Francisco de Faria regresó a Madrid a principios de noviembre de 1805. Durante el camino tuvo tiempo para pensar sobre lo sucedido en los últimos meses. Su vida había cambiado de tal modo en un solo año que le parecía como si aquellos doce meses hubieran sido toda una vida. Le acompañaban Cayetana, día a día más enamorada de Francisco, y Morales, que había sido ascendido a sargento mayor por su participación en la batalla de Trafalgar.
Viajaron durante seis días en un coche valenciano tirado por siete mulas y con una escolta de un cabo y cuatro soldados de caballería, pues en los últimos meses se habían producido numerosos asaltos a viajeros en los pasos de Sierra Morena.
Durmieron en fondas sucias y malolientes, llenas de piojos, pulgas y chinches, algunas tan míseras que por la mañana tenían que compartir con otros viajeros el agua de la misma palangana para lavarse la cara y las manos.
Entraron en Madrid por la puerta de Toledo y por la misma calle de Toledo llegaron hasta la plaza Mayor; allí se separaron de Morales y los dos amantes se dirigieron a la casa de Faria, donde su criado los estaba esperando, pues el joven comandante le había enviado una carta anunciándole el día en que llegarían desde Cádiz.
—Don Francisco, gracias a Dios está usted sano y salvo. Aquí está la correspondencia de los últimos meses —le saludó el criado.
—Luego, luego. Primero nos acomodaremos. Esta señorita es Cayetana Miranda, vivirá conmigo. Coloca sus cosas en mi alcoba.
—¿En su… alcoba? —dudó el criado.
—Sí, compartiremos la habitación, esta casa es pequeña —ironizó Faria.
Los dos jóvenes se lavaron, se cambiaron de ropa y comieron un potaje de garbanzos y un estofado de carne que les preparó el criado, algo muy sencillo pero nutritivo, con el sabor profundo de los guisos de la cocina popular extremeña.
Terminada la cena, Cayetana y Francisco se acostaron e hicieron el amor.
—¿Qué piensas hacer? —le preguntó Cayetana.
—No sé… Estos meses en el océano, la batalla en Trafalgar, la derrota… Yo había imaginado otras cosas. He visto morir a tantos hombres… Yo creía en unos ideales, en lo que había leído en las crónicas de los grandes conquistadores, en días de gloria, de fama, de fortuna. Y ahora me encuentro como vacío. Había soñado con entrar triunfante en Madrid, sobre un caballo con gualdrapas doradas, como El Cid o como Carlomagno. Mis héroes eran Pizarro y Cortés, los conquistadores del Perú y de México; ellos eran mis modelos de soldado, los hombres a emular. Y ahora, tantas muertes, tanto dolor…, estoy tan confuso…
—Francisco, en la vida hay muchos más momentos de dolor que de gozo. Te lo puedo asegurar por mi experiencia. Tengo veinte años, y en todos ellos sólo he disfrutado de unos cuantos días de felicidad, los que he estado a tu lado, y no sé cuánto tiempo podré seguir haciéndolo —dijo Cayetana, que se abrazó con fuerza al pecho de Faria.
—Espero que siempre.
Cayetana besó a Francisco y ocultó después su rostro para que el joven comandante no viera el gesto de amargura que se había dibujado en sus labios.
Godoy estaba sentado en un banco del pasillo principal del palacio de Buenavista, observando a través de los cristales el paseo del Prado y el atardecer dorado posado en las hojas amarillas y rojas. Francisco de Faria le había solicitado audiencia el mismo día de su llegada a Madrid y Godoy lo recibió aquella tarde otoñal.
—Excelencia, tío…
—¡Ah!, Francisco, bienvenido de nuevo a Madrid. Vamos, vamos a mi despacho.
Godoy se levantó, abrazó a su pariente y avanzó por el pasillo hasta la puerta de su gabinete. Cuando llegaron ante la puerta, se detuvo y dijo:
—No. Mejor en la sala azul del ala este, tiene la mejor vista sobre el Prado.
Los dos hombres entraron en un coqueto saloncito azul, decorado con alfombras de lana en las que predominaba el color añil y cuyas paredes habían sido empapeladas con unos lienzos de tonos celestes.
—Siéntate, Francisco, siéntate. Tuvo que ser terrible lo de Trafalgar.
—Sí, lo fue y mucho. Parecía el fin del mundo, o tal vez el mismísimo infierno. Tantos muertos… Nuestros marinos lucharon como los mejores, pero estuvieron mal dirigidos. Villeneuve nunca debió mandar la flota combinada.
—Estoy de acuerdo contigo. Yo intenté en varias ocasiones persuadir al embajador francés para que le transmitiera a Napoleón la conveniencia de aceptar que el almirante Gravina asumiera el mando supremo, pero el emperador no soporta que un oficial extranjero esté por encima de un oficial francés del mismo rango, aunque sepa que es mucho mejor y que está más preparado.
»Pero dime, ¿en verdad lo hizo tan mal el almirante Villeneuve como señalan todos los informes?
—Sí; su comportamiento previo a la batalla y la estrategia que diseñó fueron una verdadera calamidad. Desde que regresamos del Caribe tuvo varias oportunidades para haber derrotado a los ingleses; pudo hacerlo con Calder en Finisterre, y se retiró permitiendo que se perdieran dos de nuestros navíos; tuvo una segunda victoria al alcance de la mano, pero no se atrevió a atacar a la escuadra de Collingwood, más débil que la nuestra, frente a Cádiz; y al final consintió que la flota inglesa se reforzara hasta congregar a casi treinta navíos en el Estrecho.
»Por fin, ordenó que la flota saliera del puerto de Cádiz cuando los ingleses eran fuertes y se habían situado en gran ventaja. Ya fuera de la bahía, mandó realizar varias maniobras y viradas absurdas que descompusieron la línea de combate, y sobre todo fue muy negligente en la preparación de la batalla y en la observación del enemigo. Nelson siempre tenía varias fragatas cerca de la bocana del puerto de Cádiz espiando nuestros movimientos, en tanto Villeneuve parecía más ocupado en mantener su uniforme limpio y perfectamente planchado con sus botones brillantes que en observar y estudiar las maniobras de los ingleses. No fletó ninguna escuadra de vigilancia, no hizo caso a ninguno de los consejos del almirante Gravina ni a los de los brigadieres Churruca y Alcalá Galiano, y no propuso ningún plan de batalla alternativo, sólo formar la línea y mantenerla a cualquier precio. Sí, nos condujo a una derrota segura y no lo hizo por miedo a Nelson, sino por terror a Napoleón.
—El informe que he recibido del general Escaño es desalentador. Coincide con el tuyo en casi todo y concluye que de los quince navíos que utilizamos en Trafalgar apenas queda uno en condiciones de navegar.
—Por lo que yo vi antes de salir de Cádiz hace una semana, tal vez dos, siempre que se realicen las reparaciones oportunas. Los ingleses atacaron predispuestos a causamos el mayor daño posible. Creo que Nelson y Collingwood eran conscientes de la importancia de esta batalla y de lo que su resultado significaría para su Armada y para el futuro del dominio sobre los mares, en tanto Villeneuve… bueno, quién sabe, pero creo que no estuvo a la altura del momento histórico que allí se vivió. Aparecía meditabundo, a veces abstraído, casi siempre ausente. No tenía la disposición ni el ánimo del soldado que va a dirigir la batalla más importante de su vida, tal vez una de las más decisivas de la historia de su país, y, desde luego, la mayor batalla naval de nuestro tiempo. Mantener la línea, mantener la línea, sólo estaba obsesionado con mantener la línea.
—He estado estos días meditando sobre qué hacer. Bien, sólo podemos utilizar uno de los quince navíos de Trafalgar, pero nos quedan unos treinta más en las flotas de Cartagena, El Ferrol y América. He ordenado al ministro de Marina que apareje los navíos Terrible, Vencedor, Fulgencio y Castilla y la fragata Flora. Saldrán de inmediato hacia Cádiz para continuar esta campaña; no podemos dejar creer a los ingleses que nos han vencido, todavía nos quedan fuerzas.
—Tío, debo ser sincero con usted. No es cuestión sólo de más barcos, sino sobre todo de tripulaciones. La Armada española carece de tripulaciones preparadas para enfrentarse a la inglesa. Debería usted haber visto a muchos de aquellos marineros que se fajaron en Trafalgar; algunos no habían manejado un cañón en su vida, ni siquiera habían oído su estampido cuando dispara, y otros hubieran echado a correr con la primera andanada si en vez de en un barco en medio del mar hubieran estado pisando tierra firme.
—Nuestros marinos son los mejores del mundo —asentó Godoy.
—Tal vez sí en lo que respecta al valor y entrega de la mayoría de los oficiales, pero no en la disposición táctica, la formación náutica y la preparación de las tripulaciones. Y, si me lo permite usted, tío, le diré además que una guerra se gana con soldados, y no sólo con generales.
—¡Vaya con mi sobrino! No estarás tú también empapándote de las insensatas ideas de los revolucionarios norteamericanos, ésas que predican los liberales: libertad, igualdad, derechos para todos, que los gobiernos surjan de la voluntad de los gobernados…, en fin, todas esas cosas tan ajenas y contrarias a la naturaleza del hombre y a la ordenación divina de las cosas, un mundo al revés.
Hace unos meses Francisco de Faria no hubiera dudado en contestar que por supuesto que no. Él era miembro de una de las más nobles familias extremeñas, heredero de un señor de tierras y de hombres, pero en ese momento dudó.
—No, no soy uno de esos liberales, pero…
—Bueno, bueno, eres todavía muy joven y han pasado demasiadas cosas en tu vida en los últimos meses. ¡Y ya eres comandante! Ni siquiera Napoleón ascendió tan rápido como tú.
»Bien, descansa un par de semanas. Vete a El Escorial, allí el aire es más puro que en Madrid y en estos días de mediados de otoño los colores del paisaje de la sierra son extraordinariamente hermosos. Caza, si es que te gusta, algunas piezas y preséntate aquí dentro de quince días. Tengo reservada una importante misión para ti.
»Por cierto, su majestad el rey te ha concedido la cruz de Alcántara, que es la condecoración real más importante al valor demostrado en la batalla, y yo te hago entrega de este magnífico sable; consérvalo bien, es una joya. Enhorabuena.
El sable de caballería estaba firmado por el armero Nicolás Boutet, el favorito de Napoleón, y había sido forjado en su taller de Versalles en el año 1800. Tenía la hoja de acero bien forjada, brillante como la plata bruñida, una empuñadura en latón dorado con una esmeralda engastada en el pomo y una vaina de madera sobredorada.
Fue en El Escorial donde Faria se enteró de que Dumanoir, el contraalmirante francés que huyera de Trafalgar con sus cuatro navíos intactos, había sido batido pocos días después por sir Richard Stracham en una batalla en el cabo Ortegal, cuando navegaba desde el golfo de Cádiz rumbo al puerto de Brest. Los cuatro navíos de Dumanoir habían sido capturados por los ingleses y conducidos al puerto de Plymouth. Faria se alegró de la derrota de Dumanoir y supuso que era la fortuna la que devolvía a cada uno lo suyo.
Una información de El Mercurio recogía unas palabras que al parecer había pronunciado Napoleón cuando le comunicaron el desastre de Trafalgar: «Yo no puedo estar en todas partes», parece ser que fue lo que dijo el emperador francés, que el catorce de noviembre de 1805 entraba triunfante en Viena. Entre tanto, en Cádiz, Gravina, pese a su herida en el brazo que no acababa de sanar, y Escaño seguían afanados en recuperar los restos de la maltrecha flota y en recomponer las tripulaciones y atender a los miles de heridos y mutilados. Pero era un esfuerzo vano, la poderosa y orgullosa flota que el veintiuno de octubre se batiera en Trafalgar ya no existía.
El almirante español Gravina tuvo que enarbolar provisionalmente su insignia en la fragata Flora, pues no dispuso de ningún navío útil hasta que unas semanas más tarde pudo izarla sobre el Montañés.
