Sobre la calle ensoñada flotaba una espesa neblina de etéreo polvo amarillento que los postraros rayos del sol al atardecer tamizaban con matices rojos y anaranjados, como si los difusos edificios se hubieran sumergido entre doradas gasas transparentes.
El joven se detuvo un momento junto a un portal arrumbado y se apoyó cansino en una de las destartaladas jambas. Le dolían los pies y sentía un molesto cosquilleo en las pantorrillas, a las que dio un masaje con cierto alivio. De alguna calle cercana fluían rumores de una seguidilla tal vez bailada al son de una gemidora guitarra. Madrid era poco más que un gran poblachón, con horrible caserío y bastante sucio, aunque Carlos III lo había aseado un tanto. Pese a los esfuerzos de ese rey, muchas fachadas estaban mugrientas, con las puertas y ventanas mal pintadas, las rejas oxidadas y herrumbrosas, con pequeños cristales azulados rotos; el empedrado era pésimo aunque algunas calles tenían aceras, y en eso decían los madrileños que su ciudad era mejor que París.
Atento a las desvaídas casas, sin perder de vista los chirriantes carros que circulaban por la calle y preocupado por no pisar los excrementos de los animales de tiro y la basura, el joven no la vio acercarse, y cuando se giró al sentir inmediata su presencia, la mano delicada de la muchacha ya estaba jugueteando por su entrepierna y los dedos femeninos acariciaban con habilidad sus muslos en una especie de lento vaivén suave y acompasado. Sorprendido al sentir el primer contacto, había hecho ademán de proteger sus genitales, pero cuando se fijó en la figura de la muchacha y escuchó su voz entrecortada y jadeante optó por dejarla hacer.
La joven lo acarició por encima del pantalón y lo fue empujando suavemente hacia el interior del portal, hasta que ambos quedaron dentro, justo tras la puerta. Allí, excitado y rendido, se dejó llevar por las caricias y los susurros en la cálida penumbra. Una ardiente sensación desconocida lo fue invadiendo de arriba abajo, descendiendo desde su cabeza y cuello al pecho, y luego hasta sus genitales. Sintió cómo su miembro comenzaba a crecer, en una erección irrefrenable, y oyó una voz suave que lo invitaba a cerrar los ojos. Sus párpados cayeron lentamente en tanto su cabeza se erguía y sus labios exhalaban sordos jadeos de placer.
La ardiente mano femenina comenzó entonces a deslizarse con extrema lentitud por el interior de la ropa, y él sintió la proximidad y el contacto carnal de las yemas de los dedos que avanzaban hacia su destino pubiano jugueteando con el vello rizado, entreteniéndose en cada porción de su vientre, retardando el momento de éxtasis.
—Aguarda un instante, y ante todo no abras los ojos —oyó que le ordenaba la voz femenina al oído.
Y eso es lo que él hizo. Notó que le desabrochaba la hebilla del cinturón y que le bajaba los pantalones hasta dejárselos por debajo de las rodillas, justo donde comenzaban sus altas y ajustadas botas de cuero. Un escalofrío le recorrió toda la columna vertebral como si se la atravesara una dulce aguja de plata. Abrió un momento los ojos, pero sólo pudo ver un delicado y abundante cabello negro sujeto en un moño con un alfiler de oro y dos perlas grises engastadas. La muchacha colocó la mano sobre sus párpados y le obligó a cerrarlos.
—No seas impaciente, te he dicho que no abras los ojos. Levanta los brazos, mantén tus ojos cerrados y respira hondo, hondo, hondo…
Aquella voz era un susurro profundo.
Los brazos levantados, los pantalones por debajo de las rodillas y los párpados cerrados, y el corazón latiéndole como el de un caballo desbocado tras varias millas al galope, el calor fluyendo desde su entrepierna hacia su estómago y la sangre palpitando en todas sus venas, hinchadas como las velas de una fragata con fuerte viento de popa.
Durante unos instantes que le parecieron eternos mantuvo esa ridícula posición en espera de que ocurriera algo maravilloso. Por fin, abrió los ojos y miró hacia abajo. Sus pantalones pendían colgados sobre los cordones de sus botas de cuero, y entre sus muslos, justo por debajo de la abertura delantera de la levita, brillaba su pene erecto, casi a punto de reventar de tan hinchado. Bajó los pesados brazos y miró a su alrededor: sólo estaba el patio lúgubre y sucio. La muchacha de las manos cálidas había desaparecido. Por un momento, aquello le pareció un sueño.
Se subió deprisa el pantalón y se ajustó como pudo el cinto. Al abrocharse la hebilla echó en falta la bolsa de cuero donde guardaba sus monedas; buscó apresurado por el suelo y entre sus ropas desbaratadas y se palpó nervioso el cuerpo todavía estremecido. Tampoco estaba el lujoso reloj de oro que su padre le había entregado poco antes de salir de casa y que había guardado celosamente en uno de los bolsillos interiores de la levita. Se aliñó lo mejor que pudo y salió corriendo a la calle, donde ya estaba oscureciendo. Intentó localizar a la muchacha entre la muchedumbre, pero para su desesperación cayó en la cuenta de que no recordaba su rostro. Sólo retenía en su mente el brillo de aquel alfiler dorado con dos perlas grises engastadas que sujetaba una espesa mata de cabello rizado y negro.
Corrió desorientado y confuso calle arriba, entre la bruma amarillenta, y volvió sobre sus pasos para regresar al portal. Aquella muchacha parecía haberse esfumado entre el polvo y el atardecer.
—¡Me ha robado, esa maldita zorra me ha robado! —exclamó aturdido y avergonzado ante el asombro de la gente que lo miraba extrañada.
El criado de Francisco de Faria había terminado de deshacer el equipaje de su joven señor. El viaje desde sus tierras de Castuera, en Extremadura, a Madrid había sido pesado y largo a causa del calor sofocante que aquellos días de mediados del verano asolaba la meseta castellana.
—¡Maldita mujer, maldita sea mil veces! La bolsa y el reloj, me ha robado la bolsa y el reloj.
—¿Qué ocurre, señor? —le preguntó el criado.
—Una mujer, o tal vez el mismísimo demonio con su forma…, ha sido aquí al lado, en un sucio portal…, me ha sorprendido por detrás, me ha tocado mis partes… y me ha susurrado cosas deliciosas al oído, muy bajito…, y cuando me he dado cuenta de lo que pasaba, ella ya había desaparecido entre la multitud con mi bolsa y mi reloj.
—¿La bolsa dice usted, señor… y el reloj? ¿Cuánto dinero llevaba encima, don Francisco?
—Todo, maldita sea, todo; todo lo que me dio mi padre antes de salir de Castuera. No tenemos ni para pagar una hogaza de pan. ¡Condenado demonio con pechos!
Francisco de Faria, hijo del noble extremeño don Fernando de Faria, tenía diecinueve años. Había salido unos días antes de su casa solariega de Castuera, una aldea cercana a Mérida, camino de la corte de Madrid con tres de los criados de su padre, dos baúles de equipaje, una buena bolsa llena de dinero, un reloj nuevo de oro y una carta de recomendación para presentarse ante su pariente don Manuel Godoy y Álvarez de Faria, príncipe de la Paz y de Basano, duque de Alcudia, generalísimo de los ejércitos y jefe del gobierno de su majestad don Carlos IV, rey de España.
Francisco era el único hijo de don Fernando, conde de Castuera. Su madre había muerto en el momento de su nacimiento, por lo que había sido amamantado por amas de cría. Desde muy pequeño había sentido una gran atracción por la milicia. En su casa de Castuera había devorado varios libros que trataban de las glorias de los heroicos guerreros extremeños que habían conquistado imperios y continentes para el rey de España. Conocía de memoria las biografías de Hernán Cortés y de Francisco Pizarro y sus hazañas y conquistas al otro lado del mar, y no deseaba otra cosa que emular esas grandes gestas imperiales.
Claro que ahora, a comienzos del siglo XIX, España ya no era aquel gran imperio en expansión de la época de los conquistadores de América, aunque seguía conservando una potencia militar y territorial considerable, sobre todo porque poseía casi intactas las extensas tierras que se conquistaran allende los mares tres siglos atrás, y también porque el recordado rey Carlos III había dejado una marina en buen estado, con excelentes barcos y grandes navegantes, aunque con muchas deudas por pagar.
