestione su sucesión.
—Pero es el heredero legítimo.
—Ése es un mero capricho de la naturaleza que puede cambiarse si se demuestra que está actuando de forma aviesa y traidora, y además el rey tiene otros hijos, la corona no quedaría sin sucesor.
»Escúchame: hay que lograr pruebas evidentes y escritas de la conspiración que están tramando: papeles, cartas, informes, testigos, declaraciones, lo que sea. Encárgate de conseguirlas y te encumbraré tanto que cuando alces los ojos no verás por encima de ti otra cosa que las nubes.
La ambición de Godoy estremeció a Faria.
—Yo siempre he estado a su servicio, tío, pero ahora estoy confundido. Yo había imaginado otras cosas, y ya no sé cuál es la mejor opción para nuestro país, no sé cómo defender los verdaderos intereses de España, ni siquiera estoy seguro de cuáles son esos intereses.
—Desde luego, no están del lado del príncipe Fernando.
Faria reflexionó unos instantes.
—Haré lo que usted ordene, tío, pero antes quiero oír de sus labios una sencilla promesa.
—Te estás haciendo importante: ya te atreves a poner condiciones. Eso puede ser peligroso. Pero dime, ¿cuál es? —Godoy se sentó en su sillón tras la mesa del despacho.
—Que Cayetana Miranda salga de prisión de inmediato y sea puesta en libertad sin ningún cargo.
—Sabes perfectamente que no puedo cumplir esa condición.
—Claro que puede hacerlo, basta un indulto, un simple papel firmado y Cayetana quedará libre.
—Para que haya un indulto debe haber existido antes un juicio y una condena.
—Cayetana es la condición —asentó Faria.
——Atiéndeme, idiota enamorado: te dije que olvidaras a esa muchacha y no lo has hecho. Esa condición no puedo ni deseo concedértela, al menos hasta que tu amante sea juzgada. Pídeme cualquier otra cosa…
—Le repito, tío, que la única condición es Cayetana. Hace ya más de año y medio que está presa; demasiado tiempo para una mujer tan joven.
Godoy se levantó de su sillón tras la mesa del mosaico de mármol y se acercó a uno de los balcones del palacio de Buenavista.
—Eres un cabezota. De acuerdo, ordenaré la puesta en libertad de la muchacha, pero sólo cuando hayas logrado esas pruebas.
—La libertad de Cayetana es la condición que le pido, tío, no un premio a los resultados que obtenga.
—Pues yo te la ofrezco como premio, y es mi última palabra. Si tanto la amas, arriésgate por ella.
Ahora quien se levantó fue Faria. Se dirigió al otro lado del despacho del príncipe de la Paz, observó por la ventana cómo caían algunas hojas de los castaños y reflexionó unos instantes.
—Su libertad por las pruebas —dijo acercándose a Godoy y extendiéndole la mano.
—De acuerdo, sobrino. Has hecho un buen trato, tal vez piense en ti para futuros destinos diplomáticos.
Sellaron el acuerdo con un apretón de manos.
Durante varios días del mes de octubre Faria, acompañado por su ayudante el sargento mayor Morales recorrió todos los cenáculos madrileños en busca de información que comprometiera al príncipe de Asturias o a sus consejeros, se entrevistó con confidentes a los que ofreció elevadas sumas de dinero si lograban las pruebas que les demandaba e incluso sobornó a criados de don Femando para que le proporcionaran datos sobre reuniones, idas y venidas del príncipe y de sus consejeros más allegados.
Pero tras dos semanas de intenso trabajo, todo había sido inútil. Había recopilado decenas de testimonios y de acusaciones, pero ninguna prueba concreta, ni un solo papel o documento en el que se pusiera de manifiesto de manera evidente que Femando de Borbón estaba conspirando para derrocar a su padre el rey Carlos IV.
—No podré conseguirlo, Morales. No hay manera de lograr esas pruebas, y si no las obtengo, Cayetana acabará pudriéndose en la cárcel.
—Existe una solución, comandante.
—¿Cuál, dime cuál es?
—Crear esas pruebas —sugirió Morales.
—¿Te refieres a falsificarlas?
—Por supuesto.
—No resultaría —aseguró Faria.
—¿Y por qué no? Sabe usted que muchos documentos son tan falsos como una moneda de vellón sobredorado. La falsificación de pruebas y de documentos es una técnica tan vieja como el hombre. Es fácil: pagamos a alguien para que lo escriba, le añadimos el sello del príncipe y conseguimos dos testigos que aseguren por su vida y su honor que es verdad cuanto se dice en ese documento.
Faria estaba confuso. Sus sueños de ser el héroe perfecto, el hombre intachable, virtuoso y justo, se estaban esfumando como la neblina con el sol del mediodía. Había soñado con luchar en batallas en campo abierto, hombre contra hombre, y ahora estaba en el centro de una vorágine de intrigas, calumnias, conspiraciones y trampas donde el honor y la honra eran meras referencias en obsoletos libros de ordenanzas que nadie cumplía. Todo ese mundo en el que se había introducido sin apenas darse cuenta le producía una sensación de asco y vómito, pero tenía la impresión de que estaba atrapado como una mosca en una telaraña, de que había caído preso en una red de la que, por mucho que lo intentara, de ninguna manera podría escapar. Todo aquello le parecía cual si estuviera preparado y dirigido por una mano poderosa de la que nadie pudiera librarse.
Pero a pesar de que la separación y el tiempo habían menguado su pasión hacia Cayetana, Faria quería ayudar a esa mujer. Tal vez porque se sentía algo culpable de su situación, no podía soportar la idea de imaginarla en la cárcel, vejada y humillada, contemplando angustiada el paso de los días, todos iguales, uno tras otro encerrada tras las frías paredes de la lúgubre prisión, sin otra esperanza que aguardar una libertad que tal vez llegara demasiado tarde, o quizás a que la sorprendiera antes una muerte temprana causada por una enfermedad incurable. En esos momentos el deseo de volver a estar junto a ella podía más que cualquier otra sensación.
—¿Tiene usted alguna idea sobre cómo obtener esos documentos? —le preguntó a Morales.
—Conozco a ciertas personas que por dinero falsificarían a su propia madre.
—¿Quiénes son?
—Tipos poco recomendables.
—¿Son eficaces?
—Creo que sí.
—Entonces, hablemos con ellos.
Faria se llevó una enorme sorpresa cuando Morales le reveló que los falsificadores eran dos funcionarios de la secretaría del Ministerio de la Guerra. Hombres sin escrúpulos habituados a certificar recibos falsos, a alterar pagos en el ejército y a adulterar cualquier tipo de balance si eso les rendía algún beneficio. Faria y Morales se citaron con ellos en el centro de la pradera de San Isidro, un domingo por la mañana. Faria le había dicho a Morales que aquel lugar era un escaparate, y que tal vez hubiera sido más oportuno haber acordado el encuentro en un sitio más discreto, a lo que Morales repuso que ningún lugar menos sospechoso para una cita que la pradera de San Isidro.
—Éstos son los dos hombres de los que le he hablado, teniente coronel.
Faria miró a los dos individuos y entendió enseguida que no eran de fiar, pero que no tenía otro remedio que alcanzar un acuerdo con ellos.
—Me han dicho que ustedes son los mejores —asentó Faria.
—No le quepa duda.
—¿Pueden falsifi…, quiero decir, escribir cualquier tipo de documento y que parezca auténtico?
—Por supuesto, es que serán auténticos. Díganos qué tenemos que hacer y le daremos nuestro precio.
—Tienen que escribir una carta en nombre del príncipe don Fernando, en los términos que yo les redacte, signarla con su firma y sellarla con su sello. Tiene que ser tan perfecta que nadie sea capaz de distinguirla de una auténtica.
—¿Sólo eso? —demandó uno de los dos funcionarios.
—¿Tan sencillo les parece?
—¿Usted qué cree? Nos está proponiendo que falsifiquemos un documento del príncipe heredero, que imitemos su firma sin que se note el cambio y que robemos su sello o que lo falsifiquemos. Esto no se parece en nada a duplicar unos recibos o a emitir un pagaré bancario.
—Entonces, ¿es complicado? —preguntó Faria.
—Es muy complicado, pero lo haremos. ¿Para cuándo lo necesita?
—Para dentro de siete días, y no aceptaremos el mínimo fallo.
—Nos hará falta saber cómo es la firma del príncipe y su sello.
—Eso no supone ningún problema.
—En ese caso… serán veinte mil reales.
—Es mucho dinero, pero de acuerdo.