Aquellas jornadas en El Escorial fueron muy felices para Faria, a quien acompañó Cayetana, de la cual no se había separado una sola noche desde que desembarcara en Cádiz tras la batalla de Trafalgar. Cayetana Miranda seguía siendo para él un enigma. Le atraía su cuerpo vigoroso y flexible a la vez, tenso y tierno a un tiempo, su rizado y denso pelo negro, suave y sedoso como el terciopelo, sus ojos profundos y oscuros de mirada embrujadora y sus labios sensuales, tan carnosos como la pulpa de una manzana y rojos como los frutos de la granada. Pero sobre todo sentía una pasión irrefrenable ante la mezcla imposible de descaro y timidez que la convertían en una mujer inquietante y frágil a la par.
Hacía apenas tres meses que la conocía y ya era incapaz de imaginar su vida sin ella. No sabía si estaba enamorado, pero sentía hacia esa muchacha una extraña sensación, muy parecida a la que describían algunos de esos autores alemanes que Moratín le había recomendado. Entre los antepasados de su familia era frecuente embalsamar los corazones de los fallecidos y depositarlos en una caja de oro a los pies de la virgen de Guadalupe, pero Faria llegó a decirle a Cayetana que su corazón embalsamado estaría a sus pies antes que a los de la mismísima Virgen extremeña.
En fin, que Francisco de Faria acabó por convencerse de que estaba enamorado de Cayetana. Tal vez al principio imaginó que sería cuestión de esa nueva moda que los escritores alemanes y escoceses estaban difundiendo por toda Europa, una moda en la que enamorarse suponía estar melancólico y adorar a la amada como a una diosa de la Antigüedad, venerándola como una especie de ídolo divino, pero cuando se acostaba con Cayetana y hacían el amor; sentía su cuerpo tan vivo y su mente tan colmada de satisfacción que ninguna otra sensación se asemejaba a aquélla. Era tal el placer que sentía cuando se derramaba en el interior de Cayetana, que ni siquiera hubiera cambiado un minuto de amor por un desfile triunfal en la calle Atocha de Madrid al regreso victorioso como héroe de guerra.
Durante aquellos días en El Escorial Faria no lo podía ni imaginar, pero las cosas iban a cambiar, y de qué manera.
De regreso a Madrid asistió a una de las tertulias del palacio de Buenavista, que seguían siendo las más afamadas y frecuentadas de Madrid. Esa misma tarde Godoy también había invitado a un grupo de músicos y comediantes que se ganaban la vida en las fondas y teatros madrileños, animando los desfiles de cofradías y gremios en fiestas profanas y las procesiones religiosas. Por cómo se reían, bebían y comían, todos parecían pasarlo muy bien, aunque Faria echó en falta al grupo de prostitutas que solían acudir a las tertulias cuando se invitaba a gentes del espectáculo, esas mismas que se movían por los salones y pasillos de Buenavista con tanto descaro como confianza y que aprovechaban aquellas ocasiones para ganarse como clientes a militares recién llegados a Madrid o a nobles cansados de soportar a sus esposas de conveniencia. En todos los corrillos, diversos grupos de invitados se reían a mandíbula batiente, aplaudían con gran ruido las gracias de unos y los chascarrillos de otros y comían a dos carrillos bollitos de crema y dulces de almendra que engullían entre trago y trago de vino dulce.
—¡Señoras y señores! —gritó Godoy con contundencia. Se hizo el silencio—. Damas y caballeros: hoy es un día muy especial para esta corte. Como bien sabéis todos, estamos en guerra con los ingleses y un país en guerra tiene que observar un comportamiento acorde con el momento que está viviendo. Bien, vosotros, mis queridos amigos, sois los encargados de divertir a las gentes, de sacarles una sonrisa, de hacerles olvidar el trabajo y la fatiga de los días…, aunque sea por unos instantes. Vuestra misión y vuestro trabajo son muy importantes en estos momentos, por eso, como jefe del gobierno, quiero pedir vuestra colaboración.
»Es el deseo de su majestad don Carlos y de su gobierno que vuestro comportamiento en el escenario de los teatros, en las manifestaciones callejeras o en las comitivas festivas y desfiles jocosos esté en consonancia con el respeto moral que requiere este momento histórico. Os pido que vuestra actitud en escena esté de acuerdo con esta nueva situación. Además, el gobierno está muy preocupado por las algaradas que se producen en algunos espectáculos públicos, como ocurre a menudo en las corridas de toros. Es por eso que de momento hemos decidido suspenderlas.
Entre los asistentes se extendió un rumor de sorpresa y estupor.
—Pero, excelencia, las corridas de toros son la fiesta más querida y demandada por el pueblo de Madrid —comentó un invitado.
—Ya lo sé, pero en los últimos meses han dado lugar a situaciones poco convenientes; por eso las suspendemos, aunque sea temporalmente.
Faria, que asistía a la tertulia discretamente apartado en un rincón, contempló las caras de desagrado y de desaprobación que la medida que acababa de anunciar Godoy causó entre los asistentes.
Moratín y Faria tomaban chocolate caliente en casa del autor de teatro. Moratín acababa de publicar un extenso poema titulado «La sombra de Nelson» utilizando algunas de las escenas que de la batalla de Trafalgar le había relatado Faria. Estaba muy contento porque acababa de editarse su obra El sí de las niñas, que en unas semanas se iba a poner en escena en el teatro de la Cruz.
—Ésta es una obra que revolucionará el teatro español —aseguró Moratín.
—Vaya, don Leandro, usted no conoce la modestia.
—Mi buen Faria, ¿no está usted harto de tanta obra intrascendente? El teatro es la más excelsa de las artes y debe ser excelso en sí mismo.
Moratín estaba eufórico.
—Bueno, esas obras de generales esforzados y soldados valientes, con el escenario lleno de humo, fogonazos y ruido, pueden ser un tanto chabacanas, pero a la gente le gustan.
—¡Eso es!, usted las ha definido muy bien: chabacanas, muy chabacanas. Están escritas para que los taberneros, caldereros y esquiladores sigan siendo unos brutos insensibles, pero yo escribo comedias para elevar el espíritu del hombre. La inteligencia, Faria, la inteligencia es el mejor don que Dios ha dado a los seres humanos, lo que nos separa de los animales, lo que nos diferencia del resto de los seres de la Creación, la causa última de nuestra racionalidad.
—Tal vez tenga usted razón —convino Faria.
Leandro Fernández de Moratín era un hombre de ideas conservadoras, muy bien situado en los círculos del poder cortesano; serio y riguroso, no carecía de un sesgo burlón, de un carácter un tanto arisco y de una vanidad a veces ciertamente insoportable. De los dos bandos literarios que se disputaban el favor del público madrileño, Moratín militaba en el más afecto al gobierno, y aprovechaba muy bien esa circunstancia en su beneficio.
—Aquí casi nadie sabe nada de teatro. Fíjese en el poco éxito que ha tenido El Cid de Corneille, una obra extraordinaria que no ha suscitado el fervor que merece. Por el contrario, triunfa ese histrión de Isidoro Máiquez con el Orestes de Alfieri. Un actor que sólo puede ofrecer su expresivo rostro, sus ojos encendidos y su voz ronca aunque de tono terrible para representar una obra insustancial y carente de calidad.
»A la gente le apasionan actrices mediocres como Rita Luna o héroes de pacotilla como Isidoro Máiquez, que sólo acepta papeles en obras en las que la libertad triunfa sobre la tiranía.
—Yo he visto a Máiquez representando a Shakespeare como Otelo y me gustó, y me ha dicho el sargento Morales que bordó su papel en La vida es sueño de Calderón.
—Usted no sabe qué es el buen teatro. Si mañana por la tarde no tiene nada mejor que hacer le invito al comienzo de los ensayos de El sí de las niñas; se estrena dentro de un mes en el teatro de la Cruz.
—Nada me agradaría más, don Leandro, pero mañana estoy citado con su excelencia el príncipe de la Paz. Se trata de una reunión muy importante a la que no puedo faltar.
—Napoleón ha destrozado a los austríacos y rusos en Austerlitz; es una de las mayores victorias de la historia militar en Europa. El emperador ha compensado la derrota en Trafalgar; Francia está de nuevo en la cima de su poder, y ya no existe nadie en toda Europa capaz de oponer resistencia a su ejército.
Godoy anunció así a Faria la gran victoria de Bonaparte.
—Parece que, al menos en tierra, el ejército francés no tiene rival —asentó Faria.
—Así es, pero Napoleón se ha olvidado del océano. No le interesa porque sabe que no puede derrotar a Inglaterra en el mar, y pretende conquistar todo el continente, aislar a los ingleses y vencerlos estrangulando sus fuentes de riqueza comercial. Inglaterra depende del comercio y del mar. Hace años que el gobierno inglés trazó grandes canales para poner en comunicación a sus ciudades más importantes y construyó grandes puertos como Bristol o Liverpool, donde pueden atracar los barcos más grandes. Inglaterra ha cimentado su poder sobre el comercio, y para defender a sus buques mercantes necesita de una gran armada. En el mar, Francia no puede competir con Inglaterra. Tras las últimas derrotas marítimas, los franceses sólo disponen de treinta navíos de línea frente a los ciento cuarenta ingleses. Además, acaba de llegar un informe de Cádiz del almirante Gravina: Inglaterra ha logrado restaurar casi todos sus navíos afectados en Trafalgar e incluso varios de los que nos apresaron.
—¡No puede ser!, si más de la mitad parecía totalmente inservible —se extrañó Faria.
—Pues los han reparado y han logrado ponerlos de nuevo en servicio. Ahora Inglaterra dobla a España y Francia juntas en número de navíos de guerra. Nada podemos hacer en el océano.
—Construir más barcos —dijo Faria.
—Los ingenieros navales desaconsejan seguir produciendo navíos de línea. No se construyen ya en ningún astillero de Europa. El tiempo de esos gigantes del mar ha pasado. Además, en la flota destruida en Gibraltar habíamos invertido buena parte de nuestros recursos, y todavía estamos pagando las deudas heredadas del reinado de Carlos III. Podríamos recurrir a imponer más tributos a nuestras colonias americanas, pero sus arcas están casi agotadas de tanto como las hemos exprimido. Las minas de plata de Potosí no rinden ya ni la cuarta parte que hace medio siglo y las colonias son cada vez menos útiles y más costosas.
»Pero no te he llamado para hablar de barcos y de colonias. Ya sabes que confío plenamente en ti y por eso te pido ayuda. El príncipe de Asturias está tramando una gran conspiración. La derrota de Trafalgar ha dado nuevo ímpetu a su idea de acabar con el reinado de su padre y subir al trono antes de tiempo. Hemos de impedirlo.
»Nuestra situación es delicada. Con nuestra armada en tal mal estado, Napoleón ya no necesita de España; de nuestra patria sólo anhela la riqueza que pueda conseguir para sus planes de conquistar Europa. No podemos romper con Francia y declararle la guerra, pero voy a iniciar contactos secretos con los enemigos de Napoleón.
—¿Incluso con los ingleses? —se extrañó Faria.
—Por supuesto. Si existe una nación capaz de derrotar a Francia, ésa es Inglaterra. Y debemos estar bien avenidos con el vencedor, sea quien sea.
Por primera vez, Faria intuyó que a Godoy le preocupaba más conservar su puesto de jefe de gobierno que el interés de España.
Las casi dos mil localidades del aforo del Teatro de la Cruz estaban vendidas, y había reservas solicitadas para dos semanas más. Aquel veinticuatro de enero de 1806 hacía frío en Madrid y una ligera ventisca traía copos de nieve desde la sierra, pero Faria y Cayetana acudieron al teatro con las dos entradas que les había enviado su amigo Moratín.
La comedia escrita por don Leandro había pasado la censura del Santo Oficio de la Inquisición, y el corregidor de Madrid, el juez protector de los teatros, había dado su beneplácito para la representación. El estreno de El sí de las niñas fue un éxito extraordinario y al final de la comedia los aplausos duraron más de quince minutos. El propio Moratín tuvo que salir al escenario a devolver las ovaciones que el público le dedicó.