El niño Francisco de Faria, en los estrellados anocheceres de los plácidos veranos extremeños, había soñado, tumbado de espaldas en la tierra aún caliente, con protagonizar grandes nuevas gestas. Si Hernán Cortés había conquistado el imperio Azteca con la sola ayuda de su inteligencia y audacia y Francisco Pizarro había hecho lo propio con el Inca con tan sólo trece hombres, Francisco de Faria se sentía con fuerza suficiente como para conquistar para España nuevas tierras, bien en la misma América o bien en los mares del sur, o en las islas de las Especias.
Había oído una y otra vez en los círculos ilustrados de Badajoz y Salamanca, durante los tres años en los que acudió a esas ciudades a cursar estudios, que España había quedado ensombrecida por Francia desde hacía al menos un siglo en el continente europeo, y hacía varios decenios que Inglaterra había superado a España como gran potencia naval. El brillo y el poder de España se apagaban como los rescoldos que languidecen en el fogón de la cocina sin que nadie hiciera nada por alimentarlos con nueva leña o por avivarlos con el fuelle.
Desde muy pequeño, Francisco de Faria había recorrido los campos de la hacienda de su padre sintiéndose un nuevo Pizarro. Siempre que jugaba con los niños de su aldea se había erigido en capitán de las tropas, encabezando orgulloso a su cuadrilla, empuñando una espada de madera y cubierto con un casco hecho con la chapa abollada de un viejo farol. Cuando nadie lo veía, se colocaba la cimera de una vieja armadura que decoraba el pasillo principal de la casona familiar y blandía al aire alguna de las espadas que colgaban de la pared como mudas presencias de antiguos hidalgos.
Él quería ser soldado, pero al cumplir los dieciséis años su padre le obligó a ingresar en la antaño prestigiosa Universidad de Salamanca. Era ésta una de las pocas donde el grado de bachiller no se obtenía mediante el pago de una generosa cantidad de dinero, y, entre las veinticuatro que había en España, una de las dos o tres con merecimientos para denominarse tales, pues la mayoría no eran sino escuelas episcopales adscritas a los cabildos de las catedrales donde se expedían títulos universitarios con unos pocos conocimientos de teología y latín y algunas nociones de gramática; la mayoría eran mediocres centros de enseñanza muy alejados de las corrientes culturales europeas y en los que el progreso intelectual estaba cercenado por la censura que imponía el tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, garante de la «pureza» mediante una lista de libros prohibidos que incluía a la mayor parte de las grandes obras literarias, científicas y filosóficas.
Pero ni siquiera la de Salamanca estaba al margen de las corruptelas que dominaban las universidades españolas. Debido a la secular relajación de la disciplina, al incumplimiento de las obligaciones docentes, a la frivolidad de los responsables, al abstencionismo de los profesores e incluso al amaño de los exámenes, don Fernando estimó que aquélla no era la mejor educación para su único hijo, y pronto ordenó a Francisco que regresara a casa. Hasta entonces el conde de Castuera se había mostrado reticente a que su primogénito ingresara en el ejército.
Era uno de esos miembros de la nobleza más rancia, enraizada en su tierra y celosa de sus privilegios, que creía que la milicia era tan sólo para los hidalgos de baja cuna o para los hijos segundones, en tanto que el heredero de un noble hacendado debía dedicar todos sus esfuerzos y toda su educación a aprender cuanto fuera necesario para mantener sus heredades en el seno del linaje. La sangre y la tierra eran lo más importante para don Fernando, así había sido siempre en su familia, desde que alcanzara el grado de nobleza, allá por finales del siglo XV, y así debería seguir siendo. En eso consistía el orgullo familiar, el mismo que obligaba a Fernando de Faria a conservar en el seno de su linaje la herencia de la tierra, pese a que muchas familias nobles eran tan poco prestas a la mejora de sus haciendas que las tenían mal cultivadas, cuando no casi abandonadas; todo negocio que no tuviera que ver con la tierra se despreciaba por inadecuado a la condición nobiliaria.
A principios del siglo XIX ya no se ponían en práctica algunas viejas costumbres como la de dirimir cuestiones de honor mediante el duelo, pero la nobleza extremeña mantenía una extraordinaria rigidez en cuanto a las formas y creía que la mejor manera de no perder su compostura era no mezclarse con el populacho. De modo que los nobles constituían un núcleo tremendamente cerrado, ajeno a la mayoría de la población, incluso en la celebración de fiestas, que solían organizarse para conmemorar acontecimientos relacionados con la monarquía o con motivo de las bodas de sus hijos. Los nobles vivían tan al margen de lo real que parecía como si estuvieran seguros de que las cosas jamás cambiarían, de modo que actuaban como si todo fuera a ser eterno.
La experiencia de Salamanca no resultó nada convincente, y al fin don Fernando accedió a que su primogénito ingresara en la Real Escuela Militar de Badajoz, pese a que la profesión militar estaba ya bastante desprestigiada entre las clases nobles porque sólo acudían a ella aquéllos que no alcanzaban el nivel de rentas suficiente para mantener su nivel de vida con el lujo que requería la condición nobiliaria.
Para el hijo de un rico hacendado, y además emparentado con el todopoderoso don Manuel Godoy, no era nada difícil obtener en apenas un año el grado de cadete, y Francisco lo alcanzó gracias a su constancia en el estudio, pero también a las generosas donaciones que su padre prodigó a la Escuela Militar pacense.
—Es hora de que vayas a Madrid —le dijo un día en su casona de Castuera, durante el permiso que a Francisco le concedieron tras su graduación militar como cadete—. Hace unas semanas envié una carta a nuestro pariente Godoy, que es quien ahora manda en España, rogándole que te recibiera en la corte y que te recomendara para continuar tu carrera militar en la capital del reino. Me acaba de contestar pidiéndome que te traslades enseguida a Madrid.
»Le he vuelto a escribir para darle las gracias y le he pedido que te proteja, a la vez que le he ofrecido mis respetos. Aprende de él: hace unos pocos años que llegó a la corte sin más bagaje que su inteligencia y el honor de nuestro linaje, y ya es el primero de los españoles tras su majestad el rey don Carlos IV. Y procura hacer una buena boda, como nuestro pariente, que está casado con una nieta del mismísimo rey Luis XIV de Francia.
Francisco de Faria recibió de su padre una bolsa llena de monedas de oro y plata, un reloj de oro y un ajuar completo que los criados embalaron en dos baúles. Sólo le dio un consejo:
—En Madrid hay tres cosas que pueden acabar con la hacienda de un hombre: el afán de ostentación en el paseo del Prado, los juegos de naipes y las dádivas a ciertas mujeres; guárdate de las tres y todo te irá bien.
El hijo del conde de Castuera salió con tres criados camino de la corte madrileña una cálida mañana del verano de 1804. Él hubiera preferido viajar solo hasta la corte, era una forma de intentar demostrar a su padre que no tenía miedo a ese viaje, pero el camino de Badajoz a Madrid, aunque era más seguro que los que atravesaban Sierra Morena, solía estar recorrido a veces por delincuentes que asaltaban a los viajeros solitarios. Un hombre solo, incluso si iba bien armado, era una presa fácil para los salteadores. Por ello su padre puso a su servicio a tres criados para que lo acompañaran hasta Madrid. Uno de ellos se quedaría con Francisco en la corte, en tanto los otros dos regresarían a Castuera en cuanto lo hubieran dejado a las puertas de la capital del reino.
Habían realizado el trayecto sin más contratiempo que las penalidades provocadas por el intenso calor, y tras cinco días de viaje llegaron a Madrid cansados y polvorientos pero con ganas de contemplar aquella ciudad que ya se había convertido en la más grande de España y de la que todos los que la habían visitado contaban maravillas.
