A lo largo del mes de marzo de 1805, Faria acudió diariamente a las bibliotecas del palacio de Buenavista y del nuevo palacio real para estudiar cartas marítimas, estrategia militar naval y técnicas de navegación. En una maqueta aprendió a identificar las distintas partes del barco: las piezas del casco, los aparejos y velas, los mástiles y las jarcias. En su estancia en la Escuela Militar de Badajoz no le habían enseñado nada en absoluto sobre la marina, aunque supo enseguida que tampoco en las escuelas navales explicaban demasiado. Cualquier cadete de la Armada inglesa era capaz de fijar la posición de un buque en alta mar con la ayuda de un sextante o de un cuadrante, en tanto que eran muy pocos los guardiamarinas españoles que sabían establecer con precisión la ubicación de un navío. Y en cuanto a la medición del tiempo, los ingleses lo hacían con relojes muy precisos, en tanto en algunos barcos españoles se seguía midiendo con sistemas muy anticuados.
Tuvo acceso a unos informes sobre los combates librados entre navíos españoles, franceses y británicos en los últimos años, y pudo comprobar que la superioridad naval de los ingleses se debía a su mejor preparación técnica, a la mejor dotación de sus buques y a la mayor capacidad de mando de sus comandantes, que tenían mucha mayor libertad a la hora de tomar decisiones propias en el campo de batalla en función de cómo discurriera la pelea en cada momento.
Durante los reinados de Fernando VI y de Carlos III se habían realizado esfuerzos encomiables para mejorar la Armada; se fundó la escuela de guardiamarinas de Cádiz y más tarde sendas compañías en El Ferrol y en Cartagena, se creó un cuerpo de ingenieros navales de artillería en Barcelona y en Cartagena y se progresó en las técnicas de construcción de barcos. Se aumentó el tamaño de los buques, doblando su desplazamiento, y se construyeron navíos de línea de tres puentes y con más de cien cañones de porte en los astilleros de Cuba, El Ferrol y Cartagena. Pero cada uno de los nuevos buques se comportaba de manera dispar, pues no existía una normativa uniforme para la construcción de barcos, lo que limitaba las maniobras conjuntas a causa de la diferente maniobrabilidad de los buques.
El famoso marino Jorge Juan habían viajado hasta Inglaterra para, mediante el espionaje, copiar las técnicas inglesas de construcción de barcos, y de ese país se trajo a tres famosos ingenieros, los señores Turner, Howel y Mullan. Pero el gobierno decidió abandonar las técnicas recomendadas por Jorge Juan y optó por aplicar las técnicas de construcción naval francesa. No obstante, se construyeron buenos barcos, sobre todo en los astilleros de La Habana en Cuba, de los que salieron varios navíos muy duraderos debido a la calidad de las maderas tropicales con las que se fabricaron. Los barcos se pintaban en negro y amarillo, salvo el Santísima Trinidad, el buque más legendario de la flota española, que tenía los flancos pintados en rojo, negro y blanco.
Durante el siglo XVIII se habían botado un centenar de navíos de línea armados con entre cincuenta y ochenta cañones; el primero de ellos fue el Real Felipe, que sirvió durante casi veinte años. Entre 1765 y 1770 se habían fabricado tres navíos de noventa y cuatro cañones, varios de setenta y cuatro y uno, el Santísima Trinidad, de ciento veinte, que llegó a ampliarse a principios del siglo XIX hasta ciento cuarenta bocas de fuego.
Semejante esfuerzo había dejado vacías las arcas del Estado. Así, desde 1786 y hasta aquella primavera de 1805 sólo habían salido dos nuevos navíos de ochenta y ochenta y seis cañones del astillero de El Ferrol: el Neptuno y el Argonauta. Pese a tantos esfuerzos, España carecía de ingenieros navales experimentados, a causa de la falta de escuelas superiores; los oficiales y la marinería apenas tenían entrenamiento, por lo costoso que los ejercicios navales resultaban, y desde que Carlos IV subiera al trono nada se había invertido en la construcción de nuevos barcos.
A principios de siglo se habían desmantelado las últimas galeras, esas magníficas naves que durante centurias habían sido la principal baza de la Corona de Aragón en el dominio de las aguas del Mediterráneo, y su servicio no había sido reemplazado por nuevas embarcaciones.
Parecía que no preocupaba otra cosa que las ordenanzas y los reglamentos, como si sólo mediante leyes y normas pudiera forjarse una gran Armada. Las nuevas ordenanzas de 1793, que Faria estudió a fondo, insistían en dar más relieve al carácter militar de la marinería, pero no aportaban otra cosa que inútiles disposiciones reglamentistas que no provocaban sino más contradicciones entre las muchas ya existentes entre la jurisdicción política y la militar.
Hacía veinte años, desde que Inglaterra perdiera en 1782 Menorca y Calcuta, y España ganara dos años después Florida por el tratado de Versalles, que Francia y España sufrían derrota tras derrota a manos de los navíos británicos. En algunos casos las victorias inglesas se habían producido a causa de la pericia de sus almirantes, aunque en no pocas ocasiones la suerte también había favorecido a Inglaterra.
Todavía se recordaba la amarga derrota en la batalla del cabo de San Vicente, en la que el catorce de febrero de 1797 el almirante José de Córdoba fue batido por el inglés Jervis; España perdió cuatro navíos, el Mejicano, el San José, el San Nicolás y el San Isidro, y dos más sufrieron graves averías, y por ello el almirante fue sometido a un consejo de guerra que lo condenó a inhabilitación perpetua para el mando, pérdida de empleo y de honores.
No habían sabido aprovecharse las expediciones que realizaran Malaspina, repudiado y exiliado, o el propio Alcalá Galiano por el océano Pacífico, que bien rentabilizadas hubieran servido para mejorar las condiciones de navegación de la flota española.
Ciertos episodios parecían incomprensibles; por ejemplo, el sucedido en julio del año 1801, cuando el navío inglés Royal Sovereign se interpuso una noche a la altura de Algeciras entre los españoles San Carlos y San Hermenegildo; el comandante inglés, aprovechando la oscuridad de la noche, se deslizó entre los dos navíos españoles con todos los faroles apagados y ordenó disparar todas las baterías de sus dos costados contra cada uno de los dos barcos españoles, escapando enseguida. El capitán del San Carlos no se apercibió de lo que ocurría y respondió disparando toda su artillería contra el San Hermenegildo, creyendo que se trataba del navío inglés, que ya se había alejado. El San Hermenegildo contestó con una serie de andanadas, y ambos navíos se cruzaron un fuego terrible, uno contra otro, en tanto el Royal Sovereign huía ileso. Sólo fue al alba cuando se descubrió el desastre: los dos navíos españoles habían estado destrozándose uno al otro sin advertir que se trataba de barcos de la misma bandera. Aquella trágica noche España perdió dos de sus mejores navíos y murieron nada menos que mil ochocientos hombres. Los ingleses no sufrieron una sola baja y su navío ni un solo desperfecto.
Pero todavía fue más terrible la derrota sufrida por la Armada francesa en Abukir, en la desembocadura del Nilo, el dos de agosto de 1798. Francia perdió once navíos y dos fragatas y sólo salvó dos navíos de toda la escuadra, aunque en aquella batalla Nelson fue gravemente herido en la cabeza y a punto estuvo de perder la vida.
A fines de marzo el capitán Francisco de Faria y el sargento Isidro Morales salieron de Madrid camino de Cádiz. Las órdenes escritas que le transmitiera Godoy y que habían sido memorizadas por Faria habían causado en el joven oficial un enorme desasosiego. No había ningún plan coherente y quedaban muchos cabos sueltos; además, siguiendo la tradición militar hispana y francesa, a los comandantes de los buques de guerra no se les permitía margen para tomar decisiones propias, por lo que en casos imprevistos, que solían ser muy frecuentes en los combates en el mar, las dudas eran las peores consejeras, y en no pocas ocasiones causaban un efecto muy lesivo.
Viajaron a caballo, atravesando las extensas llanuras de Castilla la Nueva hasta alcanzar el paso de Despeñaperros, en Sierra Morena, que cruzaron de día y escoltados por unos guardias de hacienda armados con trabucos y espadas para evitar posibles asaltos de bandoleros, que solían ser frecuentes en esas montañas. En Sevilla entregaron un correo personal de Godoy al gobernador de la ciudad y de inmediato partieron hacia Cádiz.
La ciudad de la bahía tenía casi cien mil habitantes. Era ya una de las primeras ciudades de España desde que en los últimos veinte años le había ganado el primer puesto a Sevilla en el tráfico comercial con las Indias. Las calles de Cádiz estaban limpias y bien pavimentadas; según algunos, ésa era la causa de que la gaditana se contonea al andar como ninguna otra mujer de Europa. Esa forma de moverse al caminar se había puesto de moda de tal manera que no había mujer en Cádiz que no anduviese moviendo de un lado a otro las caderas, en un bamboleo que podía marear a cualquiera si se empeñaba en seguirlo durante un buen rato con la vista.
Faria se presentó en el palacio de don Francisco Solano, gobernador de Cádiz y de Andalucía, y le mostró las cartas credenciales de Godoy en las que lo nombraba delegado y observador del gobierno en la flota que mandaba Gravina.
—Siéntese, capitán, siéntese. ¿Cómo sigue la corte? —le preguntó a Faria.
—Bien, bien, excelencia; dispuesta a afrontar la guerra contra Inglaterra con gran moral de victoria —mintió.
—¡Ah!, todos estamos esperanzados en ello, capitán, incluso los contrabandistas, que hacen sus mejores negocios en tiempos de guerra. ¿Le apetece un jerez?
—Gracias, excelencia.
El gobernador, un hombre grueso y alto, de presencia marcial, ávido de gloria, y de ademanes muy teatrales, hizo sonar una campanilla y al instante apareció un criado vestido de modo tan elegante que más parecía un noble cortesano que un lacayo. En verdad que el palacio del gobernador Solano, marqués de la Solana además, superaba con mucho a los que Faria había visto en Madrid. Los suelos estaban cubiertos de ricas alfombras, los muebles eran de caoba de la mejor calidad, las copas de cristal finísimo y las vajillas de la mejor loza inglesa, de la llamada de pedernal.
Desde que llegara a Cádiz, todo le había parecido más limpio, aseado y elegante que en Madrid: las casas recién encaladas con paredes blanquísimas, las rejas pintadas de verde, las puertas y ventanas bien cuidadas, las calles llanas y perfectamente empedradas; hasta las botellas de las cantinas eran de vidrio transparente para que los clientes pudieran ver la pureza del líquido que contenían.
Hombres y mujeres rivalizaban en el bien vestir. Los caballeros llevaban chaquetas cortas o casacas de corte redondo, de sedas de colores, a veces bordadas, y elegantes pantalones de paño o calzones cortos con medias de seda blanca; los zapatos eran de cuero con hebilla chapeada y la mayoría portaba un espadín corto cruzado en la faja o en el cinto. No desatendían el cuidado del cabello, que recogían en una coleta adornada con bellas cintas o se rizaban con elegantes tirabuzones o recogido bajo elegantes sombreros redondos y de copa. Las mujeres gustaban de destacar sus formas, a fin de que el inevitable bamboleo fuera más contundente, con unas basquiñas o sayas ajustadas, de vivos colores y elegantes brocados, ajustadísimos jubones y corpiños, y delicadas mantillas blancas y negras; algunas los llevaban tan apretados que Faria se preguntaba cómo eran capaces de respirar, y calzaban zapatos cortos y bajos para resaltar el caminar airoso y sugerente.
Las hijas de las familias más acomodadas acudían a dos academias donde se enseñaban buenos modales, costura, música y francés. La más afamada era la de madame Bienvenue, regida por una señora francesa que había introducido en Cádiz las modas del elegante París, aunque no le andaba a la zaga la de doña Rita, en la que además de música las jovencitas de la alta sociedad gaditana aprendían algo de literatura y de matemáticas.
—¿Cómo se encuentra su excelencia don Manuel Godoy? —preguntó el gobernador tras saborear un largo trago de jerez.
—En plena forma, excelencia.
—Cuando la semana pasada recibí el despacho de Madrid anunciando su llegada, no imaginé que usted fuera tan joven. Mucho debe de confiar don Manuel en usted para encomendarle esta misión.
—Bueno, somos parientes y hace ya algunos meses que estoy destinado en el palacio de Buenavista. Su excelencia el príncipe de la Paz me honra con su confianza y yo intento no defraudarlo y cumplir con mi deber de soldado.
—Así debe ser. El viernes ofrezco una cena a los oficiales de la flota, está usted invitado, capitán.
El viernes, a las ocho de la tarde, Faria se presentó en el palacio del gobernador con su traje de gala de capitán de la guardia de corps, cuya casaca roja orlada con botones y galones dorados y su inmaculado pantalón blanqueado con harina destacaba entre los nuevos trajes azules de los oficiales de marina. Morales lo acompañó hasta la puerta y le dijo que lo esperaría a la salida.
Faria saludó al almirante Gravina, a quien dos días antes ya había visitado para ponerse a sus órdenes y entregarle su credencial de delegado del gobierno.
—Me alegro de que venga con nosotros, capitán. Ya sé que no ha navegado nunca, de modo que comprobará enseguida que este servicio es muy distinto al de la guardia del palacio de Buenavista. Ésta será su primera acción de combate, supongo.
—Sí, excelencia, y ardo en deseos de luchar por nuestra patria. Y, por cierto, creo que también se la sirve protegiendo a nuestras autoridades, almirante.
—Por supuesto, su actitud le honra, capitán, pero hace falta más que valor para enfrentarse a Inglaterra.
—Nuestra alianza con Francia nos hace invencibles, ¿no es así, señor?
—En tierra es posible, pero en la mar no estoy tan seguro. Inglaterra posee una Armada extraordinaria y nos supera en número de barcos, incluso sumando nuestros navíos y los franceses. Su gobierno no ha descuidado la construcción de barcos de guerra y ha dedicado grandes sumas de dinero a ello y a lo que es tan importante o más: la dotación de equipos y la instrucción de sus tripulaciones. En cuanto a nosotros, hace varios años que en España no se construye un solo navío, y dedica poco esfuerzo a formar a sus marinos. En nuestros barcos sobran ratas y faltan tripulantes.
^Mientras nosotros hemos estado pendientes de nuestro propio ombligo, Inglaterra se ha preparado a conciencia para una guerra definitiva. Ha dictado medidas exclusivas para los barcos extranjeros en el comercio costero y colonial, ha fomentado la construcción de grandes barcos adecuados para cruzar el Atlántico y para ser reconvertidos rápidamente en navíos de guerra, ha monopolizado el comercio del tabaco, el azúcar y el algodón, consiguiendo así unos beneficios extraordinarios que le han permitido construir su gran flota. En fin, que ha hecho justo lo que deberíamos haber hecho nosotros y no hemos llevado a cabo.
A Faria le pareció que Gravina hablaba más de lo conveniente para su cargo, pero el almirante hacía días, desde que regresara de Madrid, que no perdía oportunidad de mostrar su malestar por el estado de las cosas. Conocía como nadie la situación de las flotas española, inglesa y francesa, y sabía que sólo con la máxima prudencia y con un mando adecuado podía derrotarse a Inglaterra en el mar. Como buen militar, acataba las órdenes que llegaban de Madrid, pero estaba convencido de que Villeneuve, el almirante francés, no reunía los requisitos apropiados para el mando supremo, pues sabía de la actitud y decisión de Nelson y del coraje y experiencia de Collingwood, quien con once años de edad ya se había enrolado en un barco, los dos vicealmirantes británicos contra los que tarde o temprano deberían enfrentarse.
—Pero la Armada francesa es muy poderosa —señaló Faria.
—No lo crea, capitán. Los franceses sólo disponen de poco más de cuarenta navíos de línea. Napoleón ha apostado por un imperio continental y ha olvidado que las guerras, en estos tiempos, también se ganan en la mar. El emperador es un buen estratega en lo que se refiere a planificar batallas en tierra, pero carece de los conocimientos que requiere una campaña marítima.
Gravina parecía resignado. Ya le había advertido a Godoy que aquel plan tan descabellado estaba condenado al fracaso, pero el jefe del gobierno español estaba atado y no podía oponerse a las órdenes de Napoleón.