—En una semana tendrá su documento.
—Que sea en cinco días.
—Sea.
Una semana después de la entrevista de Faria y Morales con los dos falsificadores, un criado del príncipe de Asturias fue interceptado en El Escorial por agentes del rey. En una cartera de cuero portaba unos papeles escritos del puño y letra de don Fernando en los cuales se detallaba toda una trama secreta para derrocar a Carlos IV, acabar con su reinado y declararle inhábil para ejercer como rey de España.
Una carta circular firmada por di príncipe y dirigida a los principales cabecillas de la conspiración daba cuenta de los pasos seguidos y les conminaba a acabar con el reinado de Carlos IV y con el gobierno de Godoy.
—Aquí están los documentos que me pedía, tío. No hay duda, el príncipe de Asturias ha cometido un delito de alta traición —sentenció Faria, extendiendo a Godoy los documentos confiscados en El Escorial.
Godoy los miró con atención.
—La falsificación es excelente. Nadie advertirá que no son auténticos.
—¿Cómo sabe usted que no son auténticos?
—Porque los originales están en mi poder desde hace dos días.
—¡Qué! —se extrañó Faria.
—Te utilicé, mi querido sobrino. Gracias a ti, los acólitos de don Fernando descuidaron la guardia y la vigilancia. Se enteraron de que estabas buscando a alguien que falsificara esos documentos y se encargaron de tenerlo todo preparado para cuando los presentáramos. Explicarían entonces cómo se había gestado la falsificación, quién la había hecho, en qué consistía… Hubiéramos quedado como unos idiotas a los ojos de todo el mundo, y su majestad el rey me habría despedido, o quién sabe si encarcelado para siempre. Yo hubiera sido el acusado de conspirador y de alta traición, y mis huesos se habrían podrido en los calabozos de cualquier prisión militar.
»Pero no contaban con que entre ellos tuviera algunos agentes infiltrados que me proporcionarían los documentos originales de la conjura que traman. Y aquí están.
Godoy sacó de un cajón una carpeta con los documentos originales que probaban la conspiración de don Fernando.
Además de la carta circular a sus consejeros, semejante a la que había redactado Faria por indicación de Godoy, había un documento fechado en París con el sello imperial de Napoleón en el que el emperador francés daba su apoyo a don Femando y señalaba que, si el príncipe decidía ocupar el trono y sustituir a su padre, las tropas francesas le ayudarían a conseguirlo y a mantenerlo; incluso por las armas, si fuera necesario.
El propio Godoy había sobornado a un lacayo del rey para que colocara sobre la mesa del desayuno de don Carlos un atril con una carta anónima en la que se decía que el príncipe don Fernando estaba tramando una conspiración contra su padre y que la vida de la reina peligraba. El rey acudió esa misma mañana con unos guardias reales a los aposentos de su hijo don Fernando y allí incautó cartas y documentos que comprometían a su hijo en la conspiración. La trama ideada por Godoy había funcionado perfectamente.
El príncipe de Asturias fue arrestado, y don Carlos pensó incluso en revocar su testamento y alterar el orden a la sucesión a la corona, eliminando de su puesto como heredero a don Fernando.
—Me ha engañado…
—No, Francisco, has cumplido con la misión que te encomendé y lo has hecho bien, muy bien; serás recompensado por ello.
—Debió avisarme.
—El plan pasaba por que tú no supieras nada, pues en caso contrario toda la operación podría fracasar.
Godoy sonrió y sus ojillos azules se iluminaron como si en su interior se hubieran encendido dos velas.
—¿Y ahora?
—Ahora, a airear la conjura del príncipe contra su padre y que lo sepa todo el mundo. Vamos a ver qué queda de ese principito al que algunos empezaban a llamar «el Deseado».
Godoy ordenó remitir a todos los gobernadores de las distintas regiones una circular en la que se daba cuenta de la conspiración que contra la corona de España había organizado el príncipe de Asturias. En la imprenta oficial se editaron varios pasquines y memoriales en los que se informaba de toda la trama y se hacía una llamada a los españoles para defender la legalidad del rey Carlos IV y la legitimidad de su gobierno. A los nobles de todo el reino se les invitaba a la celebración de un Te Deum que tendría lugar en Madrid para dar gracias al Altísimo por haber logrado que se descubriera a tiempo la conspiración contra el monarca y así evitar que triunfara.
Pero en contra de los planes ideados por Godoy, | casi nadie creyó en que el príncipe heredero estuviera tramando semejante conjura, y si llegaron a creerlo, o no les importó o estaban de acuerdo con ello, porque al Te Deum sólo acudieron cuatro nobles, y Godoy consiguió todo lo contrario de lo que pretendía. Los nobles lo tildaron de advenedizo y lo acusaron de querer otorgarse una nobleza que no le pertenecía ni por linaje ni por comportamiento, los ricos hacendados se quejaron por los elevados impuestos que recaudaba el gobierno, y la Iglesia lo atacó con virulencia a causa de su enfrentamiento con el Santo Oficio, a quien Godoy apenas hizo caso, y por iniciar una serie de desamortizaciones que amenazaban muy seriamente el mantenimiento de la propiedad de las inmensas heredades eclesiásticas, fruto de siglos de donaciones y acaparaciones; y por último, el pueblo lo señaló como el culpable de todas sus penurias. Ahora era Godoy quien a los ojos de todos aparecía como un conspirador sólo preocupado por mantener su puesto y sus privilegios de poder, en tanto Fernando de Borbón era considerado como el futuro soberano que devolvería a España su grandeza y sus glorias perdidas.
Todo y todos estaban contra Godoy, que en una semana había pasado de ser el hombre más temido y respetado de España al más odiado y criticado. Una tarde, en una de las tertulias del palacio de Buenavista, pocos días después del fracaso del plan ideado por Godoy, Faria estaba conversando con el hijo del brigadier Alcalá Galiano, a quien acompañaba su madre, la viuda del ilustre héroe de Trafalgar. Junto a ellos Godoy comentaba gravemente con dos religiosos su estado de ánimo. Faria pudo oír con toda claridad cómo el jefe de gobierno confesó a los dos religiosos que lo que más le atraía era encerrarse en uno de esos eremitorios perdidos en medio de un desierto y que el mundo se olvidara de él y de que alguna vez había existido.
Pero Godoy seguía aferrado al poder con todos sus recursos, y el treinta y uno de octubre de 1807 Carlos IV dirigió, por instigación de su jefe de gobierno, un manifiesto a toda la nación. El monarca aseguraba que gracias a la diligencia de don Manuel Godoy, había sido desarticulada una trama que pretendía destronarlo y mostraba su amargura por haber estado encabezada por su propio hijo.
Don Fernando acudió contrito y desolado ante su padre. Le dijo que había estado mal aconsejado por Escoiquiz y por los duques del Infantado y de San Carlos, que su amor de hijo era superior incluso al de su amor por su rey y que jamás hubiera hecho nada que pudiera causar el menor daño a su progenitor. Arrodillado ante Carlos IV, llorando como un niño a quien han sorprendido robando un bote de confitura, Fernando de Borbón pidió perdón a su padre y le prometió que jamás volvería a confiar en malos consejeros.
Un desconsolado Carlos IV abrazó a su hijo entre sollozos y le concedió su perdón. Le aseguró que el amor de un padre a su hijo era la forma más grande de amor entre dos seres humanos, le reprendió con suavidad el haber hecho caso de consejos errados y le confirmó su amor y le ratificó sus derechos a la sucesión al trono de España, conminándole a que fuera un buen rey, pero cuando le correspondiera por la ley divina y por el orden natural de las cosas.
Godoy, pese a que había logrado acabar con la conspiración, no estaba contento. La opinión pública se manifestaba en su contra, los grandes nobles del reino apoyaban al príncipe de Asturias, Fernando de Borbón había recuperado el favor de su padre el rey y los cabecillas de la conjura, el taimado Escoiquiz y los duques del Infantado y de San Carlos sólo habían recibido el tibio castigo de un dorado exilio desde donde podrían seguir conspirando para acabar con su gobierno.
Tantos esfuerzos, tanto dinero gastado en confidentes y falsificadores no había servido para mucho. Faria tenía la sensación de que lo único que se había conseguido era ganar algo de tiempo, pero el principal problema seguía sin resolverse.