El joven Faria y su criado se instalaron provisionalmente en una fonda aseada y limpia, frecuentada por personas de cierta categoría social, en la calle de la Platería, muy cerca de la plazuela de la Villa, en tanto buscaban una casa apropiada a su condición. El mismo día de su llegada a Madrid, justo después de despedir a los dos criados que lo habían acompañado desde Castuera, Francisco de Faria había dejado al tercer criado deshaciendo el equipaje en la fonda, y tras descansar un poco y comer algo ligero, había decido dar una vuelta por las calles de los alrededores, impaciente como estaba por contemplar cómo era la ciudad en la que iba a pasar los próximos meses, tal vez años, de su vida.
Y había sido justo en ese primer paseo, apenas llevaba unas pocas horas en Madrid, cuando aquella muchacha del alfiler de oro con perlas grises lo había embaucado con caricias y susurros en el oscuro portal y lo había desvalijado de cuanto de valor portaba encima.
—¡Maldita sea, maldita sea! ¡Todo, se ha llevado todo y me ha dejado un terrible dolor de testículos! Ni un mísero real para comprar algo que llevarnos a la boca —se lamentaba ante su criado.
—Mire, don Francisco —le indicó el criado, echándose mano a la faja de lana que rodeaba su cintura—, su padre me confió esta bolsa con mil reales. Me la entregó poco antes de salir. «Por si surge alguna emergencia», me dijo.
El joven Faria cogió la bolsa, volcó el contenido encima de la cama y extendió las monedas sobre la colcha.
—Bien —suspiró aliviado—, al menos no moriremos de hambre.
—En cuanto a la muchacha que le robó, señor, creo que debería ir usted a poner una denuncia, o si lo prefiere lo haré yo mismo, ya he acabado de ordenar su ropa.
—No, no, una denuncia no serviría de nada. Además, ni me he fijado en como era esa maldita pécora. No sabría decir si era alta o baja ni de qué color tenía los ojos, sólo recuerdo su pelo negro y rizado. Con esa descripción debe de haber miles de mujeres en Madrid.
—Tal vez, pero el dinero es vuestro, y si alguien…
—De acuerdo, de acuerdo, iré mañana a poner esa denuncia. Ahora es tiempo de descansar. Yo no tengo apetito, si tú lo deseas sal a cenar, come algo, estarás hambriento. Yo me voy a dormir, por hoy ya he tenido bastante.
Francisco de Faria se desnudó y se acostó en la cama principal de la habitación, que estaba en una alcoba al fondo de la sala. El criado dormiría en un catre cerca de la puerta. Intentó conciliar el sueño, pero no pudo; una y otra vez acudía a su cabeza aquella muchacha. Intentaba recordar algún rasgo de su rostro que le permitiera identificarla llegada la ocasión de reconocerla, pero en su mente sólo había lugar para un alfiler dorado con dos perlas grises y unas manos cálidas y suaves que por unos fugaces momentos lo habían transportado muy cerca del paraíso.
—Estamos tras su pista, señor. Ya han denunciado varios viajeros ese tipo de robo y sabemos que es una joven de pelo negro la que los perpetra, pero no hemos podido atraparla. Actúa siempre de la misma manera: engatusa con malas artes a los recién llegados a la ciudad, y en cuanto se descuidan los despluma antes de desaparecer como un fantasma. En los últimos meses ha realizado al menos cuatro atracos —le dijo el jefe de la policía encargada de la vigilancia de las calles de Madrid.
—Hagan lo que sea por atraparla, en esa bolsa había diez mil reales en monedas de oro y plata, además de un reloj de oro con su cadena y una carta para don Manuel Godoy —insistió Francisco de Faria.
—No tenemos una descripción precisa de cómo es; siempre actúa al atardecer, cuando hay poca luz en la calles, y pone sumo cuidado en evitar que sus víctimas le vean el rostro.
Francisco regresó a la fonda y cogió papel, pluma y tintero. Tenía que escribir a su padre y contarle que le habían robado la bolsa y el reloj, y además pedirle más dinero y una nueva carta de presentación ante Godoy, pues aquella joven ladrona también la había sustraído del bolsillo de su chaleco. «Tal vez creyó que se trataba de un billete o de un pagaré», pensó el joven Faria.
Ocho días más tarde llegó una carta de Castuera. Don Fernando recriminaba a su hijo su poco cuidado y le instaba a mantenerse siempre precavido. Junto al pagaré por valor de diez mil sueldos a canjear por efectivo en el banco de San Carlos, venía otra nueva carta efe presentación para Godoy. Francisco pagó al correo, pues las cartas se abonaban al recibirlas, y suspiró aliviado al leer el contenido. No aguardaba otra cosa de su padre, pero durante los días de espera llegó a pensar que tal vez le ordenara regresar de inmediato a Castuera como castigo a su descuido.
Faria acudió a primera hora de la tarde al palacio de Buenavista, la residencia que a Godoy le había regalado el ayuntamiento de Madrid, donde unos días antes había dejado la carta de presentación de su padre. El «Choricero», como era apodado el jefe del gobierno de Carlos IV, tenía treinta y cuatro años y era un hombre más temido que admirado. Había llegado a Madrid desde Badajoz apenas cumplidos los dieciséis años siguiendo a su hermano mayor, y gracias a su recomendación entró en la compañía de guardias de corps, donde sirvió durante un tiempo a cambio de una modesta pensión, hasta que sus artimañas y su capacidad de seducción lo convirtieron en el hombre más poderoso de España.
El joven cadete tuvo que esperar un buen rato, pues Godoy estaba despachando con el secretario de Hacienda sobre ciertos asuntos relativos a los deseos del jefe de gobierno de establecer contactos mercantiles con China y otros países de Asia para paliar el descenso del comercio con las colonias americanas.
Godoy estaba buscando desesperadamente nuevos mercados y nuevos centros de provisión de materias primas. Había llegado incluso a planear la conquista y colonización del norte de África, labor que Carlos IV no aprobaba, y pese a la oposición del rey envió a un espía catalán llamado Francisco Domingo Badía a recorrer el Magreb disfrazado de musulmán. El príncipe de la Paz ofrecía a Muley Sulaimán, rey de Marruecos, ayuda para sofocar la revuelta de las tribus bereberes rebeldes a su reinado, a cambio de que España obtuviera la concesión de dos puertos, uno en el estrecho de Gibraltar y otro en la costa del Atlántico.
El príncipe de la Paz recibió a Faria en una sala larga y estrecha. Godoy vestía una casaca azul con entorchados dorados, un fino pantalón ocre muy ajustado y unas altas y estrechas botas de cuero negro. Era un hombre alto y recio, de porte elegante a pesar de estar algo cargado de espaldas. Tenía el pelo muy rubio, fino y lacio, peinado con raya en medio, corto por arriba, con el flequillo rapado sobre la frente, pero largo por detrás, con mechones dorados que caían por encima de sus anchos hombros y con amplias pero finas patillas que se alargaban hasta la robusta mandíbula, muy al gusto francés. La nariz era recta y bien proporcionada, la frente amplia y lisa, las cejas estrechas y bien perfiladas y los ojos no muy grandes y con un brillo acuoso. La boca parecía pequeña comparada con la cabeza, pero los labios eran delicados y sensuales, bien dibujados sobre una barbilla redonda con un pequeño hoyuelo en el centro.
Era uno de esos tipos galantes y atractivos a los que no se les suele resistir ninguna mujer, aduladores y a la vez dotados de un encanto personal que o enamora a primera vista o los hace detestables para siempre. Algunos decían que la mismísima reina había caído rendida ante sus encantos y que ése era el único mérito para su rápido ascenso desde su primer destino como simple guardia de corps hasta lo más alto del poder.
—¡Mi querido sobrino!, déjame que te abrace —dijo Godoy al atribulado Francisco de Faria, cuando éste entró en la sala acompañado por un ujier.
—Os presento los respetos de mi padre, señor…, excelencia —balbució el joven Faria.
—Vamos, vamos, déjate de cumplidos, somos familia. Me alegré mucho cuando recibí carta de tu padre, mi primo, pidiéndome que te recibiera en Madrid. Vaya, has decidido ser soldado, ¡bien hecho! En nuestra familia siempre ha habido grandes soldados; ¿sabes?, uno de nuestros antepasados peleó contra los moros en la guerra de Granada al lado de los Reyes Católicos y estuvo con el Gran Capitán en las guerras de Italia, y otro acompañó a Hernán Cortés en la conquista de México.