El treinta de marzo de 1805 el almirante Villeneuve, jefe supremo de la flota combinada hispano francesa, se hizo a la mar desde el puerto francés de Tolón con diez navíos, seis fragatas y dos bergantines. Puso rumbo al sur con la escuadra dividida en dos columnas. El propio Villeneuve, con su buque insignia el Bucentaure, de ochenta cañones, encabezaba la primera, formada por otros cuatro navíos más, Plutón, Mont-blanc, Berwick y Atlas, en tanto el almirante Dumanoir mandaba la segunda a bordo del Formidable, seguido por el Indomptable, el Switsure, el Scipion y el Intrepide. A bordo de estos barcos viajaban varios batallones de tropas de desembarco integrados por más de tres mil hombres al mando del general Eauriston.
En las inmediaciones de Tolón patrullaba una fragata inglesa con la misión de espiar los movimientos de la escuadra de Villeneuve. En cuanto la vio salir del puerto, puso rumbo hacia Cerdeña, en cuyas costas aguardaba noticias Nelson, quien a lo largo de los primeros meses de 1805 se había movido por aguas del Tirreno desde Sicilia hasta el sur de Córcega. La escuadra francesa llegó a Cartagena el siete de abril. Allí la esperaba el brigadier español Salcedo, que encabezaba una escuadra de ocho navíos.
Entre tanto, y siguiendo los planes diseñados en París y acatados sin discusión en Madrid, España tenía listas otras dos escuadras: una en Cádiz, al mando de Gravina, y otra en Ferrol. Entre las tres escuadras españolas sumaban treinta navíos, que habían sido aparejados a toda prisa en apenas tres meses, y otros ocho más que patrullaban las aguas del Atlántico escoltando a los convoyes que venían de América.
Las órdenes de Villeneuve, quien en aquellos días parecía ansioso por enfrentarse a Nelson, consistían en recoger a ocho navíos españoles en Cartagena y conducir a la escuadra hasta Cádiz sin contratiempos, y desde allí, con los navíos de Gravina, iniciar el plan ideado meses atrás en París. El contraalmirante inglés Orde bloqueaba Cádiz con cuatro navíos y su buque insignia, el Glory, un extraordinario navío de noventa y ocho cañones. Villeneuve, que había pasado ante Gibraltar intercambiando algunos disparos de intimidación con la guarnición de la Roca, pudo atacar a la escuadra de Orde, pero optó por entrar en la bahía de Cádiz, permitiendo que los cinco navíos ingleses se retiraran indemnes hasta el cabo de San Vicente.
Enterado Gravina de la acción de Villeneuve, mostró su enfado ante el consejo de oficiales, entre los que estaba presente el capitán Faria.
—El almirante Villeneuve acaba de perder una extraordinaria oportunidad de infligir una contundente derrota a los ingleses. Tenía a su mando diez navíos y varias fragatas perfectamente equipados para el combate y no ha se ha atrevido a atacar a los cinco navíos ingleses de Orde. Nelson no hubiera dejado escapar una oportunidad así.
Faria observó el rostro circunspecto de Gravina. El almirante español estaba convencido de que los planes de combate eran un desastre; pero no obstante, cumplía las órdenes a rajatabla, pese a no estar de acuerdo con ellas.
Una fragata francesa acudió al puerto de Cádiz con un despacho de Villeneuve, quien, como jefe supremo de la flota combinada, ordenaba a Gravina que saliera con su escuadra del puerto y se sumara al resto de la flota.
Faria estaba a su lado cuando Gravina leyó la orden del almirante francés.
—Capitán Faria, mañana verá con sus propios ojos cómo se ejecuta una maniobra para salir de puerto.
La mañana del once de abril había amanecido despejada y con un ligero viento de poniente. Poco después del alba, Gravina reunió a los capitanes de todos los navíos en la sala de oficiales del Argonauta.
—Caballeros, en estas carpetas están los pliegos de instrucciones y las órdenes selladas. El gobierno desea que se cumplan al pie de la letra. El almirante Villeneuve será quien asuma el mando supremo, y sus órdenes deben ser acatadas sin la menor discusión.
Un murmullo de desaprobación sonó en la sala del Argonauta.
—La Armada española jamás ha estado bajo las órdenes de un mando extranjero —intervino el brigadier Alcalá Galiano.
—Yo estoy tan molesto como ustedes, caballeros, pero nuestro deber es obedecer las órdenes de nuestro gobierno —asentó Gravina con contundencia—. Dentro de dos horas dejaremos la bahía para unirnos a Villeneuve. Nuestra salida tiene que ser una maniobra perfecta, que comprueben los franceses cómo navega la flota española.
Gravina, sobre una carta de navegación de la bahía de Cádiz, dio las instrucciones a los capitanes para ejecutar la maniobra de salida. La escuadra de Gravina estaba compuesta por los navíos Argonauta, el buque insignia de ochenta y seis cañones, Terrible, San Rafael, Firme, España y América, y la fragata Magdalena.
El almirante dio la orden de partida y un cañonazo de salva anunció el inicio de la maniobra. Los seis navíos españoles largaron velas y orzaron al tiempo, uno tras otro, y enfilaron la embocadura de la bahía ciñendo el viento, separados cada uno del precedente por una distancia igual a dos largos.
Los franceses presenciaron asombrados el perfecto movimiento de los navíos de Gravina, en tanto el propio almirante Villeneuve dijo a los oficiales que lo acompañaban en el puente del Bucentaure: «Esa maniobra vale más que una victoria».
Desde Cádiz, veintidós navíos, siete fragatas y dos bergantines pusieron rumbo a las Antillas aquella mañana del once de abril de 1805. Una gigantesca partida por el reinado sobre el océano acababa de comenzar.
El sargento Morales vomitaba por la borda de estribor del Argonauta cuanto había desayunado aquella mañana. Hacía ya cuatro días que habían zarpado de Cádiz y su estómago todavía no se había acostumbrado al cabeceo de los navíos.
—Vamos, sargento, usted es un hombre fuerte, no se deje vencer por un simple oleaje —le dijo Faria.
—Tengo el estómago lleno de duendes, capitán. Han debido introducirse mientras dormía. Fíjese ahí delante —Morales señaló con su brazo extendido el horizonte marino hacia el oeste—, toda esa agua, esas olas. Y me han dicho que todavía quedan varios días de viaje. No podré resistirlo, voy a morir, voy a morir…
Ni Faria ni Morales habían navegado hasta entonces en alta mar. Morales intentaba evitar siquiera verlo, pues, cada vez que contemplaba el oleaje y el agua rodeándolos por todas partes, su estómago se revolvía y de inmediato le acudía el vómito. Por el contrario, Faria disfrutaba con el mar. Le gustaba acudir a la proa del navío, sentarse cara al frente en el palo del bauprés y sentir toda la fuerza del viento en su rostro, y el arfar y luego el cabecear del barco al atravesar poderoso la cresta de cada una de las infinitas olas que batían el tajamar. Las únicas molestias las había soportado las dos primeras noches, pues debido al constante crujir del maderamen del navío, que semejaba a un lastimoso quejido, había tenido algunas dificultades para conciliar el sueño.
Faria consolaba a Morales e intentaba animarlo.
—No se preocupe, sargento, mañana podrá comer un buen pedazo de carnero guisado con garbanzos y tocino.
Morales estaba a punto de vomitar de nuevo.
El almirante Gravina se acercó hasta los dos guardias de corps.
—Capitán Faria, ¿qué tal la singladura?
—Estupenda, excelencia; para mí, estupenda. Jamás había navegado, pero es una experiencia extraordinaria.
—Por lo que veo —Gravina miró al sargento—, su ayudante no parece ser de la misma opinión.
Morales se había cuadrado ante la presencia del almirante en jefe de la flota española, aunque, entre el mareo y el movimiento del barco, el sargento se mecía sobre sus temblorosas piernas como un tentetieso.
—Ha vomitado lo poco que ha comido desde que salimos de Cádiz, dice que morirá antes de que avistemos tierra.
—No lo creo. En dos o tres días más se acostumbrará al cabeceo de la navegación y recobrará el apetito —aseguró el almirante Gravina.
—¡Dos o tres días más, Dios mío! —exclamó aterrado Morales.
—O tal vez cuatro, sargento —bromeó Gravina, para mayor desesperación de Morales.
Gravina y Faria reían cuando se presentó el contramaestre.
—Excelencia, el almirante Villeneuve envía un mensaje desde el Bucentaure.
—¿De qué se trata?
—Dice que vamos demasiado deprisa; el Formidable, el Intrepide y sobre todo el Atlas no pueden seguirnos.
—Ya me había dado cuenta. Hace dos días que tienen muchas dificultades para mantener nuestra estela. Están retrasando la marcha. Ayer ordené recoger el sobrejuanete y el juanete para disminuir nuestra velocidad y no perderlos de vista. Debemos arribar juntos a las Antillas, pero si siguen a ese ritmo y nos demoran a todos, jamás llegaremos a tiempo para cumplir nuestros planes.
»Ordene que plieguen el velacho y la vela del trinquete. Vamos a orzar para colocarnos a la altura del Formidable y comprobemos qué le pasa.
El Argonauta giró magnífico, virando su proa de sotavento a barlovento hasta colocarse en paralelo al Formidable. Gravina le envió mediante señales de banderas un mensaje al capitán del navío francés, que respondió altivo que no tenía ningún problema y que podía seguir adelante. Eran las cuatro de la tarde y un viento racheado y fuerte sopló desde levante, impulsando a los navíos hacia el oeste.
El Formidable realizó una extraña maniobra y comenzó a acercarse al Argonauta.
—¡Almirante, almirante!
Quien gritaba como un poseso era el oficial de guardia en el puente de mando.
Gravina estaba en su cámara estudiando en las cartas de navegación la deriva desde Cádiz hasta la Antillas con otros oficiales del Argonauta.
—¿Qué ocurre ahora?
—Es el Formidable, señor, ha desplegado todo el velamen, incluso los juanetes y las rastreras, y viene derecho hacia nosotros navegando con todo el trapo al viento.
Gravina y el resto de los oficiales se levantaron raudos y subieron corriendo hacia el puente de mando.
El Formidable había largado todas sus velas y, empujado por un fuerte viento racheado del este, se aproximaba como un ciclón derecho hacia el Argonauta.
—¡Maldito imbécil! —gritó Gravina.
—¿Qué pasa? —preguntó Faria.
—El capitán del Formidable ha desplegado todo su velamen, pero no ha asegurado los juanetes, por lo que bien se podrían partir los mástiles. No ha calculado los cambios del viento y su fuerza, y ahora viene hacia nosotros sin posibilidad de variar su rumbo a tiempo. O mucho me equivoco, o nos va a abordar —le contestó el segundo oficial con tal tranquilidad que sorprendió a Faria.
—¡Todo el timón a babor, todo el timón a babor!, ¡virar por avante! —ordenó Gravina al contramaestre, quien lo transmitió al timonel.
El Formidable ya estaba casi encima del Argonauta, pero la maniobra ordenada por Gravina logró hacer girar a su navío lo suficiente para evitar un abordaje frontal; pero, pese a ello, la proa del Formidable envistió la amura de estribor del Argonauta.
Por primera vez desde que habían embarcado en Cádiz, Faria sintió miedo. Un terrible estrépito de maderas crujiendo restalló por toda la cubierta, en tanto que el Argonauta sufrió una tremenda sacudida que derribó por la cubierta a los hombres que no habían tenido tiempo de aferrarse a cualquier cosa que estuviera fija.
—¡Todo a babor, todo a babor! —volvió a ordenar Gravina, en tanto el Formidable y el Argonauta se separaban, llevándose cada uno parte del aparejo de la zona de proa del otro.
Morales, que había acudido corriendo ante su capitán, miró a Faria perplejo.
—Se suponía que los franceses eran nuestros aliados —dijo asombrado ante la vista del Formidable, que se alejaba por estribor con la bandera tricolor ondeando a popa y arrastrando sobre las olas parte del aparejo de proa del navío insignia español.
—Eso creía yo también, pero con maniobras como ésta comienzo a dudarlo.
Gravina ordenó hacer un recuento de los daños sufridos en el Argonauta con motivo del abordaje del navío francés.
—Está partido el botalón del foque, arrancada la verga de la cebadera, partido el pescante de la amura de estribor, quebrado el tajamar a la altura de las gruesas de los barbiquejos, arrancada la pieza del espaldar y rotas las dos batayolas y las gambotas de proa; además, hemos perdido la mitad de la figura rostral —informó el capitán de fragata José Vacaro, segundo en el mando.
—Disponga lo necesario para que se reparen todos los desperfectos de inmediato.
—No entiendo nada, ¿es grave, capitán? —preguntó Morales a Faria.
—Por lo que sé, no demasiado, pero tienen que arreglar casi todo el puntal de la proa del barco; eso puede llevar dos o tres días.
La dotación del Argonauta reparó los desperfectos en ocho horas; justo pasada la media noche, se colocaba la última cuerda de la verga de la cebadera. Los miembros de la tripulación, sudorosos y exhaustos a la luz de los faroles que iluminaban la cubierta del Argonauta, fueron felicitados por Gravina.
—¡Dios, qué tripulación sería ésta si tuviéramos medios y tiempo, y si pudiéramos ensayar maniobras, y practicar tiro, y tantas otras cosas…! —exclamó en voz baja.
Reparadas las averías del Argonauta y del Formidable, la travesía del Atlántico discurrió sin más problemas que la lentitud de los navíos franceses, especialmente el Atlas, que seguía demorándose y retardando a toda la flota.
—Los franceses no pueden mantener nuestro ritmo, señor —le dijo Faria a Gravina.
—Eso se debe a que los navíos franceses pierden velocidad con viento fuerte racheado, y se escoran demasiado en las viradas, hasta tal punto que a veces se les suele inundar la primera batería —repuso el almirante.
—¿Están mal construidos?
—Los astilleros franceses fabrican navíos con una relación de uno a tres con ochenta y cuatro en la relación de la anchura con la longitud; ésa es la causa de su lentitud con viento fuerte. Yo creo que la mejor relación ancho por largo es de uno a tres con setenta y tres, pues ahí radica el equilibrio entre velocidad, manejabilidad y Habilidad en las viradas.
El catorce de mayo de 1805 los primeros navíos de la escuadra de Villeneuve y de Gravina avistaron Port France, en la isla de Martinica, y tres días después arribaron los últimos, entre los que estaba el Atlas. Pocos días más tarde, Napoleón fue coronado en Milán rey de Italia con la legendaria corona de hierro de los lombardos.
Los dos almirantes se reunieron a bordo del Bucentaure a fin de evaluar la situación. Villeneuve era un hombre melancólico, muy elegante y de exquisitos modales, que gustaba rodearse de lujos y placeres; en su cabina no faltaban nunca los mejores vinos ni los más delicados licores. Gravina era serio y circunspecto, siempre atento a su trabajo, que no descuidaba ni un solo momento; hombre metódico y sobrio, sus oficiales decían de él que sus uniformes, que apuraba hasta el final, eran testigos de su propia historia.
—Almirante Gravina, bienvenido a bordo —lo saludó Villeneuve.
—Gracias, señor.
—No tenemos noticias ni de Ganteaume ni de Missiessy. Ya deberían estar aquí, o al menos en camino.
—Puede usted enviar una fragata en su busca —aconsejó Gravina.
—No sé cuál es la derrota que van a seguir hasta aquí, señor. Correríamos el riesgo de no encontrarlos. Creo que lo más atinado en estos momentos será cumplir el plan establecido. Ya sabe usted que tenemos órdenes expresas del emperador de esperar en las Antillas a las escuadras de los vicealmirantes Ganteaume y Missiessy.
»Y si a los cuarenta días no aparecen…, en ese caso —continuó Villeneuve—, dejaremos las Antillas y pondremos rumbo a las islas Canarias, donde aguardaremos otros treinta días antes de regresar a Cádiz para recibir nuevas órdenes.
Pero por mucho que esperaran, Ganteaume no iba a llegar; seguía fondeado en Brest con sus veintiún navíos, que eran imprescindibles para que tuviera éxito el plan ideado por Napoleón. El veinticuatro de marzo el vicealmirante Ganteaume había considerado con su consejo de oficiales que la flota no tenía ninguna oportunidad de salir de Brest si antes no libraba batalla con la escuadra inglesa que los bloqueaba. Las órdenes de Napoleón eran no ofrecer batalla para no perder ni uno solo de los navíos, que serían necesarios para llevar a cabo el proyectado desembarco en Inglaterra. Pero el vicealmirante desobedeció las instrucciones de Napoleón y ordenó a su escuadra salir del puerto de Brest rumbo sur y formar en orden de combate.