Mientras Carlos IV perdonaba a su hijo y la corte seguía aburriéndose en los palacios de los Reales Sitios varios regimientos del ejército francés esperaban en la frontera la orden para entrar en España. Acuciado por los problemas con el príncipe de Asturias y buscando el apoyo de Napoleón, Godoy había convencido a Carlos IV para que firmara un acuerdo secreto con Francia. Godoy era consciente de que la aproximación del príncipe Fernando a Napoleón y el apoyo de éste a su causa supondría el final de su poder, y por ello acordó con el embajador de Francia en Madrid un pacto mediante el cual España permitiría al ejército francés atravesar su territorio para facilitar la conquista de Portugal y a cambio ese país sería repartido entre Francia y España.
Con Faria ocupado en conseguir pruebas contra don Fernando y en desmantelar la campaña contra Godoy, varios regimientos franceses al mando del general Junot penetraron en España por los pasos de los Pirineos el dieciocho de octubre de 1807. Estas tropas no hicieron sino preparar la entrada masiva del ejército del general Dupont, que atravesó el Bidasoa con veinticinco mil hombres el trece de noviembre. En cartas remitidas desde la presidencia del gobierno a los gobernadores militares de las provincias se aseguraba que el ejército francés venía como aliado y amigo de España y se ordenaba que se le concedieran todas las facilidades mientras estuviera en el país.
La entrada de las tropas francesas en España quedó aprobada legalmente el veintisiete de octubre, cuando los delegados plenipotenciarios francés y español firmaron en la localidad francesa de Fontainebleau el tratado por el que ambas naciones se repartían Portugal.
En las negociaciones secretas se había acordado que Portugal quedaría dividido en tres partes. El tercio norte, las tierras de Oporto y Braga, pasaría a formar parte del reino de Etruria, bajo influencia francesa, en tanto que el sur, las tierras del Algarbe, formaría una especie de principado que se entregaría a Godoy, quien sería allí el señor natural aunque con una cierta dependencia del rey de España, a manera de un virreinato. Con respecto al centro, las tierras de la ciudad de Lisboa, se decía que más adelante se decidiría la forma en que serían gobernadas y a quién corresponderían. Para que Carlos IV no quedara en ridículo y menospreciado en este reparto, Napoleón aceptaba su futura coronación como emperador de las Américas.
El protocolo del tratado autorizaba a la entrada en España de veintiocho mil soldados franceses. En cuanto los reyes de Portugal se enteraron de la puesta en marcha en España de los contingentes militares franceses y de la firma del Tratado de Fontainebleau, se exiliaron en Brasil, que seguía siendo parte del imperio colonial portugués, con toda la familia real.
Moratín y Faria tomaban chocolate y picatostes en casa del teniente coronel de la guardia de corps. El conde de Castuera apenas podía contener su malestar por lo que estaba ocurriendo y su contradictoria actuación le había provocado una sensación de angustia que lo tenía bloqueado.
—De nuevo me asaltan miles de dudas, Leandro. He luchado contra los ingleses en Trafalgar y los sigo considerando enemigos de mi país, y he contribuido a que las tropas de Napoleón, a quien detesto, ocupen España. Soy leal a un rey que no merece ni pisar el polvo de las alfombras de los palacios en los que vive. Mi carrera en los guardias de corps se la debo a mi pariente Manuel Godoy, pero cada decisión que toma me aleja más de su lado. Soy conde, dueño de heredades y señor de vasallos, pero mi corazón está al lado de los que defienden las nuevas ideas en Europa y en los Estados Unidos de América. Y por si semejante cúmulo de contradicciones fuera poco, deseo a dos mujeres pero no sé a cuál de las dos amo, si es que en verdad amo a alguna de ellas.
—No es usted una excepción en estos convulsos tiempos que nos ha tocado vivir, Francisco. España es toda ella una loca contradicción. Aquí los ilustrados somos conservadores y defendemos la monarquía absolutista como la mejor fórmula de gobierno para los pueblos, aunque nos escandalizamos cuando esas mismas fuerzas conservadoras que defendemos han conducido a nuestras universidades a la decadencia y al retraso con respecto a las europeas; el pueblo pasa hambre y muchas otras carencias, pero se dejaría matar por besar la suela enlodada de los zapatos de su rey; la mayor parte de la nobleza vive ociosa en la molicie, mientras sus heredades pierden valor y sus rentas disminuyen a causa de la falta de actividad económica; los bandoleros asaltan a los viajeros en nombre del rey, quebrantan el tráfico comercial y en ciertos casos son tenidos como héroes por algunos; los comerciantes y los artesanos renuncian a buscar nuevos mercados por conservar lo poco que les queda… Así es nuestro país, Francisco, y tal vez no pueda ser de otra manera.
—Quizás haya algún modo de cambiarlo.
—Algunos creyeron que las ideas revolucionarias que se extendieron desde Francia por toda Europa calarían entre los españoles. Estaban equivocados. El pueblo español necesita una mano poderosa y autoritaria que lo gobierne. Sin un gobierno férreo, los españoles somos un caos. Fíjese en nuestra historia, Francisco; fuimos poderosos cuando nuestros monarcas eran fuertes y se mantenían firmes en su gobierno, con los Reyes Isabel y Fernando, con el emperador Carlos y con su hijo don Felipe. ¿Y qué ha ocurrido cuando los monarcas han sido débiles?: La ruina, la decadencia, el desgobierno…
»No, Francisco, no es usted la única contradicción viviente que camina por las calles de este país. Lo somos todos, todos los españoles. El partido que apoya al príncipe Fernando era contrario a Godoy y antifrancés, pero apenas tuvo dudas para volverse hacia Napoleón en cuanto convino a sus intereses. El propio Godoy era partidario de la neutralidad, y en cambio nos ha conducido a una guerra suicida contra Inglaterra, vinculando de tal modo la suerte de España a la de Napoleón que su ruina será la nuestra, si no se remedia antes; y si se remedia, no dejará de ser una ruina porque el triunfo de Napoleón significará la derrota de España.
»Fíjese en mí —se sinceró Moratín—, me consideran un ilustrado, un intelectual, he traducido el Cándido de Rousseau al castellano y creo como el gran Juan Jacobo que la esclavitud es ilegítima, pero vivo a la sombra benefactora del poder del gobierno y soy leal a una monarquía corrupta e inútil. Soy conservador, pero a la vez temo que la reacción de la Iglesia y de la nobleza acabe con todas las ideas liberales y con el progreso. Amo ser libre, pero tengo miedo a la libertad. No, Francisco, no es usted el único que vive sumido en una eterna contradicción.
Unas semanas antes de la Navidad de 1807, el tribunal en el que estaba siendo juzgada condenó a Cayetana Miranda a doce años de cárcel.
Faria se presentó en el palacio de Buenavista para pedirle a Godoy que cumpliera con lo acordado.
—Hace más de un mes que yo cumplí con mi parte del trato, ahora usted, tío, debe hacerlo con la suya. Cayetana ha sido juzgada y condenada a doce años. Le exijo que firme su indulto.
—¡Vaya!, creí que entrarías en razón y la olvidarías, pero ya veo que los deseos de tu entrepierna son más fuertes que las razones de tu cabeza. Está bien, la liberaré, pero…
—¿Pero…? Me dijo usted que…
—Te dije que la liberaría y mantengo mi palabra, pero tiene que salir de España; su libertad sólo es posible si se exilia.
—¡Ése no era el trato!
—Lo era. Yo te prometí que la liberaría, pero no que pudiera quedarse en España.
—Si se exilia, yo iré con ella —afirmó Faria rotundo.
—Ni lo sueñes. Si te marchas con una condenada perderás tus propiedades, toda tu herencia e incluso tu título nobiliario. ¿De verdad la amas tanto como para renunciar a todo eso? —inquirió Godoy.
—¿Me está haciendo chantaje, tío?
—Te estoy salvando, querido sobrino. Y he hecho por esa muchacha más de lo que crees. Tenía pendiente una grave acusación del tribunal del Santo Ofició de la Inquisición que se hubiera resuelto con un auto de fe. Si yo no lo hubiera impedido, la hubieran paseado por la calle vestida con un sambenito, hubiera sido condenada al garrote y su cadáver hubiera ardido atado a un poste. La Inquisición ya no es lo que fue, y en estos tiempos está empeñada en perseguir a falsas beatas y a inventores de milagros, pero los clérigos están asustados y temen que las ideas revolucionarias se extiendan por España, por lo que necesitan pocas excusas para encender hogueras en las que quemar a maestros, médicos y herejes. Tu amante hubiera sido una bruja perfecta para ellos y su ejecución una muestra de su poder y de su eficacia como verdugos.
