Capítulo III

1

Amaneció el veintiuno de octubre con el cielo despejado, aunque por el oeste unas nubes agrisadas rayaban el horizonte y parecían presagiar una tormenta. Una suave brisa del noroeste, a veces con momentos de calma, rizaba las aguas y sobre levante el alba despuntaba con una extraña claridad. La flota combinada, que había pasado toda la noche alerta comunicándose unos navíos con otros mediante señales luminosas, viró a estribor, ciñendo el viento oeste noroeste en formación que encabezaba el Príncipe de Asturias. Villeneuve había dispuesto una línea de combate en la que, alternados barcos franceses y españoles, se establecía un compacto frente de fuego capaz de detener el previsible ataque en cuña de los ingleses y obligar a sus navíos a retirarse. Para que esa táctica tuviera éxito, los navíos deberían estar perfectamente alineados, manteniendo entre ellos una distancia lo suficientemente corta para que la línea no fuera rebasada por los ingleses, y a la vez lo suficientemente amplia para poder maniobrar con holgura. Pero esta línea, en cuya impermeabilidad se basaba toda la táctica de Villeneuve, presentó muchos defectos desde su configuración primera.

La flota combinada se había reorganizado en cuatro divisiones; dos en el centro, una tercera en vanguardia, formadas cada una por siete navíos, mandadas por Villeneuve, Álava y Dumanoir, y una cuarta en la reserva con doce navíos a cargo de Gravina, dividida a su vez en dos columnas, la segunda al mando del contraalmirante Magon. Pero ésa era la única disposición estratégica de la escuadra; no había ninguna otra variante, ni una dirección de operaciones, ni criterios comunes que seguir, ni un plan estratégico global. Y ni siquiera se le había ocurrido a Villeneuve establecer un plan de coordinación entre los distintos navíos de su flota, ni había previsto alternativa alguna en caso de que variaran las circunstancias. Las únicas instrucciones eran las de navegar en la manera indicada, sin romper jamás la línea ni alterar la formación, y ofrecer un único frente compacto de batalla, como si se tratara de un combate en tierra firme, con unas posiciones de artillería atrincheradas esperando una carga de caballería enemiga.

El capitán Faria y su ayudante el sargento Morales, embarcados a bordo del San Leandro, habían pasado la noche en vela; ninguno de los dos había podido dormir un solo minuto. Ya habían experimentado lo que era una batalla naval en Finisterre, pero los oficiales más expertos les habían dicho que en aquella ocasión se trató de un intercambio de disparos, y aunque hubo algunos muertos no había sido una gran batalla. Por el contrario, en el cabo de Trafalgar se esperaba una batalla total que sólo acabaría con la derrota y destrucción de uno de los dos combatientes.

—¿Está usted nervioso, sargento? —le preguntó Faria intentando simular serenidad.

—Claro que lo estoy, capitán. Aquí en el mar me siento indefenso. Si todo va mal, no tienes posibilidad alguna de escapar, y fíjese en toda esa agua —Morales señaló con la mano la superficie del mar, todavía oscura e impenetrable, amenazadora como boca de lobo—, quién sabe cuántos monstruos nos están aguardando ahí abajo. Además… —titubeó— no sé nadar.

—Yo tampoco, sargento, pero, si llega la ocasión, bracee como ha visto hacer a los marineros que se han bañado estos meses a nuestro lado: guarde la calma, mantenga la serenidad y mueva las manos y los pies impulsándose hacia arriba, y hágalo despacio o se cansará enseguida.

—¿No dice usted que no sabe nadar, capitán?

—Bueno, le repito lo que me ha dicho uno de los oficiales, y me asegura que siempre funciona. Llegado el caso, que espero no ocurra, intentaré hacer lo que me han aconsejado. ¿Sabe, sargento?, le sorprendería la cantidad de marineros que ignoran cómo mantenerse a flote sobre el agua.

—Pues no me sirve de consuelo.

—El mayor peligro es un mar embravecido.

—¿Y qué me dice de los monstruos?

—Aquí no hay monstruos. Todas esas historias de feroces monstruos marinos son viejas leyendas para atemorizar a niños incautos, o a marineros de agua dulce.

—No esté tan seguro; algunos marineros afirman que un tiburón es capaz de engullir a un hombre de un solo bocado. Y un tiburón, capitán, sí es un monstruo. Usted los ha visto de cerca en el mar de las Antillas, con toda esa enorme boca llena de dientes como cuchillas.

—No creo que teniendo al alcance de la boca un buen atún, un tiburón medianamente sensato y a poco gusto que tenga prefiera comerse a un marinero que huele a sudor y a orines, y que además está vestido con ropa sucia y grasienta.

—Me han asegurado que a los tiburones les encanta la sangre humana y que una vez que han probado nuestra carne no desean comer ninguna otra.

—¿Sí?, ¿y quién se lo ha preguntado al tiburón? ¿Alguien lo ha oído de la boca de alguno? Vamos, sargento, no crea en esas historias de viejos marineros ebrios de ron.

—Lo oí en las Antillas. Algunos marineros juran que han visto a decenas de tiburones darse un atracón con los cuerpos de los náufragos o de los marinos caídos al agua en plena batalla. Acuden a la sangre como las moscas a la miel, y cuanta más sangre, más tiburones.

Faria comenzó a reír, intentando con ello relajar la tensión y ocultar la inquietud que lo asediaba, cuando con las primeras luces del alba unos hombres salieron a cubierta portando pesados cubos cargados de arena que comenzaron a baldear por toda la cubierta.

—¿Qué ocurre, qué pretenden esos marineros? No entiendo nada, capitán —se extrañó Morales—; ayer mismo una veintena de hombres se dejaron la piel limpiando la cubierta, restregaban la superficie como si en ello les fuera la vida y, fíjese, hoy la ensucian con tierra. Están poniendo todo perdido.

—De verdad que es extraño, pero imagino que alguna explicación ha de tener ese comportamiento.

—Pues no lo entiendo —repitió Morales—. Bueno, esta gente de la Armada es muy rara, tal vez estén ensuciándolo todo para que algún pobre grumete cumpla un castigo recogiendo todos esos montones de arena y vuelva a dejar la cubierta tan limpia como antes.

Varios marineros seguían extendiendo arena por toda la cubierta, cubriendo el suelo con una capa uniforme de al menos un dedo de espesor. Se trataba de una arena más fina incluso que la de algunas playas y bastante seca, tanto que a pesar de que la extendían con cuidado se levantaban algunas nubecillas de polvo.

Muy cerca de Faria y de Morales, que seguían atentos y extrañados el trabajo de los areneros, pasó un oficial del San Leandro.

—Alférez, buenos días, perdone que interrumpa su trabajo, pero ¿qué hacen esos hombres? —preguntó Faria a Santiago de Palacios, un joven alférez de fragata, ayudante del capitán Quevedo.

—Están baldeando con arena la cubierta, capitán.

—Eso ya lo estoy viendo, alférez, me refiero a para qué lo hacen.

—Cumplen órdenes del comandante Quevedo. Vamos a librar una batalla terrible. Combatiremos peñol a peñol, unos navíos pegados a los costados de los otros. A esa distancia los estragos que nos causaremos serán tremendos; es probable que incluso se pelee cuerpo a cuerpo, espada y pistola en mano, y que haya muchos abordajes. Decenas, tal vez centenares de hombres caerán muertos y heridos, por eso es conveniente extender una capa de arena sobre la cubierta para que la sangre de los que caigan quede empapada en ella.

—¿Cómo dice? —se sorprendió Morales.

—Todavía no he podido comprobarlo, pero los oficiales más antiguos afirman que en estas batallas la sangre corre en tales cantidades por la cubierta que si no fuera por esta arena que la empape sería imposible caminar por ella.

—¡Dios Santo! —exclamó Morales.

—Con esta medida de prevención se consiguen dos cosas: primero que la cubierta no esté resbaladiza cuando corra la sangre de los muertos y heridos; a veces ha ocurrido que la sangre de los caídos se convertía en un enorme impedimento para moverse con seguridad por la cubierta, pues los hombres resbalaban y eso producía retrasos a la hora de acudir a reforzar una batería o a la de llevar suministros y municiones. Y en segundo lugar, que una vez acabada la batalla pueda limpiarse la nave mucho mejor; si corre la sangre por el suelo y tiñe la madera, cuando se seca deja un cerco muy difícil de eliminar. Y ya sabe, capitán, que en la marina es esencial mantener limpia la nave. A nadie le gusta que su navío muestre perennes manchas de sangre, da mala suerte.

El alférez saludó a Faria y se excusó, pues tenía orden de acudir a su puesto de combate en las baterías delanteras de estribor de la primera cubierta.

—¡Santo cielo, esto va a ser una carnicería! —exclamó Morales—. Muertos a decenas, sangre a raudales, esta arena convertida en barro teñido de rojo… ¿Y qué harán con los cadáveres?, ¿los tirarán al mar, los colocarán en pilas o los amontonarán en alguna bodega? Estos barcos van a ser gigantescos ataúdes flotantes.

Faria, que había dejado de reír, se dirigió hacia la borda. Se apoyó sobre la amura y sintió una sensación de náusea. Le costó cierto esfuerzo, pero pudo contener el vómito.

José de Quevedo, capitán del San Leandro, se acercó hasta Francisco.

—¿Se encuentra bien, Faria?

—Sí, señor. Tal vez sea la falta de sueño, no he podido dormir esta noche.

—Suele ocurrir. Yo tampoco pude hacerlo la víspera de mi primera batalla. Por su edad, imagino que no ha participado en ningún combate naval, a excepción de la escaramuza de Finisterre.

—No, señor. Bueno…, sí, claro, estuve en aquel combate en el cabo de Finisterre este verano, pero no me pareció una verdadera batalla.

—¡Ah, amigo!, pero ese día mandaba la flota inglesa Calder y hoy tendremos enfrente a ese arrogante bastardo de Nelson y al impetuoso petulante de Collingwood. Dicen en Inglaterra que están locos, pero que son los dos únicos jefes capaces de derrotar a la escuadra combinada. Y sí, tienen razón los que los llaman locos, sólo un perturbado se atrevería a enfrentarse con dieciocho navíos a nuestros treinta y tres.

—¿Cree usted, señor, que podemos vencer?

—Un batalla en el mar es como un melón antes de empezarlo: sólo es posible degustar su sabor abriéndolo y catándolo. Los oficiales ingleses tienen una ventaja sobre nosotros: sus marineros obedecen sin dudar porque temen más a los castigos de azotes que a la propia muerte. Además, hay muchas circunstancias que influyen en un combate entre navíos: el viento cambiante, las olas caprichosas, las corrientes imprevistas, la pericia de los pilotos, la puntería de los artilleros, el valor de los oficiales, el plan de combate que diseñan los almirantes, el destino o la suerte incluso.

—¿La suerte?

—Sí, la suerte. Un golpe de mar repentino puede escorar a un navío de tal modo que en unos instantes pierda toda la ventaja ganada en una acertada maniobra durante varias horas. La mar es una amante que jamás se entrega sin condiciones, y sus condiciones nunca las pacta, las impone y de qué modo.

—Señor, ¿la arena…?

—Es una medida preventiva para la batalla, pero no se preocupe por lo que hayan podido contarle, la sangre nunca es tanta como pueda parecer por semejante cantidad de arena; siempre es mejor prevenir cualquier incidencia que lamentar la falta de cuidado.

El dorado amanecer comenzó a bañar las velas de los navíos y se hicieron manifiestos los colores rojos y amarillos de la bandera de combate del San Leandro. En la popa, ondeando al viento, tremolaba la enseña de la marina de guerra española: dos franjas rojas a los lados y una amarilla, el doble de ancha que las rojas, en el centro. Era una bandera muy llamativa y vistosa, tal y como se había previsto que lo fuera en el año 1785, cuando se optó por este nuevo diseño de estandarte para la Armada, a fin de evitar confusiones a la hora de identificar un barco propio. Hasta entonces la enseña que enarbolaban los barcos de guerra españoles era la de la casa de Borbón, por eso era muy fácil confundirla con la de los barcos de otras naciones con monarcas de esta misma dinastía, como Nápoles, Toscana, Parma o la misma Francia; la roja y amarilla era inconfundible y por su colorido podía identificarse a una lejana distancia. En los barcos franceses ondeaba la tricolor republicana roja, azul y blanca, la enseña revolucionaria que Napoleón había mantenido como propia cuando se convirtió en emperador.

Orgulloso de poder estar allí, Faria observó su bandera tremolar al viento fresco del amanecer, y por un momento imaginó una gran victoria, y a los navíos españoles regresando a Cádiz con varias presas inglesas, todas las velas desplegadas, las banderas flameando al aire, los estandartes flotando sobre las cubiertas como etéreas alas de gaviotas multicolores. Era una imagen similar a la que tanto había imaginado en los campos de olivos de su Castuera extremeña, pero ahora los caballos se habían transformado en navíos de cien cañones y las crines de los corceles eran velas largadas al viento. Pensó que aquel amanecer podría ser como el que presenció Hernán Cortés antes de la conquista de México, y otra vez se imaginó como un nuevo Cortés a punto de conquistar un imperio para su rey.

El comandante del San Leandro asignó a los guardiamarinas sus puestos de combate; los futuros oficiales asían sus espadines desenvainados en las manos, pero parecían bastante despistados y confusos, y además, eran bastante inexpertos y estaban muy poco preparados para una empresa de semejante envergadura. Ordenó al piloto que mantuviera el rumbo marcado y que revisara el diario de a bordo, las banderas, las pavesadas y la cera para los faroles de señales, y que pusiera sumo cuidado en comprobar que hubiera en las bodegas suficiente arena húmeda para socorrer un incendio en caso de que fuera necesario, y que estuvieran las bombas dispuestas para achicar agua.

Oficiales, marineros, armeros, maestros de vela, artilleros, ayudantes de las baterías y grumetes fueron colocándose en sus puestos. Las poternas de las baterías comenzaron a abrirse y a dejar ver en los costados negros y amarillos las oscuras bocas de los cañones de bronce fundidos en la real fábrica de Cabada, en Santander. Los artilleros colocaron las municiones tal como había predispuesto el capitán Quevedo y encendieron los hornillos para tener siempre dispuesto y al alcance de la mano el fuego para la mecha y para calentar las «balas rojas».

Médicos, cirujanos y sus ayudantes los sangradores y el capellán fueron ocupando también sus lugares bajo las cubiertas del navío. Desde ese momento nadie cruzó una sola palabra con el de al lado; sólo se oía la voz del contramaestre transmitiendo las órdenes de su comandante. Todos los marineros tenían los rostros tensos, las miradas perdidas, los labios entreabiertos; algunos los movían, tal vez musitando oraciones y rogativas, y otros apretaban las mandíbulas, a punto de estallar sus venas hinchadas en el cuello y las sienes. Todos cruzaban sus miradas unos con otros, pero nadie se atrevía a pronunciar una sola palabra, como si aquel silencio fuera la razón misma de su propio miedo.