La flota inglesa que bloqueaba Brest estaba mandada por el vicealmirante Charles Cotton, que disponía de diecisiete navíos, entre ellos tres de tres puentes. Ganteaume, una vez formada la línea de batalla y sabedor de que contaba con cuatro navíos más, lo pensó mejor y decidió evitar el combate y regresar a Brest. Es probable que en su mente estuviera todavía fresco el recuerdo de la derrota de Abukir, y, pese a su superioridad numérica, la idea de un segundo desastre como aquél le hizo desistir de enfrentarse con los ingleses y optó por regresar a puerto sin cumplir su misión de ir hasta las Antillas al encuentro de la flota de Villeneuve y de Gravina. Esa decisión suponía el fin del plan y condenaba a toda la operación al fracaso.
Por su parte, la tercera flota, al mando del vicealmirante Missiessy, navegó desesperada por aguas del Caribe, pero al no encontrar a Ganteaume ni a Villeneuve regresó a Europa, con lo que la base en la que se fundamentaba todo el plan de Napoleón, la gran concentración de navíos en las costas americanas para despistar a Nelson y distraer su atención de las costas inglesas y europeas, había fracasado definitivamente.
La flota de Villeneuve y de Gravina navegó por las aguas del Caribe entre Port de France y la Martinica en un inútil intento de encontrarse con las escuadras de Missiessy y de Ganteaume, en tanto Nelson había salido del Mediterráneo en persecución de Villeneuve, a quien intentaba alcanzar desesperadamente.
El veintinueve de mayo los franceses y los españoles asaltaron una pequeña isla llamada la Roca de Diamante, situada al sur de Martinica, en la que se había atrincherado una guarnición inglesa que se había hecho fuerte con dos baterías artilleras. Aquella posición se había convertido en una trampa, pues en no pocas ocasiones los ingleses ondeaban banderas francesas desde lo alto del islote y lograban engañar a algunos barcos que se acercaban confiados a distancia de tiro. El navío San Rafael fue uno de los engañados y perdió una de la velas tras unos disparos.
Para acabar con aquellos molestos ingleses apostados en la Roca de Diamante, se decidió destacar a dos navíos franceses que cubrirían el desembarco de cuatro lanchas con soldados de asalto españoles. Esta incursión al islote fue la primera acción de fuego en la que participó Faria, quien pidió a Gravina que le permitiera hacerlo. Dos compañías de asalto desembarcaron en la única ensenada accesible desde el mar y, entre el fuego de fusilería y las ráfagas de piedra y metralla que les lanzaban los ingleses con sus dos baterías, se posicionaron en la pequeña playa, apenas un arenal en aquel farallón rocoso en medio del Caribe. Durante dos días los ingleses se defendieron con bravura del ataque de los soldados españoles, que poco a poco fueron ganando terreno por las escarpadas laderas de piedra del islote. Trepando con cuerdas, agarrándose a las rocas como lapas, disparando por tumos para cubrirse unos a otros, los granaderos españoles lograron al fin la rendición de la guarnición inglesa.
Una vez superado aquel escollo, Villeneuve ordenó poner rumbo a Barbados, adonde llegó el cuatro de junio, con la esperanza de encontrarse con alguna de las dos escuadras francesas. Pero allí sólo esperaban dos navíos franceses al mando del contraalmirante Magon, quien de manera sorprendente había llegado desde Rochefort. Magon comunicó a Villeneuve que Ganteaume estaba atrapado en Brest y que no iba a cruzar el Atlántico y que de Missiessy no sabía absolutamente nada. Traía además órdenes expresas del emperador de regresar a Europa y olvidar el plan de acudir a las islas Canarias. El ocho de junio, desde la isla de Antigua, Villeneuve desistió al fin de continuar con el plan de concentración de todas las escuadras en el Caribe; y, ante la evidencia del fracaso, ordenó a la flota combinada levar anclas y poner rumbo a Europa.
Nelson había perseguido a Villeneuve y a Gravina desde las costas de Cerdeña. Cuando le comunicaron que Villeneuve salía de Tolón, se equivocó al suponer que los franceses irían hacia el Mediterráneo oriental y pasó todo el mes de abril aguardando su encuentro en las costas del norte de Cerdeña, esperando apostado el paso de la escuadra francesa, a la que creía rumbo a Egipto.
Como nada ocurriera, Nelson, que procuraba estar permanentemente informado gracias a las idas y venidas de dos de sus fragatas, se dirigió a Gibraltar y allí fue informado de que una gran flota franco española había puesto rumbo a América. La escuadra de Nelson estaba formada por once navíos y tres fragatas. El vicealmirante inglés, extrañado por semejante concentración de navíos y por su dirección hacia América, no se dejó engañar y ordenó que el grueso de la flota inglesa permaneciera atenta y en estado de alerta en las costas de Europa. Supuso, esta vez con acierto, que Napoleón había planeado que la flota combinada hispano francesa simulara un ataque a gran escala a las posiciones inglesas en las Antillas. El vicealmirante inglés confesó a sus oficiales que las maniobras de las escuadras españolas y francesas eran un verdadero desastre. No obstante, por si acaso había algo de cierto en el ataque a las Antillas, Nelson ordenó mantener las posiciones de las escuadras inglesas en las costas de Europa, y a la vez él mismo decidió salir en persecución de Villeneuve.
El vicealmirante inglés no desconocía que Napoleón estaba planeando el desembarco de su ejército en Inglaterra, y que para ello necesitaba tener franco el paso del canal de la Mancha en el paso de Calais y concentrar allí todo su poder naval para proteger a las tropas de desembarco. El mismo emperador había escrito a uno de sus generales que no era preciso ser un experto marino para atravesar en seis horas el Canal, que era el tiempo que necesitaba para tener libre el paso, y así Inglaterra dejaría de existir.
Encabezada por el buque insignia Victory, la escuadra de Nelson cruzó infructuosamente el Atlántico en busca de Villeneuve y llegó a Barbados a principios de junio, justo tres días después de que el almirante francés hubiera puesto de nuevo rumbo a Europa. Nelson confesó a sus oficiales a bordo del Victory que su único objetivo era la victoria, aunque maldijo en silencio no haber podido alcanzar a Villeneuve.
A bordo del Argonauta, Faria comenzó a dudar de la capacidad estratégica de Napoleón, al menos en el mar. En la escuela de Badajoz le habían enseñado que el entonces todavía general francés era un gran estratega, no en vano había sido ascendido a general a una edad muy temprana, tanto que era el más joven en ese empleo de toda Europa, pero aquellas extrañas maniobras de idas y venidas por el Atlántico no las entendía, y estaba muy claro ahora que el plan de concentración de la flota hispano francesa en las Antillas para desviar la atención de la Armada inglesa y dejar sus costas desprotegidas había sido un rotundo fracaso desde su misma concepción.
El almirante Gravina no escondía su malestar por lo mal que estaba diseñado el plan y por la poca capacidad y diligencia de los mandos militares franceses, tan altivos como ineficaces, pero su sentido del deber y de la obediencia le impedían obrar de otra manera.
Una noche, mientras navegaba de regreso a Europa y se limitaba a cumplir órdenes, en mitad del Atlántico Gravina se sinceró con Faria.
—Creo que estamos abocados al desastre, capitán.
—¿Señor…? —se extrañó Faria.
—Esta campaña ha sido un sinsentido desde el principio. No podía resultar, era demasiado complicado coordinar a las tres escuadras para que convergiesen en el Caribe a un tiempo y regresaran juntas a Europa, y además, engañar de paso a toda la Armada inglesa para que nos siguiera y dejara sus costas desguarnecidas. No sé si habrá sido Napoleón en persona, pero quien ha diseñado este plan no conoce a los ingleses y nada sabe de estrategia naval.
»Hace un siglo que los ingleses realizan grandes exploraciones por todo el océano para aprovechar esas experiencias como nadie a fin de mejorar sus técnicas de navegación. El almirante Nelson ha sido el único que logró doblar el cabo de Hornos en invierno; esa hazaña parecía imposible, pero lo logró aun a costa de perder a la mitad de la tripulación. Ahora son los ingleses quienes hacen lo que nosotros hacíamos dos o tres siglos atrás. Así, mientras ellos han progresado, nosotros nos hemos relajado en demasía, y no sólo en la marina de guerra, también en el comercio y en la industria naval. Los ingleses obtienen la mayoría de sus beneficios gracias al comercio marítimo, y son esos mismos beneficios los que les permiten construir una flota de guerra tan numerosa, gracias a lo cual financian sus guerras, instruyen a sus marinos y mejoran, sus navíos. Eso es ser prácticos.
»¿Y nosotros?, aquí vamos, con ese almirante francés engreído y ufano al frente de toda esta flota, inseguro y vacilante. Pero estoy hablando demasiado, capitán Faria, olvide lo que le he dicho y recuerde que un militar ha de cumplir siempre las órdenes de sus superiores.
—No creo que pueda hacerlo, almirante.
—Olvídelo. Es una orden.
Frente al desconcierto y a las vacilaciones de la flota combinada hispano francesa, el Almirantazgo británico había elaborado un plan mucho más adecuado a las circunstancias de la campaña. Nelson, con sus navíos y fragatas, los más rápidos de todos cuantos disponía el Almirantazgo, acosaba a Villeneuve procurando impedir en todo momento la concentración de navíos españoles y franceses. Entre tanto, el contraalmirante Cotton mantenía a raya a Ganteaume en Brest y el contraalmirante Calder bloqueaba a la escuadra española de El Ferrol a la altura del cabo de Finisterre. Varias fragatas inglesas patrullaban constantemente entre Lisboa y Cádiz evaluando los efectivos de los navíos españoles y franceses y sus maniobras.
Villeneuve estaba desorientado. Una fragata francesa le informó de que Nelson seguía su estela, y entonces puso rumbo hacia Finisterre, creyendo que desde allí podría cortar la comunicación entre las flotas inglesas del sur de Europa y del Mediterráneo con las del mar del Norte.
En pleno Atlántico un temporal causó daños de cierta consideración en algunos navíos, pero Villeneuve ordenó continuar sin pausa hacia el este. Las órdenes que Napoleón le transmitió a través de otra fragata fueron las de liberar el bloqueo de Brest y sumar a su flota los veintiún navíos de Ganteaume. Con cuarenta navíos bien situados en el canal de la Mancha se podía lograr la protección necesaria para las tropas de desembarco que Napoleón tenía dispuestas para invadir Inglaterra en Boulogne. Pero Villeneuve quería demostrar al emperador que podía obrar por su cuenta y ofrecerle una gran victoria; de ahí que optara primero en ir a por la escuadra de Calder, que patrullaba a la altura del cabo de Finisterre.
—Primero derrotaremos a Calder en Finisterre y después iremos a Brest a por Cotton. Cogido entre dos fuegos y sin posibilidad de ser auxiliado por Calder, Cotton no tendrá ninguna posibilidad de escapar; después, con cuarenta navíos agrupados, volveremos sobre nuestra estela y nos enfrentaremos a Nelson. Le superaremos en cuatro a uno y no tendremos dificultad para derrotarlo. Luego pondremos rumbo al estrecho de Gibraltar y liquidaremos a los navíos ingleses que al mando de Collingwood patrullan esa zona. Si todo sale bien, la Armada inglesa será derrotada y el desembarco de nuestras tropas en su isla será muy fácil —aseguró Villeneuve a Gravina a bordo del Bucentaure, donde ambos almirantes evaluaban la situación de la flota tras el temporal.
—No son ésas nuestras órdenes, almirante Villeneuve —observó Gravina.
—Las órdenes del emperador son las de regresar a Europa, pero en ningún caso nos prohíbe batirnos con el enemigo.
—Nelson nos sigue con diez navíos; ahora le superamos en dos a uno. Tal vez sería mejor esperar a que nos alcance preparados para librar batalla. Derrotado Nelson, las otras dos flotas inglesas estarán perdidas.
—No, almirante Gravina, primero iremos a levantar el bloqueo de Brest.
—Como usted ordene, excelencia —acató Gravina la orden de Villeneuve, tragándose su orgullo.
Gravina sabía que Villeneuve estaba equivocado, y algo le hizo intuir que el almirante francés tenía muchas dudas y que, desde luego, no parecía dispuesto a plantar batalla a Nelson en medio del Atlántico. Las derrotas de los franceses en el Mediterráneo a manos del vicealmirante inglés seguían pesando demasiado en su recuerdo.
Durante más de dos meses Villeneuve había conducido la flota combinada por aguas del Caribe y del Atlántico, variando de rumbo de manera sorprendente, bien por sus propias dudas, bien por los cambios que sobre la marcha dictaba Napoleón, a quien parecía importarle muy poco la guerra en el mar. En cuanto a Villeneuve, daba la impresión de que no quería llegar a ninguna parte. Gravina estaba convencido de que si hubiera podido desaparecer, el almirante francés lo hubiera hecho en medio del océano. Las órdenes no eran nada precisas y, habiendo fracasado todas y cada una de las fases del plan establecido, Villeneuve era incapaz de tomar una decisión acertada. Si al salir del Caribe rumbo a Europa había planeado dirigirse a Brest para levantar el bloqueo británico, en seguida cambió de opinión y decidió variar el rumbo.
El día ocho de junio el vicealmirante Collingwood había llegado a Gibraltar con ocho navíos, siguiendo el plan del Almirantazgo de concentrar en el Estrecho un número suficiente de barcos como para librar una gran batalla. De regreso del Caribe y agotados sus suministros, Nelson también ancló en Gibraltar, despechado y enormemente dolido por haber atravesado todo el Atlántico sin haber podido dar caza a Villeneuve. Ambos vicealmirantes se habían equivocado, pues Collingwood le confesó a Nelson que hubiera jurado que Villeneuve se dirigía a Irlanda, pero el almirante francés había puesto rumbo a Finisterre.
Aquel veintidós de julio de 1805 amaneció cubierto por una densísima niebla. La tarde anterior había sido avistada una formación de navíos británicos que navegaban en línea hacia el este a varias millas al noroeste del cabo Finisterre. A las nueve de la mañana se aclaró un poco el horizonte y las dos flotas realizaron una serie de maniobras preparando la batalla. Gravina recibió la orden de Villeneuve de formar una línea de combate con seis navíos, lo que realizó con extraordinaria rapidez y precisión, consiguiendo una notable posición de ventaja; pero poco después de mediodía, cuando Gravina aguardaba impaciente la orden de Villeneuve para atacar a los ingleses, la niebla volvió a caer sobre el océano.
A bordo del Argonauta la espera era tensa. El mar estaba quieto, en una calma chicha apenas alterada por un suave oleaje que acariciaba el casco del navío como la mano del amante. Sin visibilidad más allá de un par de largos, Villeneuve, a instancias de Gravina, ubicó a toda la flota en una única línea. A las cinco de la tarde se disipó un poco la niebla y las dos escuadras se avistaron, ahora formadas en dos líneas casi paralelas, frente a frente. El Bucentaure fue quien primero abrió fuego y de inmediato le siguieron los demás navíos. La calma chicha y la densa niebla impedían el movimiento de los barcos, y el enfrentamiento se limitó a un cruce indiscriminado de disparos, demasiado lejanos para causar grandes daños. Poco antes de las siete, cuando comenzaba a declinar el sol en el horizonte, volvió a caer la niebla, y pese a ello los navíos se siguieron cruzando cañonazos durante dos horas más hasta que la oscuridad completa provocó que cesara el fuego.
La flota inglesa que mandaba el contralmirante Calder estaba compuesta por quince navíos, frente a los diecinueve operativos de la combinada hispano francesa.
Durante la noche se repararon algunos desperfectos y los que pudieron durmieron un poco junto a sus puestos de combate. Faria no pudo conciliar el sueño y pasó la noche en cubierta, sentado sobre unas maromas, oyendo a Morales roncar a su lado. Justo al amanecer sirvieron un copioso desayuno a base de sopa de caldo, sardinas saladas y bacalao frito.
A la mañana siguiente las posiciones de las dos escuadras apenas habían variado. Los barcos que habían derivado un poco durante la noche y habían quedado fuera de la formación inicial maniobraron hasta colocarse en su puesto de combate, pero no hubo ningún nuevo intercambio de disparos ni ninguno de los dos bandos hizo nada por atacar al contrario. Y así se mantuvieron las posiciones al pairo por dos días más.