Manuel Godoy, hijo de don José de Godoy y de María Antonia Álvarez de Faria, era de estirpe noble, pero pertenecía a una rama de un linaje venido a menos, con una menguada hacienda y más deudas que ingresos. Su casa solariega, como la de los Faria, con quienes estaba emparentado, radicó en Castuera, pero esa rama de la familia había tenido que trasladarse a Badajoz, donde ante la falta de grandes heredades que administrar, su abuelo se había dedicado a vivir de las escasas rentas que poseía. Dilapidados sus recursos familiares, los hermanos Godoy habían tenido que buscar su sustento en el ejército, como tantos nobles e hidalgos desprovistos de rentas y fortuna.
—Yo sólo deseo ser un buen soldado, servir a España y a su majestad don Carlos —soltó de corrido Faria. La frase sonó demasiado falsa, como si, y así había sido, hubiera estado ensayándola durante toda la mañana.
—Excelente, excelente, así habla un soldado de España. Preséntate pasado mañana en el regimiento de guardias de corps, sus miembros forman mi escolta personal y a veces la de su majestad el rey. Yo mismo te recomendaré al brigadier que lo manda. Si eres valiente, como te corresponde por tu apellido, y cumples bien las órdenes, no tardarás en ascender. Y ahora acompáñanos; este salón es el más famoso de Madrid, lo que no veas y oigas aquí no lo sentirás en ninguna otra parte.
Y en efecto, así era.
A las salas principales del palacio se accedía por una gran escalera. A Francisco le extrañaron los escasos requisitos que los relajados guardias de la puerta exigían para entrar en donde se celebraban las tertulias vespertinas de Buenavista. Aquellos salones siempre estaban atestados de todo tipo de gentes. Aquel día había incluso un grupo de varias prostitutas del más caro y lujoso burdel de Madrid, que junto a un balcón reían a mandíbula batiente mientras batían sus abanicos escuchando los chistes que contaban dos oficiales del ejército que se pavoneaban ufanos con sus inmaculados uniformes tachonados de decenas de brillantes botones dorados. En uno de los rincones, junto a una chimenea de mármol sobre la que lucía un magnífico jarrón de porcelana de Sevrés, tres mujeres de la alta sociedad madrileña cuchicheaban sobre la mejor manera de conseguir las prebendas que para ellas y sus maridos habían ido a solicitar a Godoy. Y un poco más allá, un clérigo con aspecto de rufián de taberna sentaba doctrina sobre los vicios que aquejaban a Europa a causa de las ideas liberales que llegaban de Francia y de los Estados Unidos de América, y lamentaba que algunos de ellos ya se hubieran asentado entre muchos españoles; y lo hacía mientras devoraba con avidez unos bizcochos de canela mojados en un tazón de chocolate caliente.
El regimiento de guardias de corps se había constituido como la unidad de elite del ejército, pero su única función era proteger a Godoy y vigilar los palacios reales y reforzar la escolta de la guardia real cuando el monarca salía de caza. La preparación militar de los guardias y la de sus mandos no era muy adecuada, pero su prestigio se debía a que el regimiento estaba compuesto por soldados y oficiales pertenecientes a las más nobles y poderosas familias del reino, y sus miembros solían ascender en el escalafón antes que el resto de los militares.
Francisco de Faria se presentó en el cuartel a primera hora de la mañana, vestido con su uniforme de cadete de la Escuela Militar de Badajoz. Lo recibió un brigadier de pelo cano y amplios bigotes que no dejaba de atusar con su mano izquierda.
—Viene usted recomendado desde muy arriba, cadete —le dijo—; espero que sea merecedor de esa confianza.
—Ésa es mi intención, señor.
—Le presentaré al sargento Morales, es el encargado de instruir a los aspirantes a oficiales en sus funciones en el cuartel.
El brigadier hizo llamar a Isidro Morales, quien se presentó en seguida en el despacho.
—Sargento, este cadete es don Francisco de Faria, pariente de nuestro muy querido don Manuel Godoy. Durante todo este año va a estar sirviendo en esta unidad. Hágale saber cuáles son sus obligaciones e infórmele sobre la vida y los horarios en el cuartel. Bien —continuó dirigiéndose a Faria—, ahora puede retirarse. ¡Ah!, y bienvenido al servicio de guardias de corps. Deseo que sea digno de vestir nuestro uniforme.
Isidro Morales, el sargento de los guardias de corps, era un tipo altivo. De estatura elevada, lo que era preceptivo para llegar a sargento de batallón, tenía las espaldas más anchas que Faria había visto en hombre alguno y un cuello tan grueso que hubieran hecho falta tres manos para abarcarlo. Caminaba con pasos firmes, asentando cada pie con fuerza antes de levantar el otro, como si hubiera aprendido a andar entre una manada de osos. Había nacido en una familia de artesanos del cuero en el arrabal de Toledo y desde niño había destacado por una enorme fuerza y un tremendo descaro. Se había enrolado en el ejército a los dieciséis años, abandonado su oficio de curtidor, y había logrado ascender hasta el grado de sargento tras muchos años de permanencia en los cuarteles.
No era uno de esos tipos que creían que el ejército era la mejor de las instituciones posibles, ni mucho menos, pero se sentía orgulloso de su origen toledano y de su grado de sargento. «Nací en la ciudad imperial», solía comentar a menudo. No se distinguía precisamente por ser un hombre culto, pero le apasionaba el teatro y no dejaba de asistir a los estrenos de las obras que se representaban en Madrid. Frecuentaba algunos burdeles, sobre todo uno muy discreto cerca de la plaza de la Cebada donde coincidían los militares de baja graduación y los comerciantes que acudían a la villa desde las comarcas cercanas. Procuraba no perderse ninguna corrida de toros y, siempre que su servicio se lo permitía, se acercaba hasta la pradera de San Isidro para pasear entre la multitud que por las tardes, sobre todo los domingos, se arremolinaba en torno a cestas de merienda y botas de vino. Allí acudían las gentes del pueblo y era uno de los pocos lugares donde podían verse mezclados los pobres con los ricos, quienes, disfrazados de majos y majas con lujosos trajes, jugaban a la gallina ciega. Por su condición de sargento no podía asistir a las suntuosas fiestas que se celebraban en los jardines del Buen Retiro, donde se representaban fastuosos espectáculos de ópera y se organizaban concurridos bailes de máscaras reservados sólo para las clases altas que se vestían a la moda francesa para estas ocasiones.
—Los oficiales de la guardia de corps son los mejores soldados de España. Todos pertenecen a familias nobles, como usted, y todos comparten los mismos ideales. Ojalá el resto del ejército fuera igual; ¡ay, si ocurriera así!, no tardarían en reverdecer aquellas glorias imperiales de los tiempos del emperador don Carlos y de su hijo el rey Felipe II, nuestra época más gloriosa —comentó Morales mientras enseñaba el cuartel a Faria.
—Me alegro de que piense así, sargento; yo opino lo mismo.
—Si tuviéramos ahora generales como el Gran Capitán, Pizarro, Hernán Cortés o don Juan de Austria, y soldados como los de los tercios de Flandes y los que conquistaron el imperio de Moctezuma… Bueno, no estaríamos como estamos. ¿Conoce usted a alguien en Madrid?
—Pues no, sargento, lo cierto es que sólo a mi tío, el príncipe don Manuel Godoy.
—En ese caso…, no está bien que un sargento congenie con quien pronto será un oficial, pero alguien tiene que enseñarle Madrid. ¿Le gusta a usted el teatro?
—No sé…, no he ido nunca.
—Pues se ha perdido algo grande. Hace dos meses don Leandro Fernández de Moratín estrenó su nueva comedia, La mojigata, en el Teatro de la Cruz. ¡Vaya éxito!, ¡once días seguidos se mantuvo en cartel esa obra! Le hubiera gustado.
Aquel tipo era muy raro, o así se lo pareció a Faria, que dudaba si aceptar la propuesta de Morales para enseñarle Madrid. Al fin y al cabo, Isidro Morales sólo era un sargento, y él era un noble, pariente del hombre más poderoso de España y futuro oficial del ejército. «Pero ¡qué diablos! —pensó—, tal vez este hombre pueda enseñarme más sobre la vida en Madrid que todos los cortesanos juntos». Además, ya había pasado un tarde en los salones del palacio de Buenavista, y lo que allí había visto y oído no le había parecido demasiado interesante.