2

A las seis en punto de la mañana Nelson, que acababa de afeitarse y de desayunar unos huevos revueltos con tocino, contemplaba con su catalejo desde el puente de mando del Victory las velas hinchadas de las primeras unidades de la flota combinada, situadas a unas nueve millas al noreste. El vicealmirante había pasado buena parte de la noche redactando varias páginas de su diario. Había escrito que deseaba obtener la victoria para la salvación de Europa y que los británicos deberían recordar los sagrados deberes que tenían para con la humanidad; al fin y al cabo, entre los ingleses había quienes sostenían que Inglaterra era la nueva Tierra Prometida y que sus verdes colinas semejaban los nuevos montes de Sión y sus hombres el nuevo pueblo elegido para hacer cumplir el plan divino sobre los asuntos de la tierra. Nelson había expresado sus pensamientos con frases grandilocuentes, como si el vicealmirante tuviera el presagio de que aquél iba a ser su último combate. Se apoyó en la baranda del alcázar de popa y suspiró con cierto alivio al observar la mala formación de los navíos españoles y franceses y la enorme distancia que separaba al primero del último; tal vez había más de cinco millas entre ambos, supuso.

Se dirigió a su segundo y le indicó que ordenara a todos los navíos de la flota que formaran en dos columnas, tal como se había dispuesto, encabezadas cada una de ellas por el Victory a barlovento, y el Royal Sovereign a sotavento. La columna de Nelson la formaron Victory, Téméraire, Neptune, Leviathan, Conqueror, Agamemnon, Britannia, Orion, Minotaur y Spartiate, además del Africa, que la noche anterior había quedado aislado al norte, cerca de la combinada. Collingwood gobernaba Roy al Sovereign, Belleisle, Colossus, Mars, Tonnant, Bellephoron, Achilles, Poliphemus, Revenge, Swiftsure, Defence, Thunderer, Defiance, Prince y Dreadnought. La columna de Collingwood la formaban quince navíos con uno de tres puentes, en tanto que la de la derecha la dirigía Nelson al frente de sólo doce navíos pero con cuatro de tres puentes.

Después envió un mensaje al capitán del Africa, de sesenta y cuatro cañones, para que acudiera con gran riesgo hacia el centro. Este navío se había desviado durante la noche y para colocarse donde le indicaba Nelson tenía que atravesar toda la línea de fuego de la retaguardia de la combinada. Era una posición de tremendo riesgo que el capitán Henry Digloy aceptó con una flema extraordinaria. «Este puede ser un buen día para morir», aseguran que dijo al aceptar el reto.

La flota inglesa tenía sus navíos formados a barlovento; eran veintisiete, y no dieciocho como había supuesto Villeneuve, dispuestos en dos columnas, prestas a cortar el centro enemigo y así aislar la vanguardia del resto de la flota. Villeneuve observó a lo lejos la formación de la flota enemiga y, para impedir que los ingleses le cortaran la retirada hacia Cádiz y conservar esta ruta bajo el viento, ordenó a toda la flota virar en redondo para alinearse con el Príncipe de Asturias, que enarbolaba la insignia del almirante Gravina, quedando éste ahora en último lugar, de modo que la vanguardia se convirtió en retaguardia y viceversa. Cuarenta barcos formaban la flota franco española, treinta y tres navíos, quince españoles y dieciocho franceses, cinco fragatas francesas y dos bergantines también franceses. En la maniobra de virada, la precipitación de algunos capitanes, la ausencia de viento favorable, que soplaba del oeste, y la impericia de algunos pilotos provocó un fiasco y causó una tremenda confusión; cuatro navíos quedaron sotaventados en el centro, alguno de ellos doblado en una desordenada línea con un enorme hueco en la zona más débil, tres perdieron su puesto en la retaguardia y los de la vanguardia quedaron apelotonados y alejados del centro. Gravina contemplaba circunspecto las maniobras que ordenaba Villeneuve y, aunque las obedecía y ordenaba a sus capitanes que las acataran, sentía una enorme frustración interior.

«Está equivocado, está equivocado. Nos lleva al desastre, a la derrota», murmuraba entre dientes el almirante español, que no obstante logró que su columna maniobrara con gran habilidad, pese a las dificultades a que los había conducido Villeneuve.

En la apresurada e imprevista maniobra de viraje, el Príncipe de Asturias y el Achilles estuvieron a punto de chocar, en tanto desde la fragata francesa que informaba sobre la ejecución de los movimientos de la flota combinada se comunicó a Villeneuve que la línea de combate se prolongaba demasiado por el centro, que estaba mal formada en varios puntos y que se corría el riesgo de que se abriera tanto que se rompiera precisamente por el lugar más delicado. Para evitarlo, Villeneuve ordenó que el navío de cabeza, que tras la virada en redondo era ahora el Neptuno, se ciñera al viento y que, alineándose con él, lo hicieran todos los demás. En todas esas maniobras se estaba perdiendo un tiempo precioso, y entre tanto los ingleses ya habían colocado a toda su escuadra en posición de combate, en las dos columnas que Nelson había ordenado, observando desde lejos cómo la flota franco española era incapaz de presentar una formación adecuada para ofrecer batalla.

Tras la accidentada maniobra de viraje ordenada por Villeneuve con tanta precipitación como falta de acierto y previsión, la escuadra combinada había quedado desordenada en una línea ligeramente curva, en dirección noroeste a sureste, y muy irregular, de al menos cinco millas de longitud entre los dos navíos de los extremos, con algunos barcos doblados en algunos puestos, grandes claros en otros y un gran hueco de casi media milla que partía en dos mitades la línea de combate, una con catorce navíos al norte, con el buque insignia de Villeneuve, y otra de diecinueve al sur, con el Príncipe de Asturias del almirante Gravina.

Nelson volvió a su camarote y escribió en su diario: «Al clarear el día el enemigo está al este y este sureste. Doy la señal para la batalla. Me encomiendo a Dios, a mi país y ruego por una gran victoria. A Dios me resigno y lo hago en defensa de una causa justa. Amén, amén, amén». Cerró el diario, lo guardó en el cajón de su escritorio y regresó a cubierta. Con su catalejo contempló las confusas maniobras de su enemigo y la desigual línea, tan mal formada; sonrió y dio dos órdenes concisas: «mantener la formación en dos columnas» y «preparados para la batalla». Después mandó largar velas y poner rumbo noreste, avanzando en cuña para cortar la línea hispano francesa por el centro y la retaguardia, tal como había planeado con sus capitanes, y transmitió a Collingwood la siguiente orden: «Mi intención es cruzar la línea de la combinada por el centro para cerrarle la retirada hacia Cádiz. Corte usted la línea enemiga por el undécimo navío de la retaguardia».

En la flota combinada los barcos que habían quedado desplazados maniobraban intentando ganar su puesto en la línea. Algunos estaban tan próximos que tenían que virar una y otra vez para evitar abordarse los unos a los otros, en tanto en algunas zonas del frente había grandes huecos que ningún navío acudía a cerrar; el viento que soplaba del oeste contribuía a entorpecer aún más las maniobras de alineación compacta para el combate. Así, el San Justo no pudo colocarse a popa del Bucentaure, donde debería de haberse situado, y ante la falta de sitio, pues el suyo lo había ocupado el Neptune, su capitán optó por ir hasta la vanguardia para tapar un claro que allí había quedado descubierto, avanzando por el lado de babor de la combinada.

—No tienen un plan de combate definido —comentó Nelson al capitán Hardy, su segundo a bordo—, cada uno hace lo que le parece sin instrucciones concretas de cómo maniobrar. Les falta profesionalidad. Están perdidos. Con su torpeza y su improvisación insensata han puesto la victoria en nuestras manos. Es increíble que no hayan aprendido de sus derrotas en San Vicente y en Abukír y que repitan los mismos errores una y otra vez.

El vicealmirante recorrió todos los puentes del Victory arengando a su tripulación. Después se dirigió al puesto de mando del buque insignia y desde allí dio las últimas instrucciones para la batalla. Mediante señales reiteró a Collingwood que cortara la línea de la combinada por el undécimo navío. Después, miró a lo alto del palo mayor y tuvo una ocurrencia.

—Señor Pasco —le dijo al oficial del Victory—, ordene al encargado de señales de banderas que enarbole la frase «Inglaterra confía en que cada hombre cumpla con su deber».

Paseo saludó a su comandante, pero cuando se dirigía a hacer cumplir la orden se volvió hacia Nelson, se pasó la mano por la barbilla reflexivo y le dijo:

—Vicealmirante, si me lo permite su señoría propongo una ligera modificación en esa fiase.

—Dígame, señor Pasco.

—Creo, señoría, que sería más acertado cambiar «confía» por «espera», es más contundente.

Nelson se ajustó el sombrero de dos picos, se estiró la casaca azul, miró al horizonte y tras unos instantes asintió:

—De acuerdo: «Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber». —England expects every man will do bis duty—. Que lo lea toda la flota.

Pasco se dirigió a grandes zancadas hasta el encargado de señales y le transmitió la orden de Nelson y el mensaje que debía anunciar a los demás navíos mediante el lenguaje de las banderas. El oficial de señales se puso manos a la obra de inmediato, unos tres minutos después, de los palos del Victory colgaba una tira de banderas de señales. Nelson ordenó disparar una salva de aviso para que todos los hombres de su navío y los de los más cercanos leyeran: «Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber».

Cuando los marineros descifraron el mensaje de Nelson, estallaron en vítores y algunos cantaron himnos patrióticos que recordaban las «verdes colinas de Inglaterra» y lanzaron vivas al rey Jorge y al vicealmirante Nelson. Los barcos más próximos respondieron con salvas de saludo, los contramaestres hicieron sonar sus silbatos de órdenes y en algunos se formó con banderas de señales la palabra «victoria».

Nelson sonrió de nuevo, se atusó el pelo, se ajustó bien el gorro de picos y la escarapela azul y se estiró la casaca. Antes de entrar en combate cumplió con el ritual de las leyes de la guerra: enarboló su estandarte, dio tres vivas al rey Jorge, ordenó al contramaestre que se tocara generala para que cada hombre ocupara su puesto y mandó que diera comienzo la caza. Los gritos de respuesta de sus marineros reafirmaron su idea de que el triunfo estaba en sus manos.

La fragata de señales francesa alertó al navío insignia Bucentaure sobre la maniobra de avance de los ingleses, y Villeneuve mandó que todos los navíos dispararan a discreción en cuanto el enemigo estuviera a distancia de tiro. El almirante francés no sabía emplear otra táctica que formar un frente y disparar a cuantos navíos se acercaran al alcance de sus cañones, confiando únicamente en la capacidad de disparo de sus baterías; pero esa táctica era insuficiente para derrotar a un marino de la experiencia y conocimientos tácticos de Nelson, sobre todo si la potencia de fuego y la preparación de los encargados de alimentar las baterías era muy menguada por la carencia de artilleros suficientemente preparados y entrenados.

Los ingleses se acercaban desde el oeste, empujados por un viento favorable que soplaba suave pero constante de esa dirección, firmemente alineados en dos columnas, aunque con media docena de navíos abiertos entre ambas. Navegaban con todo el trapo desplegado y a favor del viento para lograr la mayor rapidez posible. «Cuanto más rápido se navega, más dificultades tiene el enemigo para apuntar y hacer blanco», les había dicho Nelson a sus capitanes la tarde anterior.

El Victory avanzaba directo hacia el centro de la combinada, ondeando la enseña blanca del vicealmirante Nelson y la Union Jack y las banderas de señales tremolando la leyenda que todos habían coreado minutos antes: «Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber». En la columna de sotavento, Collingwood mandó largar todas las velas del Royal Sovereign, incluso las alas y las rastreras, y se lanzó como un águila real hacia la retaguardia de la línea de la combinada tal como le había ordenado Nelson, preparando el camino para que el jefe de la flota inglesa pudiera después envolver al enemigo por el centro con su columna.

El ataque en cuña de los ingleses se produjo mientras en la combinada algunos navíos seguían maniobrando para intentar colocarse en el puesto que se les había asignado, aunque todavía eran varios los barcos fuera de línea, algunos otros estaban sotaventados y la vanguardia se encontraba tan lejos de la retaguardia que apenas se divisaban las naves de los extremos.

—¡Mirad a Collingwood! —exclamó Nelson al ver al segundo jefe de la flota inglesa adelantarse sobre el resto de los navíos con todo el trapo al viento—. ¡Cómo lo envidio ahora!, directo al corazón del enemigo cual halcón a la caza de su presa.

La maniobra de los ingleses estaba muy clara para cualquiera que entendiera de tácticas navales. Con ese tipo de ataque en cuña, mantener una línea tan larga y deslavazada era un suicidio, pues estaba claro que la enorme distancia que separaba a los barcos de la combinada y su posición a sotavento les impediría aprovechar toda su potencia de fuego. Así se lo hizo saber Gravina, pero Villeneuve, terco como una mula, no alteró sus planes de presentar un único frente de batalla, a pesar de lo que se le venía encima. Gravina, desde el Príncipe de Asturias, se desesperaba ante la falta de resolución de Villeneuve y su inmovilidad y rigidez tácticas, e insistía en cambiar el plan de combate. Mediante señales de banderas le solicitó autorización para maniobrar de modo independiente con su columna de retaguardia, a fin de cortar la trayectoria de la columna de Collingwood y contrarrestar la ventaja que el vicealmirante inglés estaba adquiriendo. El almirante francés se negó rotundo de nuevo y ordenó tajante a Gravina que mantuviera sus barcos alineados, formado un frente firme tal y como estaba previsto. El cruce de banderas de señales entre los dos almirantes y su discrepancia en la manera de afrontar la batalla fue contemplado con desánimo por las tripulaciones españolas y francesas. No se había disparado un solo cañonazo y muchos ya intuían que la batalla estaba perdida.

El impetuoso contraalmirante francés Magon, que formaba en la columna de Gravina a bordo del Algésiras, no aguardó a las instrucciones del almirante español y acudió con sus navíos a alinearse con la escuadra principal, siguiendo las órdenes de Villeneuve y sin esperar a ver qué hacía Gravina. Aquella maniobra acabó por desbaratar la línea de la combinada y rompió la única alineación que se había mantenido compacta.

Entre tanto, las dos columnas inglesas se acercaban a toda vela aunque no muy deprisa, tal vez a no más de cinco millas por hora, porque a pesar de que tenían todo el velamen desplegado, soplaba muy poco viento, aunque favorable. Los palos de los ingleses estaban cuajados de banderas de señales y un mensaje se repetía por todas partes: «Inglaterra espera que cada hombre cumpla con su deber».