»Ahora ya sabes todo, y da gracias de que siga viva esa joven.
Cayetana fue liberada un martes, poco después de mediodía. El indulto de Godoy iba acompañado de una orden en la que se concedían a la muchacha diez días para que abandonara España. Faria no fue a esperarla, pero el sargento Morales acudió en su nombre con una bolsa con dos mil ducados que Cayetana rechazó en principio. Morales la convenció para que aceptara el dinero, pues le sería muy necesario en su situación.
—¿Cómo lo ha pasado estos meses en prisión? —le preguntó el sargento, balbuceante.
—Bueno, comíamos pan negro, legumbres podridas y queso agusanado, en eso nuestra vida no era muy diferente a la de los pobres. Pero lo que no podía soportar era la falta de libertad —Cayetana miró a los lados y preguntó—. ¿Por qué no ha venido?
—Las cosas han cambiado en los últimos meses. Don Francisco es conde de Castuera y teniente coronel de la guardia de corps. Si lo vieran con usted, señorita Cayetana, o si se marchara siguiéndola al exilio, perdería todo, incluso su título y su graduación militar. Es d teniente coronel más joven que jamás ha habido en el regimiento, uno de los más jóvenes de Europa. Tiene por delante una gran carrera militar; si se fuera con usted…
—Yo aparecí en su vida dos veces, y las dos fue el destino quien nos unió, tal vez haya una tercera.
—Tal vez, señorita Cayetana. Don Francisco ha dispuesto un carruaje para que la lleve hasta Zaragoza; de allí sale una diligencia que va hasta Irún por Pamplona. Francia es el país más seguro para usted. Con estos dos mil ducados bien administrados puede vivir mucho tiempo.
—Vivir sin vida…
—Lo siento, señorita, ya sabe usted que la aprecio mucho, y el conde…
—Iré a Francia —le interrumpió Cayetana—; yo nací en Santurce y por allí solían acudir franceses. Tal vez me quede en Bayona o en Biarritz, así estaré cerca de mi tierra. ¿Sabe, sargento?, dicen que existe una montaña, en la frontera, desde la que se ve todo el valle del Bidasoa, hasta el mar, y que en los días claros se pueden vislumbrar las altas cumbres del Pirineo, siempre nevadas. Y hay un puente, sobre el río, que une las dos orillas, la francesa y la española, tal vez en ese puente, algún día…
Cayetana abrazó a Morales. El sargento mayor tuvo que inclinarse un poco y pudo ver en los ojos de la muchacha una brillante humedad, aunque no derramaron una sola lágrima.
—Que tenga usted un viaje cómodo —le deseó Morales.
—Me había acostumbrado a él; fue un error.
Cayetana subió a la calesa y se alejó calle abajo hasta que se confundió con otros carros y carretas y se perdió a la vista de Morales, entre el polvo y la neblina del atardecer que comenzaba a teñir de gris las calles de Madrid.
Francisco de Faria y Teresa de Prada acababan de hacer el amor. Esa misma tarde habían asistido a una función de ópera italiana en el Teatro de la Cruz y, después de sufrir una representación muy poco afortunada, habían decidido ir a casa del conde de Castuera para resarcirse del tedio que habían soportado en el teatro. Teresa se había empleado con ganas y el coronel tenía señaladas las huellas de los dientes de la joven en los dos hombros y le habían salido moraduras en torno a las marcas de los dos mordiscos.
—Un día me arrancarás un pedazo de carne —dijo Faria.
—Y me lo comeré, conde. Teresa lo dijo empujando a Faria de espaldas y colocándose sobre él, sentada a horcajadas sobre su pubis, moviendo las caderas con tanta lascivia como sólo ella era capaz de lograr.
—Todavía no sé qué es lo que me atrae tanto de ti —confesó Faria.
—Cierto misterio, la curiosidad por mi pasado en París…, a los hombres os encantan las mujeres que no son lo que aparentan.
»¿Qué es lo que te atraía de esa zorrita a la que has sacado de la prisión? —le preguntó Teresa, cogiéndolo desprevenido.
—¿Cómo sabes…?
—Vamos, Francisco, tus relaciones con esa muchacha son conocidas por todo Madrid. La llevaste a vivir contigo, salías con ella a pasear, al teatro, ¿cómo no iba a saberlo? Las mujeres pasamos muchas horas en casa y hay mucho tiempo para conversar. ¿Y de qué crees que hablamos?, ¿de política?, ¿de religión? No, no, casi siempre lo hacemos de hombres y a veces también de mujeres, y sobre todo de la relación entre hombres y mujeres.
—¿De todas las relaciones?
—Por supuesto. Ciertas conversaciones escandalizarían incluso a un carretero borracho.
—Entonces, ¿hablas con otras mujeres de tu relación conmigo, y con todos los detalles?
—Sí, claro, pero no con todos los detalles.
—De algunos también se escandalizarían tus amigas, como los carreteros.
—No creas, te asombraría saber qué es lo que son capaces de hacer ciertas damas de la nobleza con sus lacayos.
—Algo he oído.
—Algunas esconden bajo la apariencia de distinguidas y remilgadas señoras una tal lujuriosa fogosidad que no sería capaz de apaciguar ni un escuadrón de lanceros en fuegos.
—Conozco a algunos lanceros cuya virilidad te sorprendería —adujo Francisco.
—En tal caso, deberías presentármelos —replicó Teresa dibujando su más lasciva sonrisa.
Faria se giró sobre su torso con suma rapidez y con el brazo volteó a Teresa, colocándose ahora sobre ella. La sujetó con fuerza por las muñecas y le estiró los brazos por encima de la cabeza, a la vez que le abría las piernas empujando con sus rodillas. Aquella mujer sabía excitarlo como ninguna otra.
—Eres un demonio, quizás el mismo diablo. He leído que a veces el diablo suele aparecerse a sus víctimas masculinas en forma de una mujer hermosa y fría como tú; le llaman un súcubo. Si tuviera que imaginar a satán en forma de mujer, esa forma sería sin duda la tuya.
—Tal vez yo lo sea, tal vez hayas estado haciendo el amor con el demonio todos estos meses y estés condenado al eterno fuego del infierno por ello.
—Aunque no lo seas… es lo mismo, pues te has quedado con mi alma.
Faria estaba tan excitado como un garañón en celo, y sin soltar las muñecas de Teresa, empujando con sus rodillas hasta separar completamente las piernas de la muchacha, volvió a penetrarla con todo su vigor, empleándose con tanta fuerza que ni siquiera el ruido del cabecero de la cama golpeando contra la pared mitigaba los sonoros jadeos de la pareja de amantes.
Ingentes efectivos del ejército francés siguieron entrando en España y apostándose en las principales ciudades del norte durante todo el invierno. A mediados del mes de enero de 1808 ya eran cien mil los soldados franceses acantonados en las plazas estratégicas españolas. Por todo el país corrían rumores sobre la verdadera causa de la presencia francesa en España. El malestar popular empezaba a hacerse evidente, y de vez en cuando estallaban algunos altercados entre españoles y franceses que se solían saldar con la mediación enérgica de las autoridades de ambas partes. La altivez de los soldados del emperador era la principal fuente de conflictos. Algunos soldados franceses aseguraban a voz en grito en las tabernas que los españoles eran muy malos amantes y que las españolas no habían sabido cómo era de verdad un hombre hasta que no se habían acostado con los soldados de la Grande Armée. Y es que las prostitutas de los burdeles de las ciudades preferían en verdad a los franceses, pero no por su superior capacidad amatoria, sino porque, además de tener mejores modales que los clientes españoles, los soldados de Napoleón pagaban más y mejor por sus servicios. También había españoles que decían que las prostitutas eran al fin y al cabo la mejor arma del ejército español, pues entre la sífilis, la gonorrea y las purgaciones que contagiaban a los soldados, una sola prostituta era capaz de causar más bajas al ejército imperial que todo un regimiento de granaderos.
El nueve de enero entró en España el mariscal Moncey, y pocos días después el general Dupont se instaló en Valladolid con su cuerpo de ejército. El general Dulhesme entró por Cataluña con el pretexto de que sus tropas iban a reconquistar Gibraltar para entregarlo a los españoles. Las estratégicas ciudadelas de Figueras y Barcelona en Cataluña, y la de Pamplona en Navarra, que en su día fueron construidas para hacer frente a una hipotética invasión francesa, fueron ocupadas pacíficamente por los soldados de Bonaparte. A fines de enero Napoleón tenía a toda España al alcance de sus soldados. El emperador evaluó la situación y sobre un mapa en el que se reflejaba la distribución de los ejércitos imperiales en España les aseguró a sus generales que bastaría una sola orden suya para someter a todo el reino de Carlos IV. El ambicioso corso ya no se contentaba con quedarse para sí una parte de Portugal, pues, a la vista del despliegue de sus tropas, observó que le sería fácil conquistar toda España y convertirla en un protectorado de su imperio.