Como guardia de corps podría haberse hospedado en el cuartel, junto a algunos de sus compañeros, pero la nueva remesa de dinero que su padre le envió desde Castuera le permitió alquilar un piso en una bocacalle de la puerta del Sol, donde se concentraban los ociosos de Madrid, en un edificio nuevo de cuatro plantas. No era una vivienda demasiado grande, pero tenía una amplia sala, dos dormitorios, uno de ellos con alcoba, y una amplia cocina con fogones nuevos, suficiente para recibir a sus futuras amistades. Su criado se encargaría de hacer la comida y de mantenerlo limpio.
Un elegante lacayo del palacio de Buenavista se presentó a primeras horas de la mañana en el piso de Faria. Portaba una invitación de don Manuel Godoy para una cena de gala que se iba a celebrar en palacio. Al poco de instalarse en el piso, Faria había enviado un mensaje a su tío ofreciéndole sus respetos y dándole a conocer su nueva dirección, y para su satisfacción, el jefe del gobierno no había tardado ni una semana en acordarse de él.
Vistió su nuevo traje de gala de cadete de la guardia de corps, ordenó a su criado que sacara brillo a sus botas, a su cinturón de cuero y a sus botones dorados y se dirigió, mediada la tarde, hacia Buenavista. El murmullo de las conversaciones se podía oír desde la entrada, iluminada por dos grandes faroles y protegida por cuatro alabarderos del regimiento de los guardias de corps.
Después de mostrar su invitación al oficial de la puerta, que la cotejó con su listado, Faria subió por la escalera principal hacia los salones, atestados de generales, damas y caballeros de la alta sociedad madrileña y de lacayos que portaban bandejas de plata con pastas y copas de moscatel.
El joven Faria recorrió con la mirada aquellos rostros intentando identificar a alguien conocido, pero todos te eran extraños. Uno de los criados le ofreció una copa de moscatel y Faria la tomó distraído.
—Es usted nuevo en Madrid, ¿me equivoco? ¡Ah!, perdone, me presentaré, mi nombre es Leandro Fernández de Moratín.
Faria recordó que aquel nombre era el mismo que el del autor de teatro que el sargento Morales había citado con cierta devoción el día que se presentó en el cuartel.
—Me alegro de conocerlo, señor. He oído hablar de usted y de su éxito en el teatro. Yo soy Francisco de Faria, guardia de corps de su majestad Carlos IV e hijo de don Fernando de Faria, conde de Castuera, en Extremadura.
—Lo vengo observando desde que entró y lo he visto demasiado solo y un tanto despistado.
—Es que todavía no conozco a nadie. Soy pariente de don Manuel Godoy y hace muy poco que vivo en Madrid. Su excelencia me ha invitado a esta cena.
—Su excelencia don Manuel es un gran anfitrión. Le gusta rodearse de mucha gente, amigos, allegados, parientes…; su palacio siempre está abierto a sus amistades.
Moratín tenía un rostro severo y marcado por la viruela, enfermedad que causaba estragos. Vestía con elegancia levita de paño azul y pantalones grises. Parecía un hombre honesto aunque una sombra extraña atormentaba sus ojos.
—Me han dicho que es usted el mejor autor de teatro de Madrid —comentó Faria.
—Eso dicen algunos, aunque también hay críticos que opinan todo lo contrario. Intento escribir un teatro de calidad, a pesar de las censuras eclesiástica y gubernativa. No me gusta en absoluto el tipo de obras chabacanas que en estos tiempos dominan los escenarios de nuestros teatros con la excusa de acercar lo aristocrático y lo castizo. Permítame que sea franco: el teatro atraviesa en España una mala época. Empresarios sin escrúpulos han copado el negocio y llevan camino de acabar con él. Hace cinco años subieron escandalosamente el precio de las entradas para que sólo los ricos pudieran ir a ver las funciones. No tenían bastante con separar a la gente según su condición social que incluso han intentado echar a las personas sencillas de los teatros, y eso no es lo peor. Ponen en escena obras de una calidad ínfima, destinadas a un público embrutecido que sólo aspira a ver sobre el escenario a actores histriónicos rodeados de extrañas maquinarias, ruidos infernales, humo asfixiante, músicas estridentes, figuras monstruosas, héroes de pacotilla que vuelan y grupos corales chillones y gesticulantes. Creen que gastando seis mil reales en un mediocre decorado ya están dadas las condiciones para una exitosa función. ¡A eso llaman ahora teatro! Están consiguiendo que sólo acuda a las salas gente que no cesa de hablar o ladrones de relojes.
Moratín parecía muy enfadado. Conforme iba hablando de la situación que atravesaba el arte de la comedia, el tono de su voz se iba elevando, aunque no lo suficiente para que repararan en él los que alrededor reían y chillaban mientras bebían moscatel y comían pastas azucaradas.
—En verdad que está usted indignado —dijo Faria.
—No, mi joven amigo, ¿me permite que lo considere así?
—Por supuesto, será un honor para mí.
—No, no estoy indignado. Fíjese, hace ya algunos meses que me ronda por la cabeza la idea de fundar una sociedad en la que se lean tan sólo las obras literarias más horripilantes y se comenten como es debido. Creo que la llamaré la Sociedad de los Acalófilos, es decir, de los amantes de lo feo. Tendrá una acogida extraordinaria, pues aquí en Madrid son legión. Le invito a que forme parte de esta insólita sociedad, se divertirá.
Moratín y Faria siguieron conversando durante un buen rato hasta que un ujier, con un golpe seco en el suelo y un vozarrón de mozo de taberna arrabalera, anunció la entrada de su excelencia don Manuel Godoy y Álvarez de Faria, y después enumeró una larga retahíla de títulos, honores y condecoraciones.
Godoy apareció vestido de capitán general, aunque la faja roja tradicional en el generalato la había sustituido por una azul. Junto a él había un hombre recio y fornido, de cabeza poderosa y pelo ensortijado, cuyos ojos agudos parecían los de un halcón.
—Es Goya, Francisco de Goya, el pintor de la corte —bisbisó Moratín a oídos de Faria—; dicen que el mejor de Europa.
La vida en el cuartel era demasiado rutinaria, y la monotonía del servicio de los guardias de corps sólo se alteraba los días que les tocaba el turno de escoltar a Carlos IV en sus salidas a cazar en las dehesas de El Prado o en los montes de El Escorial, o en las largas tardes que pasaban en las tertulias del café de San Luis, donde acudían los guardias de corps y los guardias del rey. Las conversaciones de aquellos días de principios del otoño giraban casi siempre en tomo a la nueva guerra que se preparaba en Europa, a la menguada hacienda del Estado y a los chismorreos sobre la corte.
En el cuartel se comentaba que Napoleón, que se había autoproclamado emperador de los franceses en el mes de mayo, tras disolver el Triunvirato que él mismo había creado después de derrocar al Directorio mediante un golpe de Estado, proyectaba la invasión de Inglaterra. A fines de agosto el ejército francés había realizado una formidable manifestación de fuerza en Boulogne en homenaje a su nuevo emperador, conocida con el nombre de «la marcha de las Águilas». España estaba en paz con todo el mundo desde hacía más de dos años, pero el embajador de Napoleón presionaba a Carlos IV y a Godoy para que se pusieran de su lado contra los ingleses.
El joven Faria asistía a aquella situación excitado. Ardía en deseos de entrar en combate, tal como había imaginado en los libros que leía en su casa de Castuera, y eso no sería posible sin una guerra en la que luchar Soñaba con ganar batallas, ascender deprisa en el escalafón militar y alcanzar el reconocimiento de héroe peleando al servicio del rey de España. En el cuartel de los guardias de corps no había muchos libros, pero se podían encontrar algunos que glosaban las glorias del ejército español, y Faria los devoraba con fruición en sus períodos de descanso.