—Enhorabuena, don Leandro, lo ha conseguido, ha logrado que los aficionados al teatro se rindan a sus pies —le dijo Faria cuando lo vio al poco de caer el telón.
—Gracias, comandante Faria. Ya intuía yo que el público madrileño no era tan chabacano como algunos suponían. Ahora comprenderán esos mequetrefes de empresarios que si se ponen en escena obras de calidad no hacen falta fuegos de artificio, ruido, desfiles, humo y masas histéricas gritando como una banda de monos borrachos para atraer a los espectadores al teatro.
Moratín estaba eufórico, atendiendo a las felicitaciones de todo el mundo en el vestíbulo del teatro.
—¿Y esta hermosa joven? —preguntó Moratín a Faria a la vista de Cayetana.
—Don Leandro, os presento a Cayetana Miranda, mi…, mi prometida —soltó Faria de sopetón ante el asombro de la muchacha, que miró a Francisco como si acabara de ser pedida en matrimonio por el mismísimo Napoleón Bonaparte.
—¡Vaya, qué callado se lo tenía! Me alegro, sobre todo por usted, Faria, su… prometida es una joven muy hermosa.
En ese momento dos guardias de la policía se presentaron ante Faria.
—¿Comandante Faria?
—Sí, yo soy, ¿qué desean, señores?
—¿Cayetana Miranda? —demandó el otro guardia.
—Yo soy —dijo la muchacha.
—Considérese presa, señorita, en nombre del rey.
—¡Qué! —se sobresaltó Faria—. ¿De qué…?, ¿quién la acusa?
—Su excelencia el corregidor de Madrid. La acusación es por robo y fraude. Vamos, señorita, acompáñenos.
—¡Un momento! Soy comandante del cuerpo de guardias de corps, exijo una explicación.
—Lo siento, comandante, pero tenemos órdenes expresas de conducir a esta joven a la cárcel. —Se trata de un error, ¡suéltenla!
—Le repito que cumplimos órdenes, señor comandante.
Faria hizo ademán de arrancar a Cayetana de manos de dos policías, pero se dio cuenta de que había cuatro más rodeándolo, cuya presencia no había advertido hasta entonces.
—¡Francisco, Francisco! ¿Dónde me llevan, dónde?
—No te preocupes, hablaré con mi tío, te sacaré mañana mismo. Te lo prometo.
—Y ahora, comandante, si nos permite… Los seis policías se llevaron bien sujeta a Cayetana y la introdujeron en un coche de caballos que esperaba a la entrada del teatro.
—¡Vaya! —exclamó Moratín—, éste sí que es un buen argumento para una obra de teatro.
—Siento lo ocurrido en el día de vuestro triunfo, don Leandro, pero se trata de un malentendido.
—Yo también lo lamento, amigo Faria. Bien, parece que su prometida se ha metido en problemas; si me necesita no dude en pedirme ayuda.
—Gracias, pero no creo que sea necesario.
—En cualquier caso, mándeme recado si lo fuera.
—¡Es una vulgar ladrona, sobrino! ¡Una ladrona! ¡Maldita sea, en qué demonios estabas pensando! Sí, ya sé, tal vez tenga un buen par de tetas y un gran coño y quizá te vuelva loco en la cama, pero tú eres un oficial de la guardia de corps, el heredero de uno de los más ilustres apellidos de Extremadura y de España, mi sobrino y mi protegido. Si tanto te atraía esa mujer, haberle puesto un piso, creo que te lo puedes permitir; pero llevarla a vivir a tu casa, ir con ella al teatro, a la vista de todo Madrid… Eres un insensato. Hubiera sido mejor que te hubieras acostado con cualquiera de esas alocadas marquesas y duquesas que andan por los salones como fieras en ayunas buscando a un gallardo oficial con el que compartir un buen revolcón. Un joven apuesto como tú no tiene ningún problema para pasar cada una de las noches de cada semana en la cama de una mujer distinta, ¡pero con una ladrona! Me has dejado en evidencia, me has puesto en ridículo ante la corte y ante la nobleza.
Francisco de Faria acababa de pedirle a Godoy que interviniera para liberar a Cayetana.
—Robó por necesidad, tío, para no tener que prostituirse.
—Tú mismo la denunciaste por robo, y además, ¡qué sabes de ella! Te has comportado como un verdadero idiota. Piensa dos veces antes de tomar una decisión que condicione tu vida para siempre. Escúchame: todo hombre que lo sea necesita del calor de una mujer, pero el hombre que se precie de inteligente debe buscar en la mujer recogimiento, modestia, virtud… Una esposa que sepa cuidar de la casa, economizar el gasto, aprovechar la despensa, que sea hacendosa, que sepa coser y bordar, que sólo lea libros devotos y que asista a misa diaria. Ése es el tipo de mujer que un hombre como tú necesita, una esposa de tu misma condición.
»Aquí en la corte abundan las jóvenes ejemplares, hijas de nobles, de ricos hacendados o de florecientes mercaderes. Puedes elegir el tipo que quieras porque fas hay a decenas, a centenares, todas ellas esperando a que aparezca el afortunado que las lleve al altar y sepa aprovechar su dote; y eso es exactamente lo que tú vas a hacer en los próximos días.
»¡No!, mejor lo haré yo; me encargaré en persona de este asunto. Si queda en tus manos, eres capaz de volver a meter la pata y dejarme de nuevo en ridículo.
—Pero, tío, yo, yo…
—Te ha sorbido el seso. Ya lo veo. Seguro que es una de esas mujeres atrevidas a las que gusta llevar la iniciativa en la cama, ¿eh? Jamás confíes en una mujer así, porque si lo haces acabará dominándote de tal manera que jamás, ¿me oyes?, jamás podrás librarte de ella. Una mujer de coño caliente es inolvidable en la cama, pero a la larga sólo trae la ruina a los hombres que de ella se encaprichan.
»Hazme caso, olvídala cuanto antes y escucha. Godoy le indicó a Faria que se sentara, pues hasta entonces habían permanecido los dos de pie, y le ofreció un oporto.
—Yo la quiero, tío, la deseo…
—He dicho que te olvides de eso y que me escuches. Napoleón ha firmado el tratado de Presburgo, por el que adquiere un gran poder sobre los territorios germánicos, lo que a su vez lo convierte, si no lo era ya, en el hombre más poderoso de Europa. Ahora nada se interpone entre el emperador de Francia y Rusia, y creo que irá a por ella. ¿Y después? No me cabe duda de que cuando despedace al imperio del zar Alejandro vendrá a por nosotros. Estamos en un buen lío, sobrino: enemigos de Inglaterra, a punto de ser devorados por Francia…
»En estas circunstancias, olvídate de esa muchacha y emplea tus cinco sentidos en lo que de verdad nos interesa. Y si no puedes aguantar el fulgor de tu entrepierna y no te atreves con una condesa insaciable, acude a cualquiera de los prostíbulos de Madrid, que los hay estupendos, o seduce y déjate seducir por cualquiera de las damas que persiguen a jóvenes oficiales dispuestos a hacerles pasar un buen rato, pero no permitas que el recuerdo de esa joven te atormente y que tu obsesión por ella arruine tu futuro.
El sí de las niñas estuvo en cartel durante veintiséis días consecutivos. Ninguna obra teatral lo había hecho durante tanto tiempo hasta entonces. La última representación de la temporada se celebró el dieciocho de febrero, y fue la postrera, pues el día diecinueve comenzaba la Cuaresma y los teatros tenían que cerrar por prescripción legal, pues durante la celebración de este período religioso estaban prohibidas cualquier tipo de manifestaciones lúdicas y festivas que no tuvieran un contenido específicamente religioso.
—¡Veintiséis jornadas, amigo Faria, veintiséis días sin fallar uno solo, casi un mes, y a lleno diario! Nadie lo había logrado hasta ahora, ¡nadie!
—Es usted el más grande, don Leandro.
—Y hubieran sido muchos más días de no haber mediado la Cuaresma. Tal vez hubiéramos llegado a las cincuenta, o quién sabe si hasta las cien.
—No hay tanta gente en Madrid. Han acudido a ver El sí de las niñas unos treinta y siete mil madrileños, casi la cuarta parte de la población. Eso es algo excepcional.
—Pero la Cuaresma…, tener que interrumpir las representaciones por esa causa…
—Siempre ha sido así, ya lo sabía usted cuando estrenó.
—Por cierto, ¿qué ha sido de su «prometida»? —No se burle de mí, don Leandro. ¡Oh!, mi joven amigo, no lo hago, nunca lo haría, ya sabe usted en cuánta estima lo tengo. Me preocupa su estado de ánimo.
—Ha sido acusada de robo, de varios robos, y de fraude. Está encerrada en la cárcel vieja. Me han asegurado que será condenada al menos a dos años de prisión, ¡dos años! Una joven hermosa y llena de vida como ella no lo soportará, y yo tampoco. Hace menos de un mes que no la veo y apenas puedo resistir su ausencia, no sé qué será de mí dentro de un tiempo.
—Una mancha se quita con otra; bueno, al menos se oculta debajo de otra más reciente. Es usted apuesto, noble y hacendado, y el más joven comandante de nuestro ejército, tal vez de todos los ejércitos de Europa, ¿qué jovencita se atrevería a rechazarlo?
—No me interesan las demás mujeres, ninguna. —Eso lo dice usted ahora porque está despechado y dolido por haber perdido a su amada de esta manera tan terrible. Hágame caso, busque a otra joven, seguro que la encontrará, es usted un héroe de Trafalgar…
Napoleón, que creía compensada la derrota en Trafalgar con las victorias frente a los austríacos, nombró a su hermano José rey de Italia. Aquella coronación hizo que Godoy ratificase sus dudas sobre las verdaderas intenciones de Bonaparte. El embajador francés en Madrid le aseguró y le ofreció plenas garantías de que Francia respetaría la alianza con España y su independencia como nación soberana, pero Godoy no estaba convencido de ello.
Entre tanto, Collingwood había regresado victorioso a Inglaterra con el cadáver de Nelson embalsamado, tras dejar en orden a la Armada inglesa en el puerto de Gibraltar. El gobierno inglés lo ascendió a almirante, lo que también hizo a título póstumo con el difunto Nelson, y lo nombró par y lord de Inglaterra. A petición propia, Collingwood fue autorizado a incluir en su escudo familiar la leyenda «Trafalgar».
Por el contrario, el almirante Villeneuve, liberado por los ingleses tras varias semanas cautivo, había solicitado varias veces a Napoleón ser recibido por el emperador en París. Pese al silencio a sus reiteradas peticiones, se puso en marcha hacia la capital de Francia, pero a medio camino un funcionario imperial le hizo llegar una carta de un ministro en la que le conminaba a que no se acercara a París. Napoleón estaba tan indignado con el hombre que había perdido un quinto de su Armada que no quería volver a verlo. Los vencidos no tenían cabida al lado de Bonaparte.
Villeneuve, hospedado en un hotel de la ciudad de Rennes, angustiado por sus recuerdos y con enormes remordimientos de culpa, no pudo soportar la ignominia y el deshonor. Todos lo señalaban como principal y en algunos casos único responsable de la derrota de la flota combinada, y era despreciado e insultado en cuanto alguien lo identificaba. Al fin, el almirante no pudo más y se quitó la vida con un puñal.
El almirante Gravina también murió, pero de forma bien distinta. Los médicos que lo atendían en Cádiz, donde seguía al mando de la flota española pese a su mala salud y a su herida sin cura, no pudieron atajar la gangrena, que poco a poco se le fue extendiendo por todo el cuerpo hasta acabar con él.
Faria leyó en El Mercurio que el insigne marino había fallecido el treinta de abril de 1806 en Cádiz. La misma información recogía los grandes honores rendidos al almirante español, y cómo el almirante Rosily, el sustituto de Villeneuve al frente de la Armada francesa, había ordenado que se disparara desde su buque insignia un cañonazo cada cuarto de hora mientras el cadáver de Gravina estuviera insepulto. Fue enterrado en el cementerio de la iglesia de San José, extramuros de la ciudad de Cádiz. Muchos fueron los que lloraron su muerte, más todavía los que lamentaron que no hubiera mandado a la flota combinada en Trafalgar.