Ante la desesperación serena de Gravina, que estaba convencido de poder derrotar a los ingleses con un ataque al centro de su estática línea, y la sorpresa de los capitanes de todos los navíos por la pasividad de su almirante en jefe, Villeneuve, tras interminables dudas sobre qué hacer, ordenó al fin poner rumbo a Vigo y abandonar la caza. Faria tuvo la impresión de que el almirante francés se había dejado llevar por la desidia y la pereza.
—¡No ha sabido ganar la batalla! —oyó Faria a través de la puerta entreabierta de su camarote cómo Gravina se dirigía a los dos oficiales de mayor graduación del Argonauta—. Hemos tenido en nuestras manos una gran victoria, quién sabe si incluso el resultado final de la guerra, y Villeneuve no ha sido capaz de vencer. Le falta decisión, y sin duda capacidad de mando; no sé qué ocurrirá cuando a quien tengamos enfrente sea Nelson en vez de Calder, mas no es difícil intuirlo.
El veintisiete de julio la flota combinada fondeó en la ría de Vigo. De los diecinueve navíos que habían cruzado disparos con los ingleses, faltaban dos españoles, el Firme y el San Rafael. Pocos días después se supo que, tras perderse en la niebla, habían derivado hacia el norte y habían sido apresados por los ingleses y conducidos al puerto de Plymouth. En el cruce de disparos de Finisterre los aliados habían sufrido ciento cincuenta y cinco muertos y trescientos cuarenta y un heridos, frente a cuarenta y un muertos y ciento cincuenta y ocho heridos de los ingleses, y se habían perdido dos navíos; demasiadas bajas para una batalla tan poco oportuna.
Al día siguiente Gravina solicitó una reunión de los comandantes de los navíos, y Villeneuve aceptó celebrarla a bordo del Bucentaure.
—Hemos perdido la iniciativa, señores —comenzó a hablar Gravina—. La batalla de Finisterre estaba en nuestras manos, y dejamos que se nos escapara.
Villeneuve, pese a ser el comandante en jefe de la flota y el objetivo de las críticas de Gravina, guardaba silencio. Todos los allí reunidos eran conscientes de su incapacidad para el mando, pero, inexplicablemente, Napoleón seguía manteniéndolo al frente de la flota combinada y seguía depositando en él su confianza.
Por fin, habló:
—Y bien, almirante Gravina, ¿cuál es su propuesta?
—Dejar aquí a los heridos y a los enfermos, ir a los astilleros de El Ferrol para reparar las averías y daños, y en cuanto estén listos los barcos poner rumbo a Cádiz. Nuestra presencia en el estrecho es absolutamente necesaria, porque si los ingleses consiguen controlarlo, la victoria estará en sus manos.
Y así se hizo. En Vigo quedaron los heridos y enfermos y tres barcos, el Atlas, el América y el España, los tres con demasiadas carencias y averías para poder seguir la estela de los demás.
Villeneuve seguía desorientado. Había cumplido algunas órdenes de Napoleón y había obviado otras, había cruzado el Adán tico en un inútil viaje de ida y vuelta para nada y seguía sin conocer todos los puntos del plan diseñado por su emperador. En las reuniones celebradas con los oficiales de la flota se mostraba siempre taciturno, sin atreverse a dar órdenes precisas, provocando con su desidia que los acontecimientos corrieran a favor del enemigo.
Por el contrario, en tanto el comandante en jefe de la flota combinada dudaba sobre qué hacer, el Almirantazgo inglés preparaba un ambicioso plan en el que el Estrecho cobraba un extraordinario papel estratégico. La fortificación inglesa en la roca de Gibraltar era la pieza clave en el suministro de los navíos británicos que cruzaban el Estrecho, sin que Villeneuve planeara realizar el más mínimo amago de ataque.
Por fin, el trece de agosto Villeneuve decidió salir de El Ferrol y, por indicación de Gravina, concentrar la flota en Cádiz para diseñar desde allí una nueva estrategia; Napoleón aceptó el cambio de planes. La flota hispano francesa entró en el puerto de Cádiz el veintiuno de agosto, tras haberse cruzado con una flota inferior en efectivos que dirigía Collingwood y a la que, sin que nadie adivinara el motivo, Villeneuve decidió dejar pasar. Pocos días después atracaba en Gibraltar el contraalmirante inglés Robert Calder con dieciocho navíos de su escuadra.
Nadie lo decía, o al menos nadie lo manifestaba en voz alta, pero todo el mundo era consciente de que se estaba preparando un gran combate, una batalla en la que el vencedor se convertiría en el dueño de los mares por mucho tiempo.
Francisco de Faria desembarcó en el puerto de Cádiz en una falúa que lo había llevado hasta la orilla desde el Argonauta. Gravina había ordenado que se hicieran las reparaciones necesarias en todos los navíos, pues algunos habían sufrido pequeños daños en la travesía desde El Ferrol, y mandó izar su insignia de almirante a bordo del Príncipe de Asturias, un excelente navío de línea de tres puentes y ciento doce cañones, el cuarto en cuanto a potencia de fuego de toda la Armada española.
Faria presentó sus respetos al gobernador de Andalucía y de inmediato envió un informe a Godoy relatándole cuanto había visto y oído a bordo del Argonauta en los últimos meses. En la misma carta le solicitaba nuevas instrucciones y le decía que se quedaba en Cádiz aguardando nuevas órdenes. A vuelta de correo recibió un escrito de Godoy en el que le felicitaba por su informe y le ordenaba que permaneciera en Cádiz durante algún tiempo, a la vez que le comunicaba que en ese mismo correo salía una carta para Gravina en la que confirmaba al almirante el mando de la escuadra española. El príncipe de la Paz había designado a Gravina para que asumiera el mando supremo de la Armada española, pese a que por antigüedad le correspondía el cargo al teniente general Grandallana.
En los días siguientes fueron llegando nuevos navíos a Cádiz, hasta que la concentración fue de tal calibre que los ingleses, alarmados por el poderío naval hispano francés que se estaba reuniendo en la bahía gaditana, decidieron iniciar un bloqueo. La organización fue encomendada al vicealmirante Collingwood, quien el treinta de agosto colocó frente a Cádiz un navío de tres puentes y cuatro de dos, además de varias fragatas, y veinte navíos más a unas veinte millas del puerto.
Faria se había hospedado en una pensión, cerca de la nueva catedral gaditana que estaba en obras, y desde cuyas ventanas se podía ver la ensenada del puerto y a la flota hispano francesa fondeada. Hacía meses que no había disfrutado de unos días de asueto, y los aprovechó para visitar las tabernas de Cádiz acompañado por el sargento Morales.
Había una pequeña cantina junto a la muralla que cerraba la ciudad de Cádiz en el extremo de la isla de León, con una amplia terraza adoquinada que miraba a la bahía, y que, según le habían asegurado a Morales, era frecuentada por las más hermosas y atrevidas muchachas gaditanas. Tanto tiempo en el mar, sin una sola mujer a la que echar mano, era demasiado para el sargento, y animó a Faria a que lo acompañara. Los dos tenían la bolsa bien repleta, pues nada más desembarcar, el secretario de la flota les había abonado parte de sus haberes.
Faria y Morales se sentaron alrededor de una mesa, junto a una ventana pintada en azul celeste, y pidieron una botella de jerez, unas aceitunas, un plato de arroz con pollo a la valenciana y unos embutidos. En ello estaban cuando se acercó una muchacha de melena negra y rizada, de aspecto fresco y de ademanes desenvueltos.
—¿Puedo sentarme con vosotros, soldados? Porque sois soldados, ¿o me equivoco? —preguntó con descaro, mientras se acomodaba entre ambos antes de que ninguno de los dos hombres pudiera siquiera abrir la boca.
—Por supuesto, jovencita, por supuesto. Siéntate con nosotros, hace meses que no disfrutamos de la compañía de una mujer como tú —dijo Morales sin perder de vista una sola de las curvas de la joven, que vestía con la elegancia de las gaditanas, pero cuyo acento no parecía andaluz.
Faria siguió mirando su vaso de vino, sin prestar atención a la muchacha.
—Nos habían dicho que a esta cantina acudían las más hermosas gaditanas, y por lo que veo no se habían equivocado; ¿no le parece, capitán? —comentó Morales.
Faria se levantó despacio, se puso en pie detrás de la joven y, sujetando con fuerza el respaldo de su silla, dijo:
—Se equivocan, sargento, sí, se han equivocado.
Y con un rápido movimiento con el brazo, Faria cogió a la muchacha por el cuello, la empujó hacia adelante y le apretó el rostro contra la mesa.
——¡Bruto, animal! ¡Suéltame, suéltame! —gritaba la joven inmovilizada por la presa de Faria.
—¡Capitán! ¿Qué demonios le pasa? Le está haciendo daño —intervino atónito Morales.
—Debería estrangular aquí mismo a esta maldita ladrona. Unos minutos más, y ella habría desaparecido con nuestras bolsas; ya lo hizo en una ocasión. Fue en Madrid, hace poco más de un año, ¿recuerdas? Me llevaste al interior de un portal, me tocaste los cojones, me dejaste sin dinero y sin reloj y desapareciste.
—No sé de qué me estás hablando, maldito bruto, me haces daño, ¡suéltame!; que alguien detenga a este salvaje, me va a estrangular.
—Eso ni lo dudes. Nadie te llorará, no creo que nadie eche de menos a una ratera como tú.
—Capitán… —quiso intervenir Morales.
—No se entrometa en esto, sargento, se trata de un asunto muy personal que sólo nos incumbe a esta zorra y a mí.
—Estás equivocado, ¡desgraciado piojoso, déjame, hijo de satanás y de una cabra borracha!
—¿Equivocado dices? —Faria cogió con la mano libre el alfiler que llevaba prendido en el pelo la muchacha. Era la misma aguja dorada con dos perlas grises que había visto en Madrid el día que aquella joven lo desvalijara nada más llegar a la capital del reino, antes de cerrar los ojos como ella le pidiera—. Debería clavarte esta aguja en el cuello y dejar que te desangraras aquí mismo. En aquella bolsa había diez mil reales en oro y plata y en el bolsillo un reloj de oro que me acababa de regalar mi padre. ¿Dónde están?, dime dónde están si quieres salvar tu maldito pellejo.
Morales se sorprendió al contemplar a Faria tan enojado.
—¿Conocía usted a esta muchacha, capitán? —Digamos que fue un encuentro breve, aunque bastante último. Utilizando sus argucias me robó la bolsa con todo el dinero y un reloj de oro el primer día que llegué a Madrid. Denuncié el robo a la policía y me dijeron que se trataba de una ladrona profesional que había perpetrado varios asaltos en Madrid, pero que era muy escurridiza y no habían logrado atraparla. Ahora sé por qué. Vas de ciudad en ciudad, ¿no es cierto? Llegas a un sitio, te instalas por una temporada, desvalijas a cuantos puedes y, antes de que te identifiquen y te atrapen, desapareces sin dejar rastro.
—¿Estás loco o estás borracho? No sé a qué te refieres. ¡Suéltame, palurdo, me haces daño! —protestó la muchacha—. Te denunciaré.
—Te lo preguntaré por última vez: ¿dónde están mi dinero y mi reloj?
Faria apretó un poco más la cara de la muchacha contra la mesa.
—Capitán, va usted a asfixiarla —dijo Morales.
—Eso es exactamente lo que pretendo hacer, sargento.
—Está bien, está bien. ¡Basta, basta! —suplicó la joven.
Faria aflojó un poco la presión de su mano.
—¿Y bien? —demandó.
—Estaba desesperada, no tenía nada para comer, necesitaba dinero… tenía frío.
—Maldita perra, pero si era pleno verano y hacía un calor de mil demonios.
Faria volvió a apretar con fuerza.
—¡Ah, canalla!, pues yo tenía frío.
Morales comenzó a reír, y Faria, que hasta entonces parecía muy enojado, miró al sargento de soslayo, cambió el rictus, esbozó una sonrisa y soltó una carcajada. Por un instante la joven pensó que la iba a estrangular allí mismo, pero Francisco soltó su presa y se sentó de nuevo.
—Me la jugaste bien, pero por ese precio podrías haberme hecho un servicio… digamos, más completo.
—¡Cabrón malnacido!
—Vamos, vamos, tranquilízate. Y ahora cuéntanos todo, y que sea convincente o le diré a mi amigo el gobernador que te encierre por tanto tiempo que cuando salgas no recordarás ni cómo te llamabas.
La joven de pelo rizado y negro se llamaba Cayetana Miranda. Había nacido hacía veinte años en Santurce, en una familia de pescadores, y siendo muy niña habían muerto sus padres, quedando desde entonces al cuidado de unos tíos. Cuando murió su tía, la hermana de su madre, ella tuvo que hacer de ama de casa para su tío, un pequeño propietario agrícola de Bilbao, que le pegó varias palizas hasta que un día, cuando ella tenía sólo catorce años, intentó violarla. No lo consiguió porque estaba tan borracho que apenas se tenía en pie, y Cayetana logró escapar de aquella casa. Desde entonces había vagado por varias ciudades del norte, Pamplona, Logroño, Zaragoza, Burgos, Madrid, frecuentando ambientes nada recomendables para una jovencita.
Aprendió a ganarse el pan peleando con mendigos, tullidos, vagabundos, golfillos, prostitutas y buhoneros, unas veces disputando un mendrugo de pan seco a la puerta de un hospital o de un convento, otras rebuscando entre la basura algo que llevarse a la boca. En no pocas ocasiones había estado a punto de ser violada, pero siempre había logrado escapar, a veces casi de milagro.
Por fin, un día conoció en Zaragoza a una señora de aspecto refinado que vivía muy bien utilizando su ingenio para desvalijar a incautos. Fue ella la que le enseñó numerosos trucos para llevar una vida ociosa y sin estrecheces usando todas las argucias que una joven bien parecida fuera capaz de emplear.
Desde entonces había vivido así.
Cuando acabó de relatar su historia, Cayetana parecía haber mudado de rostro; su perfil agudo y aristado de hacía unos momentos había tomado líneas curvas y delicadas, casi dibujando un óvalo perfecto. Sus ojos, poco antes inyectados de ira y recelo, semejaban ahora los de una cándida y delicada damisela de las que atestaban los salones de la alta sociedad gaditana en busca de un novio rico al que llevar al altar.
—Eres una maldita embustera —afirmó Faria cogiendo por la muñeca a Cayetana—. Todo eso que acabas de contar es una patraña de mentiras.
—No, no miento, es cierto, te lo juro, lo juro por mi madre.
—Dudo que sepas quién es tu madre.
Cayetana se soltó de la presa de Faria y le propinó un tremendo bofetón.
Faria alzó su brazo dispuesto a devolver el golpe y Cayetana se cubrió la cabeza con las manos, intentando protegerse, pero Francisco bajó su mano y la llevó a su rostro, justo donde Cayetana lo había golpeado.
—En aquel portal de Madrid dejamos sin terminar algo que empezó muy bien. Cádiz no es un mal sitio para que lo acabemos —dijo el capitán.
El sol brillaba limpio y radiante sobre Cádiz. Una ligera brisa de poniente rizaba las aguas de la bahía donde entre los navíos de guerra franceses y españoles volaban decenas de gaviotas.
Faria abrió la ventana de su habitación para que entrara el sol y la luz, y tuvo que cerrar los ojos y cubrirse el rostro con el antebrazo para protegerse de la luminosidad del mediodía. Se asomó a la ventana, estiró los brazos desperezándose y se dirigió a un rincón donde había una jarra con agua y un barreño. Se lavó despacio la cara, las orejas, el cuello, las axilas, el pecho y los brazos, se secó con una fina toalla de lino y se volvió hacia la cama.
Allí estaba ella, tumbada de espaldas, con un brazo bajo la almohada y el otro sobre la cara. Una larga melena de pelo negro y rizado caía sobre sus hombros desnudos, blancos y brillantes; parecía como si la piel de Cayetana hubiera sido barnizada con polvo de nácar.
Francisco de Faria se acercó al lecho, se arrodilló junto al borde, apoyó su barbilla sobre la sábana y se quedó mirando a la muchacha. Los ojos de Cayetana se abrieron despacio, muy despacio, y sus pupilas quedaron presas en las del joven capitán.