Fue entonces cuando alteró sus planes. Ordenó redactar un nuevo tratado mediante el cual Francia recibiría de España las tierras simadas entre el Ebro y los Pirineos, unos territorios secularmente apetecidos por los soberanos franceses desde que Carlomagno, allá por el año 800, denominara a esta tierra como la Marca Hispánica y tratara en vano de someterla a su dominio; a cambio, el tercio central de Portugal comprendido entre el Tajo y el Duero, los territorios que habían quedado por asignar en el tratado de Fontainebleau, serían para España.
Ebrio de poder y de gloria por sus victorias militares, Napoleón estaba dispuesto a someter a toda Europa a las águilas francesas. El dos de febrero su ejército entró triunfante en Roma, y ese mismo día, tal vez excitado a la vista de las monumentales ruinas de los foros imperiales, decidió la invasión y conquista de España. El día veinte el mariscal Murat fue nombrado comandante supremo de las fuerzas francesas y lugarteniente del emperador en España. De hecho, se daba el primer paso para convertir a España en una provincia del imperio francés.
Un lacayo de Godoy se presentó en casa del conde de Castuera con un mensaje urgente. El príncipe de la Paz requería la presencia inmediata del teniente coronel Faria. Francisco se vistió con su uniforme y salió hacia Buenavista todo lo deprisa que pudo.
—El ejército francés ha ocupado la mitad norte de España. Napoleón nos ha engañado; todas sus promesas, todos sus pactos, todos los tratados, su propia palabra… no valen nada. Hemos caído en una trampa tan antigua como eficaz. Hemos consentido que las tropas francesas entraran en nuestro país convencidos de que su destino era Portugal, y nos hemos encontrado con nuestras ciudades en sus manos, como un nuevo caballo de Troya. Ahora veo claro que el objetivo no era la vieja Lusitania, sino la misma España. —Godoy le explicaba a Faria la difícil situación en su despacho, apoyado en su mesa de mármol.
—En Madrid no hay franceses —dijo Faria.
—En Madrid todavía no, pero sí en las ciudades del norte. He ordenado hacer un recuento a los gobernadores militares de las provincias del norte, y han estimado que son unos cien mil los soldados franceses ahí estacionados. Con semejante volumen de tropas acantonadas en nuestro país, en cuanto Napoleón lo ordene, España será suya.
—¿Qué podemos hacer, además de luchar?
—Esta misma mañana he estado sopesando dos posibilidades. La primera consiste en trasladar al rey y a la corte a Sevilla y plantar resistencia a Napoleón desde Andalucía. Fortificados en los pasos de Sierra Morena podríamos aguantar por algún tiempo, tal vez ocho o nueve meses; un año si logramos defender bien los puertos. Francia es muy poderosa, pero no sé si está en condiciones de soportar por mucho tiempo tantos frentes abiertos: España, Austria, Suecia, Rusia, Inglaterra… toda Europa contra una sola nación es demasiado, incluso para el mismo Napoleón.
—¿Y si a pesar de todo consiguiera romper nuestras defensas en Sierra Morena y llegar hasta Sevilla?
—Entonces pondríamos en práctica la segunda posibilidad. Los reyes serían trasladados a América y plantearíamos una nueva reconquista de España desde las colonias; ya lo hicimos siglos atrás con los árabes.
—¿Y sí planteáramos una lucha total, en todos los frentes, con levantamientos por todas partes contra los franceses?
—Hoy apenas somos capaces de movilizar a cincuenta mil hombres, y no muy bien armados. Nada podríamos hacer frente a los regimientos bien entrenados y perfectamente equipados de Bonaparte.
—Me refiero a una guerra total en las ciudades, en los caminos, en el campo, en las montañas, miles de pequeñas partidas de combatientes que acosaran en todo momento y sin descanso a las tropas francesas, que cortaran sus suministros, que se emboscaran y atacaran como los lobos, soltando rápidos zarpazos y huyendo de inmediato. Esa táctica les fue muy bien a los franceses en el mar.
—¿Propones que luchemos como si fuéramos bandoleros, corsarios o piratas?
—Exactamente así.
—Bucaneros en tierra firme.
—Con semejante desproporción de fuerzas regulares, no veo otra manera de combatir al francés. Cada español sería un soldado, en cada aldea habría un fortín. No nos pueden matar a todos.
—Tal vez tengas razón, pero para que esa táctica tuviera éxito deberíamos contar con el pueblo, y no está preparado para combatir en una guerra, sería una masacre.
—En la Armada hay muchos oficiales sin destino que, a falta de barcos en los que enrolarse, estarían dispuestos a combatir en tierra si fuera necesario. Trafalgar dejó sin buque en el que servir a muchos oficiales de la marina que podrían adiestrar a campesinos para convertirlos en soldados.
—La guerra en tierra es distinta a las batallas en el mar.
—Tal vez, pero esos oficiales son extraordinarios y creo que muchos de ellos tienen una cuenta pendiente con Napoleón.
—Será con Inglaterra.
—No, Nelson y Collingwood vencieron en buena lid; aprovecharon su ventaja táctica y supieron obtener buen rédito de nuestros errores. La mayoría de los oficiales que lucharon en Trafalgar sigue atribuyendo la culpa de la derrota en aquella batalla al mando del inepto Villeneuve. Gravina, Churruca, Alcalá Galiano y otros muchos valerosos marinos están muertos a causa de la incompetencia del almirante francés; los oficiales que sobrevivieron al desastre de Trafalgar lo saben y no lo olvidarán nunca.
—Necesitaremos de la ayuda y la unión de todos los españoles. Creo que es hora de intentar un acercamiento al príncipe Fernando. Yo no puedo hacerlo personalmente, nos separan muchos años de enfrentamientos y rencores, pero tú sí puedes. Voy a procurar que te reciba; le explicarás cuán difícil es el momento que atravesamos y le dirás que España necesita de la unidad de todos sus hombres para su propia salvación. Ofrécele un acuerdo: yo lo reconoceré como rey si él me acepta como jefe de gobierno.
—¿Y don Carlos? —preguntó Faria un tanto sorprendido por el repentino cambio de Godoy.
—Eso déjalo de mi cuenta. Yo convenceré a don Carlos para que abdique en su hijo. Entiéndelo, sobrino, sólo pretendo lo mejor para España.
El invierno tocaba a su fin. El paseo del Prado comenzaba a estar cada día más concurrido por madrileños que acudían a disfrutar de los cálidos rayos de sol de mediados del mes de marzo. Todo discurría como si no estuviera pasando nada, pero Murat, el comandante en jefe del ejército francés, estaba ya en las inmediaciones de Madrid.
Moratín acudió a casa de Faria, que estaba leyendo Vidas de españoles célebres, un reciente libro de Manuel José Quintana en el que se recogían varias biografías de héroes como El Cid, Guzmán el Bueno y el Gran Capitán.
—Tenemos a los franceses a las puertas de Madrid. Se dice que sus cañones apuntan a los barrios del norte desde las colinas del camino de Guadarrama —comentó Moratín.
—Han ocupado las principales ciudades del norte de España sin que nos diéramos cuenta del peligro que eso suponía, y ahora ya están aquí —repuso Faria.
—¿Sabe usted lo que significa eso?
—Claro, la guerra.
—¿Contra los franceses?, ¿sabe usted lo que está diciendo? ¿Con qué nos vamos a enfrentar a sus cañones y a sus regimientos de caballería?, ¿con piedras y con boñigas de caballo? ¿Y a sus fusiles?, ¿con horcas y con cuchillos para trinchar pollos? —inquirió Moratín.
—Una guerra total. Cada español será un soldado, en cada esquina de cada calle, en cada recodo de cada camino, en cada rincón de cada aldea habrá un luchador por la independencia.
—Nos harán picadillo. Aseguran que hay más de cien mil soldados franceses en España…
—Tal vez ciento veinte mil —puntualizó Faria.
Mucha gente se marchará a Inglaterra, a América, a donde pueda. Y los primeros que emigrarán serán los mejores, los más preparados. Y el pueblo, la masa… ésos son imprevisibles. En su estado de hambre y miseria deberían de acoger a los franceses con los brazos abiertos, pero preferirán seguir con sus cadenas.