—Era un gran marino, su muerte es una enorme pérdida para España.
Godoy lamentaba así el fallecimiento del almirante Gravina.
Estaban reunidos a su alrededor varios personajes asiduos a las tertulias vespertinas del palacio de Buenavista, entre ellos el comandante Faria, que como alma en pena seguía reclamando la libertad de Cayetana, a pesar de que cada uno de sus ruegos era rechazado por Godoy, que sin perder la paciencia le insistía en que olvidase sus aflicciones de amor buscando consuelo en los brazos de otra mujer.
—¿Se divierte, comandante Faria?
Francisco volvió la cabeza al oír la voz conocida y en sus labios dibujó una mueca de hastío ante la mirada siempre irónica de Moratín.
—No, estas tertulias me aburren, pero no tengo otro remedio que aguantarlas; a mi tío… a su excelencia le agradan mucho y le gusta que yo asista. Le encanta ver estos salones llenos de gente que lo adula y le pide favores.
—Hace usted bien manteniéndose al margen.
—¿Qué quiere usted decir?
—Que a veces es peligroso destacar en demasía.
—No lo entiendo.
—Que dos gallos no pueden compartir el mismo gallinero.
—¿Dos gallos?
—Parece usted bobo, Faria. Le estoy diciendo que Godoy jamás soportará que nadie le haga sombra; salvo el rey, claro, que como usted mismo puede comprobar apenas viene por Madrid.
—Yo no pretendo…
—A veces uno hace sombra sin querer y sin poder evitarlo. ¿Sabe quién es Malaspina?
—Claro, todo el mundo ha oído hablar de él.
—Pues entonces conocerá su destino…
—Sé que realizó una gran expedición por el océano Pacífico hace veinte años.
—Sí, una de las más grandes aventuras científicas del siglo pasado, y ya ha visto usted lo que le ocurrió.
—Pues no, no lo he visto.
—Malaspina fue el mejor marino del último siglo y un hombre muy brillante. Tenía a su favor todo: fama, conocimientos, prestigio, elegancia, madurez… La mayoría de las mujeres de la corte de Madrid estaban enamoradas de él. La marquesa de Matallana y la condesa de Pizarro rivalizaron por sus amores de tal modo que algunos poetas satíricos escribieron poemas muy mordaces en los que ridiculizaban la pasión y la competencia de las dos nobles damas por llevarse al napolitano a la cama. Otros han llegado a decir que hasta la reina María Luisa se había encaprichado de su ingenio y sobre todo de su apostura, aunque también hubo quien dijo que esos caprichos de la reina no eran nada raros en su juventud. En fin, Malaspina era un verdadero triunfador.
—¿Era?, ¿es que ha muerto? —preguntó Faria.
—Para ciertos efectos, sí. Godoy comenzó a recelar de él cuando observó que la reina le obsequiaba con algunos favores y lo destacaba por encima de los demás. Y temió lo peor: que la reina cayera rendida a sus pies y que le quitara el puesto de favorito; por eso lo repudió. Godoy puso remedio a la situación antes de que Malaspina lo desbancase, y mediante una serie de argucias e intrigas en torno al rey don Carlos consiguió que fuera apresado y encerrado en el cuartel de guardias de corps. Pero Godoy lo quería bien lejos de la corte, y logró que el rey lo enviara al castillo de San Antón, en La Coruña.
»Malaspina estaba perdido, pero Godoy, tal vez en uno de sus escasos gestos de generosidad, le ofreció una salida: le propuso la libertad a cambio del exilio perpetuo.
—¿Y Malaspina aceptó?
—Por supuesto. Cuando uno siente su vida en inminente peligro, ésta se convierte en lo más deseado y no existe ningún otro valor que la preceda.
»Malaspina ganó la libertad a costa del exilio, y todavía sigue pendiendo sobre su cabeza la amenaza de muerte, pues si algún día decidiera regresar a España, lo espera el cadalso. Así es como se trata aquí a nuestros hombres más ilustres.
—No sé qué tiene que ver todo esto conmigo —adujo Faria.
—Mucho, comandante, mucho. Es usted joven y apuesto, como Malaspina lo era, y ya he advertido en algunas damas miradas dirigidas hacia usted que denotan cierto…, digamos cierto interés. Le recomiendo que tenga cuidado, que procure no llamar la atención, especialmente la de la reina.
—¿La reina?
—Sí, doña María Luisa. Sí, sí, ya sé que es una mujer mayor y fea, muy fea, por cierto, pero también es presumida y coqueta… todavía, pese a los trece partos y once abortos que ha tenido en veintitrés años.
—No creo que la reina…
—No importa cuál sea la verdad. La reina ha tenido muy mala fama y, sea cierto o no, sus detractores le han atribuido numerosos amantes. Godoy se ha ocupado de acabar con la carrera de todos ellos, aunque sus relaciones con la reina fueran una mera invención. Bastaría con eso, Francisco, un simple rumor, para que su… tío lo eliminase de un plumazo.
»Hágame caso, no destaque o caerá al suelo tan rápido como una pera madura azotada por un vendaval de granizo. Para mantenerse en esta corte hay que ser discreto. Procure que no le ocurra lo mismo que a Malaspina.
En ese momento se acercó Godoy.
—Don Leandro, ya sé del éxito de su nueva comedia. Lamenté no haber podido ir a verla, ya conoce usted qué ocupado me tienen en estas últimas semanas los asuntos de Estado.
—Gracias, excelencia, creo que le hubiera gustado.
—Por supuesto, por supuesto que sí.
En aquellos días de primavera de 1806, las disensiones entre Godoy y el príncipe de Asturias crecieron como la espuma de las olas en la tormenta. Don Fernando se había rodeado de dos nobles muy poderosos e intrigantes, don Pedro de Alcántara, duque del Infantado, y don José Miguel de Carvajal y Vargas, conde de San Carlos, además de mantener a su lado como principal consejero a su preceptor el clérigo Juan Escoiquiz, a quien Godoy odiaba más que a cualquier otra persona.
Faria se había enterado, tras pagar una buena cantidad de dinero que Godoy le había entregado para sobornar a confidentes, que el círculo del príncipe estaba tramando una alianza con Inglaterra en secreto.
Los de don Fernando y los agentes secretos ingleses tramaban un acuerdo mediante el cual los ingleses ayudarían al príncipe de Asturias a alcanzar el trono a cambio de que éste rompiera la alianza de España con Napoleón y firmara la paz y un pacto de defensa mutua con Inglaterra.
Godoy parecía condenado a un escaso margen de maniobra. Los recursos del Estado estaban menguando debido a las deudas de la guerra y a que la derrota de Trafalgar y la pérdida de tantos navíos había provocado el colapso del comercio entre España y sus colonias americanas. La abundante plata, el necesario oro, el cobre y el estaño para los barcos, la artesanía y las fundiciones, la suave lana de vicuña y el fino cacao de Guayaquil ya no llegaban a los puertos españoles, y el tesoro dejó de ingresar las rentas de los impuestos por esos productos.
Al desastre económico se sumaba la apatía del rey Carlos IV, recluido cada vez por más tiempo en sus palacios de Aranjuez, El Escorial y La Granja, ajeno a los problemas en los que se sumía la nación, y a la amenaza de Francia, que día a día se mostraba más como enemiga que como aliada de España, sobre todo desde que el cinco de junio Luis Bonaparte, otro de los hermanos de Napoleón, fuera coronado rey de Holanda. Casi nadie dudaba ya de que Napoleón pretendía crear un imperio continental en el que Francia fuera el centro y la periferia una serie de reinos satélites gobernados por miembros de su familia sometidos a la voluntad del emperador.
Algunos incluso aseguraban que había sido una suerte perder la batalla de Trafalgar, pues Inglaterra era la única nación capaz de evitar que la tiranía del emperador francés se extendiera por toda Europa. Entre tanto, el poder de Inglaterra crecía a la par que su riqueza y su población. La industria textil inglesa era ya la más importante del mundo, el país tenía diez millones de habitantes, de los cuales una décima parte vivía en Londres, y disponía de una pujante y emprendedora clase empresarial y de notables intelectuales y científicos.
Por el contrario, en Francia se habían enrarecido los frescos aires revolucionarios y casi se habían olvidado aquellas encendidas proclamas que aterrorizaron a la nobleza europea. «Liberaremos al universo de esos criminales que oprimen a los pueblos desde hace tanto tiempo. Hemos jurado estrangular, no importa cómo, hasta el último de los tiranos», habían prometido los rebeldes. Pero la nueva sociedad imperial heredera de la Revolución no había producido sino una nueva clase nobiliaria que se hacía insoportable, tanto para los supervivientes de la antigua aristocracia francesa como para los pocos que aún mantenían vivo el espíritu revolucionario que proclamaba la igualdad social, la fraternidad universal y la libertad para todos los hombres.
Con ese panorama, cada vez eran más las voces que en España clamaban por romper la alianza con Francia, alentadas sobre todo por la princesa María Antonia, esposa del príncipe de Asturias. Pero la princesa murió de tuberculosis a fines de mayo, y los partidarios de romper con Francia perdieron su principal apoyo.
Francisco de Faria dudaba más cada día. En principio había aceptado, sin pensar en otra cosa que en agradar a Godoy, la alianza con Francia, pero las noticias que llegaban de Europa y la actitud de los franceses en Trafalgar le habían hecho recelar de tal modo que ya no estaba seguro de qué era lo más conveniente para los intereses de España, cuya defensa seguía siendo su ideal. Dudaba entre mantener la fidelidad a Napoleón, esperando que éste premiara a España permitiéndole conservar su independencia y compartir su triunfo, o pactar con Inglaterra a cambio de lograr la devolución de Gibraltar y de recuperar las posiciones perdidas en el comercio con América. Los gobiernos de la mayoría de las grandes naciones de Europa parecían tener las cosas mucho más claras que el confuso Faria. Rusia, Austria e Inglaterra formaron a principios del verano de 1806 una gran coalición, la cuarta, contra Napoleón.
El verano en La Granja era más soportable que en Madrid, pero en las horas centrales del día ni siquiera a la sombra de los sauces y entre las fuentes de los jardines del palacio se estaba fresco. Aquel día lloviznaba de modo intermitente, y el rey jugueteaba con sus nietos más pequeños y con los hijos de algunos nobles en una sala de la planta baja del palacio de La Granja. La hija de cinco años de Godoy; Luisa Manuela, era uno de los niños que corrían entre los sillones perseguidos por Carlos IV, que se había fabricado una especie de latiguito con dos pañuelos atados y perseguía a los chiquillos para azotarles las piernas si los alcanzaba. La reina María Luisa y Godoy contemplaban al monarca sonrientes.
—Mi esposo es como un niño, un niño grande —dijo la reina.
—Se divierte y a su vez divierte a los muchachitos —añadió Godoy.
—¿Y bien, Manuel, qué ocurre con mi hijo?
—El príncipe de Asturias está mal aconsejado, señora.
—Ya lo sé. Y el culpable eres tú por no haberte dado cuenta antes de las intenciones de Escoiquiz. Tú fuiste quien lo nombraste su preceptor; pero en fin, ahora ya es tarde para estos lamentos. Ese malvado clérigo del diablo lo tiene hechizado. Menos mal que ha muerto esa mocosa con la que se casó; María Antonia hubiera llevado a mi hijo a la ruina.
Godoy frunció el ceño ante los reproches de la reina. No hacía falta recordárselo, porque él mismo se había arrepentido muchas veces de haber sido el causante de que Escoiquiz hubiera sido nombrado preceptor del Príncipe.
—Sí, señora, pero yo creí que Escoiquiz enseñaría a vuestro hijo a amar en lugar de a recelar y a temer; ha echado a perder el alma de don Fernando, ha logrado que en su corazón brote la amargura y en su cabeza la conspiración contra sus padres y sus reyes.