—¿Qué hora es? —preguntó acariciando la mejilla de Faria.
—Creo que mediodía, pero no estoy muy seguro, hace tiempo que me robaron el reloj, en Madrid.
Cayetana se abrazó a Faria, lo besó intensamente y sintió de nuevo un temblor en las rodillas. Bastó poco más para que instantes después hicieran el amor, otra vez, una vez más.
—Me quedé sin dinero y tuve que empeñarlo a un orfebre que tenía una tienda cerca de la catedral, en Toledo. Algún día volveré a por a esa ciudad y te lo devolveré —le dijo Cayetana.
Cuando descendieron a la planta baja de la fonda, donde había un pequeño comedor para los clientes, el sargento Morales almorzaba un buen plato de olla podrida que acompañaba con una botella de montilla y una fuente de berenjenas fritas.
—Buenos días, capitán —saludó Morales a Faria, levantándose y haciendo una pequeña reverencia.
—Buenos días, Isidro —era la primera vez que Faria lo llamaba por su nombre propio—. Vaya, veo que tiene usted buen apetito.
—Me moría de hambre, capitán.
—Si no le importa, sargento, comeremos con usted.
—Buenos días, señorita Miranda —saludó también Morales a Cayetana, que asintió con la cabeza.
—Me comería un buey —asentó Faria.
—Pues apresúrese, capitán, porque sólo he dejado medio —rió Morales.
En los días que siguieron a aquella noche de fines de agosto, Francisco y Cayetana pasaron todo el tiempo juntos. Se levantaban tarde, casi siempre al mediodía, y después bajaban a almorzar hambrientos como lobos en invierno. Por la tarde paseaban por la calle Ancha, donde se concentraba la vida social y política de Cádiz, o por la calle Nueva, llena de comercios y tiendas en los que se vendían mercancías llegadas de todas partes del mundo, sobre todo de América, y tomaban café con leche y chocolate en alguno de la media docena de establecimientos abiertos. Antes de cenar se acercaban hasta el puerto y contemplaban los navíos amarrados, los buques que se descargaban y las barcas de los pescadores que regresaban después de una dura jornada en el mar. Y ya de vuelta en la posada, hacían el amor una y otra vez hasta caer rendidos de sueño, agotamiento y deseo.
Algunos días Faria acudía poco después de almorzar hasta el palacio del gobernador de Andalucía y conversaba con el marqués de la Solana durante un buen rato, comentando las noticias que llegaban de la corte. Allí solía hojear las revistas que traían desde Madrid con el correo semanal.
Una mañana de principios de septiembre se recibió un despacho de Godoy dirigido a Francisco de Faria. El príncipe de la Paz le recriminaba haber pasado una semana sin recibir noticias suyas y le pedía explicaciones por ello. Faria parecía haber olvidado que era el delegado del jefe del gobierno en la flota combinada, y se puso de inmediato a escribir. Se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué había ocurrido en los últimos días y salió corriendo hacia el puerto.
Allí, entre marineros, pescadores y tripulaciones de los navíos fondeados, se enteró de que los ingleses seguían apostados frente a Cádiz y de que habían sido vistas varias fragatas británicas que iban y venían desde las aguas del Atlántico a la base de Gibraltar. Por unos pescadores supo que desde el puerto portugués de Laos fragatas inglesas estaban aprovisionando de verduras, pipas de agua dulce, bueyes y cameros a la flota de Collingwood y a Gibraltar, donde, según le decían, se estaba almacenando tal cantidad de víveres que serían suficientes para abastecer a toda la población de Cádiz durante un año. Puso todo cuanto pudo averiguar por escrito y lo envió por correo urgente a Madrid.
Esas informaciones coincidían con las que Godoy recibía de sus agentes secretos en Lisboa y en Campo Alange. Portugal estaba suministrando a Inglaterra todo tipo de víveres y pertrechos y los barcos británicos hacían escala en los puertos portugueses, donde cargaban agua y alimentos, pero también pólvora y balas de cañón, madera para reparaciones y lona para las velas, cabos para las jarcias y aceite para los faroles.
En la bahía de Cádiz Gravina se encargaba personalmente de revisar uno a uno todos los navíos de la flota y seguía los trabajos de reparación y de abastecimiento de cada uno de ellos. Faria habló con el almirante español a bordo del Príncipe de Asturias, el buque insignia de la flota.
—Hace días que no lo veía por aquí, capitán. Ha debido de estar muy ocupado —ironizó Gravina.
—Bueno, ejem…, señor, sí, he tenido que preparar varios informes…
—Las gaditanas son las mujeres más guapas de España y las de andares más donosos. ¿Ha visto usted en alguna ciudad de nuestro país mujeres más bellas y que mejor se contoneen?
—No, almirante, no señor. Son realmente muy hermosas.
—Y elegantes, capitán. ¿Está usted casado? —preguntó Gravina cambiando de tono.
—No señor, no lo estoy.
—El linaje de los Faria es de los más nobles de Extremadura, según tengo entendido.
—Así es, almirante.
—Pues debería ir pensando en buscar una esposa.
—No quisiera dejarla viuda antes de tiempo, almirante.
—¿Tan pronto piensa usted en morir?
—En manos de Villeneuve, es lo más probable.
—Contenga su lengua, capitán. Que usted sea el delegado del gobierno a bordo no le autoriza a criticar a un superior. Fíjese, Faria.
Gravina, cambiando de pronto de tema de conversación, señaló con su brazo extendido a un buque que estaba anclado en medio de la bahía, con atlantes, cariátides, orlas, grecas, volutas y acantos decorando su proa y su popa.
—Es un navío enorme —dijo Faria.
—El único de cuatro puentes completos, el más grande del mundo y el mejor armado: el Santísima Trinidad.
Anclado como un gigante dormido, el Santísima Trinidad, el mayor buque que jamás había surcado los mares, alzaba sus tres palos majestuosos hacia el cielo. Todos los buques de la Armada lucían sus cascos pintados en negro y amarillo, salvo precisamente el Santísima Trinidad, que, como excepción por su leyenda, estaba pintado a franjas rojas y negras, con las bordas en blanco.
—Con tanta potencia de fuego debe de ser invencible —dijo Faria.
—Fue construido en 1769 en nuestros astilleros de La Habana por el ingeniero inglés Mateo Mullan. Tiene el casco y la quilla de madera de roble y de teca y los pernos se fabricaron con el mejor hierro de Vizcaya. Para su arquitectura se emplearon robles y pinos del norte, que son menos pesados e igual de resistentes, con maderas curadas durante un año, alternándolas en agua salada y dulce.
»Sí, es el orgullo de nuestra Armada, pero ese gigante de doscientos pies de largo tiene muchos defectos. Fue artillado en Ferrol en 1770 con ciento dieciocho cañones, pero ya en su viaje desde La Habana acusó defectos graves, por lo que al año siguiente tuvieron que hacérsele algunas reformas: se redujo la altura de las baterías, que quedaban demasiado elevadas y por eso no eran efectivas en combate contra otro navío, y se rebajaron las cubiertas en un pie para mejorar la estabilidad. Pese a todo, sigue escorándose con viento fresco, por lo cual cuando se inclina demasiado o el mar anda muy picado, se suele inundar la batería inferior, que apenas queda a una vara de altura con respecto a la línea de flotación. Es por eso que Lángara, uno de nuestros mejores expertos en arquitectura naval, propuso reducirlo a noventa cañones, eliminando esa batería, pero su propuesta, que yo creo era muy razonable, se desestimó. También se modificó el codaste y la pala del timón para facilitar las maniobras y darle una mayor capacidad de giro, y se alteró la inclinación del bauprés, que era excesiva y causaba problemas al navegar ciñendo el viento. Todas esas obras fueron costosísimas, pero no mejoraron casi en nada la capacidad marinera del buque, que sigue siendo muy deficiente.
»Eso sí, su armamento es temible, pero sólo si la batalla se libra en una situación de mar en calma o poco picado, o si navega con viento a favor y en línea recta. Hace algún tiempo sufrió muchos daños en la batalla de San Vicente, y algunos propusimos a la secretaría de Marina que fuera retirado del servicio o que se le diera uso como batería flotante a la entrada del puerto de Cádiz o de El Ferrol, pero para el gobierno, el Santísima Trinidad es un símbolo de nuestro poderío naval, y dijeron que su prestigio nos obligaba a repararlo y mantenerlo en buen estado, pese a su escasa maniobrabilidad.
»Tras cinco años en el dique de reparaciones, volvió a entrar en servicio hace dos. De nuevo se invirtieron importantes cantidades de dinero en su reforma: se embonó por completo todo el casco y se aumentó la manga para darle mayor estabilidad, se corrieron las baterías de cubierta y se sustituyeron hasta ciento treinta de sus cañones, se aumentó la guinda para montar un sobrejuanete en los palos trinquete y mayor y se reforzó el guarnimiento del palo del trinquete aumentando el número de obenques para que pudiera resistir el empuje de un fuerte viento de popa, y se apuntalaron las dos galerías bajas para soportar el sobrepeso de las cubiertas. Por fin, se aumentó el número de cañones de ciento treinta y seis a ciento cuarenta. Arma cañones, obuses y esmeriles desde ocho a treinta y seis libras. Es el barco más artillado del mundo, y si fuera fácilmente maniobrable y contara con la tripulación adecuada, sí, tal vez sería invencible.
»Antes de esta campaña ha hecho algunas maniobras para comprobar si las reformas realizadas lo han mejorado, pero su comportamiento sigue siendo muy deficiente, salvo cuando navega a un largo. En las viradas es muy poco manejable y eso merma mucho su utilidad para el combate.
El gigante de la Armada española estaba tripulado por más de mil hombres.
Gravina hablaba como si estuviera dictando una clase en una escuela de guardiamarinas y Faria intentaba recordar todos los conceptos y nombres que había aprendido en las bibliotecas sobre los barcos y que había puesto en práctica durante los meses de navegación por el Adán tico.
—Permítame, almirante, que le pregunte con toda confianza: ¿es fiable el Santísima Trinidad?
—Su comportamiento en alta mar es muy defectuoso, salvo cuando navega con viento en popa. Pero cuando tiene que virar…, entonces es muy poco manejable, sobre todo en ausencia de viento o con viento de proa o lateral. Es tan grande y tan pesado que resulta majestuoso cuando navega viento en popa y rumbo fijo, pero es torpe y desobediente cuando tiene que virar o hacer maniobras delicadas. Si conseguimos que cruce la línea de batalla disparando toda su artillería con viento favorable y sin necesidad de hacer virajes bruscos, abatirá cuanto se le ponga por delante; pero, capitán Faria, esas condiciones sólo se presentan una vez entre cien.
»Claro que su sola presencia, además de intimidar por su nombre y por su leyenda, ya es de por sí importante. O mejor dicho, lo era, porque desde que los ingleses nos derrotaron en la batalla del cabo de San Vicente ya saben que el Santísima Trinidad presenta muchos defectos, por eso le tienen ahora menos miedo. No obstante, se ha convertido en la presa más codiciada para la Armada británica, y si lograran capturarlo no dudo que lo exhibirían por medio mundo como su mejor trofeo de guerra; al menos, hasta que descubrieran que su valor marinero es mucho menor al que le suponen.
—¿Pueden hacerse barcos más grandes que ése? —Si existieran árboles más altos y gruesos y con maderas más resistentes creo que sí, pero… no, no se puede. A partir de una cierta medida la madera se dobla y pierde resistencia. No, no es posible construirlos mayores… al menos con estas maderas.
Faria apoyó sus manos en la borda de estribor y contempló de nuevo el Santísima Trinidad. Pese a los defectos que acababa de describir el almirante Gravina, a la vista imponente del gigante de los mares se sintió confortado. Con aquel navío en la flota combinada, los ingleses nada podrían hacer, supuso. Debería de estar loco cualquiera que osara enfrentarse a los ciento cuarenta cañones de porte de semejante navío que, pintado de forma distinta al resto, todavía destacaba aún más su extraordinario tamaño.
Con aquel buque España vencería a Inglaterra y volvería a ser la primera potencia del mundo, pensó. Faria cerró los ojos e intentó imaginar batallas victoriosas y conquistas extraordinarias, pero en su mente sólo había sitio ahora para una habitación con una cama en una posada de Cádiz y Cayetana esperándolo en ella, con su pelo negro y rizado suelto sobre los hombros, la risa fresca y aquellos ojos profundos deseosos de una noche más de amor.
La taza de chocolate caliente humeaba entre las manos de Faria. Sentado en la taberna de la fonda donde se hospedaba, leía atentamente el despacho que acababa de recibir de Madrid. Godoy lo felicitaba por su informe sobre el estado de la escuadra fondeada en Cádiz y le decía que Napoleón parecía dudar sobre la conveniencia de qué siguiera siendo el almirante Villeneuve el responsable de dirigir la flota combinada. Informes de los agentes del emperador destacados a bordo del Bucentaure también ponían de manifiesto la incompetencia e indecisión de Villeneuve para dirigir una flota de esa magnitud. No cuestionaban en ningún momento el valor del almirante francés, sino su modo de gobernar la flota, su escasa aptitud en la guerra y su deficiente capacidad para tomar decisiones en el combate. Godoy le comunicaba a Faria que había enviado una carta a Napoleón en la que le aseguraba que «a Villeneuve le faltaba energía, prontitud de ánimo y arrojo militar, que era valiente y esforzado, pero tardo para el mando», lo que le hacía cometer muchos errores y sobre todo perder las ventajas conseguidas.
Le informaba que Bonaparte le había enviado una carta a Villeneuve a mediados de septiembre en la que le daba instrucciones para que la flota combinada saliera de Cádiz hacia Cartagena, se uniera allí a la escuadra de Salcedo y pusiera rumbo a Nápoles, para enfrentarse a los buques rusos y evitar una concentración de navíos rusos e ingleses, ambos aliados contra Francia.
Por lo que Faria había averiguado, Villeneuve estaba bloqueado. Temía más la ira del emperador que a los ingleses, y era tal su pánico a cometer errores, como ocurriera años atrás en la batalla del delta del Nilo, que quedaba absolutamente incapacitado para el mando.
Faria apuró el último sorbo de chocolate, denso y aromático como a él le gustaba, al tiempo que leía las últimas líneas del despacho de Godoy. El sargento Morales, que venía del puerto, se acercó hasta la mesa del capitán, lo saludó y le dijo:
—Capitán, acabo de enterarme de que las reparaciones en los navíos de la escuadra fondeada en la bahía han terminado. Ya está lista para combatir de nuevo.
—Gracias, sargento. Su excelencia el príncipe de la Paz se alegrará de ello.
Durante varios días una comisión encabezada por Gravina, en la que fue incluido Faria por orden expresa de Godoy, recorrió todos los navíos de línea españoles fondeados en la bahía de Cádiz. Los capitanes de cada uno de ellos recibían a la comisión sobre la cubierta, con la tripulación perfectamente formada para revista.
Los navíos se habían lastrado con ocho mil quintales de piedra y cuatro mil de hierro, se habían repasado velas y jarcias, calafateado los cascos, limpiado los fondos y aprovisionado las baterías con abundante munición. Los artilleros de los navíos solían usar cinco tipos de proyectiles. El más habitual era la «bala rasa», un proyectil esférico utilizado para dañar los cascos de los barcos enemigos, disparando contra los costados a ras de la línea de flotación con el fin de causar vías de agua. Para desarbolar el velamen se usaban las «balas de palanqueta», configuradas por dos piezas en forma de pirámide truncada unidas por la base más estrecha y que causaban terribles destrozos en las velas y las jarcias. Las «bala rojas» se empleaban para incendiar las naves enemigas; eran muy efectivas pero de muy delicado manejo, pues se preparaban en unos hornillos especiales, lo que suponía un peligro para los barcos propios, ya que en caso de accidente podían causar un incendio antes de dispararlas. Las «balas enramadas» consistían en dos esferas unidas por una barra o palanca; se utilizaban para barrer las cubiertas enemigas y solían acompañarse con metralla, por lo que eran las que causaban más bajas humanas, sobre todo debido a que su doble composición destrozaba las maderas de la cubierta y tras el impacto lanzaba al aire decenas de astillas que se convertían en mortales proyectiles; también se empleaban para desarticular vergas y mástiles. Las «balas estrelladas» estaban formadas por cuatro conos de hierro unidos por el vértice con unas cadenas; acompañadas de metralla eran temibles cuando barrían las cubiertas. Claro que a veces, si no había nada mejor a mano, los cañones se cargaban con trozos de hierro e incluso de piedra. Un profesor de la escuela de guardiamarinas había inventado un obús con proyectil hueco y explosivo, de gran capacidad de penetración; había presentado su proyecto al ministerio de Marina, pero nunca se llegó a emplear.