La situación de España a principios del siglo XIX no era nada boyante. Hacía ya veinte años que el país había pasado su mejor momento desde hacía un siglo, justo al final del reinado de Carlos IV, cuando se construyeron numerosos navíos de guerra y se dotó a la Armada de más medios y de hombres mejor preparados. Pero, desde el ascenso al trono de Carlos IV, las cosas habían cambiado mucho. Tras el triunfo de Napoleón, España vivía a remolque de los intereses de Francia, a la que se temía tanto por su creciente poder militar, auspiciado por su ambicioso y enérgico emperador, como por el hecho de que las ideas liberales y revolucionarias pudieran extenderse al sur de los Pirineos y acabar de un plumazo con los seculares privilegios de la indolente nobleza, del inane clero y de la fútil monarquía.
Para colmo de males, Carlos IV era un hombre de espíritu pusilánime, bondadoso y tímido, sin capacidad para tomar decisiones y falto de fortaleza de ánimo y de carácter; de él se decía que estaba sometido a la voluntad de su esposa la reina María Luisa de Parma, una mujer tan intrigante como astuta.
Carlos IV se despreocupaba de los asuntos de Estado. Su vida se asemejaba a la de un verdadero parásito, y no faltaban quienes lo comparaban con los zánganos de las colmenas, siempre chupando la miel que otros libaban. Aunque se levantaba a las cinco de la mañana, lo hacía para oír dos misas, leer libros piadosos y desayunar leche de cabra recién ordeñada y chocolate caliente, que sorbía con gula. Después se dirigía a los talleres de palacio, donde se dedicaba a ayudar al maestro armero a limpiar fusiles o a poner a punto pistolas y trabucos, pero sobre todo pasaba muchas horas en el taller de carpintería, donde trabajaba puliendo sillas, alisando tablas y dorando muebles.
Casi todos los días en que el tiempo lo permitía, salía de caza, una pasión heredada de su padre, el rey Carlos III, y lo hacía montado en la carroza real escoltado por un destacamento de la guardia real y dos docenas de guardias de corps, y tras ellos una numerosísima comitiva de nobles, soldados, lacayos y criados. En cada jornada de caza se movilizaba una partida de no menos de setecientos hombres y quinientos caballos. En esas ocasiones, el rey comía y bebía como un leñador tras varios días de ayuno. Durante una de las jornadas de caza que Faria cumplía servicio de escolta, el joven cadete observó asombrado cómo el monarca engullía de una sentada para merendar dos enormes ristras de chorizo con una hogaza de pan y se bebía media bota de vino, para luego caer dormido sobre la mesa y roncar durante toda la tarde.
Carlos IV casi nunca acudía al despacho para dirimir los graves asuntos de Estado; cuando no estaba cazando o tomando chocolate y bizcochos con los nobles de la corte, lijando muebles o engrasando fusiles, dedicaba las tardes otoñales a dormitar al calor de la chimenea o a jugar interminables partidas de naipes, durante las cuales solía quedarse dormido sobre la mesa.
Le gustaba la música y tocaba, bastante mal pero con mucho entusiasmo, el violín. Las comidas y las cenas solían estar amenizadas por un cuarteto de cuerda que interpretaba piezas de Bach, Brunetti, Mozart y sobre todo Haydn, el compositor favorito del monarca, por cuya música sentía verdadera pasión. Cuando sonaba alguna pieza de Haydn el propio monarca dejaba de comer de inmediato y se incorporaba al cuarteto como segundo violín. Por el contrario, la reina prefería la seguidilla y la guitarra, y solía invitar a parejas de cantantes para que, vestidos de majo y maja, entonaran tonadillas.
Siempre que podía, Godoy acudía a cenar a los palacios reales, bien al de Madrid, bien al de Aranjuez o al de La Granja, donde Carlos IV y su esposa pasaban la mayor parte del tiempo. Mientras el rey dormitaba recostado en un sillón o apoyado sobre la mesa de juego, la reina y Godoy departían acerca de los asuntos de Estado, hacían y deshacían nombramientos y concedían mercedes y privilegios.
La intimidad y el aprecio que la reina María Luisa demostraba hacia Godoy eran tales que en la corte y en todo Madrid se rumoreaba que eran amantes. Había incluso quien decía que los infantes Francisco de Paula e Isabel se parecían tanto al príncipe de la Paz como su vivo retrato, y que ésa constituía la prueba irrefutable de que eran hijos del favorito de la reina, y no del rey.
Godoy estaba en el cénit de su poder. A los veinticinco años, en 1792, ya había sido nombrado jefe de gobierno, tras una meteórica carrera que lo había llevado en apenas seis años desde el grado de guardia de corps al de capitán general de los reales ejércitos. Arriesgado y seguro de sí mismo, había criticado a los anteriores jefes de gobierno, tildando a Floridablanca de perplejo, tímido e indeciso y al aragonés Aranda de anciano, confiado y confuso. En 1798 perdió el favor del rey y fue destituido, pero gracias a la mediación de la reina María Luisa, su gran valedora, y a las presiones de Francia, cuyos gobernantes veían en Godoy el mejor aliado para llevar a cabo los planes que habían diseñado para España, sólo dos años después recuperó el cargo.
En 1802 Godoy había sido el principal artífice de la paz de Amiens con Inglaterra, y por ello había ganado su título principesco. Se mostraba muy ufano y orgulloso por los logros alcanzados en esa ocasión, pues había conseguido la devolución de la isla de Menorca, que los ingleses habían ocupado en una espectacular acción cuatro años antes, pero a cambio de entregarles la isla de Trinidad, la perla de las Antillas menores.
—Suenan tambores de guerra.
—¿Qué dice, sargento? —preguntó Faria a Morales. Tras haber pasado la tarde en el burdel de la plaza de la Cebada, ambos compartían una botella de aguardiente en la taberna de la posada de San Sebastián, muy cerca de las ruinas del teatro del Príncipe, que hacía poco había ardido por completo para desesperación de Morales, quien sostenía que era el único local de comedias, de los tres que había en Madrid, digno de llamarse teatro.
—Que esta época de paz se está acabando. Napoleón es un hombre tremendamente ambicioso y sabe que necesita los barcos españoles para llevar a cabo su plan de invadir Inglaterra. Me temo que está haciendo todo lo posible para que España entre en guerra como aliada de Francia contra los ingleses.
»Además, la guerra es muy beneficiosa para el desarrollo de las naciones; con la guerra se construyen carreteras y puentes, depósitos y fábricas de municiones, aumenta la intendencia, se desarrolla la industria textil y la metalúrgica, hay más empleos. La guerra ha hecho ricos a muchos, a las compañías coloniales inglesas y holandesas, por ejemplo, o a los banqueros. ¿Sabe usted que los barcos franceses se aseguran en caso de guerra en Londres? ¿Quién satisface la demanda de esclavos y de manufacturas de los colonos españoles en América?, pues los contrabandistas ingleses de Jamaica. La guerra aporta grandes beneficios a mucha gente.
—Salvo a los muertos —dijo Faria.
—Ninguna guerra ha logrado acabar con todo el género humano; en las guerras los muertos no importan. Los cadáveres anónimos no significan nada y los héroes fallecidos sirven para ilusionar a los pueblos, que les construyen mausoleos, les erigen monumentos y les dedican grandes poemas épicos. Como puede ver, cadete, también los muertos son útiles incluso para el arte y la literatura.
Morales no dejaba de sorprender a Faria. Era un hombre de aspecto bruto y hosco, pero cuando hablaba de política internacional parecía un experto de primera fila. El propio Faria había llegado a pensar si no sería uno de esos espías que Inglaterra, o tal vez Francia, tenían ocultos entre los españoles.
—¿Qué sabe usted de eso, sargento?
—Lo que oigo por ahí: que Napoleón maneja a su antojo al gobierno español, que el rey no ejerce como tal, que el gobierno está rendido a intereses extranjeros… ¡Ay, si hubiera entre nosotros un nuevo Gran Capitán!
—Ojo con lo que dice, sargento, dentro de poco seré su oficial superior y no me gusta que se hable así de nuestro gobierno ni de nuestro rey. Somos soldados de España y debemos actuar, pensar y hablar como tales.