Gravina se había calado su gorro azul marino de doble pico ribeteado de plata y rematado con una escarapela roja. Sobre su pecho cruzaba una faja azul celeste y blanca y de su cintura colgaba un fino espadín. Preocupado por lo que ocurría en el centro de la flota, comentó con su segundo que, si Villeneuve no reaccionaba de inmediato y ordenaba cambiar la táctica, la línea de la combinada sería cortada por el gran hueco que se había abierto y que les atacarían por la retaguardia, quedando la mitad de los navíos envueltos y la otra mitad sin posibilidad de ayudarlos.

El almirante francés no utilizaba otra táctica que la clásica del navío de línea, un barco construido de tal manera que era el único capaz de mantener un frente de combate estático, pero que maniobraba con dificultad dado su tamaño y su porte. Las principales armadas del mundo dudaban de su eficacia en el futuro y hacía al menos cinco años que no se había construido ninguno en los astilleros europeos. Aquella batalla del cabo de Trafalgar iba a ser probablemente la última que libraran esos colosos del océano; fuera cual fuera el resultado de la misma, la guerra en el mar ya nunca volvería a ser igual.

—Tiene que ordenar que viremos por avante a un tiempo y que doblemos la retaguardia para coger a los ingleses entre dos fuegos antes de que sean ellos los que nos envuelvan. ¿A qué espera, maldita sea, a qué espera Villeneuve? ¿Dónde habrá aprendido ese almirante francés tácticas de combate, dónde? Estamos muy separados de nuestra vanguardia y ellos atacan en formación de columna; si nos ganan la posición y atraviesan nuestra línea, podemos darnos por vencidos. ¡Pero cómo es posible que no se dé cuenta de lo que trama Nelson!, ¡cómo es posible no ver algo tan obvio!

Villeneuve no reaccionaba. El almirante francés y jefe supremo de la flota combinada estaba paralizado; no tenía miedo, pues todos sabían que era un hombre valeroso, pero su capacidad de mando y su disposición táctica era muy menguada. Si a alguien temía, era a Napoleón, a quien pretendía ofrecer una gran victoria que le resarciera de tantos fracasos; fue esa ansiedad lo que lo condujo a precipitarse y a presentar batalla con tanta improvisación y semejante desconcierto, que se había convertido en el mejor aliado de los ingleses.

Para desesperación del almirante Gravina, la flota combinada permanecía estática, aguardando a que la inglesa se precipitara sobre ella con todas las ventajas de su parte, el viento a favor y la moral de los aliados muy baja. La única consigna, el único plan de combate que repetía Villeneuve era mantener la línea a cualquier precio y disparar a discreción sobre los ingleses, y fue el Royal Sovereigtt de Collingwood el primer navío inglés que se puso a tiro de cañón.

3

Fue justo a mediodía cuando se inició la batalla. La flota inglesa, formada en las dos columnas que habían iniciado el ataque, se lanzó en cuña gobernando hacia el centro y la retaguardia de la combinada, que formaba una línea paralela a la costa, a unas siete millas del cabo de Trafalgar. Collingwood dirigió el Royal Sovereign, un excelente navío de tres puentes y cien cañones, hacia donde le había indicado Nelson, el undécimo navío de la combinada, pero al acercarse observó que el undécimo de la retaguardia, por cuya proa debía cortar la línea, era un navío de dos puentes, en tanto el inmediatamente anterior era el Santa Ana, de tres puentes y ciento veinte cañones, por lo que decidió desviarse y gobernar sobre este último. Estos cambios a última hora en función de las condiciones de la batalla y que permitían a los capitanes ingleses una gran libertad en la toma de decisiones al elegir la mejor en cada momento en función de las condiciones de la lid, los situaba tácticamente por encima de los franceses y de los españoles, cuyos comandantes se arriesgaban a un consejo de guerra si alteraban mínimamente las órdenes recibidas.

La tripulación del Santa Ana, a la vista de que el buque insignia de Collingwood venía directamente hacia su posición, aguardaba presta a disparar toda la artillería en cuanto se ordenara. Pero fue el navío francés Fougueux, situado a popa del Santa Ana, el primero que se adelantó de la línea abriendo fuego para evitar que el Royal Sovereign la cruzara, y aunque logró frenar su primera envestida, el navío inglés, que acudía al combate a todo trapo, como un loco poseído por un deseo irrefrenable, maniobró con habilidad y pasó por el bauprés del Fougueux, mientras disparaba sus cañones cargados con balas de doble proyectil sobre los costados del Santa Ana y del San Justo, que a su vez respondieron con varias descargas, aunque la potencia de fuego del navío de Collingwood fue tal que dejó a los dos navíos españoles muy dañados.

El Royal Sovereign y el Santa Ana quedaron pegados por sus costados, sus velas se tocaban y sus aparejos se engancharon en lo alto por las vergas del palo mayor. Desde las cubiertas de ambos navíos se produjo un intercambio terrible de disparos de fusilería y de trabucos que causó en ambas tripulaciones muchas bajas. No obstante, Collingwood había ordenado a los hombres de su navío que aguantaran la primera andanada permaneciendo tumbados y completamente pegados al suelo, a fin de que el fuego rasante de las balas de los españoles y de los franceses causara las menores bajas posibles; gracias a esa instrucción, muchos artilleros de la primera cubierta salvaron sus vidas tras recibir la primera descarga del Santa Ana.

El general Alava, que se había apercibido de inmediato de las intenciones de Collingwood, situó a todos sus artilleros en las baterías de estribor del Santa Ana y largó tal descarga sobre el costado de babor del Royal Sovereign que el navío inglés quedó escorado hacia estribor, aunque el casco soportó bien la andanada. Los cascos de los barcos ingleses estaban construidos con roble de los bosques del norte de Inglaterra, una madera de dureza extraordinaria, por lo que los franceses preferían disparar a las velas y a las jarcias para desmantelar los navíos, ante la dificultad de horadar sus flancos.

Tras unos minutos de un intenso intercambio de fuego, los dos navíos estaban muy maltratados. El Santa Ana se abrió un poco hacia babor y Collingwood ordenó a su piloto que intentara cruzar la línea de la combinada por la proa del Santa Ana. Aquella maniobra, muy arriesgada, se culminó con éxito, y la línea de combate franco española quedó rota entre los navíos Santa Ana y Fougueux. La insignia azul de Collingwood, izada en el tope del trinquete, flotaba ahora sobre la cubierta del navío de tres puentes Santa Ana, pero al otro lado de la línea de fuego de la combinada. Tras el Royal Sovereign aparecieron dos navíos más, el Mars y el Belleisle, que envolvieron al Santa Ana y al Fougueux, en tanto otros dos ingleses, el Colossus y el Tonnant, cruzaban la línea por la retaguardia, entre el Achilles y el San Ildefonso, causándoles gravísimos daños.

El navío de Collingwood, batido desde el Santa Ana y el San Justo, estaba siendo destrozado, pero no cesaba de descargar todas sus baterías sobre el Santa Ana y el Fougueux, a los que también acabó por desarbolar. La carga en tromba del segundo vicealmirante de la flota inglesa había sido suicida; había sacrificado su buque insignia atacando frontalmente la línea hispano francesa para romperla, y lo había logrado a costa de perder el navío y la vida de muchos hombres de su tripulación. «Ese Collingwood está loco, pero es un loco maravilloso», comentó Nelson a sus oficiales al contemplar la intrépida acción de su segundo.

El plan diseñado por Villeneuve de mantener firme la línea de fuego a toda costa se había venido abajo. Deshecha por tres sitios, demasiado alargada para lograr una agrupación eficaz, abierta por el centro y rota por la retaguardia, la vanguardia de la combinada había quedado aislada del resto de los navíos españoles y franceses, que luchaban en clara desventaja numérica. Con gran maestría, siguiendo el plan de Nelson y aprovechando la autoinmolación de Collingwood, los navíos británicos maniobraron con extraordinaria habilidad para, en pequeños grupos, aislar a los franceses y españoles, cortando la línea por varios puntos y consiguiendo una superioridad numérica que les permitía combatir dos e incluso tres contra uno.

Se libraron una serie de combates muy cruentos. Todos los cañones abrieron fuego y el mar se llenó de humo, estruendo y lamentos. Los distintos tipos de balas y la metralla arrasaban las cubiertas, desarbolaban velas y jarcias y estallaban en los cascos de los navíos causando grandes destrozos. Miles de astillas de todos los tamaños volaban por los aires causando más estragos, muertos y heridos que los propios proyectiles.

Sobre el puente de mando del Príncipe de Asturias, Gravina se ajustó la coleta en la que recogía su rubio cabello y observó desalentado cómo los ingleses lograban una ventaja insuperable gracias a su mayor ambición, a su superioridad táctica y a la parálisis de Villeneuve. Algunos navíos de la combinada estaban situados a sotavento de la línea de fuego y se veían en dificultades para maniobrar. El San Justo y el San Leandro habían derivado de tal manera que ni siquiera se podía contar con sus cañones por el momento, y casi la mitad de la flota estaba en la vanguardia, a más de tres millas de donde se libraba el combate.

—Tienen un plan, saben qué hacer en cada momento y cómo ejecutarlo, y nosotros ni siquiera estamos improvisando respuestas a cada una de sus maniobras. Cuando los navíos de la vanguardia se den cuenta de lo que está pasando y viren para acudir a socorrernos, será demasiado tarde. Seremos vencidos, pero lucharemos mientras sea posible —comentó Gravina ante su segundo.

—Almirante, la vanguardia está aislada, y con este viento desfavorable no tiene capacidad de maniobra. Los navíos de las primeras posiciones tienen que virar y volver hacia atrás para ayudarnos, pero con estas condiciones de viento y corrientes tal vez necesiten un par de horas; entre tanto, cada uno de nuestros navíos debe enfrentarse a dos o tres del enemigo.

—Nos han cazado como a conejos. Ni siquiera un guardiamarina en su primer mes de prácticas lo hubiera hecho peor; sólo nos resta combatir y morir con honor. Estos franceses son extraordinarios en ataques rápidos, de corso, pero en batalla abierta son un desastre. Transmita a todos nuestros navíos el siguiente mensaje: «Del almirante Gravina a los capitanes de navíos de la Armada española: Recuerden el artículo cuarenta y uno de las Reales Ordenanzas: “Todo comandante de un bajel de guerra suelto deberá defenderlo de cualquier superioridad de que fuera atacado, con el mayor valor, y nunca se rendirá a fuerzas superiores sin cubrirse de gloria en su gallarda resistencia”. Hágalo de inmediato».

Cuando Faria se enteró por el segundo del San Leandro del mensaje que había enviado Gravina, supo que el almirante español había dado por perdida la batalla incluso antes de que comenzara; su mensaje era una llamada al heroísmo, pero a la vez constituía una verdadera asunción de la derrota.

La maniobra de los ingleses fue un éxito desde el principio. Nelson había previsto cortar en dos la línea de la flota combinada y aislar la vanguardia del resto. Así, los navíos ingleses combatirían contra los franceses y españoles en superioridad de dos o tres a uno. Además, los barcos ingleses tenían instrucciones para evitar ofrecer el costado al enemigo, combatiendo preferentemente por la popa o por la mura, lo que, dada su superioridad de posición y numérica, les otorgaba una enorme ventaja añadida y neutralizaba el poderío de las baterías de los grandes navíos de tres puentes españoles y franceses, al reducir su campo de tiro. Los capitanes ingleses debían atacar siempre en superioridad, dos o tres contra uno, y una vez abatido un navío enemigo buscar otro y mantener esa superioridad numérica hasta derrotar por completo a su oponente.

4

Faria observaba desde el puente del San Leandro el tremendo intercambio de disparos entre el Santa Ana y el Royal Sovereign. Una andanada de las baterías de estribor del puente superior del Santa Ana alcanzó las velas sobrejuanete y penguito del palo mayor, que cayeron sobre la cubierta del Royal Sovereign arrastrando velas, jarcias y vergas.

En un momento, las baterías de los dos costados del Royal Sovereign comenzaron a vomitar fuego con una violencia y una eficacia terribles. La cubierta del Santa Ana se llenó de humo y de pedazos de madera que volaban por encima de las cabezas de los artilleros, afanados en cargar éstos sus ciento veinte cañones y dispararlos con la mayor premura posible. En el fragor del combate, los barcos estaban tan próximos que desde los puentes se disparaba con fuego de fusilería, causando numerosas bajas en la marinería de ambos barcos.

Si se lo hubieran contado no lo hubiera creído, pero Faria pudo observar, pese al humo y a la confusión, la diferencia de pericia entre los artilleros ingleses, mucho mejor entrenados, y los españoles y franceses. Los ingleses actuaban como autómatas, perfectamente organizados; en cada movimiento que realizaban se notaba su experiencia y las múltiples ocasiones en que habían entrenado el disparo. Con sus camisas blancas a rayas azules se movían con extrema celeridad entre los cañones. Los españoles e incluso los franceses mostraban menor habilidad, se enredaban en las baterías y eran mucho más lentos en la carga de los cañones y menos eficaces en la puntería.

Tras varias maniobras y bordadas, el San Leandro salió al fin de su posición a sotavento, ciñó el viento, largó veías, vitó a babor y acudió en ayuda del Santa Ana. Pasó junto al Royal Sovereign, al que habían confundido con el Victory porque también enarbolaba la insignia de mando, y le largó una carroñada que acabó por desarbolar por completo al maltrecho navío de Collingwood, haciéndole perder el mastelero del juanete de proa. El Royal Sovereign le respondió con una andanada de la batería del primer puente, de la que siete proyectiles se incrustaron en el casco a ras de agua y otros muchos en el costado. Afortunadamente para Faria, el Royal Sovereign estaba ligeramente escorado y sus cañonazos no alcanzaron a batir la cubierta del San Leandro.

La acción de Collingwood había sido suicida, con su ataque despiadado para cortar la línea de la combinada, pero había logrado su objetivo, abrir una brecha por donde se colaron otros navíos y decantar la batalla en favor de Inglaterra. El Royal Sovereign estaba inservible y a punto de irse a pique, pero había dejado fuera de combate al Santa Ana y al Fougueux y había logrado dividir en dos el frente hispano francés, permitiendo así que sus navíos envolvieran al centro y a la retaguardia de la combinada, una ventaja decisiva. Collingwood tuvo que abandonar su navío insignia y fue rescatado por una fragata que se acercó a salvarlo en medio de una terrible refriega, pero antes de hacerlo ordenó disparar todos los cañones disponibles a un tiempo; era su tarjeta de despedida.

En el San Leandro, Faria estaba ileso y el sargento Morales sólo había recibido un fuerte golpe en el hombro izquierdo, producto de un pedazo de verga que había caído sobre la cubierta. El San Leandro combatía colocado cerca del Indomptable y el San Justo, con la escuadra enemiga a barlovento. Se había batido con el Royal Sovereign, al que había causado grandes destrozos, y había logrado resistir sus tremendas andanadas en medio de un humo tan denso que prácticamente impedía la visión.