—Vaya, Leandro, habla usted como un liberal.
—Tal vez se me haya pegado algo de esos intelectuales franceses a los que traduzco; o su ardor juvenil, mi querido amigo.
Hacía un frío húmedo aquella mañana de principios de marzo en Aranjuez. Carlos IV, enfermo de reuma, desayunaba a la lumbre de una nutrida chimenea un caldo de gallina, dos pichones y un buen pedazo de queso. El rey había decidido pasar la mañana trabajando en el taller de carpintería de palacio, lijando y barnizando el marco de un gran espejo de la época de Fernando VI que necesitaba una reparación y un nuevo estofado con pan de oro.
Godoy había llegado a Aranjuez la noche anterior y aguardaba a que el monarca acabara su desayuno para despachar con él.
—Majestad, ¿cómo os encontráis esta mañana? —preguntó Godoy.
—Muy bien, Manuel, muy bien. Listo para reparar un hermoso espejo de mi tío el buen rey don Fernando VI. La humedad del invierno ha deteriorado el marco y quiero dejarlo como nuevo.
—Señor, he venido para exponeros un grave contratiempo. Las tropas francesas están acantonadas en las principales ciudades del norte de España.
—Ya acordamos que así sería en tanto atravesaran nuestro reino para conquistar Portugal; eso pactamos al menos.
—Sí, así es, señor, pero su estrategia de despliegue no se corresponde con el de un ejército que pretenda conquistar Portugal, sino con el de un plan de ocupación de nuestro país.
—¿Insinúas que Napoleón nos ha engañado?
—Quizás. El pacto a que llegamos con el emperador consistía en que nosotros permitiríamos el paso de sus ejércitos por España y que una vez conquistaran Portugal lo repartiríamos, pero los franceses se han instalado en los puntos más estratégicos y se han desplegado sobre Madrid.
—¿Han llegado a la capital?
—No, todavía no, pero se encuentran a muy poca distancia de aquí; los barrios del norte están al alcance de sus cañones. Además, han ocupado posiciones muy firmes en Barcelona, Zaragoza, Bilbao y otras plazas de la mitad norte.
—¿Cuántos son?
—Unos cien mil soldados divididos en varios cuerpos de ejército.
—¡Cien mil! —exclamó Carlos IV—, ¡hay cien mil soldados franceses en mi reino!
—Sí, majestad; sólo a las puertas de Madrid forman ya cerca de treinta mil.
—¿Y de cuántos soldados disponemos nosotros en Madrid?
—De poco más de ocho mil. Aquí está el informe que ayer mismo me pasó el capitán general de Madrid.
En el estadillo que firmaba Francisco Javier Negrete, capitán general de Madrid, se decía que en la capital del reino había destacados seis escuadrones de carabineros reales, cuatro batallones de guardias de corps, una compañía de la guardia real y varios batallones de los regimientos de Aragón, Saboya, Lusitania, dragones del rey, húsares de María Luisa y granaderos de marina; sumando soldados y oficiales la cifra ascendía a ocho mil seiscientos veinte hombres. Tras el minucioso listado, el capitán general añadía en su informe que a la insuficiencia de tropas y a su composición, dedicadas a escolta y protocolo, se unía la escasez de armamento y de munición, la carencia de un plan estratégico para la defensa de Madrid y la falta de baluartes y castillos donde protegerse de un posible ataque.
Madrid carecía de murallas; desde que se rebasaran las medievales, a nadie se le había ocurrido que la capital de la primera potencia del mundo en los siglos XVI y XVII pudiera ser asaltada por un ejército extranjero. Cádiz, La Coruña o la misma Barcelona sí eran susceptibles de un asalto desde el mar, en un acto de piratería a gran escala, como ya ocurriera con los asedios de los ingleses a Cádiz o a La Coruña en los siglos anteriores, pero Madrid estaba a una semana de viaje de la costa más cercana y parecía inmune a cualquier acción de conquista. La capital estaba rodeada de una sencilla cerca de adobe y ladrillo, una simple tapia en la que se abrían cinco puertas y doce portillos, cuya única finalidad era evitar que se colaran dentro de la ciudad mercancías y suministros sin pagar el correspondiente impuesto.
—Esta tarde vamos a pescar al estanque; ayer estuvimos paseando con la barca real y vi nadar unas truchas enormes. Ordenaré que nos preparen para cenar las que pesquemos.
—Majestad, debemos tomar alguna medida urgente, o vuestro reino y vuestro trono estarán en grave peligro.
—Sí, sí, ocúpate de ello con la reina; hoy se ha levantado un poco tarde, le dolía la cabeza, según me ha dicho una de sus damas. Almorzaremos luego juntos, ahora me esperan el maestro carpintero y el espejo de un rey.
En Aranjuez vivían esos días casi todos los ministros y toda la corte. De espaldas a lo que estaba ocurriendo en el país, los cortesanos cazaban y pescaban, degustaban suculentos banquetes, celebraban largas tertulias en torno a mesas bien provistas de vinos y dulces, holgaban en las barcas que navegaban de uno a otro extremo del gran estanque junto al palacio real, paseaban por las tardes por las calles, parques y paseos de Aranjuez mostrando sus lujosas carrozas, todas ellas decoradas con vivos colores, desde las que se saludaban unos a otros, sobre todo las mujeres, de una manera aparatosa, en un ir y venir sin sentido, una especie de carrusel de las vanidades en el que las damas más distinguidas vestían sus mejores vestidos, sombreros y mantillas de encaje y los hombres sus más elegantes trajes, fracs y levitas grises abotonadas. Hasta los marqueses de Tavares, recién llegados de París, se habían trasladado a Aranjuez y paseaban por sus calles con una carroza de figura esferoide, de las llamadas de combés, que superaba en lujo incluso a la de los mismos reyes. Los nobles solteros deambulaban ociosos montados en sus caballos enjaezados con atalajes dorados, ufanos con sus calzones cortos ajustados con lazos sobre las rodillas y sus botas acampanadas de cuero.
Los mismos reyes, el príncipe de Asturias y los infantes e infantas solían pasear muchas tardes, aquéllas en que el tiempo lo permitía, a pie, mezclándose entre la gente. Pasear a pie era considerado en Madrid de mal gusto y todo el mundo de cierto nivel lo hacía en coche, pues lo contrarío era rebajarse demasiado, pero en Aranjuez era distinto, y los reyes pretendían con ello acercarse un poco al pueblo y aparentar que eran seres normales. Un tropel de curiosos solía ir detrás de las infantas, siguiéndolas entre los edificios porticados y los jardines en sombra. Cuando llovía o hacía frío, el rey y la reina invitaban a centenares de nobles, ministros y altos oficiales y funcionarios a los salones del palacio real de Aranjuez. Allí se servían vinos, pastas, laminerías y chocolate caliente. De vez en cuando el rey cogía un violín, ordenaba formar al cuarteto de cuerda y ante la corte tocaba piezas de Brunetti, Haydn, Mozart y Vanhal.
En algunas cenas con embajadores extranjeros, de los que siempre había unos cuantos pululando por los salones de palacio, los jardines o los paseos de Aranjuez, la reina lucía la famosa perla La peregrina, magnífica en su óvalo enmarcado con diamantes y cincelada en medio de una lámina de oro.
—Su majestad el rey ha delegado en vos, señora, para que tratemos el grave asunto de la presencia de tropas francesas en España.
Godoy hablaba con la reina poco antes del mediodía, en tanto Carlos IV sudaba copiosamente mientras lijaba en el taller de carpintería el marco del espejo que estaba ayudando a restaurar.
—Nunca me gustó ese Napoleón, tal vez debimos de unirnos con Inglaterra cuando su rey nos propuso una alianza.
—Los ingleses acosaban a nuestra flota, señora.
—¿Sabes, Manuel?, nuestro gran error ha sido meternos en medio de la trifulca de dos gigantes que están tan a la par en sus fuerzas que no consiguen vencerse el uno al otro. ¿Y qué nos ha ocurrido?, pues lo esperable en estos casos, que las mayores bofetadas han sido para nosotros. Napoleón ha vencido a austríacos, rusos y prusianos y ha logrado gloria y territorios para Francia, e Inglaterra nos derrotó en Trafalgar y consiguió el dominio en los mares y el monopolio del tráfico comercial con América. ¿Y nosotros? Perdido lo mejor de nuestra flota en Trafalgar, hemos dejado de ser una potencia naval, y, carentes de un ejército de tierra tan poderoso como el francés, nada podemos hacer ante las experimentadas tropas de Bonaparte.