—Escuche, jovencito engreído. Usted todavía no es oficial, sino un simple cadete, y yo soy sargento, «su» sargento. Hace veintidós años que sirvo en el ejército, y en todo ese tiempo he visto pasar ante mis ojos a muchos soldaditos que se creían predestinados por la Providencia para salvar a España, alguno incluso se sentía un nuevo Rodrigo de Vivar. ¿Y sabe qué ha sido de ellos? La mayoría cumple servicio en cuarteles infectos sin medios y sin otro aliciente que sobrevivir día a día, mandando a jóvenes reclutas que no desean otra cosa que regresar cuanto antes a sus casas, a labrar los campos o a trabajar en los talleres…, si es que pueden encontrar trabajo.
»Y entre tanto, ¿qué hace nuestro gobierno? Achantarse ante Napoleón, temblar frente a Inglaterra y esquilmar cuanto puede las riquezas de los españoles.
—Basta ya, sargento, está usted borracho.
—Es probable, «señorito» Faria, es probable, pero no dejo de tener razón. Un nuevo Gran Capitán, eso es lo que nos falta. Y orgullo, raza, sangre…
Morales apuró de un trago el último vaso de aguardiente, carraspeó, dejó unas monedas en la mesa y salió de la taberna como alma que lleva el diablo.
Faria cogió la botella y se sirvió otro vaso, pero cuando lo llevó a sus labios no pudo tragar un solo sorbo; las palabras de Morales lo habían dejado inquieto, como si se sintiera culpable de algo, tal vez porque sabía que el sargento tenía razón.
Ese mismo año de 1804, en mayo, había sido elegido primer ministro británico el taimado Pitt William, quien de inmediato envió a Madrid a su más hábil embajador, míster Hookham Frere, para enterarse de las intenciones de Godoy y tratar de evitar el peligroso acercamiento de España y Francia, aunque en realidad al gobierno inglés sólo le obsesionaba la idea de convertirse en la primera potencia del mundo y deseaba ese puesto a cualquier precio. El príncipe de la Paz había celebrado varias entrevistas con el embajador inglés durante los últimos días de agosto en los jardines y palacio de San Ildefonso. Para demostrar la buena voluntad del gobierno británico, al cual representaba en Madrid, míster Frere se había comprometido a enviar tropas a España en caso de que Napoleón invadiera la Península, y siempre que el rey Carlos IV decidiera romper sus relaciones con los franceses y firmar una alianza con Inglaterra.
Algunas de las entrevistas habían sido muy tensas; una tarde de fines de agosto míster Frere planteó un ultimátum a Godoy.
—Rompa usted cualquier relación con Francia, aléjese de Napoleón y apóyese en Inglaterra. Mi gobierno estaría dispuesto a ser muy generoso con España.
—Francia es muy poderosa. Su ejército de tierra es el más fuerte de Europa, y algunas de sus unidades están acantonadas apenas a dos días de marcha de la frontera de los Pirineos. Si decidieran invadimos, no podríamos resistir su ataque —lamentó Godoy.
—Nosotros les apoyaríamos, don Manuel, ya sabe cuánto apreciamos a los españoles en nuestro país; nuestros mejores escritores son apasionados admiradores de Cervantes y de su obra Don Quijote —ironizó el embajador—. Podríamos desembarcar un cuerpo de ejército en apenas una semana en Santander y en Bilbao y desde allí acudir hasta Vitoria y Pamplona, y destacar varios regimientos más en Barcelona para defender la frontera en Cataluña. Yo le puedo asegurar, excelencia, que Inglaterra jamás depondrá las armas sin antes haber vencido. Disponemos de una enorme cantidad de recursos con los que podríamos socorrer a España, si lo necesitara. Si usted quisiera…
—Es inútil, míster Frere, mi país jamás entendería una alianza con Inglaterra. El pueblo español contempla a los ingleses como a sus verdaderos enemigos. No perdonan los actos de piratería de sus corsarios durante siglos, sus alevosos ataques a nuestros puertos, su acoso y pillaje a nuestros mercantes de la ruta de América, sus asedios traidores a La Coruña, Cádiz y Menorca, y además aún retienen ustedes la plaza de Gibraltar. Todo eso no se olvida de un plumazo —asentó Godoy.
—No es hora de recordar viejas reyertas, señor, sino de tratar de buscar caminos de encuentro entre nuestras naciones. Inglaterra sólo desea defender sus legítimos intereses y evitar que toda Europa caiga en manos de ese autoproclamado emperador que han fabricado los revolucionarios franceses. Bonaparte no tiene otra ambición que dominar toda Europa, pero Inglaterra, con la ayuda de España o sin ella, no lo va a consentir. ¿Qué beneficios espera usted de una alianza con Napoleón? Creo que usted intuye cuáles son sus verdaderas intenciones y sabe muy bien que Bonaparte utilizará el poderío naval de España en su beneficio, pero en cuanto no le sirva…; bien, en ese caso España pasará a ser una provincia más del imperio continental francés, o a lo sumo un reino títere en sus manos. Piénselo bien, excelencia, creo que lo que más le interesa a su país es una sólida alianza con Inglaterra. De usted depende que España sea en el futuro una nación soberana en una Europa libre o una provincia dependiente del imperio continental francés.
Las palabras del embajador inglés sonaban rotundas y firmes. Godoy, en el fondo de su corazón, admiraba la resolución de los británicos. «En España todo es lento», solía decir en numerosas ocasiones, quejándose del carácter y de la manera de obrar de sus compatriotas. Pero temía la ira de Napoleón más que cualquier otra cosa, y estaba convencido de que si firmaba un tratado con Inglaterra, al día siguiente los ejércitos imperiales se pondrían en marcha hacia los Pirineos y nadie podría detenerlos para impedir que llegaran hasta el corazón mismo de Madrid.
El otoño llegó despacio. Faria acudía todas las mañanas al cuartel de los guardias de corps, donde sus superiores lo trataban con una extraordinaria atención. Todos sabían que Faria era sobrino de Godoy, y era éste quien firmaba los ascensos y promovía los empleos de todos los militares. Había corrido el rumor de que el nuevo cadete era un agente de Godoy, y le tenían tanto temor que los oficiales hacían lo posible por agradar a Faria, pues nadie deseaba ver frustradas sus esperanzas ante un buen destino por perder el favor del príncipe de la Paz.
El joven Faria asistía al menos una vez a la semana a las tertulias vespertinas en el palacio de Buenavista. Para un cadete, sin posesión todavía del despacho de oficial, codearse con ministros, con generales del ejército, con los grandes nobles del reino y con los mejores artistas y literatos era un verdadero triunfo. Jamás hubiera imaginado que su estancia en la corte sería así, a pesar de sus orígenes nobles.
—Se avecinan momentos difíciles —le dijo un día don Manuel Godoy—. No sé durante cuánto tiempo podremos sostener esta situación de paz tensa, pero creo que no será mucho. Desde que perdiera las trece colonias de América del Norte, Inglaterra ansia ganar nuevas tierras en América a nuestra costa y a la de los franceses, y el emperador Napoleón está maquinando invadir Gran Bretaña en un ataque a gran escala. Pero para eso es preciso cruzar el Canal, y ahí necesita de nuestros barcos. Mal asunto, sobrino, mal asunto… Además está la situación aquí, en la corte. Estoy rodeado de conspiradores, necesito apoyos leales, como el tuyo, sobrino. Te necesitaré para elevadas misiones.
—Pero, excelencia, no sé si estoy preparado…
—Ya lo estarás. Preciso de gente fiel a mi lado. Esta corte es un nido de víboras al acecho, aguardando la menor oportunidad para inocularte su veneno. Todo el mundo conspira, Madrid es un conciliábulo permanente. No me puedo fiar sino de unos pocos, y tú, como mi pariente, eres uno de esos pocos. Tu padre me ha escrito de nuevo y me dice que eres un muchacho valiente y decidido; creo que puedo confiar en ti.
—Se lo agradezco mucho, excelencia. Intentaré no defraudarlo.
—Sé que no lo harás.