Al fin se le presentaba a Francisco de Faria la ocasión que tanto había soñado desde niño, cuando leía en la pequeña biblioteca de su casa de Castuera viejas crónicas sobre las gloriosas hazañas de Hernán Cortés, Francisco Pizarro o Cabeza de Vaca, que tantas veces había imaginado emular. Su padre le había enseñado dos cosas: que la nobleza presuponía la riqueza y que el noble debía dar ejemplo de valor.

Pero sobre la cubierta del San Leandro las cosas no parecían tan fáciles como en sus ensoñaciones juveniles. Los cañonazos de los ingleses batían el casco y desarbolaban las velas, y Faria, en pie, con su sable de oficial de caballería en la mano, no sabía qué hacer. Había imaginado su primera batalla en una amplia llanura cubierta de hierba, haciendo frente a un regimiento de húsares, cargando a todo galope con su compañía, con los curvos aceros de la caballería desenvainados, el viento de frente, avanzando veloz hacia la muerte o hacia la gloria, y tras una carga prodigiosa arrollar a los ingleses, o a quienes fuera, aullando como un lobo enfurecido en medio de un ruido estremecedor de hojas de acero entrechocando, relinchos de caballos desbocados y estrépito de cañones disparando por los flancos, y tras batirse como un héroe de epopeya, vencer a sus adversarios y portar la bandera de España ensangrentada, la casaca manchada de sangre enemiga, el cabello revuelto, las manos triunfantes, el sable teñido de rojo y los enemigos abatidos a sus pies; pero aquello era tan distinto…

Los barcos se habían mezclado unos con otros de tal modo que apenas había manera de distinguir al aliado del enemigo, pues los cascos estaban pintados en los mismos colores amarillo y negro, y la mayoría había perdido sus banderas e insignias en las primeras descargas de artillería; sólo la inmensa quilla roja, negra y blanca del Santísima Trinidad se diferenciaba del resto.

En aquellas batallas en el mar el valor de los soldados no se medía por su arrojo en el combate, sino por la paciencia y aguante para soportar los cañonazos del adversario y por mantener la sangre fría para seguir disparando con el mayor tino y calma posible en medio de un infierno de humo, fuego, metralla, maderas y velas que caían cubriéndolo todo y de cortantes astillas que saltaban por todas partes, clavándose en la carne de los marineros como puñales. Allí, en medio del mar, rodeados de agua y de espuma, no había cargas de caballería al son de trompetas ni duelo de espadas entre caballeros, sino tremendos intercambios de andanadas de las baterías y disparos de fusilería desde la cubierta de un navío a la del otro. Y Faria estaba allí, plantado en medio de aquella bacanal de humo, ruido y olor a pólvora, sangre y madera quemada, sin saber qué hacer, sin poder contribuir al triunfo de su bandera.

—Protéjase, capitán, protéjase antes de que le vuelen la cabeza —oyó que le gritaba un oficial que acudía con varios marineros con sacos de suministros hacia una de las baterías de estribor.

Faria contempló su sable de caballería, absolutamente inútil en ese momento, y se sentó desalentado, apoyándose en la baranda del castillo de popa, ajeno por un momento a cuanto estaba sucediendo a su alrededor. Le sudaban las manos y tenía la boca seca e inundada de un sabor acre y amargo. Allí lo vio el capitán de fragata Meléndez.

—Levántese, capitán Faria, y baje a la sala de oficiales. Aquí lo único que puede ocurrirle es que reciba un balazo o le caigan encima pedazos de mástiles o de vergas y le partan la cabeza.

—¿Cómo puedo ayudar? —preguntó.

—Baje a la sala de oficiales y aguarde allí. ¿Es usted buen tirador?

—¿De fusil?

—Sí, claro.

—Bueno, no soy demasiado malo.

—En ese caso, pida al maestro armero que le proporcione uno y esté preparado para cuando nos acerquemos lo suficiente a uno de esos navíos ingleses para intercambiar disparos de fusilería. Nos harán falta todos los hombres capaces de abrir fuego sobre ese condenado Nelson.

Meléndez pronunció «Nelson» como si toda la flota inglesa respondiera a ese único nombre, como si el vicealmirante inglés no fuera una persona sino todo un ejército.

—Pero ahí abajo no sirvo de nada. —Baje, Faria, baje y póngase a cubierto. Muerto será totalmente inútil y herido, un estorbo.

Francisco de Faria entró en la sala de oficiales. En ese momento el comandante del San Leandro, que también acababa de bajar de cubierta, dictaba a un secretario las incidencias que acababan de acontecer:

—Nuestra tripulación se ha batido con coraje. Los oficiales son valientes y están preparados, nada temen en combate. Pero la marinería no reúne las condiciones necesarias para librar una batalla de este calibre; son muy pocos los que están en condiciones de afrontar un combate en el mar, apenas saben manejar los cañones y carecen de disposición para la pelea. Muchos de ellos, de haber podido, hubieran echado a correr en el primer envite. Haremos cuanto esté en nuestras manos para defender nuestros barcos, pero con hombres tan poco cualificados es difícil plantar cara a un enemigo tan poderoso, tan preparado y tan seguro de lo que quiere y de cómo conseguirlo.

»Doce horas y dos minutos: el almirante Villeneuve ordena abrir fuego en el centro de la línea. Un navío inglés de tres puentes, tal vez el Victory del vicealmirante Nelson, intenta romper nuestra línea entre el Fougueux y el Santa Ana. Intenso cruce de disparos…

—Si me lo permite, señor… —le interrumpió Faria.

—¿Sí, señor delegado…?

—Creo que ese navío inglés al que acaba usted de hacer referencia es el Royal Sovereign, del vicealmirante Collingwood.

—¿Cómo lo sabe, capitán?

—Por la insignia. Antes de que lo desarbolaran he visto que ondeaba un guión azul junto a la bandera británica. En una revista inglesa leí hace unos días en Cádiz…

—¡Vaya!, creía que esas revistas estaban prohibidas.

—Bueno —continuó Faria—, prohibidas están, pero circulan por Cádiz, señor. Pues, si es cierto lo que decía esa revista, el guión de Collingwood es azul, mientras que Nelson iza en el Victory el suyo blanco.

—Tal vez tenga usted razón, Faria, pero qué importa quién sea el que gobierne ese navío, o cómo se llame.

Y continuó dictando, sin hacer caso a la aclaración de Faria, que a las doce y cuatro un navío inglés, «probablemente el Victory», insistió en su error, había atravesado la línea de la combinada, que le habían seguido tres más y que otro había doblado por la retaguardia, iniciándose un duro combate incluso con disparos de fusil y de pistola.

Frente al cabo de Trafalgar, la batalla estaba empezando a definirse. Rota la línea de la combinada por Collingwood, Nelson había intentado hacer lo mismo con el Victory entre la popa del Santísima Trinidad y la proa del Bucentaure, los dos navíos más armados de la combinada, pero el general Cisneros ordenó meter en facha las gavias del Santísima Trinidad y logró pegarse de tal modo al Bucentaure que Nelson desistió en su empeño, recibiendo además una andanada que desarboló algunas velas de su navío y dejó destrozada buena parte de la cubierta superior. Nelson no tuvo la precaución de ordenar a sus hombres que se tumbaran sobre la cubierta en la primera acometida, como hiciera Collingwood, y algunos de ellos cayeron con las primeras descargas del Santísima Trinidad.

El vicealmirante inglés viró entonces a estribor intentando abrirse camino hacia la popa del Bucentaure, donde había un amplio hueco que no había sido cubierto por el Neptune, el navío que debía seguirle, al haber quedado sotaventado. Para abrirse paso, Nelson ordenó disparar todas las baterías a la vez, cargadas con balas dobles e incluso triples, que causaron mucho daño en la popa del Bucentaure.

El capitán Lucas, que mandaba el Redoutable, de setenta y cuatro cañones, observó la maniobra de Nelson y, largando todas, las velas y virando a babor, acudió en ayuda del Bucentaure. Logró tapar el hueco por el que intentaba pasar Nelson, pero dejó desprotegido su lado de estribor y por allí cargó contra él el Téméraire, que seguía al Victory en la columna inglesa, quedando atrapado en medio del fuego superior de los dos navíos británicos. Nelson sabía que si lograba atravesar la línea de la combinada en ese punto y colocaba varios de sus barcos al otro lado, la flota hispano francesa quedaría envuelta por dos puntos y su victoria sería inapelable, de ahí que pusiera todo su empeño en lograr abrir esa brecha. El viento ayudó de nuevo a Inglaterra, y una racha muy fuerte desplazó al Bucentaure un par de largos, trecho suficiente como para dejar paso por su popa al Victory, cuyo lado de estribor quedó emparejado con el de babor del Redoutable. El navío insignia de la flota de Nelson superaba ampliamente la capacidad de fuego del Redoutable, y además el Téméraire se coló por detrás de su popa, lanzándole un par de andanadas con todas sus baterías que causaron al navío francés muchos daños. Pero el Redoutable combatió con una intensidad y un esfuerzo extraordinarios, supliendo su inferioridad en potencia de fuego con un ardor y una entrega encomiables.

Desde el Santísima Trinidad y desde el Bucentaure observaron cómo seis navíos, el Victory, el Téméraire, el Neptune, el Conqueror, el Leviathan y el Britannia, se desplegaban por el flanco de babor, disparando todos sus cañones en una superioridad de dos e incluso tres a uno. La combinada intentaba mantener una línea que comenzaba a romperse, en tanto los navíos de Nelson llegaban uno tras otro y se cebaban con unos barcos que navegaban además con viento contrario, en tanto que los ingleses lo hacían con un favorable viento de popa. Dos contra uno, los dos flancos de varios navíos españoles y franceses atacados al mismo tiempo por dos navíos ingleses, ganando siempre la posición, disparando en superioridad numérica, con viento a favor y con una mejor preparación técnica y táctica…, aquella victoria no podía escaparse de las manos de Nelson.

En el centro de la combinada, el Bucentaure y el Santísima Trinidad estaban soportando la peor parte del combate. El general Escaño había caído herido en la cubierta del Santísima Trinidad, pero tras ser curado en la enfermería había vuelto a su puesto de combate. Sobre los dos gigantes se había cebado la mitad de los navíos de la columna de Nelson. La táctica del vicealmirante de atacar dos o tres navíos ingleses a uno de la combinada, destrozarlo y caer sobre otro estaba siendo un absoluto éxito. La superioridad numérica de los ingleses, conseguida gracias a la táctica empleada, y su mejor preparación estaban causando tales destrozos a la combinada que a las dos horas de su comienzo la batalla estaba ya totalmente decantada del lado inglés. El Agamemnon, el Ajax y el Conqueror, tres de los mejores navíos ingleses, maniobraban con ventaja y plena libertad de acción sobre los españoles y franceses que ya luchaban contra uno o dos navíos ingleses, y con la ayuda del Orion y del Leviathan acudían a donde hacía falta su apoyo, ganando siempre la superioridad sobre sus enemigos.

El brigadier Churruca, que presagiando la derrota había dirigido a sus hombres una encendida arenga antes de entrar en combate a bordo del San Juan Nepomucemo, se había enfrentado al Tonnant y al Mars al mediodía, y luego hasta con cinco navíos ingleses de la columna de Collingwood a la vez, sufriendo graves daños en el velamen y en la cubierta. Una bala de cañón le arrancó la pierna de cuajo justo por encima de la rodilla; Churruca se limitó a decir: «Esto no es nada, siga el fuego». Pero el valeroso marino no podía tenerse en pie sobre una sola pierna. Sus oficiales quisieron llevarlo a un lugar más seguro, pero Churruca ordenó que le vendaran el muslo seccionado, le aplicaran un torniquete y trajeran un barril lleno de arena. Ante el asombro de todos, Churruca ordenó que le ayudaran a colocar el muslo de la pierna que había perdido y clavarlo dentro del barril de arena, mientras apoyaba la otra pierna firme sobre el sudo. «No podré caminar, pero sí mantenerme en pie», dijo. Y el brigadier siguió dirigiendo a sus hombres desde su puesto de combate, con un barril de arena como sustituto de la pierna que había perdido, mientras se desangraba lentamente.

Pero había vertido tanta sangre que, sintiéndose morir, ordenó a su segundo que no rindiera el navío hasta después de su muerte, que le sobrevino en su puesto de mando, haciendo que unas palabras que había escrito en su diario pocos minutos antes de iniciarse la batalla fueran proféticas: «Si oyes decir que mi navío ha sido apresado, di que he muerto». Capturado el San Juan Nepomuceno, los ingleses rindieron honores al cadáver de Churruca, colocado sobre la cubierta y rodeado de los pocos marineros españoles que quedaban en pie. Un oficial inglés escribió el nombre de Churruca con pintura dorada en el camarote del brigadier español y ordenó que todos los que entraran en aquel lugar lo hicieran descubiertos, como muestra de homenaje a tan valeroso soldado. Junto a su cadáver se colocó su espadín y un ejemplar de su Diccionario de Marina, que había publicado en 1796 con Antonio de Escaño.

El Bahama, al mando del brigadier Alcalá Galiano, fue atacado por el Colossus, el Neptune y el Bellephoron, sin que el Aquila y el Algésiras, que navegaban a su popa y a su proa, pudieran protegerle los costados. Bajo las primeras descargas del Colossus, Alcalá Galiano cayó abatido por una bala de cañón; de él decían que era el brigadier más valeroso de la Armada española. Su segundo, el capitán de fragata Tomás Ramery, solo en medio de varios navíos enemigos, tuvo que rendirse mediada la tarde y fue trasladado a bordo del Colossus.

El centro de la combinada había quedado envuelto por la columna de Nelson, en una notoria superioridad, pues algunos navíos franceses y españoles seguían sotaventados y los navíos de la vanguardia permanecían aislados y ajenos a cuanto estaba sucediendo tres millas por delante de sus proas. El Santísima Trinidad y el Bucentaure se enfrentaron con fuerzas muy superiores, con la sola ayuda del Redoutable, que se mantenía al costado junto al Victory e intentaba romper el cerco inglés.

A bordo del San Leandro el capitán Faria no había podido aguantar por más tiempo en la cámara de oficiales y había vuelto a subir a cubierta. Llevaba un fusil que el armero le había proporcionado y portaba su sable de caballería envainado y colgando de su cinturón. Se asomó por la borda del navío y contempló una verdadera vorágine de fuego, humo y destrucción. Decenas de proyectiles barrían las cubiertas y las arboladuras de los barcos, algunos tan próximos entre sí que chocaban sus cascos produciendo un crujido que sonaba entre los cañonazos y los impactos de los proyectiles como una infernal melodía chirriante.

Morales se situó junto a una de las baterías y ayudó a los artilleros a cargar un cañón junto al que yacían dos hombres heridos.

—¡Sargento, sargento Morales! —le gritó a su ayudante.

Pero Morales no lo oía; estaba afanado con todos sus sentidos en cargar el cañón, ajustado bien a la cureña y apretar muy fuerte las balas y la pólvora con el retaco para que los disparos fueran más efectivos.