Gravina dedicó especial atención a revisar los puestos artilleros; comprobó que las jarras de cobre en la que se envasaba la pólvora se mantuvieran limpias y secas y que estuvieran correctamente colocadas las planchas de plomo que se habían dispuesto para evitar que las chispas de los disparos prendieran en los depósitos de munición. El almirante comprobó uno a uno todos los cañones de los navíos, desde los más grandes de calibre de treinta y seis libras a los más pequeños de seis.
El veinticuatro de septiembre Gravina dio por concluidas las visitas de inspección y revista. Ese mismo día el ejército francés cruzó el Rin tras una encendida arenga de Napoleón a sus tropas para que las insignias con las águilas imperiales francesas fueran clavadas en tierra enemiga, y sólo diez días antes Nelson, que había ido hasta Inglaterra para recibir instrucciones del Almirantazgo, había zarpado de Portsmouth rumbo a Cádiz para ponerse al frente de la flota inglesa en el estrecho de Gibraltar.
En la bahía de Cádiz quince navíos de línea españoles estaban dispuestos para el combate, todos ellos mandados por brigadieres y capitanes de navío. Eran los siguientes: Príncipe de Asturias, Santísima Trinidad, Santa Ana, Rayo, Argonauta, Neptuno, San Ildefonso, Bahama, Juan Nepomuceno, San Agustín, Monarca, San Francisco de Asís, San Justo, San Leandro y Montañés.
Gravina, con semblante serio y aspecto preocupado, reunió a los generales, brigadieres y capitanes de navío en consejo de guerra.
—Caballeros: los navíos están en buen estado y reúnen las condiciones necesarias para pelear contra los ingleses, pese a que sus barcos son técnicamente superiores gracias a las láminas de cobre con las que han forrado los cascos, lo que al mantener limpios sus fondos los dota de mayor velocidad y capacidad de maniobra; hace veinticinco años que se dio la orden de hacer en nuestros navíos lo mismo, pero… —El almirante se quitó su sombrero de dos picos de fieltro azul ribeteado en plata, lo dejó sobre la mesa de la sala de oficiales del Príncipe de Asturias, donde estaba reunido el consejo de guerra, y continuó—:… todavía no se ha hecho. Señores, con estas escasas e inadecuadas tripulaciones y con nuestra inferioridad técnica tenemos pocas posibilidades de victoria en un combate equilibrado en número de barcos.
»Nos falta personal, sobre todo en los puestos de artillero. Los ciento cuarenta cañones del Santísima Trinidad, los ciento veinte del Santa Ana o los ciento dieciocho del Príncipe de Asturias sirven de poco si detrás de sus cureñas no disponemos de los hombres cualificados para dispararlos. Según mis cálculos —Gravina consultó un cuaderno con notas—, serían necesarios al menos setecientos artilleros, ciento doce marineros, ciento setenta y cuatro grumetes y ochenta y siete pajes más de los que ahora disponemos. Puede que algunos cientos más, si tenemos en cuenta que muchos de los que forman parte de las tripulaciones deberían de ser relevados por carecer de la instrucción adecuada y de la experiencia necesaria para afrontar el reto que se nos «vecina.
»La mayor parte son pescadores reconvertidos en marineros de buques de guerra, gentes de la costa que nada saben de batallas o campesinos que han abandonado sus pobres cosechas a cambio de la promesa de una soldada fija y que sólo conocen el mar por verlo día a día desde tierra.
—Almirante —intervino Faria—, si me permite usted hablar…
—Adelante, capitán.
—Su excelencia el príncipe de la Paz está dispuesto a hacer un esfuerzo para dotar a los navíos con más y mejores tripulaciones. Como delegado suyo en esta empresa, voy a escribirle hoy mismo demandándole más medios para dotar de más hombres a esta escuadra.
—Le agradezco su mediación, capitán Faria, pero no tenemos ni tiempo ni hombres preparados para ello. Una tripulación no se improvisa en unas semanas; son necesarios varios años de trabajo, de experiencia, de esfuerzos continuados, de ejercicios periódicos.
»Deberíamos haber aprendido, cuando estábamos a tiempo, del Almirantazgo inglés. Ahora es demasiado tarde. No sé qué podremos hacer ante las tripulaciones experimentadas de Nelson y Collingwood, pero nuestro deber es defender a nuestro país, y morir por él al es preciso.
Gravina había expuesto sus argumentos con gravedad. Sabía que luchaba en inferioridad de condiciones con los ingleses y que, pese a la suma de navíos franceses y españoles, la superioridad británica en la preparación de la marinería era contundente. Y estaba convencido de que Villeneuve no era el comandante adecuado para dirigir una empresa de aquella magnitud. Pero Gravina era un soldado de honor que jamás había desobedecido una orden, y si le mandaban salir a mar abierto a enfrentarse contra toda la Armada británica él solo en un bote de remos, pues lo haría, y si le ordenaban salir de Cádiz con aquella escuadra poco experimentada y carente de los hombres necesarios, pues también, aunque estuviera seguro de que iba directamente rumbo al desastre.
Gravina y Villeneuve se reunieron el día veintiocho de septiembre a bordo del Bucentaure y evaluaron la situación. Gravina manifestó al jefe de la flota combinada que las escuadras inglesas cruzaban impunemente el Estrecho de un lado a otro, protegiendo a sus transportes y a otros de Portugal y de Suecia que estaban suministrando a Gibraltar provisiones y municiones sin cuento. El almirante español le solicitó al francés permiso para salir con una columna de seis navíos y atacar a los ingleses antes de que se hicieran más fuertes, pero Villeneuve se lo negó. No lograron adoptar ningún acuerdo y fijaron una nueva reunión, en esta ocasión con todos los capitanes presentes, para el primero de octubre.
El almirante Villeneuve esperaba a la delegación española, encabezada por el almirante Gravina y el mayor general Antonio de Escaño, sobre la cubierta del Bucentaure. Era el día primero de octubre, el señalado para la reunión de los dos almirantes en jefe con todos los generales y comandantes de los navíos de la flota. Los dos jefes almirantes se saludaron marcialmente y se estrecharon las manos. Junto a Villeneuve estaban formados los comandantes franceses, pulcramente vestidos, con elegantes uniformes de brillantes botones, espléndidos sombreros de dos picos adornados con plumas y dorados correajes cruzando el pecho y la cintura. Tras los saludos y la rendición de honores, se dirigieron a la sala de oficiales del Bucentaure. En una de las paredes, una enorme águila imperial de bronce rodeada de banderas tricolores rojas, azules y blancas parecía sostener con sus garras un retrato del emperador Napoleón, de pie sobre la cima de una colina, oteando con rostro orgulloso y serio un horizonte gris en el que dos ejércitos se enfrentaban en batalla.
Los oficiales se sentaron en torno a unas mesas que se habían colocado en forma de cuadro, con los dos almirantes frente a frente. Detrás de Gravina, en la segunda fila de sillas, estaba Francisco de Faria.
—Señores, bienvenidos a bordo del Bucentaure, buque insignia de la Armada imperial francesa.
Todos los allí reunidos sabían que ese navío era el Bucentaure y que enarbolaba la insignia de mando de la flota francesa, pero Villeneuve parecía más preocupado por las formas que por la propia guerra.
—Almirante —intervino Gravina hablando en francés—, nuestra situación es muy delicada. Hace tres días que nuestros espías en Portugal nos han hecho saber que Nelson ha llegado de Inglaterra con varios navíos, y también hemos recibido noticias desde Portugal de que los ingleses están siendo aprovisionados por barcos portugueses y suecos, además de los suyos propios. Mi opinión es que debemos de actuar con suma prudencia pero con decisión.
—Estoy de acuerdo con usted —señaló Villeneuve—, pero antes de tomar una decisión espero recibir instrucciones de mi emperador.
—Tal vez no dispongamos del tiempo suficiente —añadió Gravina.
—No tengo otra alternativa. —Nelson ha doblado el cabo de San Vicente rumbo a Gibraltar con tres navíos más; si seguimos esperando aquí anclados, dentro de unos días la concentración de barcos ingleses será igual o superior incluso a la nuestra. Si hemos de salir a alta mar, hagámoslo ahora. Mis barcos y mis hombres están listos.
Villeneuve, como siempre, dudó. No quería parecer un cobarde, pero tampoco estaba dispuesto a abandonar la seguridad del puerto de Cádiz y enfrentarse a unas fuerzas de las que desconocía su número y su composición.
—Aguardaremos unos días más, pero mantenga usted a sus hombres y barcos en alerta, podemos zarpar en cualquier momento.
Faria salió muy defraudado de aquella reunión. Esperaba que se debatieran grandes planes estratégicos, que se planificara la batalla, que hubiera instrucciones sobre cómo enfrentarse a los ingleses, pero nada de eso ocurrió. Por el contrario, los manteles, la cubertería, la vajilla y la comida que se sirvió a continuación fue un dechado de perfección y un verdadero ejercicio de buenos modales y elegancia. Y desde luego, los vinos de Burdeos que se escanciaron fueron con mucho los mejores y más delicados que Faria había probado en toda su joven vida. Aquella reunión parecía más la de una sociedad gastronómica que un consejo de guerra en el que se estaba deliberando sobre cómo preparar una gran batalla.
Entre tanto, los ingleses seguían desarrollando su plan estratégico con una gran precisión. Maniobraban como una jauría de lobos hambrientos cerrando el cerco en torno a su presa: sus movimientos tácticos iban encaminados a bloquear a la flota combinada franco española en Cádiz y ganar tiempo para concentrar un número de navíos suficiente para enfrentarse en igualdad de condiciones a Villeneuve y Gravina.
El día veintinueve de septiembre, tras entrevistarse con el duque de Wellington en la oficina colonial londinense de Downing Street para evaluar qué era lo más conveniente para los intereses británicos, Nelson arribó a Gibraltar con tres navíos: el Victory, su legendario buque insignia de tres puentes y cien cañones con cuarenta y cinco años de servicio, el Ajax y el Thunderer, ambos de setenta y cuatro. El vicealmirante traía bajo su único brazo el nombramiento de jefe supremo de la flota británica, y de inmediato ordenó un cambio en el sistema de bloqueo. Estableció un plan mucho más rígido, pues no le convencía el bloqueo abierto que hasta entonces se había ejercido; dispuso el cuerpo principal de la flota inglesa a unas cincuenta millas de Cádiz y destacó al capitán Blackwood, uno de sus hombres de confianza, al mando de las cinco fragatas más rápidas, frente a la bahía. Finalmente, entre las cinco fragatas y el cuerpo principal de la escuadra dispuso cuatro navíos de setenta y cuatro cañones bajo el mando del capitán Dreff. Estos cuatro navíos servían de enlace entre las cinco fragatas espías y el cuerpo principal dé la escuadra inglesa, pero con la peculiaridad de quedar situados en una posición que no podía ser avistada desde tierra, de modo que, gracias a la información que le llegaba desde las cinco fragatas, Nelson siempre estaba al corriente de la ubicación y los efectivos de la flota franco española, en tanto que Villeneuve y Gravina desconocían cuáles eran los de la escuadra inglesa y cómo estaba dispuesta.
La previsión y la capacidad estratégica de Nelson no terminaba ahí. Sabía que la única posibilidad de que su plan se desbaratara sería la aparición de un grupo de navíos que llegara desde Cartagena atravesando el estrecho de Gibraltar y cogiera a la flota británica entre dos fuegos. Para evitar ese posible ataque sorpresa destacó en el Estrecho a cinco navíos al mando del contraalmirante Louis.
Las órdenes de Nelson fueron tajantes: de ninguna forma había que dejar escapar aquella oportunidad de derrotar a franceses y españoles de manera casi definitiva. En los últimos años nunca se había producido una concentración naval semejante, y Nelson no estaba dispuesto a que se le escapara indemne de sus manos, como le ocurriera a Calder el verano anterior en Finisterre. Ya había perseguido durante demasiado tiempo por todo el Atlántico a Villeneuve, y ahora nada le impediría obtener la victoria que tanto ansiaba. Calder había rehuido el combate, al igual que hizo Villeneuve, y el Almirantazgo estaba preparando la celebración de un consejo de guerra para juzgar su acción. Ahora, Nelson tenía en sus manos toda la responsabilidad y toda la autoridad de la Armada inglesa.
El secretario del Almirantazgo, lord William Marsden, había decidido encomendar a Nelson el mando supremo de la flota en la guerra contra Francia y España, sabedor de que el vicealmirante estaba obsesionado con la única idea de vencer al enemigo. Nelson escribió en su diario: «Estoy esperando a que la flota combinada salga al mar… Mi mente está en calma, sólo deseo destruir a nuestro eterno enemigo».
Nelson tenía cuarenta y ocho años y tras él toda una vida dedicada al mar y a Inglaterra. Era uno de los marinos más famosos del mundo, tanto por su capacidad de mando como por sus conocimientos tácticos, pero sobre todo porque era el primero en dar ejemplo de valor y de heroísmo a sus hombres. Sus amigos lo defendían a muerte y decían que nunca había habido un jefe de su capacidad y valor. Por el contrario, sus detractores, que también los tenía en la Armada inglesa, aseguraban que era un loco peligroso, un paranoico obsesionado con ganar batallas a cualquier precio y con destruir al enemigo con tal de prender en su pecho una medalla tras otra. Aseguraban que le importaba más su gloria, la fama personal y la victoria propia que la mismísima Inglaterra, y que era capaz de cualquier cosa para alcanzar sus propósitos.
Desde que recibiera su primer destino como capitán a bordo de la fragata Albermale, su hoja de servicios era tan extensa como los partes de sus heridas. En 1794 había perdido el ojo derecho durante el sitio de Calví, en la isla de Córcega; en 1797, durante un ataque que dirigió contra Santa Cruz de Tenerife y en el que fue rechazado por las defensas españolas, se le amputó el brazo derecho, y en 1798, en la batalla del delta del Nilo, de tan excelente resultado para sus ambiciones, fue herido en la cabeza y a punto estuvo de perder la vida por ello.
Su vida íntima no había sido menos movida y peligrosa que la militar; constituían motivo de un gran escándalo sus relaciones con lady Emma, la esposa del influyente lord Hamilton.
Pero a aquel hombre impetuoso, ávido de victorias y de fama, todo se le perdonaba. Desde que derrotara a los franceses en la batalla del Nilo, con una acción tan brillante que ya había pasado a la leyenda de la guerra naval y a los libros de historia, Nelson era considerado el primer marino de Inglaterra y su militar más prestigioso. En todo el país se festejaban sus hazañas y se repetían sus frases a mitad de camino entre la bravuconería y la épica, como aquélla que pronunció ante lord Spencer, entonces lord del Almirantazgo, tras vencer a Francia en la desembocadura del Nilo: «Los seguiré hasta las Antípodas».
No pensaba en otra cosa que en aniquilar al enemigo, y se jactaba de no haber sido jamás derrotado en el mar. Cuando alguien le recordaba que tuvo que escapar de Santa Cruz de Tenerife con el brazo destrozado y el rabo entre las piernas, se defendía alegando que aquélla fue más una batalla en tierra que en el mar, que en aquella ocasión no disponía de las fuerzas necesarias para realizarla con garantía de éxito y que, pese a tantos inconvenientes, no había dejado de intentarlo. La altanería de Nelson era proverbial. Se decía de él que cuando le encomendaron en Londres el mando de la flota en la guerra contra Francia y España, los miembros del Almirantazgo le dieron algunos consejos y que, tras debatir con ellos, Nelson se dirigió a Alexander Davison, un banquero con el que mantenía una gran amistad, para decirle: «Cuando sigo mi propio criterio me equivoco menos que cuando atiendo el criterio de los demás».
No obstante, y pese a su fama, el Almirantazgo sabía que tenía que contrarrestar de alguna manera la creciente gloria de Nelson. Fue por ello que había nombrado a su más enconado enemigo, sir John Orde, quien lo acusaba con frecuencia de delirios de grandeza, de esquizofrénico, vanidoso y egoísta, como comandante del llamado «escuadrón español», un grupo de varios navíos y fragatas dedicado desde fines de 1804 a patrullar las aguas entre El Ferrol y Gibraltar, con la importante misión de mantener abierta aquella ruta, vital para los intereses estratégicos de Inglaterra.