—Mi esposo está muy afectado.
—¿Lo sabe?, ¿sabe que su heredero está conspirando contra él?
—Lo supo anteayer, se lo dijo el conde de Montarno.
—¡Ese idiota!, le advertí que no abriera la boca hasta que yo no hubiera hablado con vos, señora.
—Se ha justificado ante mí diciendo que, como gobernador del Consejo, tenía la obligación de alertar a su majestad.
—Pero el rey no parece afectado, ahí está, correteando como uno más de los niños.
—Ya sabes cómo es; no le dio demasiada importancia, probablemente no llegó a creerlo. Bueno, gimió un poco, dijo algo que no entendí sobre el amor de padre e hijo y siguió comiendo un plato de perdices estofadas. Pero vamos a lo que importa, ¿qué has averiguado de nuevo?
—Mi sobrino, el comandante Faria, ha obtenido ciertas informaciones muy valiosas, aunque nos han costado muy caras. Hay varios miembros de la alta nobleza involucrados en la conspiración, sobre todo el duque del Infantado y el conde de San Carlos, pero también están Ayerbe, Bardají, Caballero y otros muchos.
—¡Infantado y San Carlos, esos dos! Era de esperar, son ambiciosos, muy ambiciosos. El duque del Infantado ya intentó ganar el favor del rey, pero utilizó una táctica equivocada. Ésta es ahora su venganza.
María Luisa dijo sentirse un tanto sofocada y pidió a Godoy que la acompañara fuera de la sala. Había cesado de llover y el aire traía un fresco olor a tierra mojada y a pino.
La reina de España tenía cincuenta y cinco años y su aspecto, tras tantos partos y abortos, era muy marchito y estaba sujeta a frecuentes indisposiciones. Su genio seguía siendo despierto y vivo, como veinte años atrás, pero su tez se había vuelto amarillenta y sus labios habían perdido la sutileza de antaño y ofrecían ahora una muesca extraña, como de máscara, debido sin duda a los numerosos dientes postizos con los que le habían reemplazado los perdidos en los últimos años.
Mantenía la mirada penetrante que emanaba como un rayo de sus pequeños pero profundos y vivarachos ojos, que se clavaban como puntos de acero en los de su contertulio. Su barbilla incisiva y su nariz corva se habían alargado y ensanchado todavía más con la edad, y ni siquiera el maquillaje era capaz de disimular la imperfección de sus rasgos.
Lo que apenas había cambiado era su carácter egoísta, sus ademanes altaneros y su intuitiva astucia, armas que seguía utilizando con la misma destreza que en su juventud. Sus detractores, que eran muchos en la corte, decían que no tenía ninguna virtud, y sí muchos defectos; la acusaban de ser vanidosa y estar ansiosa por recibir homenajes y halagos, y de haber sido muy libertina antes de casarse con el rey, e incluso después de su matrimonio.
Obsesionada por resaltar el lujo y el boato de sus palacios y jardines, se seguía ocupando personalmente de la decoración de cada una de las salas y aposentos, de las fuentes y parterres, derrochando un depurado gusto por la ostentación; por el contrario, en nada le atraían la lectura y el estudio, hacia los cuales tenía muy poca inclinación.
—Este calor y esta humedad, no los soporto. Aquí afuera al menos corre un poquito de aire de la sierra y se respira mejor.
»¿Siguen empeñados en aliarse con Inglaterra?, a los conjurados me refiero —preguntó la reina.
—Sí, pero algunos de ellos tienen serias dudas —dijo Godoy—. En una de sus últimas reuniones han planteado la posibilidad de un cambio en sus futuras alianzas. Los nobles mantienen su preferencia por Inglaterra, pero los hombres de negocios y el propio Escoiquiz están virando hacia Francia; unos porque les interesa no perder los beneficios que les reportan sus relaciones comerciales, y Escoiquiz…, no sé, tal vez su alma de clérigo deteste a esos anglicanos que se separaron de la Iglesia hace ya casi tres siglos y que no permiten que los católicos desempeñen cargos públicos ni puedan acceder a su Parlamento.
—Ese comandante, ¿Faria?, parece que ha hecho un buen trabajo.
—Sí, señora, excelente pese a su juventud, y además es fiel y leal.
—Se parece a ti.
—Somos parientes.
—Los Godoy y los Faria, una fábrica de buenos mozos…
—Mi sobrino…
—No te preocupes, Manuel, ya no estoy en edad de perseguir jovencitos, y ya sabes que tú eres mi única debilidad. Ni siquiera aquel apuesto y arrogante Malaspina despertó en mí… claro que ya te ocupaste tú de que no tuviera tiempo ni ocasión efe hacerlo.
—¿Yo, señora?
—Sí, sí, tú, Manuel. Bien que te encargaste de que desapareciera de mi vista.
—Era un peligro para España, un hombre ambicioso, sin escrúpulos.
—Eras tú quien lo veías como una amenaza y un competidor a tu puesto, mi querido Manuel. ¡Ah!, erais dos magníficos capones, soberbios, engreídos, con tanta vanidad a cuestas que el orgullo os brotaba a raudales. Cualquier mujer se hubiera rendido a vuestros pies, incluso una reina.
María Luisa desplegó su abanico y lo agitó con suma coquetería delante de su rostro.
—Seguiré vigilante, señora. Y ahora, si me lo permitís, recogeré a mi hijita, quisiera estar en Madrid antes de que anochezca.
—Me encantaría que te quedases a cenar con nosotros, creo que hoy tenemos olla podrida, ya sabes cuánto le gusta a mi esposo el rey.
—Nada me agradaría más, señora, pero no puedo; mañana temprano he de estar en Madrid para despachar ciertos asuntos que no admiten demora.
—¡Ah!, no sé qué haríamos sin ti.
Aquel verano de 1806 discurría pesado y calmo. En Europa, Napoleón continuaba con sus campañas de conquista, reclutando nuevos contingentes de tropas para infligir la derrota definitiva a Austria y Prusia. El seis de agosto fue proclamado emperador de Austria Francisco I, y su primer decreto consistió en suprimir el secular Imperio romano-germánico y fundar el nuevo Imperio austríaco. Todo cambiaba en Europa, como si una enorme transformación del continente estuviera a punto de producirse. Incluso los franceses y los ingleses establecieron una serie de contactos secretos para ver si podían acordar un principio para firmar un tratado de paz.
Conforme crecía el poder de Napoleón, la camarilla de conspiradores que se reunía en torno al príncipe de Asturias se hacía más y más numerosa. El debate sobre los futuros aliados de España estaba cerrado, porque a mediados del verano los consejeros del príncipe de Asturias habían roto las conversaciones con los ingleses y ya estaba claro que don Fernando se decantaría por apoyar a Napoleón antes que a Inglaterra. Agentes secretos franceses destacados en Madrid se entrevistaban casi a diario con partidarios de Godoy y a la vez con seguidores del príncipe Fernando, y a ambas partes enfrentadas les prometieron la ayuda de Napoleón en caso de una confrontación interna entre españoles.
Cayetana continuaba presa. Faria había ido en vano a visitarla a la cárcel en muchas ocasiones, pero el gobernador de la prisión tenía órdenes expresas de Godoy de no permitirle que viera a su amada. Los cargos contra Cayetana eran muy graves, pues a la acumulación de denuncias por robo y fraude se sumó la acusación de haber espiado al servicio de los ingleses.
—Pero eso no es cierto, tío —le dijo Faria a Godoy cuando éste le comunicó que Cayetana era probablemente una agente inglesa.
—¿Tú crees que no? No tiene pasado, nadie la conoce, no puede demostrar su origen. Hay testigos que afirman que la vieron merodear por el puerto de Cádiz y que preguntaba a los marineros por ciertos detalles antes y después de la batalla de Trafalgar.
—¡Se preocupaba por mí! Me estaba esperando. Yo sé quién es, ella me lo confesó todo; se quedó huérfana de niña, tuvo que huir acosada por su tío…
—Según me han asegurado, esa mujer miente con una maestría extraordinaria, y creo que ha logrado engañarte. Olvídala, Francisco, olvídala. Si sigues obsesionado por ella sólo tendrás problemas. Conozco a una señorita que quizá te convenga. Se trata de la hija del conde de Prada, una muchacha de extraordinaria belleza que acaba de regresar con su padre de Francia, donde han vivido varios años.
—No me interesa.
—Claro que te interesa. ¿Qué edad tienes, veinte, veintidós años? La mayoría de los Faria ya tenían algún hijo a tu edad. Ven pasado mañana a la tertulia de Buenavista, ella estará también aquí.
—No tengo ganas de…
—He dicho que vengas. No te lo he pedido, te lo ordeno.
En efecto, Teresa de Prada era una muchacha muy bella. Extraordinariamente blanca de piel, de cabello castaño muy claro y ojos melados, parecía una muñeca de porcelana por su semblante frágil y frío.
Hija del conde de Prada, uno de los más ricos hacendados de la nobleza, estaba en esa edad en la que ya iba siendo hora de buscar un buen partido y concertar la boda. Godoy le había hablado al conde de Prada de su pariente Francisco de Faria, de la alta nobleza, de la vieja estirpe condal de su familia y de la riqueza que el joven comandante heredaría a la muerte del conde don Fernando de Faria, su padre. El enlace entre los dos jóvenes sería bien visto por las dos familias, más todavía si contaba con el beneplácito del mismísimo Godoy. El conde de Prada se entusiasmó con esa idea, pues además de colocar a su hija en el seno de un linaje de su mismo rango nobiliario, emparentar con la familia de Godoy significaría nuevas posibilidades para él de medrar en la corte a la que acababa de incorporarse tras una larga estancia en París.
—Ya lo puedes comprobar por ti mismo, Francisco. Te dije que Teresa era la muchacha más encantadora y bella de todo Madrid, y como ves, no te engañaba —dijo Godoy al presentarle a Faria a la hija del conde de Prada.
Los dos jóvenes se saludaron con cortesía, Francisco un tanto desatento y Teresa con un rubor tan exagerado y fingido que a Faria le pareció una pose.
—Señorita, encantado de conocerla —mintió.
—Y yo a usted, don Francisco. Estoy impresionada, tan joven y ya es usted comandante de los guardias de corps.
—Bueno, bueno, dejaos de cumplidos y marchad a aquella sala del fondo, allí podréis charlar más tranquilos. Imagino que dos jóvenes como vosotros tendrán muchas cosas que contarse.
Los dos jóvenes saludaron a Godoy y al conde de Prada, que había acompañado a su hija, y, a su pesar, Francisco acompañó a Teresa a una sala contigua, al margen del salón principal donde los invitados a la tertulia vespertina gritaban como poseídos sin parar de consumir tazas humeantes de chocolate caliente, refrescos de zumos, vinos dulces aromatizados con especias, galletas de almendra y canela y agua anisada.
—Es usted muy joven para lucir los galones de comandante —insistió Teresa.
—Los gané en Trafalgar.
—¡Oh, Trafalgar, Dios mío! Leí el relato de esa batalla en una revista, debió de ser terrible.
—Sí, lo fue.
—¿Resultó usted herido?
—No. Tuve la fortuna de salir ileso.
—¿Ni un rasguño?
—Algunas magulladuras.
—Tuvo suerte.
—La protección de la Providencia.
—Murieron muchos hombres.
—Vi sucumbir y caer abatidos a muchos valientes.
—¡Dios mío, qué horror! —la hija del conde de Prada cogió la mano derecha de Francisco—. Fíjese cómo me late el corazón de sólo pensarlo. Teresa acercó hacia su cuerpo la mano de Faria y la puso sobre su pecho izquierdo.
Francisco sintió la suave piel de la muchacha bajo las yemas de sus dedos, pero no percibió ningún latido en el corazón de la joven, como si en vez de un cuerpo vivo estuviera tocando a una estatua.
—Es usted muy valiente, señor —asentó sin soltar la mano de Faria, alojada ahora en el centro del escote, entre los dos pechos de la muchacha, duros como rocas de granito pero fríos como témpanos de hielo.