—Pero, majestad, yo he hecho cuanto he podido, he dedicado toda mi vida…
—Si no te culpo, Manuel, tú tienes toda mi confianza, y la de mi esposo el rey. Culpo a este populacho, descontento y huraño con sus deberes para con su rey y con su gobierno, poco diligente en el trabajo y siempre predispuesto al motín y a la revuelta.
»¡Ah, Manuel, cuánto envidio al entregado pueblo inglés! Siempre disciplinado y obediente, atento al servicio de sus reyes y nobles, dispuesto a ofrecer su vida por la gloria de su país y de su soberano, listo para entregarse a los más grandes sacrificios en beneficio de su patria. ¡Ojalá gobernáramos sobre un pueblo como el inglés; con súbditos como ellos conquistaríamos el mundo!
—Lo hicimos una vez, señora —puntualizó Godoy.
La reina María Luisa sorbió un corto trago de su taza de café con leche y concluyó:
—Tal vez aquellos españoles eran distintos a los de ahora. No obstante, pase lo que pase, espero que sepamos obrar con la dignidad que nuestros altos puestos nos exige. Y ahora vayamos a almorzar.
Faria había recogido en Madrid varios informes de confidentes sobre la estimación del pueblo para con los reyes y Godoy, y salió con ellos bajo el brazo hacia Aranjuez.
Las conclusiones no eran nada halagüeñas: el pueblo aborrecía a la reina María Luisa casi tanto como a Godoy, que sin duda era el personaje más detestado del reino. Carlos IV era amado por la mayoría y el príncipe Fernando era objeto de una adoración tal que mucha gente pensaba que era el único capaz de sacar a España de la grave crisis en la que estaba sumida.
—Tío, el malestar en Madrid va en aumento. Todo el mundo sabe que los franceses están a las puertas de la ciudad y el descontento popular se extiende como una mancha de aceite. Algunos exaltados hablan de empuñar las armas y de defender la capital de lo que consideran una invasión extranjera. Se afirma que el rey y el gobierno han claudicado y que en cuanto se atisbe el menor peligro huirán a América llevándose las enormes riquezas de sus palacios y dejando al pueblo abandonado a su suerte.
—¿Quién ha dicho eso? —demandó Godoy.
—Es una información de nuestros agentes. La han recogido en tabernas, fondas, posadas, mercados y en la propia calle.
—¡Populacho! Te dejas la vida por ellos y te lo pagan con calumnias. No merecen sino mi desprecio.
—La gente está muy crispada, tío.
—Dales pan, toros y teatro y estarán contentos.
—Tal vez necesiten algo más.
—¿Qué más puede necesitar el populacho?
—Libertad.
—¿Libertad dices?, ¿como los franceses? ¿De qué les ha servido la libertad? La Revolución predicaba la libertad y sólo trajo muerte, destrucción y odio. Querían acabar con los nobles y con los reyes y ahora tienen más nobles que nunca y un emperador que es como varios reyes a la vez. Esas desgracias son las que trae la libertad. Lees demasiados libros franceses, deberías volver a tus lecturas, a nuestros grandes autores religiosos, a las crónicas de nuestro pasado glorioso. No olvides que eres el conde de Castuera, del linaje de los Faria, grandes señores de Extremadura.
—No lo olvido, y por eso creo que la nobleza debe estar sobre todo en el corazón.
—Iluso. Hoy cenaremos con los reyes en palacio; están invitados varios embajadores y varios nobles, confío en que actúes como lo que eres, uno de ellos —dijo Godoy, dando por zanjada la discusión.
Ni Godoy ni María Luisa ni el extraviado Carlos IV atendieron a los avisos del coronel Faria. El enfado popular iba en aumento en aquellos días de marzo y los rumores se extendían por todas partes. Se decía que Godoy había vendido España a Napoleón y que a cambio de ese servicio el emperador lo nombraría rey de los Algarbes, una especie de protectorado que Bonaparte cedería a Godoy en el sur de Portugal para pagar su traición a los españoles y como recompensa por haberle facilitado la ocupación del país.
Tuvo que esperar la respuesta algunos días, pero el príncipe Fernando recibió al fin a Francisco de Faria como enviado de Godoy. El príncipe de la Paz había solicitado esta entrevista mediante varios intermediarios y don Fernando había aceptado concederla.
El conde de Castuera aguardó durante más de una hora en la antecámara de uno de los salones del palacio del príncipe hasta que un lacayo lo invitó a pasar a presencia de su alteza.
Grueso y fuerte como un buey, macizo y robusto como un percherón, la cabeza grande y voluminosa, la frente amplia y ligeramente cubierta por los mechones de un flequillo rebelde, los ojos oscuros, redondos y fríos bajo unas cejas bien marcadas y enarcadas, la nariz poderosa y ancha, los labios finos y mal perfilados, la barbilla con un mentón rotundo y destacado y el pelo castaño claro, con patillas gruesas y largas. Así era el aspecto del futuro rey de España.
—Al fin lo conozco personalmente, conde. Me ha causado algunos problemas en los últimos años, pero no tema, yo olvido pronto.
—Alteza, yo…
—No, no, usted ya no me preocupa. Tal vez hace algún tiempo, cuando andaba por ahí incitando a la gente contra mí… ¿Sabe usted?, hubiera sido muy fácil eliminarlo. Aquel altercado en el teatro fue un mero aviso. Aquellos hombres tenían instrucciones de asustarlo un poco; si hubieran recibido órdenes de matarlo, ahora sería usted un cadáver.
Faria recordó aquel día en que Morales y él acudieron al teatro a ver a Rita Luna y dos sicarios les amenazaron con navajas en medio de la confusión del público.
—¿Fue su alteza quien los envió?
—Bueno, digamos que lo hizo un amigo que sólo desea mi protección. Pero vayamos al grano, Faria, ¿qué plantea ahora su pariente?
—Su excelencia don Manuel Godoy me envía para proponeros un trato.
—¡Vaya!, ahora, precisamente ahora que su posición es débil y la mía la más fuerte. Bien, veamos de qué se trata.
—Don Manuel está dispuesto a reconoceros como rey de España y a conseguir la abdicación de don Carlos IV a cambio de que vos, alteza, lo refrendéis como jefe del gobierno y le conservéis todos los cargos, títulos y honores que vuestros augustos padres le han concedido.
—El buen Manuel… Mi madre cree que le será fiel hasta la muerte… Mi madre… ¿Habéis visto el retrato de mi familia que hizo don Francisco de Goya? Muchos opinan que mis hermanos pequeños se parecen a vuestro tío. Algunos lo achacan con ironía a que la influencia de Godoy llega a todas partes, pero otros dicen que vuestro tío se metió alguna que otra vez en la cama de mi madre. ¿Y usted, conde, qué opina de todo ello?
—Que quien afirma eso calumnia a mi reina, alteza, y que miente.
El príncipe de Asturias sonrió. Sus ojos denotaban ambición sin límites y su rictus era el de un hombre cruel y sin escrúpulos, capaz de vender a su madre al mismísimo diablo con tal de lograr sus propósitos. Si la amoralidad tuviera un rostro humano, ése sería sin duda el del príncipe de Asturias. Se le veía impaciente por alcanzar el trono, y no dudaría en calumniar, mentir y traicionar a quien hiciera falta y cuantas veces fuera necesario para alzar sobre su cabeza la corona del reino de España.
Faria había tenido en más de una ocasión la tentación de saltar sobre el cuello de Carlos IV y estrangularlo a causa de su desgana por los asuntos de Estado y por estar más pendiente de cazar perdices o de lijar sillas que de gobernar el país, pero a la vista de los oscuros ojos del príncipe, que rezumaban envidia, odio y traición, compadeció a los españoles si alguna vez tenían la desgracia de caer en manos de aquel individuo.
—Me alegra que defienda a mi madre, conde, hasta las arpías fueron creadas por Dios y les dio un lugar en la tierra, pero no en los palacios reales, sino en los pedregales y en las cuevas, que es su sitio natural. Y en cuanto a la propuesta de vuestro tío…, déjeme que le diga una cosa, y transmítasela así a Godoy: ni aunque me ofreciera todo el imperio inglés embalado en una caja de oro lo admitiría a mi lado. Ese hombre ha intentado humillarme cuantas veces ha tenido ocasión para hacerlo; yo soy el heredero legítimo a la corona de España y el Choricero no es sino un advenedizo soldado de fortuna que tuvo la suerte de que una reina inane se encaprichara de él.