La mañana del siete de octubre de 1805 el almirante Villeneuve envió un mensaje a Gravina. Le ordenaba que estuviera preparada la flota para salir a alta mar esa misma tarde. Todos se sorprendieron de las instrucciones del almirante francés y de la premura con que ordenaba la salida, y fue el brigadier español Cosme Damián Churruca quien aceptó el reto y puso su navío, el San Juan Nepomuceno, en línea con la bocana de la bahía, presto a zarpar. Pero la orden de Villeneuve había sido un farol; el almirante francés sólo pretendía coger de imprevisto a los españoles y ponerlos en evidencia. La acción de Churruca demostró que aquella decisión no era sino una bravata del francés. El almirante español escribió ese mismo día a Godoy: «Villeneuve no es el jefe adecuado; le falta energía de voluntad, prontitud de ánimo y arrojo militar. Está muy apegado a la teoría y es inaccesible a los consejos. Teme a Napoleón más que a los ingleses y no quiere arriesgarse a una derrota, por lo que está dejando pasar muchas oportunidades de victoria».
Gravina se mostraba día a día más preocupado. Las noticias que llegaban, tanto por tierra como de los pescadores que faenaban en las aguas cercanas a Cádiz, hablaban de un gran movimiento de navíos y fragatas ingleses en toda la zona. Unos pescadores que faenaban en una pequeña barca informaron que habían avistado a cuatro grandes buques navegando hacia el este, a unas treinta millas al sur de Cádiz, y por los agentes ubicados en Portugal se supo que otros tres navíos ingleses habían doblado el cabo de San Vicente rumbo al Estrecho.
Ya era tarde para salir de Cádiz, comentó Gravina a sus capitanes. Ahora lo más inteligente era aguardar en el puerto y esperar a ver si se agotaba la paciencia de Nelson y ordenaba un ataque precipitado a la ciudad. Si así ocurría, Gravina confiaba en que la fuerza unida de las baterías instaladas en las murallas de Cádiz y las de los cañones de la flota combinada derrotarían a los ingleses, pues en ese campo de batalla su superioridad técnica no sería tan decisiva como en mar abierto. Gravina sabía que Villeneuve estaba inseguro y que no tenía moral de victoria. El almirante francés no disponía de toda la información que necesitaba y recelaba de las intenciones del emperador, pues Napoleón nunca proporcionaba todos los datos a sus generales. Villeneuve supo además, por una carta de sus amigos en la corte parisina, que el emperador había decidido su sustitución al frente de la flota combinada y que el almirante Rosily estaba listo para salir desde París hacia Cádiz para sustituirlo.
El capitán Faria se dirigió todo lo deprisa que pudo hasta la posada. Allí lo esperaban Cayetana y el sargento Morales. Faria los saludó, besó a Cayetana en los labios y se sentó junto a ella.
—Sargento, mañana mismo debemos trasladarnos a bordo de uno de los navíos. El almirante Gravina ha ordenado que estemos listos para zarpar en cualquier momento. Sólo tendrán permiso para bajar a tierra los oficiales autorizados expresamente para ello. Prepare su petate.
—Sí, capitán, a la orden.
—Entonces, ¿no voy a volver a verte en los próximos días? —preguntó Cayetana.
—Afortunadamente, mi cargo de delegado del gobierno me permite venir a tierra cuantas veces lo necesite. No obstante, en cuanto Villeneuve lo ordene, zarparemos; si es que esos malditos ingleses no lo impiden.
Aquella noche Cayetana y Francisco hicieron el amor como si fuera la primera vez…, o tal vez la última.
—¿Qué va a ocurrir a partir de ahora? Me estoy acostumbrando a tu presencia, a no tener que huir, a no ocultarme. Si no te vuelvo a ver no podré resistirlo, no podré…
Cayetana se abrazó al pecho de Francisco, que le acarició el pelo y la besó en la frente. El joven Faria estaba ensimismado con aquella mujer. Le fascinaba su capacidad para ser una verdadera fiera, segura de sí misma como un águila cazando y salvaje como una leona herida, y a la vez tierna y melosa como una gata en celo, e incluso indefensa y frágil en ocasiones, como una cierva acosada por una manada de lobos.
—No te preocupes, ahí afuera están los mejores barcos del mundo. Sólo el Santísima Trinidad tiene tantos cañones como la suma de dos navíos ingleses.
—Temo por ti, ahora que te he conocido no quisiera…
Faria la apretó contra su cuerpo y la besó en los labios.
—Creo que lo mejor será que vayas a Madrid. Allí tengo un piso y un criado. Te daré una carta para que se la muestres y podrás esperarme hasta que yo acuda a tu encuentro.
—Ni hablar; he tardado demasiado tiempo en encontrarte y quiero ir contigo a donde tú vayas.
—No puedes embarcar, es muy peligroso, y además las ordenanzas no lo permiten.
—En ese caso te esperaré aquí en Cádiz hasta que regreses.
La noche era cálida y por la ventana entreabierta penetraban rumores de olas y aromas de jazmín y azahar.
Faria y Morales trasladaron sus pertrechos a bordo del San Leandro, un navío de sesenta y cuatro cañones y dos puentes mandado por el capitán José Quevedo. Gravina había destinado al joven capitán a ese navío, pese a que Faria le había mostrado sus deseos de embarcar en el Santísima Trinidad. El almirante no le había dado ninguna explicación, sólo le había dicho que en la formación que se había dispuesto el San Leandro ocuparía un lugar privilegiado en el centro, perfecto para seguir los movimientos de la flota y que, puesto que él era un observador del gobierno, aquél sería el mejor barco desde donde contemplar todas las maniobras.
Una nueva reunión de los jefes franceses y españoles se celebró el día ocho de octubre, también en la sala de oficiales del Bucentaure. Estaban presentes siete comandantes por cada uno de los dos países aliados: Gravina, Escaño, Álava, MacDonell, Hore, Alcalá Galiano y Cisneros por España, y Villeneuve, Dumanoir, Magon, Cosmao, Maistral, Lavillesgris y Prigny por Francia. Villeneuve comenzó quejándose de que los españoles tenían tripulaciones escasas y poco diestras, a lo que Churruca respondió que probablemente así fuera, pero que en el campo de batalla nadie les superaba en valor y en heroísmo. Gravina miró a Churruca y ordenó callar al brigadier, que obedeció de muy mala gana.
Villeneuve, escudándose en el desconocimiento de las aguas de la bahía, preguntó a Gravina cuándo era conveniente dejar el puerto y salir al mar. Gravina le informó que lo mejor sería permanecer fondeados en Cádiz, que ya era tarde para zarpar, pues las noticias que llegaban hablaban de muchos navíos ingleses concentrados entre Cádiz y Gibraltar. Los ingleses habían ganado la posición y su situación era muy ventajosa, por lo que no sería nada acertado ordenar a la flota salir de la bahía en esas condiciones.
El contraalmirante Magon, el segundo en el mando francés, comenzó a hablar un tanto alterado.
—El almirante Gravina está equivocado, o tiene miedo a Nelson.
—Los ingleses serán derrotados si permanecemos en la bahía, en el mar nos vencerán, pues sus barcos son mejores y sus tripulaciones están más preparadas. Y a usted, Magon, le pido que se retracte de sus palabras —replicó el brigadier español Alcalá Galiano.
—Jamás —asentó el altivo Magon, ajustándose las puntillas de encaje de los puños de su camisa.
Entonces los ánimos de españoles y franceses se acaloraron sobremanera.
—Los españoles sois incompetentes, porque no habéis sabido responder a tiempo a las necesidades que nos han sobrevenido; habéis actuado con tardanza a una situación que hace tiempo debería haber quedado resuelta —dijo Dumanoir antes de inhalar un poco de rapé.
Los oficiales franceses, ufanos como pavos reales con sus inmaculados y elegantes uniformes, apoyaron a Dumanoir con gritos, y Magon, enardecido, añadió:
—Carecéis de valor para enfrentaros a Nelson; si no hubiera sido por la ayuda de Francia, España sería ahora una colonia inglesa y en Madrid ondearía la Union Jack.
—Napoleón no os ha dado todas las claves para esta campaña, y eso significa que no confía en vosotros. Ha trazado un plan demasiado rígido y os ha cortado cualquier capacidad de iniciativa propia —dijo Alcalá Galiano.
—En el centro de toda acción militar está la inteligencia, y sin ella no puede ejercerse ninguna acción —añadió Churruca, aludiendo irónicamente a la falta de capacidad de Villeneuve.
—España nada tiene que ganar en esta guerra y sí mucho que perder —sentenció Alcalá Galiano.
La situación se enconó de tal modo que el melancólico Villeneuve se mostró incapaz de poner orden. Tuvo que ser Gravina quien, por encima de todas las voces discordantes y de los reproches generalizados de españoles y franceses, se hiciera con el control de la reunión.
—Caballeros, ¡señores!, les recuerdo que el enemigo común es el inglés. No perdamos fuerzas en discutir entre nosotros. Propongo una solución: votemos si salir al mar o continuar fondeados. Si usted, almirante Villeneuve, acepta el resultado, yo también lo haré, sea el que sea.
Villeneuve dudó por un momento, entre el silencio expectante de los oficiales y generales. Él no deseaba salir al mar a enfrentarse con Nelson, pero no quería ser tildado de cobarde por sus subordinados; sabía que Napoleón estaba enojado con él y que su cese parecía inminente. Gravina sólo trataba de ganar el tiempo preciso para que Villeneuve fuera sustituido antes de que los condujera a la catástrofe.
—De acuerdo. Votemos qué hacer —asintió el almirante francés.
Para evitar suspicacias, se decidió que el voto fuera secreto. Un ayudante de Villeneuve repartió a todos los presentes una bola negra y otra blanca. Cada oficial depositaría una de las dos bolas en una bandeja de plata cubierta por un paño de lino para salvaguardar el anonimato en la votación; la blanca significaba que se votaba por salir del puerto y la negra por seguir fondeados. La bola desechada se depositaría en un saquillo.
Ganaron las negras por nueve a cinco, es decir, se decidió seguir anclados en Cádiz en espera de mejores condiciones.
En los primeros días de octubre de 1805 habían continuado incorporándose nuevos navíos a la flota que Nelson mandaba frente a Cádiz. Inglaterra estaba dispuesta a vencer a toda costa; así, el contraalmirante Calder fue embarcado el día trece en el Príncipe de Gales rumbo a Londres, donde le aguardaba un consejo de guerra por su falta de acción y su pasividad en la batalla del cabo de Finisterre. El Almirantazgo daba con ello un serio aviso a todos sus oficiales de que no dudaría en castigar a quien rehuyera el combate con el enemigo, fueran cuales fueran las circunstancias y su grado militar.
El diecisiete de octubre llegó el Royal Sovereign, con lo que ya eran veintisiete los navíos de línea que tenía Nelson a sus órdenes. Este buque trajo la noticia de que en el continente europeo la guerra entre Francia contra Austria y Rusia era inminente. Los austríacos habían invadido Baviera, aliada de Francia, y Napoleón había puesto en marcha su ejército hacia el este. Nelson reunió a sus capitanes a bordo del Victory.
—Caballeros: Napoleón se dirige hacia Austria con un poderosísimo ejército. Nuestros agentes en París no han logrado averiguar cuáles son las instrucciones que ha enviado a Villeneuve, pero creo que el almirante francés ordenará a su flota zarpar de Cádiz y poner rumbo a Italia. Bonaparte necesita del apoyo de esa flota en las costas italianas para bloquear una posible contraofensiva austríaca o una eventual presencia de barcos rusos en el Adriático.
»En estos momentos gozamos de una posición de ventaja sobre la flota combinada franco española. Nosotros sabemos qué hacer y cómo hacerlo y cuántos son sus efectivos, en tanto ellos dudan de sus posibilidades y desconocen nuestra fuerza. Estoy convencido de que Villeneuve nos teme; ya ha probado el fuego de nuestros cañones y el amargo sabor de la derrota, aunque eso no lo hace menos peligroso. Me han informado de que Bonaparte está a punto de relevar a Villeneuve del mando supremo, pues los españoles no están en absoluto de acuerdo con su manera de dirigir esta campaña. Si Villeneuve actúa como yo creo que va a hacerlo, tomará la decisión de salir de Cádiz antes de recibir el despacho con su cese. Está avergonzado por sus anteriores fracasos y teme a su emperador más que a nosotros, por eso se precipitará y cometerá errores. Querrá buscar una gran victoria para resarcirse de tantos fracasos y reivindicarse así ante Napoleón; tenemos que aprovecharnos de ello.
Collingwood asintió ante las palabras de Nelson, antes de tomar la palabra.
—Sólo debemos pensar en la victoria, y para lograrla debemos convencer a nuestros hombres de nuestra superioridad. Hace dos días, seis de nuestros marineros desertaron de una corbeta fondeaba en Gibraltar. Alguien, probablemente agentes españoles, hizo correr la voz de que dos poderosísimas escuadras, una francesa y otra española, estaban en camino hacia Cádiz desde Francia y desde Cuba. Nada de eso es cierto. El enemigo sólo dispone para esta batalla de los treinta y tres navíos fondeados en Cádiz, ni uno más. Nuestras fuerzas están equilibradas, pero somos muy superiores en capacidad logística, en armamento y en técnicas de navegación, y sobre todo, caballeros, somos ingleses y ellos no —arengó orgulloso Collingwood.
—Nada nos puede alarmar. No son más valientes que nosotros y no aman más a su país. Nos aguarda una jornada gloriosa y una nueva era para nuestra Armada.
»Y ahora, caballeros, acérquense, éste será nuestro plan de combate —apostilló Nelson.
Sobre una amplia mesa, el vicealmirante en jefe fue colocando varias maquetas de pequeños navíos y comenzó a explicar la táctica para la batalla, que fluía de su cabeza con enorme claridad.
—Nuestro ataque a su frente será en cuña, dirigido a su centro, en dos columnas paralelas. Recuerden que los franceses siguen prefiriendo la posición de sotavento para escapar en caso de apuro, por lo que tratarán de asegurar la retirada hacia Cádiz. La prioridad del ataque será siempre sobre los buques almirantes de la flota combinada. Avanzaremos a favor del viento para ganar velocidad y sorprender al enemigo. Estimo que su frente se alargará al menos cuatro millas, por lo que su vanguardia y su retaguardia estarán muy alejadas del centro y, sea cual sea la dirección de donde sople el viento, una de las dos tardará bastante tiempo en virar para acudir en auxilio de la otra. Si actuamos con rapidez y coordinados, siempre gobernaremos sobre los navíos enemigos en condiciones de superioridad de al menos dos a uno. En las maniobras de combate y una vez iniciada la batalla, cada uno de ustedes tiene plena libertad de acción para actuar según estime más conveniente.
»Recuerden, los que allí estuvieron, cómo vencimos en la batalla del Nilo: atacamos directamente a su centro y lo destrozamos. Haremos lo mismo.
Desde que al 1782 el almirante Rodney venciera en la batalla de Los Santos, en las costas de Dominica, desechando la táctica tradicional de mantener la línea de combate ininterrumpida y compacta por la de atacar en cuña para cortar la línea del enemigo por el centro y envolver una de sus alas, ganando así superioridad numérica, Nelson era un apasionado de esa táctica, la misma que con tan excelentes resultados había empleado en la batalla de Abukir, en el delta del Nilo.
Sobre la amplia mesa, Nelson y Collingwood explicaron los movimientos que debían seguir y las tácticas de combate en la previsible batalla contra la flota combinada. Mediante pequeñas maquetas de barcos, pintados en azul los ingleses y en rojo los franceses y españoles, Nelson fue desgranando uno a uno todos los pasos de la batalla. De su cabeza bullían las maniobras, las viradas y los abordajes como un torrente desbocado. Movía una y otra maqueta, diseñaba ataques y contraataques y planificaba todos y cada uno de los más mínimos detalles.
—He incorporado una pequeña variante al plan que trazamos el día veintinueve de septiembre. Las dos columnas que encabezarán el Victory y el Royal Sovereign irán precedidas de una división avanzada que nos servirá como referencia y sobre todo como puesto privilegiado de observación; en cuanto nos lancemos a la caza, los navíos de la división avanzada se incorporarán a cada una de las dos columnas. Caballeros, si cumplen mis instrucciones, se mantienen firmes y confían en Dios, la victoria será nuestra.