La sensación de su mano sobre el pecho de la joven provocó en Faria un estallido de deseo; cogió con su mano libre por la cintura a Teresa y la atrajo con fuerza hacia sí, pero cuando intentó besarla, la hija del conde de Prada mordió con saña el labio del comandante, al que produjo un intenso dolor, y le hizo brotar un hilillo de sangre. Teresa se libró entonces con una habilidad escurridiza y se alejó unos pasos del sorprendido Faria.
—A su tiempo, Francisco, cada cosa a su tiempo —le dijo dibujando una sonrisa tan lasciva y lamiendo a la vez unas gotas de sangre de Faria que habían quedado en sus labios, que un escalofrío recorrió la columna del comandante como un hiriente latigazo.
—¿Ha oído usted hablar del marqués de Sade? —preguntó Moratín a Faria.
El autor de El sí de las niñas estaba feliz porque habían concluido las obras de restauración del Teatro del Príncipe, tras el incendio que lo destruyera dos años antes, y volvió a haber tres grandes teatros en Madrid, aunque por unos meses tan sólo, pues a fines de 1806 se cerró el de los Caños del Peral.
—No; bueno, algo he leído en una revista, creo recordar.
—Es un escritor francés. Creo que todavía vive; debe de tener ahora alrededor de sesenta y cinco años. Escribe novelas muy…, digamos muy inquietantes. Aquí, en España, están prohibidas por la censura del Santo Oficio, que las ha incluido en el Índice por supuesto, pero en media Europa gozan de un éxito extraordinario. Mucha gente las encuentra enormemente atrayentes, pese a que sublima el mal gusto al combinar dolor y deleite sin distingos entre ambas sensaciones, confundiéndolas de tal modo que sus protagonistas buscan el placer a través del dolor propio o ajeno.
—¿Como Santa Teresa de Jesús? —ironizó Faria.
—¡No sea usted blasfemo, comandante! En las obras del marqués de Sade el protagonista es el sexo, es decir, el placer y el dolor a través del sexo. Eso no tiene nada que ver con el dolor que expresa Santa Teresa, que es místico, espiritual, causado por la amargura de no poder contemplar a Dios.
»Sade es un especialista en burdeles; frecuentaba los más afamados de París, el de madame Brissault o el refinadísimo de madame Hecquet.
—Y Santa Teresa lo era en conventos.
—Tenga cuidado, Faria; si lo oyeran los del Santo Oficio…
—Ésos son precisamente los mayores expertos en lo que estamos hablando.
—¿En sexo?
—Por supuesto.
—No lo crea. Son los franceses quienes siempre han mostrado una especial inclinación hacia el sexo; en algún lugar he leído que Richelieu alcanzó el capelo de cardenal gracias al empleo de filtros amorosos y de pócimas afrodisíacas.
—Pues precisamente lo que yo le decía: los clérigos son los mayores expertos.
Esta conversación entre Leandro Fernández de Moratín y Francisco de Faria tenía lugar en un café de la puerta del Sol. Faria le acababa de confesar a su amigo la inquietud que sintió por la reacción de Teresa de Prada cuando ésta mostró una sonrisa inquietante tras haberle destrozado el labio de un mordisco, y cómo pareció disfrutar con el sabor y la vista de la sangre del comandante.
—Dolor y sexo, placer y sexo… Humm, tenga cuidado con esa mujer. Me ha dicho usted que ella ha estado en Francia algún tiempo, en ese caso tal vez conozca los métodos de Sade y los haya leído en su novela Justine, incluso los ha podido practicar. Esté atento y no se deje sorprender por ella.
—¿Justine?
—Sí —añadió Moratín—, una novela que publicó Sade en Francia hace ahora quince o dieciséis años y que, entre otros escándalos, lo llevó a la cárcel. En España apenas se conoce, pues sólo circulan algunos ejemplares en francés que han traído españoles que regresaban de Francia o viajeros franceses en ruta por España.
—¿Usted la ha leído?
—Sí, por supuesto. Era mi obligación para determinar si se podía publicar en España.
—Y no se podía, claro.
—Le aseguro que ese libro no es recomendable para ninguna inocente jovencita, salvo que el demonio se haya instalado en su interior para tratar de atrapar a incautos. Espero que usted tenga recursos para solventar una situación así si se le presenta el caso, no en vano ya logró sobrevivir a Trafalgar.
La recomendación de Moratín inquietó a Faria, pero a la vez le despertó una enorme curiosidad por Teresa y sobre todo por volver a enfrentarse a aquella lasciva e inquietante mirada, tan impúdica a veces que con un simple parpadeo hubiera ruborizado a un batallón de lanceros borrachos.
Cayetana seguía presa, y Faria, que lo intentaba todas las semanas, no recibía autorización para verla, a pesar de que le insistía tanto a Godoy que en una ocasión el príncipe de la Paz estuvo a punto de perder la paciencia. Se mantenía informado de cómo se encontraba Cayetana gracias a que algunos guardias de la prisión le contaban su estado a cambio de unas monedas; por ellos sabía que mantenía el ánimo íntegro. No obstante, su situación había vuelto a empeorar, pues a los cargos de robo, fraude y espionaje, el Santo Oficio se había personado en la causa seguida contra Cayetana, acusándola de conducta deshonesta e inmoral, añadiendo un cuarto cargo que sumar a los tres que ya acumulaba.
—Tenga usted cuidado, Faria —le aconsejó Moratín—; creo que lo que le están haciendo a esa muchacha va dirigido contra usted, y a través de usted directamente contra Godoy. En esta corte de los despropósitos que es Madrid existen manos negras detrás de cada acción, por muy inocua que en principio parezca. Camine con pies de plomo y esté siempre atento a cuanto suceda a su alrededor; en estos tiempos tan convulsos, nunca se sabe dónde puede estar oculta la trampa del enemigo.
—Todas las acusaciones contra Cayetana son falsas, se lo aseguro.
—¿Incluso la de ladrona? Usted mismo me contó en una ocasión…
—Bueno, eso pasó hace algún tiempo.
—¿Y no cree que esa muchacha debería pagar por ello?
—No sé, tal vez…
—Creo que lo mejor para usted es que se olvide de todo esto, aunque sea por unas horas. Le invito a comer y después a que me acompañe a casa de Francisco de Goya.
—¿Goya, el pintor?
—Sí, Goya, el pintor de la corte; dicen que el mejor artista vivo. Deseo encargarle un retrato; en estos tiempos que corren no eres importante hasta que Goya te retrata. Además, contemplar sus cuadros lo relajará.
Faria y Moratín almorzaron una sopa juliana, mollejas fritas, pichón asado con ensalada de lombarda y bizcochos de huevos moles con crema de chocolate en una casa de comidas de la plaza Mayor, y tras tomar un café denso y muy azucarado se dirigieron al estudio de Goya.
El artista aragonés era el gran maestro de los pintores españoles. Sordo desde hacía varios años, pintor de cámara del rey Carlos IV, su trabajo era demandado por los principales nobles y personajes relevantes del país para que les hiciera un retrato. Todo individuo que se considerara importante debía tener un retrato colgado sobre la chimenea del salón principal de su casa, y si era de Goya, pintor de reyes, príncipes e infantes, el retratado podía considerarse ya como uno de los principales personajes del reino, aunque en el fondo fuera un idiota enriquecido. Moratín le quería encargar uno y le había recomendado a Faria que cuando sucediera a su padre como conde de Castuera se hiciera retratar por Goya, y colgara su imagen como nuevo conde sobre la chimenea (porque supuso que habría una chimenea) de su casa solariega de Castuera.
—Comandante Faria, os presento a don Francisco de Goya y Lucientes, el artista más importante de nuestro tiempo, el nuevo Velázquez —dijo Moratín.
—Señor, me alegra mucho conocerlo, sus retratos son soberbios y sus grandes cuadros me emocionan. El que presenta a toda la familia del rey Carlos reunida me parece soberbio.
—Ahora no lo haría así, comandante. Ese retrato colectivo de familia fue un encargo de Manuel Godoy; me pidió que sacara a la reina María Luisa en el centro, muy destacada, y a don Carlos lo pinté un tanto desplazado; ahora los colocaría al revés.
La cabeza de Goya y sus manos, ambas poderosas y plenas de energía como las de un campesino en su plenitud, llamaron la atención de Faria.
El estudio estaba lleno de bocetos y en varios caballetes descansaban inacabados diversos retratos.
—Siempre retratando a gente famosa —observó Moratín.
—Es la única manera de ganarse la vida, amigo mío. Miren: Ése es Bartolomé Sureda, el director de la fábrica de porcelana del Buen Retiro; ya está acabado —Goya señaló un cuadro en el que un hombre joven con abrigo verdoso sostenía en sus manos un chistera negra de forro rojo—. Y ése otro es Isidoro Máiquez, dicen que nuestro mejor actor; apenas está esbozado.
—Buscando nuevos caminos, Paco —le dijo Moratín.
—Vengan conmigo —les invitó Goya.
Caminaron por un pasillo hasta llegar a una puerta, que Goya abrió con una llave que portaba en el bolsillo de su chaqueta. Entraron en una habitación oscura. Goya abrió la ventana y toda la estancia se inundó de una cálida luz vespertina.
—Esto es lo que ahora me interesa —dijo el pintor.
La habitación estaba llena de cuadros con escenas terribles. En uno de ellos, dos hombres de aspecto salvaje estaban a punto de degollar a una muchacha que imploraba perdón a sus verdugos mientras uno de ellos le rebanaba el cuello con una enorme daga. En otro, un demente desnudo comía las entrañas de una joven a la que acababa de matar con su cuchillo. Y en un tercero varias doncellas desnudas bailaban poseídas por el diablo alrededor de un macho cabrío cuyos cuernos estaban adornados con una guirnalda de flores.
Después, Goya les mostró unos siniestros dibujos en los que figuras extrañas con formas de loros, monos, asnos y otros animales configuraban un universo de verdadera paranoia.
—¿Esto es lo que ahora está usted pintando? —le preguntó Faria.
—Busco nuevas formas, nuevos caminos. La pintura académica de vírgenes, cristos y alegorías de virtudes me interesa muy poco. El trazo, la pincelada, la fuerza expresiva de la pintura…, eso es el arte, mis queridos amigos. Imitar la naturaleza sólo es cuestión de buena técnica, y eso se consigue a base de estudio y disciplina. Pero el genio, el genio no se aprende nunca, se tiene o no se tiene. Yo pretendo buscar mi genio, la fuerza interior que me empuja a buscar nuevas maneras de expresar la realidad, de pintarla.
—Pero sus retratos son magníficos, reflejan fuerza, vida, sentimientos.
—Ciertos rostros son fáciles de trasladar a un lienzo. Es cuestión de buena mano para el dibujo y de buen gusto para los colores. El alma, señor Faria, el alma es lo que yo pretendo plasmar en cada retrato que pinto —dijo Goya.
—Eso es muy difícil.
—Más de lo que usted cree. Ya sabe que hay quien asegura que algunas personas no tienen alma.
—Y en esos casos, ¿qué es lo que ve tras sus rostros? —demandó Faria.
—La locura.
Faria subió las escaleras del palacio de Buenavista como un ciclón. Sólo unos minutos antes, un heraldo de Godoy le había comunicado que acudiera a palacio a toda prisa. El jefe de gobierno lo esperaba inquieto, paseando de un lado a otro de su despacho, con las manos entrelazadas a la espalda. Sobre la mesa había una enorme bandeja con sabrosos alimentos que ni había tocado. Hacía mes y medio que Napoleón había derrotado a los prusianos en la batalla de Jena, y un mes desde que el ejército francés entrara victorioso en Berlín. El nuevo embajador de Francia en Madrid, François Beauharnais, había comunicado a Godoy que España debía sumarse al decreto firmado por Napoleón.
—¡Francisco, ya era hora! —exclamó al ver al joven comandante.
—He venido lo más rápido que me ha sido posible, tío.