Faria había disparado alguna vez en las prácticas de tiro de la escuela militar de Badajoz cuando era un cadete, pero aquello era tan distinto… No sabía qué hacer, ni dónde acudir, ni cómo auxiliar a aquellos hombres que estaban dejándose la piel en la batalla.

—¡Protéjase, capitán, protéjase! —le gritó el alférez Santiago de Palacios, que al vedo en pie junto a la borda, expuesto a recibir un impacto directo, corría a avisarlo del peligro.

Faria se agachó instintivamente, buscando la protección de la baranda de la borda.

—Gracias, teniente.

—Tenga cuidado, señor, esos canallas ingleses están disparando metralla con cadenas y pedazos de hierro para causar todo el daño posible entre…

Un proyectil estalló a su lado justo en ese momento, destrozó parte de la barandilla donde estaban los dos oficiales y lanzó al aire decenas de pedazos de madera. La explosión arrojó a Faria y al teniente al suelo.

Faria se incorporó aturdido, conmocionado por la explosión y el terrible ruido causado por el impacto.

—¿Está bien, teniente?, ¡teniente, teniente!

El teniente Santiago de Palacios yacía bajo uno de los botes junto a un charco de sangre. Faria se acercó hasta él y pudo ver su rostro contraído por el dolor; tenía las manos junto al cuello y abría la boca intentando coger aire.

—Capitán, mi cuello, mi cuello —gimió.

Faria lo incorporó sobre sus rodillas y pudo ver entonces el cuello del teniente, en el que se había clavado una gruesa astilla de cuatro dedos de grosor y un palmo de largo.

—No se mueva, teniente, no se mueva.

—Casi no puedo respirar, capitán, me ahogo, mi cuello, mi cuello…

Faria gritó como un demente, recogió su fusil del suelo y disparó por la borda hacia uno de los barcos ingleses.

—¡Malditos, malditos, malditos! —gritó desesperado, blandiendo su sable al aire.

5

Horacio Nelson dirigía todas las maniobras desde el puente de mando del Victory. Estaba ebrio de victoria y se creía inmune a cuanto sucedía a su alrededor. Tocado con su inconfundible gorro de dos picos y vestido con un ajustado pantalón crema, medias blancas, zapatos con hebillas plateadas y casaca azul, lucía sus condecoraciones en el lado izquierdo del pecho. Sosteniendo el fino espadín de mando con su única mano, la izquierda, parecía tranquilo, como si en vez de estar combatiendo en el centro de la más terrible batalla naval jamás librada estuviera dirigiendo unas maniobras rutinarias para el aprendizaje de jóvenes guardiamarinas. Su aplomo y seguridad eran tales que no se inmutaba cuando a su alrededor estallaban las bombas del enemigo o volaban en torno a su cuerpo pedazos de la madera de la cubierta, cuando ésta era alcanzada por los proyectiles de artillería, o cuando silbaban las balas de los fusiles disparados desde el Redoutable, cuyo casco estaba tan pegado al del Victory que por ese lado ni siquiera podían dispararse los cañones, y se utilizaba el fuego de fusiles, trabucos y pistolas para combatir de cubierta a cubierta.

El vicealmirante inglés envainó su espadín y pidió que le acercaran un catalejo, con el cual observó la posición de los navíos en la batalla, el cerco del centro de la combinada, los navíos franco españoles sotaventados, la ruptura de la línea que había logrado Collingwood, la lejanía de la vanguardia enemiga y su lentitud y dificultad para virar y ayudar al centro. Supo entonces que la tenía en sus manos, allí estaba al fin la victoria que tanto había esperado, su mayor triunfo, su mayor gloria, nadie podría arrebatarle jamás el honor de ser el mayor héroe de la historia naval de Inglaterra.

Morado Nelson respiró hondo a pesar del humo que lo inundaba todo, plegó el catalejo y ordenó sostener todo el fuego de los cien cañones del Victory sobre el Bucentaure, que también estaba siendo atacado por el Ajax y el Conqueror, y sobre el Redoutable. Rodeado por sus oficiales, que iban y venían sobre la cubierta ejecutando las órdenes de su jefe, Nelson cayó de pronto al suelo. Una bala de fusil disparada desde el Redoutable le había penetrado por el hombro izquierdo y le había atravesado el pecho hasta quedar instalada en la espina dorsal. Sintió la punzada de la muerte en su interior y no pudo siquiera mantenerse erguido. El capitán Hardy se apresuró a incorporarlo y vio en sus ojos el pálido reflejo de la muerte.

—¡Señoría, señoría…, rápido, rápido, han alcanzado al vicealmirante! —gritó Hardy.

Varios oficiales recogieron el cuerpo sangrante de su jefe y lo llevaron en andas a un lugar seguro bajo cubierta. Nelson agonizaba a pesar de los cuidados del cirujano, que hacía lo imposible por detener la hemorragia que estaba desangrándolo.

Hardy, que había tomado el mando en cubierta, bajó unos minutos después para interesarse por su jefe, que yacía bajo la luz de un farol, recostado en el suelo sobre unas almohadas.

—Es el fin, Hardy; lo han conseguido, por fin han logrado acabar conmigo —dijo Nelson a su segundo a bordo.

—No, señoría, no, no es tan grave —mintió el segundo del Victory.

—Mi buen Hardy… Dígame, ¿cómo va la batalla?

—Excelente, señoría. Trece o catorce de sus navíos están a punto de caer en nuestras manos, aunque algunos de los de su vanguardia están ahora viniendo hacia nosotros. He ordenado que dos o tres de los nuestros los acosen por popa.

—Han cometido demasiados errores, y lo siguen haciendo. ¿Cuántos barcos hemos perdido nosotros?

—Tal vez nueve, señoría.

Nelson hizo una pausa. Su corazón latía cada vez más despacio; la vida se le escapaba a raudales. Sabía que apenas le quedaba tiempo para saborear su mayor victoria, pero no volvería a Inglaterra… vivo.

—Quiero saber al instante todo cuanto ocurra en cada momento. Suba usted a cubierta y manténgame informado mientras esté consciente y vivo, que no será por mucho tiempo.

—Vivirá, señoría, vivirá para disfrutar de esta gran victoria. Le espera un gran recibimiento en Portsmouth y en Londres. El rey Jorge le condecorará y será ascendido a almirante.

Pero la vida de Nelson se apagaba despacio, como la luz de un candil al que apenas le quedan unas gotas de aceite.

Hardy se ajustó el gorro y ganó corriendo la cubierta del Victory, cuyo casco estaba muy dañado a causa del fuego del Redoutable. Con su catalejo miró alrededor: no había duda, el triunfo era ya de Inglaterra.

Durante unos instantes se produjo una tregua, tal vez porque habían coincidido varios navíos en la recarga de sus baterías, pero de nuevo comenzó con más dureza si cabe el intercambio de andanadas. El Santísima Trinidad y el Bucentaure mantenían desesperados el fuego, batidos por seis enemigos, aguardando a que llegaran en su ayuda el San Agustín, el Héros y el Intrépide.

Entre tanto, el Príncipe de Asturias, que había desmantelado al Defence inglés, libraba un encarnizado combate en la última posición de la retaguardia contra tres navíos ingleses que lo acosaban por ambos flancos, el Dreadnought, el Poliphemus y el Thunderer. Desarbolado, sin velas ni estays, mantenía el fuego a pesar de la superioridad del enemigo. Tras varias horas de lucha fue socorrido por el San Justo y el Neptune, que arrastraron a otros navíos de la combinada, entre ellos al Achilles francés, que recibió tal cantidad de disparos que se incendió la santabárbara y estalló envuelto en llamas. Una descarga de una carroñada con metralla lanzada desde un navío inglés batió la cubierta del Príncipe de Asturias y alcanzó a Gravina en el brazo izquierdo; el almirante cayó al suelo con el brazo destrozado, pero se incorporó de inmediato y, aun viéndolo todo perdido, ordenó seguir combatiendo. En la popa del Príncipe de Asturias se mantenía ondeando la bandera roja, amarilla y roja de la Armada española, en tanto que la insignia tricolor del Bucentaure acababa de rendirse ante la superioridad de los ingleses y el duro castigo al que había sido sometido el navío insignia francés.

El navío Neptuno, mandado por el capitán Cayetano Valdés, acudió en ayuda del Santísima Trinidad cuando el gigante ya estaba perdido. Eran las tres y media de la tarde y su acción sólo sirvió para que recibiera tal andanada desde la superioridad de número de sus oponentes que quedó desarbolado, con los obenques cortados, desprovisto del estay mayor, de la verga del trinquete y del mastelero de gavia. Imposibilitado para maniobrar, recibió una certera andanada por debajo de la línea de flotación y comenzó a hacer agua. En torno a las cuatro de la tarde el Neptuno seguía soportando fuego enemigo; una certera andanada desarboló el palo de mesana, que cayó sobre el puente de mando, golpeando en la cabeza a Valdés, que perdió el sentido. El barco quedó a la deriva, sin apenas capacidad de gobierno, y sin defensas.

También acudió el San Agustín en ayuda del Santísima Trinidad, batiéndose por babor. Fue atacado por cinco navíos, pero su capitán Felipe Jado Cajigal logró mantener la posición, rechazando incluso varios abordajes. Tras cinco horas de lucha, casi todos sus hombres estaban heridos o muertos, y los pocos que quedaban sanos se afanaban en achicar con bombas las numerosas vías de agua que amenazaban con llevarlo a pique. Tuvo que rendirse poco antes de que sus hombres fueran evacuados a un navío inglés y de que se hundiera envuelto en llamas.

El Santísima Trinidad se había mantenido firme desde el inicio del fuego y durante tres horas muy cerca de la popa del Bucentaure, pese a ser atacado por tres navíos de tres puentes, además del Victory. Aislado del resto de la flota, el mayor buque del mundo combatió contra cinco oponentes causándoles graves daños. A las tres de la tarde su comandante, el brigadier Baltasar Hidalgo de Cisneros, ordenó separarse del Bucentaure, que estaba ya absolutamente destrozado, para intentar zafarse del fuego enemigo, pero el mal estado de las velas impidió realizar la maniobra. Hidalgo de Cisneros cayó herido y fue retirado de cubierta. El fuego inglés fue desmantelando uno a uno todos los mástiles y las vergas, y a comienzos de la tarde el gran buque ya no tenía en pie ni un solo palo y carecía de gobierno; sus costados estaban cubiertos de palos, velas y jarcias en tal cantidad que le impedían incluso disparar, y sus puentes y cubiertas estaban atestados de muertos y heridos. Imposibilitado para recibir cualquier ayuda, desarbolado, con las baterías inutilizadas por la cantidad de despojos que cubrían los flancos, el Santísima Trinidad se rindió a las cuatro de la tarde. Había tantos muertos y heridos sobre sus cubiertas que la sangre salía por las poternas de los cañones confundiéndose con el color rojo del casco.

El Bucentaure también se había rendido. El buque insignia de Villeneuve estaba totalmente destrozado y no disponía de un solo bote en condiciones de transportar al almirante a otro navío desde el cual poder seguir dirigiendo las operaciones. Villeneuve cayó preso en manos de los ingleses, que lo llevaron ante Collingwood. Un teniente inglés retiró de la cámara de oficiales del Bucentaure el águila imperial de combate, un emblema de un palmo de alto en bronce que portaban todos los navíos franceses.

La maniobra de la escuadra inglesa se estaba saldando con gran éxito. Cada barco de la combinada había sido batido al menos por dos ingleses, pues en cuanto uno de ellos conseguía ganar una posición en la línea de combate aparecía otro para atacar a los franceses y españoles por los dos flancos. Las maniobras de los ingleses, con plena autonomía cada uno de ellos para actuar como mejor le pareciera a cada uno de sus capitanes en cada momento, había confundido a la combinada, que, siguiendo las estrictas órdenes de Villeneuve, se había afanado inútilmente por mantener una línea que había demostrado ser un rotundo fracaso.

El San Francisco de Asís viró hacia la línea de fuego, rompiendo la formación que mantenía con otros navíos franceses, para ayudar a los barcos que estaban sufriendo mayor castigo. Recibió varias andanadas que le destrozaron el velamen y las jarcias. Su capitán, Luis Antonio Flores, contempló indignado cómo los navíos franceses que lo acompañaban no acudían tras él al combate.

La vanguardia al mando del contraalmirante Dumanoir todavía no había entrado en liza, manteniéndose alejada de la refriega. Poco antes de ser apresado, Villeneuve le había ordenado que virara en redondo y acudiera en su auxilio, para así contrarrestar la superioridad numérica de los ingleses, pero Dumanoir tardó mucho tiempo en cumplir esa orden. Cuando viró, los palos del Bucentaure y del Santísima Trinidad ya habían caído sobre sus cubiertas y la batalla tocaba a su fin. Dumanoir mandaba nada menos que diez navíos, que se dividieron en dos columnas. La primera, con el Scipion, el Duguay-Trouin, el Mont-Blanc, el Neptuno y el Formidable, que gobernaba el propio Dumanoir, se acercó al centro, donde sucumbían el Bucentaure y el Santísima Trinidad, descargó con sus baterías de babor algunas andanadas desde lejos y orzó hacia el oeste para perderse de vista en el horizonte; sólo se quedó el navío español Neptuno, que fue atacado por el Conqueror. El contraalmirante Dumanoir justificó su retirada ante sus oficiales asegurando que todo estaba decidido y que su sacrificio no hubiera servido sino para perder varios navíos más. Villeneuve, que ya preso de los ingleses contempló la huida de su subordinado, nada sintió ante la retirada de su compañero de armas, no en vano una espantada como ésa la había realizado él mismo en la batalla de Abukir, en el delta del Nilo, cuando huyó de Nelson dejando a sus compañeros abandonados a su suerte. La segunda columna, con el San Francisco de Asís, el San Agustín, el Rayo, el Héros y el Intrépide, se quedó en la batalla, cruzando fuego con los ingleses Spartiate y Minotaur. Pero ya era tarde, demasiado tarde.

La combinada había perdido la batalla de Trafalgar.

Hardy corrió a informar a Nelson, que aguantaba con vida merced tan sólo a su deseo de saberse al fin vencedor.

—Señoría, la victoria es nuestra. Catorce, tal vez quince navíos enemigos han sido destruidos o capturados.

—No está mal, pero yo había previsto que fueran al menos veinte. ¿Y el Trinidad, ha caído el Santísima Trinidad? —demandó Nelson.

—Sí, señoría, ha sido desarbolado y se ha rendido. Nuestros hombres lo están marinando ahora.

—Llévenlo a Inglaterra, ¿me oyen?, llévenlo hasta Portsmouth como sea. Que lo vean, que nuestros compatriotas vean nuestro mejor trofeo y disfruten con el símbolo de nuestra victoria. Y ahora eche el ancla, Hardy.