Nelson pronunció esa frase con tal rotundidad al acabar sus explicaciones que a todos los reunidos a bordo del Victory les dio la impresión de que por nada del mundo podrían perder aquella batalla.
El quince de octubre, dos días después de que Villeneuve convocara un nueva reunión de oficiales en la que se mostró más indeciso y pesaroso que nunca, demasiado abrumado por la responsabilidad de dirigir la flota combinada, se recibieron dos cartas de Godoy, una para Gravina y otra para Francisco de Faria. En las dos, fechadas ambas el ocho de octubre en El Escorial, se decía lo mismo: el príncipe de la Paz anunciaba que iba a ordenar a Salcedo, que aguardaba en Cartagena con sus seis navíos y dos fragatas, que se dirigiera hacia Cádiz y desviase la atención de los navíos ingleses en el Estrecho, navegando por el norte de África, para atrapar así al enemigo entre dos fuegos. La táctica parecía oportuna, pero, nadie supo nunca por qué, esa orden jamás se cursó y los barcos de Salcedo no salieron de Cartagena.
En cuanto leyó el despacho de Godoy, Gravina cogió pluma, tintero y papel y se puso a escribir una respuesta al jefe del gobierno español. Le comunicaba que, aunque los quince navíos españoles estaban preparados para salir al mar en cualquier momento, la situación no era la más propicia para hacerlo, no sólo porque desconocía cuántos navíos ingleses estaban dispuestos a atacarlos en cuanto abandonaran la seguridad de la bahía, sino porque, además, los vientos soplaban de levante, opuestos al destino fijado, que era el norte de África, frente a Gibraltar. Decía Gravina que, por el contrario, los vientos de poniente sólo permitían salir de Cádiz si se navegaba bordeando, lo cual suponía colocar a las naves frente a la costa y regalar una ventaja más a las muchas de que ya disponían los ingleses.
Con las condiciones adversas de viento, Gravina aseguraba que era muy difícil predecir el día de partida con la antelación suficiente para avisar de esa maniobra a Salcedo y poder coordinar con él todos los movimientos, creyendo que el comandante de la escuadra fondeada en Cartagena había recibido la orden de acudir a reforzar a la flota combinada a la altura del Estrecho.
Pero dos días después, Villeneuve se enteró por un correo remitido por uno de sus amigos en Madrid de que el almirante Rosily-Mesros, su sustituto al frente de la flota, había llegado a la capital de España con un despacho en el que Napoleón le otorgaba el mando supremo de la combinada y que estaba presto para salir hacia Cádiz para hacerse cargo del mando. Ese mismo día había leído en Monitor, una revista en la que nada se publicaba sin el visto bueno de Napoleón, que «a la marina francesa no le faltaba sino un hombre de carácter atrevido y de mucha sangre fría». Ante la inminencia de su cese y tras leer aquellas líneas, ordenó salir al mar a la flota combinada sin ningún plan previo, sin otras instrucciones que navegar en línea hacia el este. Cuando recibió la orden, Churruca se resistió a obedecerla, peto Gravina le obligó a hacerlo.
—Vamos directos al desastre, almirante, y usted lo sabe —le dijo Churruca a Gravina.
—Tal vez, pero no tenemos más remedio que cumplir esas órdenes —apostilló el almirante.
—De todos modos, creo que sería conveniente que Villeneuve supiera que nuestra opinión es contraria a su orden.
—Así se lo haré saber.
El mayor general Escaño fue el encargado de transmitir a Villeneuve la oposición de los españoles a salir de la bahía en aquellas condiciones, pero el desesperado almirante francés no atendió a sus consejos y dictó tajante la orden:
—Todos preparados para dejar la bahía.
El diecinueve de octubre amaneció despejado, con un ligero y caluroso viento del noroeste. La tarde del día anterior Villeneuve había comunicado a todos los capitanes de los navíos que estuvieran preparados para zarpar a la mañana siguiente. Hubo quien creyó que se trataba de un nuevo farol del almirante en jefe, pero Gravina ordenó a sus hombres y barcos que estuvieran prestos para zarpar a la primera señal.
Eran las seis y media de la mañana, con el alba clareando por levante, cuando Villeneuve dio la orden de salir de la bahía. El primero que levó anclas y largó velas fue el San Leandro, con Faria y Morales a bordo. El poderoso navío viró aprovechando las ráfagas del suave viento de levante, el más propicio para salir, y enfiló la bocana del puerto con decisión. Ese mismo día le siguieron otros cinco navíos y una fragata. La misión de esa avanzadilla era asegurar la posición frente a la entrada de la bahía y garantizar la seguridad de la salida de los demás, que lo harían a la mañana siguiente.
La fragata inglesa Sirius, que vigilaba la bahía, avisó del movimiento de la flota combinada. El mensaje pasó de barco a barco inglés hasta llegar al Victory, a cincuenta millas de Cádiz. Nelson recibió un escueto texto: «El enemigo sale de puerto». El vicealmirante inglés dio orden de zafarrancho de combate y puso a su flota rumbo al cabo de Trafalgar.
El día veinte amaneció claro por el este, aunque muy cargado de nubes por el sur y el oeste, con un viento fuerte de dirección sur sureste que enseguida se calmó. Eran las seis y media en punto cuando Villeneuve ordenó a todos los navíos largar velas. El viento cambió en pocos minutos y sopló del sur suroeste, de nuevo con rachas fuertes, lo que puso a algunos barcos en dificultades, dadas las malas condiciones que de pronto habían aparecido.
Faria oyó decir a uno de los más experimentados marineros que «el mar y el viento volvían a estar de parte de Inglaterra, como siempre»; y es que entre los marineros españoles, y también entre los franceses, corría k leyenda de que Inglaterra tenía un pacto con el diablo y que Satanás, atendiendo a ese pacto, disponía el viento y las tormentas de modo que fueran favorables a los barcos ingleses. Pero otro añadió que los ingleses siempre tenían a sus fragatas espías inspeccionando los movimientos del enemigo y que eso no era cuestión de suerte, sino de previsión.
Villeneuve subió al puente de mando en el castillo de popa del Bucentaure, contempló la embocadura de la bahía y a varios navíos que salían majestuosos hacia el mar abierto y ordenó largar velas y navegar con los rizos tomados a las gavias.
La sangre palpitaba en sus sienes con fuerza; sabía que aquélla era su gran oportunidad para resarcirse de las derrotas y el único modo de demostrar a su emperador que estaba capacitado para el mando, que sabía dirigir la flota y que era un hombre valiente y arriesgado, digno de llevar en su gorro el águila imperial y el entorchado tricolor.
Ya estaban todos los barcos fuera de la bahía cuando uno de los navíos destacados en la vanguardia de la combinada divisó velas enemigas hacia el sur; contó dieciocho y lo transmitió al buque insignia. Villeneuve ordenó a todos los navíos navegar hacia el este en zafarrancho de combate, y dos horas después mandó a toda la flota dar caza en cuanto apareciera el enemigo, guardando el orden y la línea de batalla.
Gravina comentó a sus subordinados que el almirante francés se había equivocado. La combinada estaba compuesta por diferentes tipos de barcos, de diversas edades y de muy distintas condiciones de navegabilidad, con tripulaciones que hablaban dos lenguas diferentes; en semejantes circunstancias era un error navegar con una formación en la que alternaban los barcos españoles con los franceses.
Nadie sabía en la flota combinada cuántos navíos ingleses estaban apostados en aquellas aguas, y en cambio los ingleses sí conocían cuáles eran los efectivos franco españoles; tal vez sus dos mil seiscientos veintiséis cañones no fueran suficientes. Antes de retirarse a su camarote, Gravina ordenó que se comunicara a todos los navíos españoles un mensaje: «Como dictan las Reales Ordenanzas, el puesto de combate del capitán de cada navío será sobre el alcázar. No se rendirá ningún buque sin permiso del comandante general o del jefe de la división más inmediato».
Poco antes de media mañana comenzó a refrescar el viento, y Villeneuve ordenó a todos los navíos tomar los rizos a las gavias; poco después que formaran en tres columnas, para media hora más tarde, justo una después de mediodía y con viento del suroeste, mandar gobernar al noroeste y un cuarto al norte, formando ahora dos líneas en cinco columnas, rumbo a Gibraltar, al encuentro con el destino.
A estas maniobras siguieron otras en las siguientes dos horas: largaron velas los navíos de sotavento y los que ocupaban el centro de la columna del Bucentaure, y por fin viraron todos en redondo. Todas estas maniobras, demasiado precipitadas, estaban siendo observadas a una prudente distancia por cuatro fragatas británicas, a las que Villeneuve ordenó perseguir. Esta orden era inútil; se trataba de cuatro rapidísimos barcos que jamás hubieran podido ser alcanzados por ninguno de los pesados navíos franceses o españoles. A media tarde se ordenó de nuevo zafarrancho de combate, pues Villeneuve estaba convencido de que Nelson atacaría ese mismo día, antes de que la flota combinada se colocara en posición. Pero no fue así. Durante varias horas los hombres se mantuvieron en una tensa espera, con todas las baterías cargadas y dispuestas a disparar a la primera orden de fuego.
Caía la noche y soplaba un ligero viento del noroeste que rizaba levemente la superficie del mar cuando desde el navío francés Aigle se contaron en el horizonte dieciocho navíos enemigos en formación de combate. Cuando esa información llegó a Villeneuve, el jefe de la flota sonrió y ordenó rumbo noroeste de nuevo. El número coincidía con el de los navíos avistados a primera hora de la mañana. Sólo eran dieciocho navíos, por tanto, los que parecía tener Nelson a sus órdenes, frente a los treinta y tres de la combinada. Si Nelson se decidía a atacar en aquellas condiciones debía de estar loco.
A las ocho de la tarde se tocó generala, y cada hombre corrió a ocupar su lugar. Gravina ordenó a los navíos de su columna formar una línea de combate, y media hora después hizo lo mismo Villeneuve con la suya. Un bergantín francés llevó hasta Gravina una orden escrita de Villeneuve: la línea de batalla se formaría sobre el navío más a sotavento. La orden se transmitió de un barco a otro mediante señales luminosas con los faroles. Fue entonces cuando se oyeron algunos cañonazos del enemigo. Por el sonido y los fogonazos, Gravina calculó que estaban a unas diez millas de distancia; demasiado cerca, pero ante lo avanzado de la noche y la oscuridad reinante, parecía evidente que la batalla no estallaría hasta la mañana siguiente.
Los marineros se turnaron para cenar, aunque fueron muy pocos los que acabaron toda su ración de potaje de garbanzos y carne guisada con verduras. Aquella noche casi nadie durmió, y Villeneuve, que ya no sabía qué hacer ni hacia dónde virar, volvió a ordenar un cambio de rumbo, poniendo por tercera vez proas hacia el Estrecho.
Francisco de Faria, apoyado sobre la baranda del castillo de popa del San Leandro, oteaba el horizonte intentando descubrir alguna forma que se perfilara en la oscuridad. De vez en cuando se veía un tenue resplandor al que unos instantes después acompañaba un sordo y lejano estallido.
—Son los cañones ingleses. Se avisan con salvas unos a otros de nuestra posición —le informó Salvador Meléndez, capitán de fragata y segundo oficial del San Leandro.
—¿Se puede saber qué se están diciendo? —demandó Faria.
—Si supiéramos sus claves de comunicaciones, sí, pero por desgracia no las conocemos. Los ingleses cambian el código de señales para cada batalla; bueno, igual que nosotros. Hace unos días, a bordo del navío de Nelson, los capitanes de cada uno de los barcos ingleses recibirían unas carpetas con las instrucciones de navegación y las órdenes de combate, como hemos recibido nosotros. Ahí están también las claves de señales y de comunicaciones.
—¿Puedo hacerle una pregunta personal, capitán Meléndez?
—Por supuesto, Faria.
—¿Esta batalla será como la de Finisterre?
Meléndez se llevó la mano derecha a la cara, frunció el ceño y sujetó la mandíbula entre sus dedos. Luego miró hacia el sur y dijo:
—Creo que no. Ahí enfrente está Nelson. Es un gran marino, pero dicen que está loco; tal vez por eso sea tan grande. Por lo que sé, su única obsesión es acabar con cuantos barcos franceses y españoles se ponen a tiro de sus cañones. Es un hombre ambicioso y hará todo lo posible por vencer en esta batalla. Además… —Meléndez dudó por un instante, pero siguió diciendo—, además, Inglaterra tiene muchos más barcos que nosotros. Aunque perdiera esos dieciocho navíos que hemos avistado, para ella no sería un desastre irremediable; en cambio, para nosotros y para los franceses estos treinta y tres son lo mejor de ambas flotas, y Nelson lo sabe.
Si perdemos dieciocho navíos, y en una batalla como la que se avecina bien pudiera ocurrir, Inglaterra sería la dueña, la única dueña de los mares. Pase lo que pase, nosotros perdemos.
—Por lo que usted dice, nuestra posición es muy delicada.
—Lo es, capitán Faria, lo es. Por eso el almirante Gravina no quería salir ahora de Cádiz. Debimos haberlo hecho hace tres o cuatro semanas, cuando la flota inglesa era débil. Ahora son al menos dieciocho los navíos ahí fuera apostados, pero yo creo que hay algunos más tras esas velas que se han dejado avistar por nosotros.
—¿Más?, ¿cuántos más?
—No lo sé; sólo Nelson y su Estado Mayor conocen ese secreto, pero estimo que hay al menos treinta navíos ingleses allí enfrente.
—En ese caso nos igualan en número.
—Probablemente, pero sobre todo nos superan en el factor sorpresa y en la preparación y entrenamiento de las tripulaciones. Los hombres de Nelson habrán estado durante las últimas semanas preparando este combate y haciendo prácticas en el mar, tanto de navegación como de tiro, mientras nosotros permanecíamos fondeados en Cádiz baldeando las cubiertas y aguardando a que se hicieran más y más fuertes.
—Si entramos en combate, ¿me puede dar algún consejo?
—No hay mucho que decir. A bordo de un navío los avatares de una batalla son imprevisibles. Puedes caer herido por una bala perdida, por un mástil derribado, una jarcia o un trozo de puente que se te viene encima, o sobre todo por las astillas de tu propio navío que salen despedidas por todas partes cuando el casco recibe el impacto de una bala de cañón enemiga. Eso es lo más peligroso y ante lo que nada podemos hacer. Sólo rezar por tener suerte y que un pedazo de madera no te destroce el cuello o la cabeza.
El sargento Morales se acercó a los dos capitanes y los saludó reglamentariamente.
—Capitán Faria, la cena está servida.
—Gracias, sargento, por hoy no tengo apetito.
—Aunque no lo tenga, le recomiendo que coma —intervino Meléndez—. Tal vez mañana no disponga de tiempo para ello, y estar bien alimentado es muy importante antes de una batalla.
—Quizá sea mejor mantener las tripas vacías.
—Sólo en el caso de que usted tenga, tanto miedo que cuando suenen los primeros cañonazos se haga sus necesidades en los pantalones.
—¿Qué quiere decir, capitán Meléndez?
—Lo que verá usted por sí mismo quizá mañana mismo. Hay hombres que no aguantan el miedo y defecan encima. Prepárese, Faria, para contemplar a la muerte y a la destrucción en primera persona, y las verá impregnadas de un nauseabundo olor a sangre, pólvora y excrementos.
Tal vez por no parecer un cobarde, Faria se acercó hasta el comedor de oficiales y, aunque sin apetito alguno, ingirió una menestra de verduras frescas, carne guisada con cebolla y un cuartillo de vino.
La noche fue tan larga como tensa. El aire estaba impregnado de un olor acre y en las cubiertas de los navíos decenas de marineros tenían la mirada perdida y los ojos como vacíos. Muchos movían los labios recitando oraciones aprendidas de memoria, alguno canturreaba una canción que hablaba de perdidos amores imposibles y otros acompañaban la melodía repiqueteando con sus dedos sobre la barandilla de la borda.
Poco antes de amanecer el día veintiuno de octubre de 1805, los capitanes de los navíos de la flota combinada ordenaron largar el rizo a las gavias. Todos supieron entonces que el día decisivo estaba a punto de comenzar.