—Siéntate, y escucha: Napoleón ya es dueño de Europa; ha decretado el bloqueo continental contra Inglaterra.
—¿Y bien?
—¿No lo entiendes? Renuncia a invadir la isla, abandona su plan de desembarco en Inglaterra y pretende ahogar su economía prohibiendo que sus barcos atraquen en cualquier puerto del continente. Desde el Báltico, Inglaterra se aprovisiona de madera, lino, alquitrán y cáñamo, imprescindibles para sus barcos. Bonaparte sabe que no puede vencer a los ingleses en el mar porque ahí radica su principal fuerza, y ahora pretende derrotarlos mediante la asfixia económica. Parece que aprendió bien la lección de Trafalgar.
—Pero Portugal, Austria, Suecia o Rusia no acatarán esa orden, jamás lo harán.
—Claro que no, pero la negativa de esos países a participar en el bloqueo será entendida por Napoleón como una actitud hostil contra Francia, y por tanto como un acto de guerra. Y para llegar por tierra hasta Portugal, Bonaparte no tiene otro camino que atravesar España.
—Eso supondría muchas tropas francesas cruzando nuestro país.
—Más que eso, Francisco. Creo que Napoleón planea ocupar toda la Península, y me temo que los partidarios del príncipe de Asturias están de acuerdo con los planes franceses. La muerte de su esposa la princesa María Antonia, la gran enemiga de Napoleón, le ha facilitado el acercamiento a Bonaparte.
La princesa María Antonia, esposa del príncipe de Asturias, había muerto a fines de mayo. Ella había sido la principal causante de que don Fernando y sus partidarios no hubieran pactado con Napoleón, pues María Antonia odiaba a Bonaparte, que había sido el principal enemigo de su familia. Muerta la princesa y viudo el Príncipe, las reticencias que don Femando y sus consejeros habían mostrado hacia el emperador de los franceses habían desaparecido.
—¿Don Femando aceptará aliarse con Napoleón? —preguntó Faria.
—Estoy seguro de que no dudará un instante en entregar la soberanía de nuestra nación al emperador a cambio de que éste lo reconozca como rey, aunque sea un monarca títere al servicio de los franceses.
»He hablado esta misma mañana con algunos secretarios de los principales ministerios y, para mi sorpresa, la mayoría acepta la entrada de tropas francesas en España. Yo les he manifestado mi opinión desfavorable, pero mis ministros argumentan que la presencia del ejército francés será una firme garantía para mantener la corona sobre la cabeza de don Carlos y para estabilizar nuestra posición.
»¿Tú qué opinas?
—¿Tropas extranjeras en España…? No las ha habido desde hace siglos. Creo que no deberíamos consentirlo. Si tropas francesas entran en España y ocupan pueblos y ciudades…, no sé, la gente podría estallar de rabia, considerar a los franceses como invasores, y entonces la situación sería incontrolable. Tal vez nadie pudiera parar un movimiento revolucionario, quizá como ocurrió hace unos años en Francia, y si eso se produjera, nosotros seríamos los primeros en subir las escaleras del patíbulo.
—No sé… El pueblo español no es como el francés, aquí aman a su reyes, a sus nobles… Es cierto que en alguna ocasión se han rebelado, como le ocurrió a Esquiladle cuando prohibió las capas largas y los sombreros de amplias alas, pero las aguas revueltas vuelven enseguida a su cauce. No, en España no existen revolucionarios, no va con nuestro carácter. ¡Si hasta los pocos ilustrados que por aquí tenemos propugnan que nada cambie!
—No se ve la semilla porque está oculta bajo la tierra, pero basta una lluvia vivificante para que de un simple grano brote con tal fuerza una nueva planta, que si se riega puede llegar a convertirse en un árbol gigantesco.
—¡Vaya!, pareces un filósofo. No deberías leer a Rousseau, pero aquí se trata de política, Francisco, y no de filosofía. £1 emperador me ha ofrecido un trato: a través de su embajador me ha comunicado que Francia estaría dispuesta a conquistar Portugal y a entregar la mitad de ese país a España.
—Portugal ya fue español en siglos pasados, y esa relación estuvo llena de problemas.
—Entonces era distinto. Ahora Napoleón nos entrega medio Portugal en bandeja de plata.
—¿A cambio de nada? —se extrañó Faria.
—Bueno, a cambio de que permitamos a sus tropas circular libremente por España y les concedamos las máximas facilidades para su intendencia.
—Eso supondría la ocupación del país por tropas extranjeras.
—Quizá, pero ¿qué otra cosa podemos hacer? Si nos negamos a que el ejército francés atraviese España podríamos ser considerados como enemigos, en vez de como aliados, y ser también un objetivo a conquistar. Y ya sabes cómo está nuestro ejército; no podríamos aguantar una embestida francesa. Si atraviesan los Pirineos a la fuerza, dos meses después estarán en Cádiz con toda España sometida a su dominio.
—En ese caso, la gente se rebelaría contra los franceses, cada español sería un soldado.
—¿Tú crees? No sé, tal vez los aclamaran como libertadores. Ahora los ilustrados están con la monarquía de los Borbones, pero si comprenden que Napoleón va a ser su próximo soberano tal vez modifiquen su discurso y defiendan la necesidad de cambiar el gobierno, las leyes, nuestras costumbres ancestrales, hacer una revolución… Si Francia los necesitara y les pagara bien sus servicios, creo que se pondrían de su lado para convencer a los españoles de que es mejor ser «ciudadano» francés, como dicen ellos, que súbdito español.
—Eso es precisamente lo que decían querer ser los revolucionarios franceses, ciudadanos en lugar de súbditos. El pueblo podría…
—El pueblo, la gente… son chusma, Francisco. Ni tú ni yo habíamos nacido cuando, reinando Carlos III, estalló ese terrible motín del que te acabo de hablar, en el que los madrileños salieron a la calle como posesos para rebelarse por la prohibición de vestir capas largas y sombreros de ala ancha que el ministro Esquiladle impuso mediante un decreto. ¿Te imaginas? ¡Una nación entera soliviantada de forma tan violenta por la longitud de un traje y el vuelo del ala de un sombrero! Así es la gente, «el pueblo», como ahora gustan los liberales llamar a la chusma. ¿Sabes?, en aquel motín los revoltosos destruyeron casi cinco mil farolas, todas las que d gobierno había colocado con gran gasto de hacienda en Madrid para que esas mismas gentes pudieran caminar de noche con mayor seguridad bajo su luz.
—Sí, tío, a veces los hombres se rebelan por cuestiones poco graves, pero tal vez lo que estalle en estos momentos sea toda una situación que se ha mantenido tensa durante siglos. ¿Ha visitado usted los arrabales de Madrid, o algunos pueblos de Andalucía y Extremadura? En ellos cohabitan el hambre y la miseria con gentes desesperadas que parecen dispuestas a todo porque apenas tienen otra cosa que su propia vida.
—Me extraña que hables así, sobrino, tú eres un miembro de la nobleza y deberías estar orgulloso de tu condición y de tu linaje. Ya sé que ahora se trata a todo el mundo de «don», pero eso hace que ese tratamiento pierda su valor, pues lo usan todos, incluso algunos comerciantes de aldeas que vienen a Madrid a vender lana y carbón. «Don Martín el carbonero», «don Pedro el cardador», «don Juan el herrero»… es ridículo.
»Hablas como un liberal. Espero que sea debido a tu juventud. Si te oyera tu padre…
—No es cuestión de juventud, tío, sino de observar la realidad. Y la realidad de nuestro país es la miseria omnipresente, los caminos abandonados y maltrechos, las ciudades llenas de mendigos y pordioseros, la ruina de los montes y los bosques, el retraso de nuestras ciencias… ¿Ha oído a los extranjeros hablar de España? En Cádiz los franceses nos decían que éramos un pueblo que estaba contento con la incomodidad, a gusto con la suciedad de las calles, satisfecho con la inseguridad de los caminos, feliz con la molestia de los piojos, pulgas y chinches que te acribillan en cualquier posada, incluso en las más caras.
—¡Basta, Francisco, basta!
—Puede ordenarme callar, tío, pero no puede hacer que cambie la realidad con mi silencio.
—¡Esos malditos liberales!, te han sorbido el seso, te han metido en la cabeza sus ideas putrefactas. ¿Qué has leído?, seguro que esos libros prohibidos que escriben los filósofos franceses y los liberales alemanes, criticando a nuestra sacrosanta religión católica, a la noble aristocracia, al esforzado clero y aun a la propia sagrada monarquía. Has leído a Voltaire, a Rousseau y a Montesquieu, ¿verdad? ¡Claro!, y has olvidado los catecismos piadosos, los discursos espirituales, las obras de fray José de San Benito y de fray Antonio Arbiol. Todavía recuerdo que tu padre me envió con una carta un ejemplar de Luz de la fe y de la ley de fray Jaime Barón, del que decía que era tu lectura favorita.
»¡Un liberal!, mi sobrino es un liberal. ¿Sabes dónde están los liberales como ese Jovellanos? En la cárcel, encerrados para que reflexionen sobre sus errores y desvaríos. No quiero oírte hablar más de este asunto. Limítate a cumplir con tu deber y ascenderás tan deprisa que te producirá vértigo, pero si vuelves a hablar de esa manera…, bueno, ni siquiera tu parentesco conmigo te librará de una buena temporada en prisión para que se borren todas esas taras que se han colado en tu cabeza.
»Y ahora, volvamos al asunto por el que te he llamado. Quiero que te encargues de que se difunda por ahí que el príncipe Fernando está tramando un acuerdo secreto con los franceses para que éstos se apoderen de España. Di que ha vendido a la nación por un trono, que es un peón al servicio de los intereses de Bonaparte…, lo que se te ocurra, con tal de que el pueblo de Madrid crea que el Príncipe lo está engañando.
Faria se contuvo y salió del despacho cabizbajo. Ya en la calle, camino de su casa, intentó poner en claro sus ideas, aunque no supo explicarse por qué había hablado a su tío de esa manera. La calle de Alcalá estaba a esas horas de la tarde llena de gente que regresaba del paseo del Prado, donde aprovechaban los últimos días cálidos del otoño. Los ricos y nobles volvían en sus calesas y carros de caballos, mientras la mayoría lo hacía a pie, cerca de las fachadas ocres y amarillas para evitar ser atropellados por el trajín de carruajes de paseo y de carretas de mercancías que se cruzaban en una y otra dirección, levantando un fino polvo que impregnaba el aire de un olor a tierra seca, a sudor y a los excrementos de las caballerías.
No podía olvidar a Cayetana, pero los pechos duros y tersos de Teresa y su mirada lasciva e intrigante volvían una y otra vez a su mente de una manera casi obsesiva. Tumbado en su cama, un profundo deseo lo atormentaba de tal modo que no pudo aguantar más, se levantó y ordenó a su criado que fuera a casa del conde de Prada con una carta para su hija. En ella le solicitaba amablemente una cita y la invitaba a tomar chocolate y a pasear por el Prado el domingo siguiente por la mañana, después de misa. Rogaba contestación.
Un lacayo del conde trajo la respuesta por la tarde. El conde de Prada recibiría en su casa el sábado por la tarde al comandante Francisco de Faria en la tertulia que solía organizar todos los sábados desde que llegara a Madrid, y el domingo permitiría a su hija ir a pasear por el Prado acompañada por el comandante.
Faria apenas pudo contener su excitación hasta el sábado. Vistió su mejor uniforme, una casaca azul con botones dorados, cordones de trenzas de plata y hombreras de chapa sobredorada, un pantalón crema con ribetes laterales azules y unas botas negras de cuero, de las más altas que se usaban para montar a caballo, y se dirigió a casa del conde de Prada.
El visiteo era una de las costumbres más extendidas entre la sociedad madrileña. Los invitados no acostumbraban a comer ni cenar en casa del anfitrión, se limitaban a conversar, oír música, bailar y tomar refrescos, pastas, café y chocolate.