Nelson comenzaba a desvariar.

—¿El ancla, señoría?

—Anclar la flota, anclar la flota.

—No lo entiendo, señoría. ¿Está usted bien? Supongo que es el vicealmirante Collingwood quien ha de tomar el mando ahora.

—No mientras yo viva. Eche el ancla, Hardy, hágalo, y córteme un mechón del cabello y entrégueselo a lady Hamilton; dígale que siempre la he amado y que mi último pensamiento ha sido para ella.

Nelson yacía desnudo y cubierto por una sábana en la cual se apreciaban manchas de sangre reciente. Tenía el pelo sudoroso y pegado al cráneo, el rostro ajado y pálido, las cejas enarcadas y los ojos perdidos en una mirada vaga y vacilante.

Hardy retornó a cubierta y contempló el panorama que se extendía ante sus ojos. Aquello debió de parecerle lo más similar a su idea del infierno. Dos docenas de barcos totalmente desarbolados ardían envueltos en llamas y humo, con los mástiles, vergas y velas abatidos sobre las cubiertas y los costados. Parecían buques fantasmas recién salidos del sueño de un espectro, con sus cascos astillados y con enormes boquetes, como si un ejército de gigantescas carcomas se hubiera dado un buen festín. Entre los navíos, varios botes cargados de hombres evacuaban a los marineros de los barcos que estaban a punto de irse a pique o ardían de tal modo que era ya imposible controlar el incendio, o recogían con guindolas a los que habían caído al agua y pugnaban por mantenerse sobre la superficie del mar agarrados a cualquier cosa que flotara, y a los que se descolgaban por las poternas de las baterías y pedían ayuda agitando sus camisas hechas jirones como si fueran banderolas. Alrededor de los barcos flotaban mástiles, velas, vergas y jarcias, entre olas que mecían a las naves como invitándolas a una danza macabra. El sol había comenzado a caer en el horizonte oculto tras unas bandas de nubes rojizas a las que teñía del color de la sangre de los caídos.

Hardy regresó ante Nelson.

—La victoria es nuestra, es de Inglaterra, señoría. Más de la mitad de los navíos de la combinada está en nuestras manos y el resto huye destrozado hacia Cádiz.

—Gracias a Dios, Hardy, gracias a Dios…, Dios…, Inglaterra.

—No se esfuerce, señoría.

—Muero, Hardy, pero muero tranquilo, satisfecho por haber cumplido con mi deber, con mi país.

—No hable, señoría, guarde las fuerzas.

—Yo he cumplido con mi deber. Pongo mi alma en manos de Dios y la justa causa que he defendido con mi sangre. Doy gracias a Dios por la victoria…, Dios y mi país, Dios e Inglaterra —suspiró Nelson en un último esfuerzo supremo, intentando aspirar una última imposible bocanada de aire.

Hardy sostuvo la cabeza de Nelson, que había caído ladeada, y sintió que su jefe había expirado el último aliento.

Eran las cuatro y media de la tarde cuando Nelson murió.

6

A las cinco de la tarde cesó el fuego en la mayoría de los buques, aunque algunos navíos todavía cruzaron algunas andanadas hasta casi una hora después. Unos nubarrones densos y oscuros comenzaron a cubrir el cielo gris y rojizo, y sus masas pesadas y sombrías se confundieron con las columnas de humo que lo inundaban todo. Poco después comenzó a anochecer sobre los riscos del cabo de Trafalgar.

El San Leandro tenía todo el velamen traspasado a balazos, la maniobra cortada, el palo mayor y el trinquete a punto de venirse abajo y el mastelero de gavia partido por el tramo alto. Una certera andanada dirigida al puente de mando había acabado con la vida de varios oficiales. El alférez de fragata Santiago de Palacios se desangraba en brazos de Faria, con la gruesa astilla clavada en pleno cuello. Faria lo sostenía sobre sus rodillas mientras gritaba pidiendo en vano la asistencia de un cirujano.

—Sea fuerte, aguante, muchacho, aguante —le animó Faria, quien se sintió extraño llamando muchacho a un joven de su misma edad.

—Es inútil, capitán Faria, voy a morir, siento cómo la muerte me reclama —bisbisó con voz ronca, apenas audible.

—Es usted muy joven, alférez, todavía Je quedan muchos combates que librar.

—No, capitán, no. La vida se me escapa a chorros. ¿Se ha dado cuenta?, al menos la arena servirá para que mi sangre no manche la cubierta.

A pesar de los esfuerzos de Faria por taponar la herida del cuello del teniente, la astilla le había seccionado la carótida y manaba sangre con gran profusión.

—Era mi primera misión, mi primera batalla… me hubiera gustado regresar… a mi casa… y contar a mis padres una gran victoria… orgullosos de mí… Se apaga la luz, se hace el silencio…

—¡Cirujano, cirujano! —gritó en balde Faria, El joven alférez cerró los ojos y exhaló un último suspiro. La arena baldeada sobre la cubierta empapó su sangre.

Aprovechando el cese del fuego, el San Leandro gobernó a babor y se alejó del campo de batalla para fijar sus palos de manera muy provisional y asegurar los brandales y los guíñales ante la falta de los estays, pues los tenía todos arrancados. Intentó ayudar al Príncipe de Asturias para remolcarlo, aunque no logró acercarse lo suficiente para lanzarle un cable. Viendo todo perdido, José de Quevedo, capitán del San Leandro, optó por virar hacia el oeste y dirigirse hacia el puerto de Cádiz, en cuya bahía entró mediada la tarde. Tras él se retiraron el San Justo y el Príncipe de Asturias, que pudo ser remolcado por la fragata francesa Themis y donde Gravina había enarbolado la señal de reunión.

Frente al cabo de Trafalgar la situación era catastrófica. Catorce navíos de tres naciones tenían todos sus palos y velas desarbolados y flotaban como boyas a la deriva, y media docena más estaban en condiciones deplorables. Los ingleses se afanaban en marinar y remolcar a los que se habían rendido, nueve españoles y ocho franceses, en tanto el Príncipe de Asturias seguía enarbolando la insignia de la escuadra española y encabezaba a varios navíos que se dirigieron hacia el puerto de Cádiz.

El Argonauta estaba totalmente desarbolado y se había rendido, el San Ildefonso se había rendido al navío inglés Defence, tras combatir con dos navíos ingleses que se retiraron para ser relevados por otros dos. Antes de entregarse, su capitán arrió la bandera, la señal de rendición, y arrojó al mar, atados a una palanqueta, los pliegos reservados con las órdenes secretas y las claves de comunicaciones con su libro de señales, como tenían orden de hacer todos los comandantes que vieran sus barcos a punto de ser capturados por el enemigo.

El Rayo, de ochenta cañones y más de cincuenta años de servicio, había llegado a puerto en pésimo estado, y el San Francisco de Asís, con el velamen y las jarcias destrozados, había fondeado cerca de la torre de San Sebastián en el puerto de Cádiz.

El Santísima Trinidad, desarbolado y en muy mal estado tras cuatro horas de ataque sin tregua por varios navíos ingleses, fue marinado por los ingleses, que comenzaron a remolcarlo hacia Gibraltar. Nelson había ordenado que se hicieran cuantos esfuerzos fueran necesarios para capturar ese navío y llevarlo a un puerto británico. ¡Cuántas veces había imaginado llegar a Portsmouth con el Victory enarbolando al viento su estandarte blanco junto a la Union Jack y remolcando al Santísima Trinidad como trofeo de guerra!

El día anterior a que los navíos españoles y las águilas imperiales francesas se ahogaran en Trafalgar, Napoleón había destrozado en los campos de Ulm al ejército austríaco.

Cayó la noche del día veintiuno de octubre de 1805 sobre la bahía de Cádiz, y con ella estalló una terrible tempestad. El capitán Faria ayudaba sobre la cubierta del San Leandro, con el uniforme sucio y desgarrado, las manos ensangrentadas y los ojos enrojecidos por el humo y el dolor, a organizar la evacuación de los cadáveres y la atención a los heridos. El navío había logrado alcanzar la seguridad del puerto de Cádiz pese a los terribles daños sufridos, y su capitán se afanaba por dar órdenes a sus maltrechos hombres, que obedecían como autómatas aunque con escasa diligencia.

En el puerto, sobre los muros e incluso en las azoteas, la población de Cádiz se había agolpado para intentar observar los signos de la batalla. Sólo podían ver humo, algún resplandor e incluso oír lejanísimos estallidos que seguían a luces vivísimas que refulgían sobre el oscuro horizonte hacia el sureste. Un par de jabeques patrullaban la entrada al puerto atentos a ayudar a cualquier navío que regresara averiado.

Faria bajó a la sala de oficiales, cogió papel, pluma y tintero y redactó un breve informe sobre la batalla; iba dirigido a Godoy y le anunciaba la derrota y la desesperada situación de la flota combinada; acababa señalando que en cuanto le fuera posible enviaría un informe detallado de todo lo sucedido. Ordenó a un marinero que fuera al puerto en alguna de las barcas que se acercaban hasta el San Leandro para recoger heridos y suministrar provisiones y que llevara el mensaje al gobernador de Cádiz para que éste lo remitiera de inmediato a Madrid con prioridad sobre cualquier otro asunto.

Descendió hasta la enfermería, situada bajo la línea de flotación, para ayudar a evacuar a los heridos. Un oficial había hecho el recuento de bajas a bordo del San Leandro. De un total de seiscientos seis tripulantes, los muertos ascendían a ocho y los heridos a veintidós; eran pocos, comparados con los doscientos cinco muertos y ciento ocho heridos del Santísima Trinidad.

En la enfermería el calor era húmedo y el ambiente estaba invadido por humo e impregnado por olor a sangre, excrementos, sudor y pólvora quemada. Los heridos más graves comenzaban a ser evacuados, y a todos los que podían beber se les proporcionaba vino de Jerez caliente.

Cuando la oscuridad fue total, bajo la lluvia inclemente de la tempestad que arreciaba, Faria se recostó junto a unas maromas, se cubrió con un pedazo de vela bajo la cubierta del primer puente e intentó dormir un poco a resguardo del aguacero que se precipitaba sobre la bahía de Cádiz. Se despertó antes del amanecer, cuando clareaba el horizonte por el este, y se incorporó confuso y atolondrado; todavía restallaban en su cabeza los ecos de los cañonazos de la batalla del cabo de Trafalgar. Un nauseabundo olor acre estalló en su nariz, cuyas aletas se contrajeron para intentar evitarlo. Sobre la cubierta se lamentaban algunos heridos que aguardaban a que arribaran los botes para desembarcarlos en el puerto; se quejaban de sus heridas y maldecían su suerte.

A primera hora de la mañana, bajo unos nubarrones grises y una lluvia muy intensa, con fuertes rachas de viento del suroeste que arrojaba grandes olas sobre los muros de Cádiz, dos botes evacuaron a los heridos que restaban a bordo desde el día anterior y envolvieron a los cadáveres en sábanas. Faria y Morales ayudaron en esas faenas en el San Leandro hasta que un marinero preguntó por el capitán Faria.

—Yo soy.

—Capitán, el general Escaño ha convocado una junta de oficiales superiores para las nueve a bordo del Príncipe de Asturias. Le pide que asista en su calidad de delegado del gobierno. Aquí está la citación.

Faria llamó al sargento Morales y le dijo que desembarcara y fuera a la pensión a decirle a Cayetana que él estaba bien. Le ordenó que después se dirigiera al palacio del gobernador y que le comunicara de su parte que iba a asistir a una reunión de comandantes, pero que en cuanto le fuera posible acudiría a darle noticia de lo sucedido.

Soplaba un ligero viento del sur, algo fresco. Desde el bote que trasladó a Faria y al capitán de navío Quevedo desde el San Leandro hasta el Príncipe de Asturias vieron cómo se echaban abajo las vergas del navío. Ese mismo bote llevó a Morales hasta el puerto.

El almirante Gravina y el teniente general Escaño presidían la reunión de comandantes; ambos estaban heridos y cubiertos de vendas y paños manchados de sangre seca.

—Señores… —comenzó a hablar Gravina; parecía imposible que pudiera mantenerse en pie en su lamentable estado, con un brazo destrozado—, muchos de nuestros compañeros siguen frente al cabo de Trafalgar a bordo de sus barcos desarbolados. Se han batido como héroes pese a los errores del mando francés. Nuestro deber es acudir en su ayuda. Hoy es imposible, pero en cuanto amaine el temporal iremos a buscarlos y atacaremos a cuantos ingleses nos encontremos. No podemos abandonarlos en estas circunstancias. Propongo que con todos los buques que dispongan de las mínimas velas para navegar salgamos a recogerlos en cuanto se pueda.

La propuesta de Gravina fue aceptada unánimemente, pero el estado de los navíos era desastroso y el viento y la tempestad arreciaban de tal modo que esa misión de rescate parecía imposible. La fuerza del viento enrizó tanto las aguas que los botes que habían llevado a los comandantes no pudieron siquiera separarse del costado del navío, y Faria tuvo que permanecer todo el día a bordo del Príncipe de Asturias.

Aquella tarde y la noche siguientes fueron angustiosas. La terrible tormenta continuó desatada con tal furia que los trabajos de rescate de los que continuaban en el mar fueron imposibles. Los marineros ilesos y los heridos de poca gravedad se afanaron en limpiar las cubiertas, reparar los escasos palos y velas que podían salvarse y reforzar vergas y masteleros con cables y maromas. Los gaditanos habían acudido en gran número hasta los muelles del puerto, donde ayudaban a evacuar heridos en sillas de manos, calesines e incluso en improvisadas parihuelas. Hasta los estudiantes de la nueva facultad de cirugía que la Armada había fundado en Cádiz corrieron prestos a curar a los enfermos y a asistir a los heridos.

En las aguas del puerto flotaban maderas, velas, jarcias, restos de alimentos y animales muertos, y de vez en cuando algunos cadáveres que las corrientes acercaban hasta la orilla. Un buque francés se hundió justo en la bocana del puerto, y con él toda su tripulación.

Durante la noche, mientras los hombres descansaban bajo las cubiertas protegiéndose de la lluvia, se oían a lo lejos cañonazos en demanda de socorro.

Gravina, con su brazo destrozado y muy enfermo, se desesperaba ante la impotencia de no poder hacer nada para acudir en ayuda de aquellas llamadas, pero seguía dando órdenes para poner a punto cuantos navíos fuera posible. Tenía el brazo izquierdo inútil y el médico le había dicho que se retirara a descansar, pero el almirante no le hizo el menor caso y siguió en su puesto durante un buen rato.