»Yo lo maldigo y le deseo que se pudra cuanto antes en el infierno, que es donde por sus pecados le corresponde estar.
—Pero alteza, los franceses están acantonados a las puertas de Madrid, debemos estar todos unidos, o en caso contrario sólo gobernaréis un reino de cadáveres y de muerte, o un recuerdo imposible.
—Mejor gobernar un cementerio o una quimera que tener como primer secretario a esa víbora. ¡Cómo puedo confiar en alguien que es capaz de vender a quien lo ha colocado en su puesto para mantenerse en el mismo con una traición!
»El pueblo me desea, me aclama, quiere que yo sea su rey, y odia a Godoy y a mi… a la reina. Godoy es el culpable de las penurias que atraviesan los españoles, y dice usted que lo ratifique en su puesto a cambio de que me reconozca como rey… Sepa, señor conde, que si en mi futuro gobierno apareciera su tío como jefe del mismo, yo sería tan odiado por mi pueblo como lo es él. Dígale que su única salida es el exilio y su único capital su propia vida. En cuanto a usted, conde, podrá quedarse aquí en Madrid, me he comprometido a mantener en sus puestos a todos los oficiales del ejército que me juren fidelidad; en caso contrario puede ir preparándose para acompañar a su tío al exilio, porque si no me jura lealtad, no le auguro un final feliz. Ya me entiende. Usted pertenece a una de las familias más nobles de Extremadura, y por lo que sé, todavía no existe un heredero al condado de Castuera. Si usted traicionara a su soberano, perdería su puesto, sus cargos y su título, que pasarían a la corona. Piénselo, conde, piénselo bien y pronto.
Faria salió de su entrevista con el príncipe de Asturias tan confuso como un preso al que hubieran liberado sin previo aviso, a la luz del mediodía y en medio del paseo del Prado un soleado domingo de junio tras haber permanecido en una celda aislada de los sótanos de la cárcel de la Inquisición durante diez años.
Godoy esperaba ansioso el regreso de Faria; de la respuesta del príncipe Fernando dependía su futuro. El jefe del gobierno de Carlos IV sabía que el pueblo estaba contra él, que era considerado el culpable de todos los males del país y que en esas condiciones sólo un nuevo rey de España podía rehabilitarlo a los ojos de la gente. Mientras esperaba a Faria pensó que tal vez pudiera desviar las críticas que recaían sobre su persona hacia el rey Carlos IV y la reina María Luisa. Sí, sería fácil convencer al pueblo de que el rey don Carlos había abandonado sus tareas de gobierno y de jefe del Estado para dedicarse a la caza, a la pesca y a la marquetería.
Faria llegó a Buenavista, donde Godoy le esperaba hecho un mar de dudas y de impaciencia.
—¿Qué ha ocurrido, qué te ha dicho el príncipe? —le espetó enseguida.
—No acepta el trato.
—¡Qué! —Godoy estaba lívido.
—Se negó a cualquier propuesta de su parte, tío. Me ha dicho que, ejem… —carraspeó Faria—, que o exilio o… muerte.
—¡Maldito bastardo! —El semblante de Godoy mudó por completo.
—Su situación es muy delicada, tío. El rey y la reina siguen ajenos a cuanto ocurre a su alrededor, no se dan cuenta de que la mayoría de los cortesanos apoyan a su hijo Fernando. Hace meses que los partidarios del príncipe de Asturias están tramando una revuelta, ahora con más indicios de éxito que la anterior, y el perdón del rey a su hijo los ha animado a seguir.
—Pero todavía tengo amigos poderosos, no me pueden dejar solo, soy el jefe de este gobierno… Los reyes están de mi parte, y la guardia de corps, y los guardias reales, y el Consejo de Estado, y el ejército…
—Don Fernando ha prometido que mantendrá en sus puestos a los que le juren fidelidad como rey, aunque hasta ahora le hayan apoyado a usted.
—¿Te lo ha prometido a ti? —le preguntó Godoy.
—Hoy mismo, durante mi entrevista con él.
—¿Y qué vas a hacer?
—Jamás estaré a las órdenes de un pataco cejijunto como el príncipe de Asturias; si algún día llega a ser rey, su monarquía será una desgracia para España.
—¡Una boda! —exclamó de pronto Godoy.
—¿Cómo dice, tío?
—Una boda, claro. Ahí puede estar mi salvación. El príncipe de Asturias sigue viudo y sin heredero; su madre la reina propuso a la hija del rey de Portugal, pero esa candidata cayó en desgracia cuando firmamos con Napoleón el tratado de Fontainebleau para repartimos ese reino. Mi cuñada María Luisa de Borbón y Parma hubiera sido una extraordinaria reina, pero las calumnias de Escoiquiz no lo hicieron posible. Nos sigue quedando la opción de una princesa de la familia del emperador Napoleón. Sí, una princesa imperial de Francia sería la esposa ideal para el futuro Fernando VII, y en ese acuerdo se contemplaría mi continuidad como jefe de gobierno. Napoleón me apoyará, sé que me apoyará.
Napoleón fascinaba a los gobernantes españoles y a los propios monarcas. Muerta la princesa María Antonia, la única que de toda la familia real española se había opuesto al emperador, no había nadie que no estuviera de acuerdo en contemplar a Francia como a la principal aliada de España, y Bonaparte estaba considerado como el soberano ejemplar.
Sólo Godoy mantenía sus reticencias sobre los planes de Napoleón, pero cometió la imprudencia de comentar con alguno de sus ministros esa prevención hacia el emperador, y éste no tardó en enterarse de que Godoy no era precisamente su más leal apoyo entre los españoles. Con la totalidad del pueblo en su contra, con los reyes Carlos IV y María Luisa recluidos en los palacios de los Reales Sitios y ajenos a cuanto estaba pasando y con la animadversión y la inquina del príncipe heredero, Godoy estaba perdido. Sólo un milagro podía salvarlo, pero para que eso ocurriera tenían que suceder muchas cosas: la derrota de Napoleón por Inglaterra, la retirada de las tropas francesas de España, la caída en desgracia del príncipe Femando, un vuelco en la opinión pública…, en fin, un verdadero milagro.
—¿Has pensado en que esta situación dura ya demasiado tiempo? A mí no me importa, pero mi padre está poniéndose un poco pesado. Es un tanto antiguo y dice que por Madrid circulan ya extraños rumores sobre nuestra relación. Esta misma mañana me ha preguntado por ti y por tus intenciones.
—¿Te refieres a… una boda, a nuestra boda?
Francisco de Faria y Teresa de Prada acababan de hacer el amor. Era una fresca tarde de principios de marzo. La muchacha acariciaba el pecho de su amante, que miraba al techo relajado.
—Sí, claro, ¿qué esperabas de mi padre? Tengo edad suficiente para haber sido madre un par de veces al menos.
—No lo había pensado. No sé, tal vez sea lo más lógico —dijo Faria.
Teresa lo atraía, pero Faria jamás había pensado que pudiera convertirse en su esposa. Lo cierto es que sólo en una ocasión se imaginó casado, aquellos días en Cádiz con Cayetana, poco antes de la batalla de Trafalgar, cuando se amaban en la habitación de la posada entre rumores de olas y aromas de azahar, cuando no parecía existir otra cosa que el pelo negro, espeso y rizado de su amante, cuando el mundo estaba abierto a todas las esperanzas y a las más profundas ilusiones.
—Si te parece, hablaré con mi padre. Podríamos fijar la boda para dentro de tres o cuatro meses, en verano. Nos casaremos en la iglesia de la Santa Cruz y luego iremos una temporada a Castuera, a conocer tu hacienda y tu casa solariega. Quizá desees que tu hijo y heredero sea engendrado allí.
—¿Casarnos…, cuatro meses…, tan pronto? —balbució Faria.
—Mi padre está dispuesto a entregar por mí una dote muy generosa. Y además, a esta casa le hacen falta muchas reformas: pintar la fachada, barnizar puertas y ventanas, cambiar muebles, cortinas… y algunos niños.
—Me coges por sorpresa, no imaginé que…
—Soy una mujer.
Teresa volvió a acariciar el miembro viril de Faria dispuesta a recibir una nueva acometida del conde, pero el teniente coronel, que estaba intentando imaginar su vida al lado de aquella mujer, no podía impedir que entre sus pensamientos se colara entonces el rostro dulce y enamorado de Cayetana y el aroma, y la luz de aquella habitación en la posada de Cádiz.