La mesa del salón principal de la casa de los Prada, una noble casona en la plazuela del Ángel, estaba llena de bandejas con dulces, pastas de anís y jarras con chocolate y con refrescos de frutas. Unas dos docenas de personas conversaban alrededor de varias mesitas colocadas en los cuatro extremos del salón, mientras iban y venían en busca de un vaso, una taza o una pasta. En un rincón, unos mocitos estaban arrodillados, como marcaba la moda del galanteo, ante dos muchachas a las que hablaban como si ellas fueran verdaderos iconos objeto de veneración sagrada.
Un elegante caballero de levita gris y camisa almidonada, con el cabello empolvado en un estilo ya pasado de moda, hablaba en susurros al oído de una dama, que reía tímidamente de vez en cuando. El salón estaba ricamente decorado con tapices y alfombras, pero apenas tenía muebles, tan sólo unas cuantas sillas, tres grandes sofás, la mesa central donde estaban las bebidas y los dulces y las cuatro mesitas en los cuatro ángulos. Junto a uno de los balcones había dos grandes jaulas, una con dos loros verdes y una cacatúa blanca y la otra con una mona tití tan pequeña que casi cabía en la palma de una mano.
La casona de los Prada no era un gran palacio al estilo de los que hacía poco tiempo las grandes familias nobiliarias del reino se habían construido en Madrid para estar cerca de la corte, como el conde de Altanara, el duque de Arcos o los duques de Alba, pero tenía cierto empaque, aunque parecía antigua y un tanto desgastada, más por haber estado mucho tiempo abandonada que por el uso, denotaba que sus propietarios disfrutaban de una posición económica muy holgada.
—Comandante Faria, bienvenido a nuestra casa. Me alegré mucho cuando Teresa me dijo que usted deseaba volver a verla; saldrá enseguida. Ahora le presentaré a mis amigos, pero antes venga, venga conmigo y tómese algo. El chocolate es extraordinario, recién traído de Guayaquil, el más fino y aromático que existe, una joya en estos tiempos en que Trafalgar nos dejó sin nuestros mejores navíos para escoltar a los convoyes de mercancías de América.
Faria agradeció al conde su invitación y tomó una taza de chocolate y dos bizcochos.
Teresa surgió como un cisne por la puerta central del salón. Vestía una amplia falda blanca de volantes de encaje trabados con lazos celestes y una basquiña corta muy ajustada, también blanca, con bordados en azul y oro. Su tez lechosa, su cabello castaño claro y sus ojos melados hacían juego con los encajes, los bordados y el vestido, que semejaban una parte más de su anatomía, como si de las plumas de una exótica ave se tratara.
—Comandante Faria, Francisco, me alegra verlo de nuevo.
—Teresa…, yo también tenía ganas de verla.
Los ojos de la joven emanaban una luz serena y dulce. Faria estaba confuso, pues aquella mujer, a la que apenas había visto unos instantes en toda su vida, era capaz de semejar indistintamente una dulce y angelical criatura, plena de bondad y ternura, o una hembra lasciva y felina. En el primer caso, su rostro era ovalado, con facciones tan suaves y delicadas y ojos redondos de mirada tan plácida e inocente que para sí los hubiera deseado la sobrina solterona de un obispo católico, en tanto que su otro rostro mostraba unas líneas tan anguladas, unos ojos tan atigrados y una mirada tan inquietante e irresistible que hubiera ruborizado a cien marineros recién desembarcados tras una travesía de seis meses en alta mar.
Durante un buen rato los dos jóvenes conversaron sobre asuntos banales, acerca de la finura del chocolate, o del colorido de los loros y la vivacidad de la mona tití, o sobre cómo alguna de las damas asistentes a la tertulia había aprendido a estornudar a la francesa. Teresa de Prada presentaba entonces su rostro más cálido y dulce, el de la muchacha inocente y cándida incapaz de mirar a un caballero sin sentir un intenso rubor. Pero en un momento de la tarde, cuando la luz exterior ya había mudado en oscuridad y el salón estaba iluminado por grandes velones, Teresa acercó sus labios al oído de Faria y le susurró:
—Ardo en deseos de sentirte dentro de mí. Hazme tuya cuanto antes.
Faria, que en ese instante sorbía una copa de licor anisado, se atragantó y a punto estuvo de verter el contenido sobre su casaca de comandante de la guardia de corps. Miró a Teresa y contempló entonces el otro rostro, el de perfiles angulados y líneas rectas, el de los ojos felinos, el de la mirada lasciva e inquietante, y observó su lengua fina y aguzada relamiéndose los labios como una gata en celo o a punto de saltar sobre su presa para devorarla.
Al salir de casa de los Prada, Faria todavía mantenía la erección que le habían producido las palabras susurrantes de Teresa y que la casaca, larga pero abierta en pico en la parte central de la abotonadura, apenas podía ocultar.
Aquella noche no pudo dormir pensando en que a la mañana siguiente volvería a estar con esa mujer, esta vez a solas, paseando por el Prado.
Faria acudió a la puerta de la iglesia de la Santa Cruz, en la calle Atocha. Miró a lo alto y contempló las campañas de la torre, la más alta de la ciudad, que se volteaban como mariposas de bronce. Hacia el este, sobre el Buen Retiro, un globo azul y dorado ascendía sobre Madrid con tres personas en la barquilla.
Teresa, acompañada por una doncella, salió por la puerta del templo, y Faria, que había dejado su uniforme para vestirse con un traje gris y un sombrero de copa del mismo tono, se dirigió hacia ellas.
—Buenos días, Teresa. Aquí estoy, tal como quedamos. He encargado un desayuno en el café de La cruz de Malta y luego iremos al Prado. Hace una mañana estupenda, la mejor del otoño. He alquilado una calesa para toda la mañana, nos recogerá después de desayunar.
Teresa despidió a la doncella y se cogió del brazo que le ofreció Francisco. Ambos caminaron hasta el elegante café donde tenían reservada una mesa en la que les sirvieron un copioso desayuno: chocolate, «fanchonetas» a la crema y bavarois a los albaricoques.
Después subieron a la calesa y el mayoral arreó a los dos caballos para que iniciaran el descenso hacia el paseo del Prado. En las puertas de los templos que salpicaban la calle de Atocha, la que contaba con más iglesias y conventos de Madrid, decenas de mendigos se arremolinaban pidiendo limosna a quienes salían y entraban de los edificios religiosos o paseaban por las aceras.
Poco antes de llegar al Prado se cruzaron con una procesión de disciplinantes que, vestidos con una falda blanca y desnudos de cintura para arriba, cubiertas las cabezas con capirotes y las caras con un pañuelo de gasa, se latigueaban la espalda causándose lacerantes llagas de las que manaban finos hilos de sangre.
Aquella mañana dominical de otoño, el paseo más concurrido por la alta sociedad madrileña estaba atestado de paseantes, gente a caballo y carruajes. Una doble fila de carrozas de todas clases llegaba desde el convento de Atocha hasta el paseo de Recoletos, ocupando casi todo el paseo del Prado. Éste era el gran salón de la ciudad; alargado y muy amplio, acababa en dos exedras y entre ambas borboteaban los surtidores de las fuentes de Neptuno, Cibeles y la doble de Apolo, las tres dedicadas a dioses paganos de la Antigüedad. La gente acomodada de Madrid paseaba entre las hileras de álamos y olmos y se sentaba a descansar y conversar en los enormes bancos de piedra. Los caballeros gustaban de hablar a media voz con las damas, «pelando la pava», como decían los madrileños, susurrando a sus oídos palabras delicadas con d único fin de cortejarlas con la mayor elegancia. Dos docenas de aguadores recorrían el paseo pregonando su mercancía, el agua fresca, sin dar voces estridentes, sino chascando los dedos y produciendo un sonido muy peculiar que todos los paseantes identificaban enseguida. En aquellos días de otoño tenían menos trabajo que en las calurosas tardes del estío, y el cuartillo de agua costaba la mitad que en verano.
Los paseantes configuraban un variopinto mosaico de la alta sociedad madrileña: militares de uniforme que se pavoneaban engalanados con sus más brillantes entorchados, sacerdotes en sotana con sus amplios y ridículos gorros que velaban por la moralidad y las buenas costumbres, caballeros con amplias capas ribeteadas con bordados, tocados con altos sombreros y provistos de elegantes bastones, clamas tan emperifolladas con enaguas, mantillas y blondas que de lejos parecían una ensalada de las más variadas y coloristas hortalizas, galanes perfumados en busca de damiselas con fortuna a las que camelar…, todo un muestrario de lo que en aquellos días de 1806 era este grupo social, en una ciudad ajena a un mundo que cambiaba tan deprisa como las estaciones se sucedían en aquel salón de las vanidades madrileñas.
Teresa de Prada saludaba alzando el brazo y agitando la mano a cuantas damas se cruzaba, aunque sólo a las que como ella paseaban en carruaje.
—Vaya, conoce usted a mucha gente, a pesar del poco tiempo que lleva viviendo en Madrid.
—No, Francisco, no conozco a nadie.
—¡Pero si la estoy viendo saludar a todo el mundo! No hay dama sobre carruaje con que nos crucemos a la que no le haga un gesto con la mano o con la cabeza.
—¡Ah!, es que eso significa que se tiene buen gusto y denota elegancia; te hace parecer muy interesante e importante a la vez. Usted mismo ha creído que yo conocía a todo el mundo.
Y la verdad es que Faria comprobó que todas las personas a quienes sin conocer saludaba Teresa le devolvían el saludo, algunas con tanta efusión que parecían ser amigas íntimas desde la infancia.
Los paseantes del Prado eran muy distintos a los de la pradera de San Isidro, donde Faria había acudido en alguna ocasión con el sargento Morales. En el Prado todo parecía orquestado según una partitura preestablecida, como una obra de teatro en la que no se dejaba un solo resquicio a la improvisación, donde todo estaba previsto, dispuesto y ordenado. Por el contrario, en la pradera de San Isidro la gente se tumbaba al sol y recibía el aire fresco de la sierra como una necesidad vital, como si le hiciera falta para poder continuar viviendo en las casas angostas y malolientes y en las calles sucias y encharcadas de los barrios más pobres y de los suburbios y arrabales. Sobre la hierba de San Isidro podían ver Madrid tendido al otro lado del Manzanares, y comer al aire libre embutidos de chorizo, morcilla y longaniza, beber el áspero y denso vino de la tierra y disfrutar de unos sueños que nunca lograrían alcanzar.
Francisco y Teresa se siguieron viendo casi todas la semanas. Cuando el tiempo lo permitía paseaban por el Prado, iban al Teatro de la Cruz, donde seguían brillando Rita Luna y el gracioso Querol, o al recién restaurado del Príncipe, al que habían pasado los actores de la compañía del de los Caños del Peral, donde se representaban obras de Lope de Vega con gran éxito, o acudían a las tertulias del palacio de Buenavista las tardes de los jueves.
Allí se encontraban a menudo con Moratín, que despotricaba contra ciertos espectadores, pues se había puesto de moda que los que acudían a la zona del patio y permanecían en pie se divirtieran empujándose como niños y simulando una especie de oleadas humanas que a veces acababan con los espectadores revolcados por el suelo entre grandes carcajadas de todos, ajenos a cuanto sucedía en el escenario. También lamentaba el mal estado de las sillas, muchas de ellas rotas, sucias o con el tapizado desgarrado, sin que los empresarios se molestaran en repararlas. Los temas de conversación de las tertulias giraban en torno al teatro, a los bailes de moda y también a las victoriosas campañas de Napoleón. Nadie hablaba de Trafalgar.
Algunos domingos iban a comer besugo o merluza a la pastelería de Ceferino, en la calle del León, y después a tomar algún refresco o helados a la botillería de Canosa, en la carrera de San Jerónimo, que hasta hacía unos meses había sido la preferida por la gente de la corte, aunque en aquellos días de fines de 1806 apenas entraban las personas distinguidas, sino que se limitaban a pedir los refrescos o los helados para consumirlos en los mismos coches, adonde se los llevaban unos camareros muy diligentes.