El día veintitrés amaneció un poco más calmo. Los navíos españoles Rayo, Montañés y San Francisco de Asís y los franceses Pluton, Héros, Neptune e Indomptable, además de cuatro fragatas y dos bergantines, quedaron listos para salir a la mar en ayuda de los que no habían logrado regresar a Cádiz. Cuando Collingwood, que estaba dirigiendo las operaciones de presa de los barcos rendidos, vio que se acercaban trece velas desde Cádiz, creyó que todos ellos eran navíos que volvían a la batalla y soltó a las presas que estaba marinando para llevarlas a Gibraltar. El San Agustín y el Intrépide fueron incendiados, y los demás que estaban siendo remolcados quedaron abandonados al capricho de las olas. El Argonauta y el Redoutable, el navío que mejor había combatido de entre los franceses, se fueron a pique con las tripulaciones que quedaban a bordo.

El Santísima Trinidad fue remolcado por los ingleses, que, siguiendo las instrucciones de Nelson, pretendían llevarlo a Gibraltar para allí repararlo y conducirlo después hasta Inglaterra como principal trofeo de la batalla. Desarbolado por completo, sin velas ni jarcias, con el casco acribillado a balazos, se mantuvo a duras penas a flote durante tres días hasta que la tempestad y las heridas de la batalla pudieron con el gigante de los mares, que se fue a pique cerca de la costa. Los marineros ingleses asistieron a su hundimiento con los sombreros en las manos, en señal de respeto por la desaparición del buque que durante tanto tiempo habían soñado apresar. Le prendieron fuego antes de que se hundiera a la altura de punta Caraminal, a unas tres millas de la costa. Así acabó el barco más legendario de la marina española, el buque más artillado jamás construido hasta entonces por el hombre, el único de todas las flotas europeas que tenía sus flancos pintados en rojo, negro y blanco.

La flota de rescate pudo recuperar al Santa Ana, que estaba siendo remolcado por una fragata inglesa que lo soltó en cuanto vio acercarse a los barcos españoles. La tripulación inglesa que marinaba el Santa Ana cayó presa; también se recuperó el Neptune, que dos fragatas remolcaron hasta Cádiz, y el Bahama, el San Juan Nepomuceno, el San Ildefonso y el Swiftsure, o lo que quedaba de ellos, que habían permanecido fondeados frente al cabo de Trafalgar. El Bucentaure, el Indomptable, el Aigle y el Neptune se perdieron entre los escollos y con ellos sucumbió parte de sus tripulaciones. El Rayo, atacado por los navíos ingleses Donegal y Leviathan, fue incendiado y encalló al oeste de Sanlúcar, donde se perdió; había sido construido en La Habana con maderas nobles. El comandante del Rayo, di capitán MacDonell, fue apresado y puesto en libertad bajo palabra en Chipiona, donde se produjo un intercambio de prisioneros.

El San Francisco de Asís no pudo aguantar más; muy mermado en sus condiciones marineras, la tempestad lo arrojó a las playas de Santa María, donde se hundió. Algunos de sus soldados quedaron desnudos, tumbados sobre la arena de la playa, sin fuerzas para dar un solo paso.

La tempestad arreció al anochecer y lo que quedaba de la escuadra de rescate tuvo que buscar de nuevo refugio en el puerto de Cádiz. Mientras, en las costas fueron apareciendo restos de los naufragios y decenas de cadáveres que arrastraban las olas hasta las playas. El gobernador de Cádiz organizó unas cuadrillas de salvamento para que intentaran socorrer a cuantas personas lograran alcanzar la orilla. Algunas lo hicieron a nado, otras en botes o sobre improvisadas balsas hechas con maderas y toneles que flotaban a la deriva. Sobre la arena de las playas se arrastraban heridos y cansados cientos de marineros de las dos flotas que aguardaban a que les llegara alguna ayuda. Muchos estaban tan agotados que apenas podían ponerse en pie, la mayoría estaba desnuda o cubierta apenas con unos harapos y jirones. Todos se lamentaban y proferían angustiosos quejidos y gritos de dolor, implorando una manta, un poco de agua o simplemente un gesto de consuelo.

Las gentes del litoral acudieron en socorro de los marineros sin distinguir nacionalidad, aportando vino, frutas y todo tipo de víveres. Pocas veces se vio tanta generosidad entre enemigos. Algunas mujeres de las aldeas de la costa no dudaron en asistir a marineros ingleses heridos que seguramente un par de días antes habían disparado los cañones de sus navíos para matar a algunos de los hijos de ellas. Pero nada importaba en esos momentos, ninguna otra cosa que asistir al hambriento, curar al herido y consolar al desesperado.

Durante los tres días siguientes a la batalla todo fue muy confuso. Algunos navíos pasaron de unas manos a otras, otros se fueron a pique cuando parecían estar salvados y la tempestad acabó por culminar el desastre que habían iniciado los hombres. El Neptuno, que tras ser desarbolado se había rendido, fue recuperado por los españoles, pues la tripulación logró reducir a los marineros ingleses que habían subido a bordo para marinarlo, pero estaba tan dañado que sólo pudieron llevarlo hasta cerca de la costa de Santa Catalina. La tempestad amenazaba con arrastrarlo hasta los escollos y estrellarlo contra las rocas, pero la tripulación consiguió amarrarlo y durante dos días se mantuvo cerca de la costa, aunque los marineros no lograban desembarcar a causa de la dureza de la tormenta, pese a estar tan cerca de la orilla que podían comunicarse a gritos con las gentes que allí se apostaron. Su única posibilidad de salvación era lanzar un cable hasta la orilla y a través de ese cable conseguir ganar tierra, pero las condiciones del mar eran tan malas que no había manera de lograrlo. Tras dos días de lucha con el mar, el Neptuno estaba a punto de romper las amarras que lo mantenían alejado de las aguzadas rocas. Nadie había logrado lanzar ese cable hasta la costa para evacuar a su través la nave. Los alimentos escaseaban, el agua potable se había agotado y las bombas no daban abasto para evacuar las aguas residuales que rebosaban la sentina.

Fue entonces cuando a Cayetano Valdés, su experto capitán, se le ocurrió una idea aparentemente absurda. En las bodegas del navío quedaban algunos animales vivos para servir de alimento a la tripulación, entre ellos un cerdo.

—Señores —dijo Valdés a sus oficiales—. Las amarras no aguantarán mucho más tiempo. Si no evacuamos de inmediato el navío, la tempestad nos arrojará contra las rocas y pereceremos todos. La única manera de hacer llegar un cable a tierra es que lo lleve el cerdo que queda en la bodega.

Todos los oficiales se miraron estupefactos y creyeron que su capitán se había vuelto loco como consecuencia de la batalla o de la tempestad.

—No, no estoy loco, señores —les dijo al contemplar sus caras de asombro—. Si atamos un cabo al extremo de un cable y el cabo al cerdo, y echamos el cerdo al agua, tal vez el animal logre alcanzar la costa a nado. Allí hay mucha gente que podría tirar del cabo hasta coger el cable y atarlo a un puntal seguro. Si sujetan bien el cable, podremos ir todos hasta la costa y ponernos a salvo agarrados a él.

Y así se hizo. El cerdo, con un cabo atado a su cuerpo, nadó hasta la orilla, flotando como una boya de corcho entre las olas embravecidas, hasta que su instinto de supervivencia le hizo alcanzar la playa. Allí lo recogieron algunas de las personas que observaban impotentes los desesperados intentos de la tripulación del Neptuno para evitar estrellarse contra los rompientes, y tiraron del cordel hasta arrastrar el cabo atado al otro extremo. Aseguraron el cable en unas rocas cercanas y amarrados a ese cable fueron desembarcando uno a uno todos los marineros del Neptuno.

Poco después de que ganara tierra el capitán Valdés, el último en abandonar la nave, las amarras del navío se rompieron y las olas lo precipitaron contra los escollos, donde se estrelló para deshacerse en mil pedazos.

7

Faria desembarcó al fin en el puerto de Cádiz. Agotado, con una amarga sensación de vacío infinito y de angustia, se dirigió a la pensión donde lo aguardaba Cayetana. La muchacha, que lo esperaba ansiosa desde que Morales le dijera que su amante había sobrevivido, corrió hasta Faria y los dos jóvenes se fundieron en un largo e intenso abrazo.

—No sabía si habías muerto o estabas vivo. Las noticias que íbamos conociendo eran terribles. Desde lo alto de las murallas pudimos ver el humo y el resplandor delos cañonazos. Se decían cosas terribles, y cuando vimos llegar a esos barcos destrozados, hechos añicos, con los palos quebrados y las velas quemadas… Temí lo peor hasta que vino el sargento a decirme que estabas bien pero que tenías que volver al mar para recoger a los náufragos. ¡Oh, Francisco!

—Cayetana…, —Faria acarició el negro y rizado pelo de su amante—, ha sido lo más parecido a como imagino el infierno. Humo, fuego, sangre, dolor…, muertos y heridos por doquier. No sé todavía cuántos, pero varios miles de hombres han muerto en Trafalgar.

—Tú querías ser un héroe, luchar en mil batallas…

—¡Un héroe! No sé, ahora estoy confuso, y cansado, muy cansado. En los últimos cuatro días sólo he dormido media docena de horas, tal vez menos, y he comido muy poco. La cabeza me da vueltas y la noto tan pesada como si me la hubieran llenado de plomo, estoy como ausente, siento un profundo sopor. Necesito dormir… pero he de enviar mi informe a su excelencia el príncipe de la Paz, que lo estará aguardando ansioso, y he de visitar al gobernador, y…

—Mañana, Francisco, mañana. Ahora debes comer algo y descansar.

—Tengo que escribir ese informe, tengo que escribirlo sin demora.

—Mañana, mañana, hay tiempo.

Cayetana acompañó a Francisco hasta la habitación y le ayudó a desnudarse. Pidió que le subieran un cubo con agua caliente y una esponja y con ella le enjuagó el cuerpo, a la vez que con las palmas de sus manos le proporcionaba un tonificante masaje en la espalda y en las piernas.

Después bajó a la cocina y pidió un caldo caliente de gallina, unos huevos revueltos y un poco de pan y queso. Regresó a la habitación con una bandeja, pero Faria yacía desnudo y profundamente dormido encima de la cama. Cayetana lo tapó con una mata, cerró la ventana y lo dejó dormir.

—¿Qué hora…, qué día es? —preguntó Faria, que acababa de despertarse y había bajado corriendo a la planta baja de la fonda.

—Veintiséis de octubre, mediodía —le respondió Cayetana.

—¡Dios Santo!, ¿cuánto he dormido?

—Un día entero.

—Tengo hambre.

—Claro, no has probado bocado desde anteayer Pediré que te preparen algo.

Faria devoró un plato de pescado frito, un guiso de codornices, dos panes, un cuarto de queso curado, un buen racimo de uva blanca y una jarra de vino. Y todavía pudo con una humeante taza de chocolate elaborado con el aromático cacao de Guayaquil.

—Jamás había comido tanto. Ahora tengo que ir a ver al gobernador.

—Ya sabe por Morales que estás bien. Le dijo que te recibiría hoy, después de comer. Está muy ocupado organizando el rescate de los náufragos. Las playas están llenas de marineros, algunos heridos, otros exhaustos. Yo no he ido a las playas, pero son muchas las personas que lo han visto, todo lleno de maderas, de velas, de palos… Dicen que en Torre Carbonera hay enormes pedazos de barcos que el mar arroja a la playa, algunos tan grandes como una carroza. Todas las playas, desde Cádiz hasta el cabo de Trafalgar, están cubiertas con los restos de la batalla.

»La gente va a casa de un tal James Duff, a quien llaman don Diego Duff. Ahora es un gaditano más, pero antes de que estallara la guerra era el cónsul inglés en esta ciudad. Dicen que es la persona que tiene más noticias de lo que ha pasado.

El gobernador de Cádiz parecía serio y triste. Había ocupado la mañana leyendo los informes de los capitanes de los navíos que se habían salvado y recibiendo a los observadores que iban y venían con noticias de lo que estaba pasando en la costa. Varios escuadrones de soldados de infantería se empleaban en el rescate de los náufragos y en proporcionarles comida y auxilio. Se habían destacado algunos hombres en los castillos de San Sebastián, donde se ubicaban hasta cuarenta cañones, y de Santa Catalina, la ciudadela de planta estrellada, en prevención por si los navíos ingleses decidían atacar Cádiz, aunque no parecía nada probable, pues pese a la victoria, la flota inglesa estaba en tan malas condiciones como la combinada.

—Me alegra verlo vivo, Faria —le dijo a Francisco al recibirlo en su despacho del palacio de gobierno.

—Gracias, excelencia, pero ojalá hubiera muerto si el signo de la batalla hubiera sido otro.

Las palabras de Faria sonaron huecas y grandilocuentes.

—Hemos sufrido un gravísimo quebranto. Acabo de recibir el último informe sobre la situación de nuestra flota, y es realmente terrible. Hemos perdido diez navíos, de los cuales tres o cuatro podrán ser reutilizados por los ingleses; los demás o están hundidos o se han destrozado contra las rocas de la costa. A la batalla ha seguido un fuerte temporal que ha dado al traste con las pocas esperanzas que quedaban para algunos de los barcos desarbolados. Y los franceses no han salido mejor parados.

»Es la mayor derrota de nuestra historia naval —sentenció el gobernador.

—He leído que durante el reinado de Felipe II perdimos muchos más barcos en lo que se llamó la Armada Invencible —adujo Faria.

—En esa ocasión sucumbimos ante los elementos, ahora lo hemos hecho ante los ingleses. Nunca debimos aceptar que Villeneuve asumiera el mando supremo de la combinada. Tocios los informes de nuestros capitanes lo señalan como el principal causante de la derrota. El almirante Gravina es mucho mejor estratega. Si él hubiera mandado la flota…

Un secretario interrumpió la conversación.

—Señor gobernador, acaba de llegar el almirante francés Rosily; desea verlo de inmediato.

—Dígale que pase.

Rosily-Mesros había viajado a Cádiz desde Madrid en una silla de postas. Portaba la orden escrita de Napoleón de hacerse cargo del mando de la flota combinada para relevar a Villeneuve, pero había llegado cinco días tarde. Ya no existía ninguna flota que mandar, sólo unos barcos destrozados e inservibles y unos hombres maltrechos en el cuerpo y en el alma.

—Señor gobernador, le presento mis respetos, y mis credenciales —dijo el francés en un correcto español, aunque con un acento muy marcado.

—Almirante, bienvenido a Cádiz, aunque no sea en las mejores circunstancias posibles. Le presento al capitán don Francisco de Faria, delegado y observador del gobierno de su majestad Carlos IV en la flota combinada.

Rosily y Faria se saludaron con una ligera inclinación de cabeza.

—Imagino que ya estará al tanto de la situación. Villeneuve salió de Cádiz sin aguardar a que usted se hiciera cargo de la flota y se enfrentó a Nelson a la altura del cabo de Trafalgar. Y perdió. El resto…

—Sí, señor gobernador, nuestro cónsul en Cádiz me ha puesto al corriente de todo esta misma mañana. He venido desde Madrid todo lo rápido que me ha sido posible, sin detenerme un solo momento. Pero esos caminos… son terribles. Nos costó un día atravesar las montañas que separan Andalucía del resto de España. Ni siquiera en los Alpes he visto caminos peores —lamentó Rosily.

—¿Desea usted tomar un jerez? —le ofreció el gobernador.

—Preferiría un burdeos.

—Lo siento, almirante, no dispongo de ese tipo de vino.

—No es lo mismo, pero de acuerdo, un jerez estará bien.

»¿Y usted, capitán Fa… ria —titubeó Rosily con el nombre—, ha participado en la batalla?

—Lo hice a bordo del San Leandro, uno de los pocos navíos que pudieron alcanzar el puerto de Cádiz.

—¿Y cuál es su opinión sobre el comportamiento de Villeneuve?

—Yo soy un soldado de caballería, un guardia de corps. Entiendo poco de tácticas navales, pero, por lo que he aprendido en los últimos meses y lo que he leído, creo que las instrucciones de combate que dio el almirante Villeneuve no fueron las más acertadas. Si me lo permite, señor, estimo que hubiera sido mucho más conveniente que la flota combinada la hubiera dirigido el almirante Gravina, a quien considero mucho más preparado que al almirante Villeneuve.

—Gravina es un magnífico soldado. Sí, un gran guerrero y un extraordinario marino. Lo conozco desde su estancia como embajador en París, donde tuvimos oportunidad de conversar en diversas ocasiones. Pero Francia también dispone de grandes marinos.

Nuestro emperador desea que dos o tres almirantes franceses estén dispuestos a morir en el mar, porque sabe que ése es el espíritu necesario para vencer a Nelson. Si yo hubiera estado aquí antes…, bueno, eso ya no tiene remedio.

»Señor gobernador, en virtud de la autoridad que ha delegado en mí su majestad imperial Napoleón Bonaparte, tomo el mando de la flota combinada —anunció Rosily con todo el empaque que pudo.

—Quiere usted decir de lo que queda de ella —asentó el gobernador.

—No existe ninguna flota, almirante —intervino Faria—. Tal vez uno o dos navíos españoles en condiciones de navegar, y tres o cuatro franceses, salvo que pueda usted encontrar a los cuatro navíos de la columna de Dumanoir que huyeron del campo de batalla dejándonos abandonados a los demás.

—¿Qué insinúa usted, capitán? —inquirió Rosily un tanto molesto.

—No insinúo nada, excelencia, sólo constato un hecho. El contraalmirante Dumanoir dirigía una columna de la vanguardia y no acudió en ayuda de sus compañeros con la rapidez exigida en ese caso cuando observó que estábamos pasando serias dificultades. Y cuando lo hizo, tarde y mal, se limitó a disparar unas andanadas inofensivas para dar de inmediato media vuelta y huir de Trafalgar con sus cuatro navíos intactos. Con ellos y los otros que sí se quedaron podría haber hecho frente a los ingleses y dar otro sesgo a la batalla, o al menos podría haber socorrido a los náufragos, pero optó por escapar. Yo a eso lo llamo cobardía, señor.

—Sus acusaciones son muy graves, capitán. Dumanoir es uno de los mejores soldados del Imperio, y no creo que nadie pueda atribuirle falta de valor.

—Pues en esta ocasión no actuó según esa condición que usted le supone.

Rosily miró con superioridad a Faria. Ningún capitán francés se hubiera atrevido a dirigirse así a un almirante del Imperio. El joven capitán español le parecía un petimetre petulante, orgulloso y deslenguado que bien merecía un escarmiento.

—Le recuerdo que somos aliados y que, aunque usted sea el delegado del gobierno, su rango militar es el de capitán y el mío el de almirante. No olvide que soy su superior.

—Y yo le digo, almirante, que sólo obedezco órdenes de su majestad el rey Carlos IV y de su jefe de gobierno don Manuel Godoy, príncipe de la Paz —contestó Faria con la misma altivez que había mostrado Rosily.

—Capitán, está usted hablando con su superior, jefe supremo de la flota combinada. No le quepa la menor duda de que si sigue por ese camino le procesaré ante un consejo de guerra.

—Señores —intervino el gobernador para rebajar la tensión y en tono apaciguador—, creo que esta discusión no conduce a ninguna parte. El enemigo común es el inglés, y es hora de trabajar para reparar parte de los daños que nos ha causado en Trafalgar; todavía hay muchas cosas que hacer y no creo que debamos entregarnos tan fácilmente. Y usted, capitán, no olvide su rango y la obediencia y respeto que debe a sus superiores y pida disculpas al almirante. No me agradaría tener que declarar contra usted en un consejo de guerra.

Faria se tragó su orgullo y, firme como un cirio, se excusó ante Rosily por su actitud. El almirante francés aceptó las disculpas del capitán y le ordenó descanso.

—Eso es capitán, eso es —suspiró aliviado el gobernador.

—Gobernador, capitán, nos veremos pronto. Hay muchas cosas que hacer.

Rosily saludó marcialmente y se retiró; su copa de jerez quedó intacta en la mesa.

—Es usted demasiado impetuoso, capitán Faria. Ese hombre puede ser un fantoche tan inútil y fanfarrón que no merezca mandar ni sobre una recua de mulas, pero es el comandante en jefe de la flota combinada, y, mientras nuestro gobierno así lo quiera, es el comandante en jefe de nuestra flota, y usted está adscrito a ella.

—He dicho la verdad, excelencia. —Su verdad, capitán.

—Dumanoir huyó de la batalla. Se comportó como un cobarde; todos los navíos que formaban su columna en la vanguardia estaban intactos. No habían trabado todavía combate, tenían todas las velas, todos los aparejos, todas las baterías, toda la munición en perfecto estado. Dumanoir observó desde lejos cómo los ingleses nos acribillaban a cañonazos gracias a su superioridad numérica y, en vez de involucrarse en nuestra ayuda, disparó unas inocuas cargas de aviso, tal vez para soltar lastre, dio media vuelta y puso rumbo al oeste con cuatro de esos navíos; todos quedamos abandonados a nuestra suerte. Ni siquiera tuvo la gallardía de entrar en la bahía de Cádiz para defender a la ciudad de un posible ataque inglés. Huyó, simplemente huyó. Quién sabe si a estas horas se encuentra ya al otro lado del Atlántico.

—Tal vez tenía sus motivos para retirarse. ¿No ha pensado en ello? Quizás estimó que estaba todo perdido y que su sacrificio sólo hubiera servido para entregar a los ingleses cuatro navíos más.

—Ningún motivo es suficientemente importante para justificar el abandono de los compañeros de armas en plena batalla —asentó Faria—. Nosotros nunca lo hubiéramos hecho.

—¿Nosotros…? —se preguntó el gobernador.

—Los españoles, excelencia; ningún navío español huyó, ni uno solo de los nuestros resultó ileso.

El gobernador de Cádiz sonrió con ironía, bebió un sorbo de su jerez y dijo:

—Hemos perdido muchas guerras por no habernos sabido retirar a tiempo de una batalla. En una guerra, a veces conviene huir para volver más tarde a la carga con fuerzas renovadas. Una retirada estratégica que contribuya a salvar barcos y hombres es más útil, en ocasiones, que una victoria en la que se pierde la mitad de la flota.

—Si Cortés y Pizarro hubieran pensado así, jamás hubiéramos conquistado América. Y si lo hubiera hecho Nelson, ahora tendría todos sus barcos indemnes y estaría vivo, pero afrontaría un consejo de guerra y en vez de un héroe para su patria sería considerado un cobarde.

—Tal vez, capitán Faria, tal vez; pero recuerde usted que también Cortés se retiró de México cuando estimó que eso era lo mejor para sus objetivos, y el mismo Nelson salió corriendo al fracasar su intento de conquistar Tenerife cuando vio que peligraba su vida y la de sus hombres. Créame, le repito que veces una retirada a tiempo es más valiosa que una victoria. Si Villeneuve no se hubiera enfrentado a Nelson en Trafalgar y hubiera regresado a Cádiz sin ofrecer batalla, o incluso si no hubiera salido tan alegre e irresponsablemente de la bahía, ahora mantendríamos intacta nuestra flota y quizá la inglesa hubiera sido destrozada por el temporal y ahora estaríamos festejando una gran victoria. La paciencia es una arma muy eficaz en la guerra, más incluso que en la paz.

—Insisto en que Dumanoir es un cobarde, señor, y Villeneuve un grandísimo incompetente incapaz de mandar con eficacia siquiera un bergantín.

—Seguro que sí, capitán, seguro que sí, pero nuestros más valientes marinos yacen en el fondo del mar, Dumanoir ha escapado ileso con cuatro de sus navíos y Villeneuve…, Villeneuve tal vez vuelva a dirigir una flota y la fortuna le otorgue entonces una gran victoria. Quienes nunca podrán vencer en otra batalla son los brigadieres Churruca y Alcalá Galiano. Eran hombres valerosos, expertos marinos y ejemplares soldados, pero no contemplaron el amanecer del día veintidós de octubre.

Faria contuvo su ira. El gobernador hablaba como el político que era, taimado y astuto, sin otro ideal que mantener su privilegiada posición y seguir medrando a la sombra del poder.

El veintisiete de octubre de 1805 don Manuel Godoy recibió la carta de Faria en San Lorenzo de El Escorial, donde estaba esos días la corte de Carlos IV. El príncipe de la Paz le comunicó el desastre al monarca y remitió un correo a Cádiz solicitando a Faria más información. Con la carta de Faria llegó un primer informe del general Escaño en el que anunciaba que el almirante Gravina no había podido redactarlo personalmente porque estaba muy malherido.

Cuando Faria recibió la misiva de Godoy, ya había acabado su segundo informe, mucho más extenso y completo. Al fin, los navíos perdidos habían sido dieciocho, diez españoles (Neptuno, San Francisco de Asís, Rayo, Monarca, Bahama, San Ildefonso, San Juan Nepomucemo, San Agustín, Argonauta y Santísima Trinidad) y ocho franceses (Berwick, Fougueux, Indomptable, Argonaute, Aquila, Algésiras, Bucentaure y Achilles). El número de muertos ascendía a mil veinticinco y el de heridos a mil trescientos ochenta en el bando español, y más de dos mil muertos y mil heridos en el francés. Los navíos ingleses destruidos eran once, quedando nueve más en mal estado, con cerca de quinientos muertos y más de mil doscientos heridos.

Los cinco navíos españoles que se habían salvado y habían podido llegar al puerto de Cádiz presentaban un estado lamentable: el Príncipe de Asturias tenía el casco destrozado y estaba completamente desarbolado, el Montañés había perdido el palo de mesana, el San Leandro sólo conservaba el palo del trinquete, el San Justo era el único que mantenía la arboladura completa, aunque con graves daños en las velas y las jarcias, y el Santa Ana estaba varado en la embocadura del puerto con los costados abiertos, la popa destrozada y haciendo agua.

De los quince navíos de la flota española que habían participado en la batalla de Trafalgar tal vez sólo el San Justo estaba en condiciones de, tras algunas reparaciones, seguir navegando.

El capitán Faria también informaba a Godoy de que la planificación de las operaciones navales había sido muy deficiente, sobre todo la dirección táctica de Villeneuve, en tanto los ingleses habían dispuesto desde el principio de un plan muy acertado y de una mayor diligencia en su alto mando. Criticaba la poca formación de los pilotos y su falta de pericia, que había propiciado la lentitud en las maniobras y la desorganización de la línea de combate por varios puntos, la carencia de artilleros expertos y capaces de responder con rapidez y eficacia al contundente fuego inglés y la falta de un plan de combate adecuado. Villeneuve era presentado como el gran culpable del desastre y Dumanoir como un cobarde que había huido del combate, abandonando a sus compañeros de armas sin defensa y en condiciones de inferioridad manifiesta. Señalaba que un tremendo error había sido el colocar alternados y mezclados los navíos españoles con los franceses, lo que había provocado numerosos malentendidos dados los idiomas distintos y las medidas también distintas utilizadas en los comunicados de uno a otro barco. Los españoles habían usado las medidas tradicionales, el almud, la vara y la arroba, en tanto los franceses utilizaron las nuevas medidas introducidas en 1799 por los revolucionarios, el litro, el metro y el kilo. Faria acababa su informe asegurando que si se hubieran atendido las indicaciones del almirante Gravina, aquella derrota no se hubiera producido.

Una semana después de la batalla, cuando el largo e intenso temporal amainó definitivamente, todavía se recogían náufragos y cadáveres en la costa y entre los acantilados, o sobre las playas restos de barcos y pertrechos de los buques hundidos o varados. En varios puntos entre Cádiz y Gibraltar se canjearon prisioneros por ambos bandos; más de ochocientos hombres fueron intercambiados tras un parlamento que celebraron el día veintiocho de octubre una delegación inglesa y otra franco española.

En una playa quedó varado parte del casco del Santísima Trinidad, pintado con sus inconfundibles franjas negras y encarnadas, a modo de un gran costillar despedazado de un terrible monstruo de las profundidades del océano. Parecía el símbolo del final del poderío español en el mar, una especie de macabro epitafio por la marina de guerra hispana.

Por todas partes había esparcidos restos del maderamen, de lonas y velas, de jarcias, de maromas, de barriles destrozados, de telas rotas y ensangrentadas… La costa gaditana estaba esmaltada de una rastra de despojos, como un siniestro rosario de destrucción y de muerte.

Uno a uno, los capitanes supervivientes fueron remitiendo sus informes por escrito al gobierno en Madrid. Todos coincidían en la culpabilidad directa de Villeneuve en el desastre, pero el más duro con el almirante francés fue Antonio Pareja, que acusaba al comandante supremo de ser el único causante de la derrota de la combinada por su ignorancia en las tácticas de combate, su parálisis táctica y su falta de energía en la batalla.

El día nueve de noviembre Manuel Godoy firmó vatios decretos por los que se ascendía a Gravina al empleo de capitán general y a Escaño y al resto de los brigadieres de la escuadra española que habían luchado en Trafalgar a tenientes generales; todos los capitanes de navío, jefes, oficiales y guardiamarinas eran ascendidos automáticamente un grado en el escalafón. A las viudas de los fallecidos en la batalla se les asignaba una pensión con la paga del empleo inmediatamente superior al que hubieran alcanzado sus maridos en el momento de la batalla.

Francisco de Faria fue ascendido a comandante con veinte años; apenas había disparado unos tiros pero jamás había habido un militar tan joven con ese empleo en el ejército. Faria estaba dolido por el resultado de la batalla, pero seguía creyendo que su vida en el ejército le depararía grandes victorias.

Tumbado en la cama de la fonda de Cádiz, abrazado al cuerpo dulce y suave de Cayetana, contempló su casaca de oficial de la guardia de corps colgada en una percha, ahora orlada en la bocamanga y en las hombreras con los entorchados de comandante, y creyó estar soñando el mejor de los sueños.