Godoy se mostraba muy preocupado conforme se acercaba el invierno. Durante los dos años anteriores, y a pesar de su inclinación hacia los franceses, había logrado mantener a España neutral, pero la presión del embajador francés, sobre todo tras enterarse de que el inglés se había entrevistado varias veces a fines de verano con Godoy, era agobiante. No había día en que el delegado imperial de Napoleón en Madrid no se acercara al palacio de Buenavista o a Aranjuez para intentar convencer a Godoy y a los reyes de la necesidad de que España firmara un pacto con Francia y ambas hicieran juntas la guerra a Inglaterra. Aseguraba el embajador francés que, unidas las dos naciones, Inglaterra sucumbiría. España podía aportar una aceptable y experta Armada y un legendario ejército, en tanto Francia disponía de los mayores efectivos de tierra de Europa y de los generales más preparados, además de la capacidad para diseñar tácticas militares de su emperador, del cual el embajador decía que era la mente más privilegiada de Europa.
Un día tras otro agobiaba con sus reiteradas peticiones a Godoy, asegurándole que la alianza de las dos naciones sería insuperable para Inglaterra, pero que si no se producía esa unión, Inglaterra acabaría pactando con Rusia y Austria la destrucción de Francia, y aun la de la propia España. «España se convertirá en una colonia de Inglaterra, como está ocurriendo con Portugal», solía repetir.
El príncipe de la Paz no le daba al embajador francés ninguna respuesta concisa y dilataba su respuesta en espera de que se produjera algún acontecimiento que hiciera variar aquella situación. España no estaba en condiciones de sostener una guerra de desgaste con Inglaterra, ni siquiera con la ayuda de Francia, y Godoy lo sabía muy bien. Una espada de doble filo pendía sobre la cabeza del jefe del gobierno, y no había nada que pudiera impedir que un destino trágico estuviera a punto de cumplirse.
Fue el brigadier de los guardias de corps quien se lo comunicó:
—Siéntese, teniente Faria —le dijo al recibirlo en su oficina.
—Señor…, ejem, ¿su excelencia ha dicho teniente? —preguntó incrédulo el joven Francisco.
—Así es. Esta mañana he recibido su nombramiento. Está firmado por el mismísimo príncipe de la Paz. Aquí tiene usted el despacho. Enhorabuena.
El joven tendió la mano como un autómata y cogió el papel que le ofrecía el brigadier. Lo desplegó y, en efecto, allí estaba la real cédula de su majestad el rey Carlos IV, escrita sobre un papel oficial impreso con el sello real, en la que don Manuel Godoy, generalísimo de los ejércitos y jefe del gobierno, promovía al cadete don Francisco de Faria al empleo de teniente, con destino en el batallón de la guardia de corps en el servicio de custodia del palacio de Buenavista.
—Ya es usted un oficial del ejército español; permítame que estreche su mano —añadió el brigadier ante los ojos extraviados del sorprendido nuevo teniente.
—Yo…, no sé… Gracias, brigadier, gracias.
—Es usted de noble cuna, joven, su linaje bien merece este ascenso. Y, por cierto, el nombramiento ha llegado acompañado de un pagaré de su padre dirigido a los guardias de corps. Ha donado al regimiento cien mil reales; unos pocos miles de reales más y el ascenso hubiera sido directamente a capitán. Bien, tiene usted derecho a un suboficial ayudante, ¿ha pensado ya en alguien?
—No…, bueno, sí, sí, el sargento Morales; sí, el sargento Isidro Morales.
—Lo imaginaba. Me deja usted sin el mejor de mis suboficiales, pero si ésa es su elección ordenaré que preparen su traslado, el de los dos, claro, a palacio, a Buenavista. Puede retirarse, teniente.
Faria salió de la oficina del brigadier como flotando entre nubes. No comprendía que su padre hubiera entregado tan elevada suma como regalo a los guardias de corps, pero enseguida olvidó ese asunto. Tuvo que frotarse los ojos un par de veces y darse unas palmaditas en el rostro para demostrarse que no estaba soñando. «Teniente, teniente», bisbisaba una y otra vez mientras caminaba por los pasillos del cuartel y se imaginaba vestido con el uniforme nuevo y los galones en su bocamanga.
El sargento Isidro Morales se cuadró ante Faria.
—A sus órdenes, teniente. Se presenta el sargento…
—Está bien, Morales, está bien, descanse y relájese. He solicitado al brigadier y me ha concedido que usted sea mi ayudante. Mi nuevo destino es el servicio de guardia y custodia del palacio de Buenavista; usted vendrá conmigo.
—Yo creía que estaba enojado; en la taberna no estuve demasiado…
—Ese incidente lo he olvidado, pero espero que no se repita. Desde ahora soy su superior, y eso debe recordarlo siempre.
¡Teniente con diecinueve años! Si sabía aprovechar aquella oportunidad, su carrera en el ejército sería extraordinaria. Pocos días después de su nombramiento, a vuelta de correo, Faria recibió una carta de su padre. Le daba la enhorabuena por su ascenso, que Francisco le había comunicado el mismo día en que sucedió, y le enviaba diez mil reales para que hiriera frente a los nuevos gastos que su empleo de teniente le causaría en las semanas venideras.
Las guardias en el palacio de Buenavista eran relajadas, demasiado relajadas. La residencia de Godoy en Madrid se convertía todas las tardes en un ir y venir de gentes de todo tipo. Francisco de Faria asistía a aquellas tertulias en su condición de oficial de la guardia, pero sobre todo por su parentesco con el príncipe de la Paz. Él todavía no había querido enterarse, a pesar de que todo el mundo era sabedor de la situación, de que un ascenso tan vertiginoso se debía a ser pariente de don Manuel, pero sobre todo a los cien mil reales que su padre había desembolsado para que ascendieran a su hijo.
Pero aquella tarde era diferente. Se había ordenado suprimir la tertulia porque Godoy había citado a las cuatro al embajador de Francia. Faria, responsable de la guardia a esas horas, acompañó al diplomático francés hasta una de las salas, donde esperaba el príncipe de la Paz.
Los dos políticos se saludaron amablemente y Faria sólo pudo ver, cuando la puerta de la sala se cerraba ante sus ojos, el rostro abatido de su pariente con la mirada perdida en la vacía chimenea de mármol.
—¿A qué se debe tanta urgencia, embajador? He suspendido todas las visitas de esta tarde y ya sabe usted que estas tertulias son uno de los mayores incentivos de Madrid; espero que la causa lo justifique.
—Por supuesto, excelencia, por supuesto. Esta misma mañana he recibido una información confidencial de uno de nuestros agentes secretos aquí en Madrid. Como entenderá su excelencia, no puedo desvelar su identidad, pero sí su información.
—Dígame.
—El príncipe heredero don Fernando encabeza una conspiración contra su excelencia y contra Francia.
—¿Está usted seguro?; eso que afirma es muy grave.
—No tengo ninguna duda. La conspiración está instigada por los consejeros del príncipe de Asturias. El principal conspirador es ese clérigo preceptor de su alteza, ese taimado Escoiquiz. Ha tejido una trama para derrocar a don Carlos y sentar en el trono a don Fernando. Hace ya varias semanas que elaboran sus planes en connivencia con agentes británicos. Desean la ruina de Francia y para ello utilizan a España en su beneficio. Obvio indicarle que su excelencia es uno de los obstáculos que deben superar para alcanzar sus objetivos.
A continuación, el embajador de Napoleón sacó un informe que entregó a Godoy en el que se detallaban lugares, nombres y fechas, todas las pruebas irrefutables sobre la conspiración.
Godoy también había sabido que el príncipe de Asturias, a quien aborrecía, estaba impaciente por ocupar el trono, pero sus agentes no habían logrado una información tan precisa como la que ahora tenía ante sus ojos.
—¿Quién más sabe esto? —preguntó apesadumbrado.
—Mi agente en Madrid, nosotros dos y el correo de su majestad imperial que he enviado a París para informar al emperador. Por parte de mi gobierno, le reitero nuestra oferta, excelencia, y la concreto. Quiero serle sincero: necesitamos los barcos españoles para invadir Inglaterra. Debe usted declarar inmediatamente la guerra a los ingleses y firmar una alianza con Francia. Y ahora, excelencia, ya no es sólo una cuestión a decidir sobre a cuál de las dos potencias enemigas apoyar; ahora se trata de su propia supervivencia política… y tal vez de salvar su propia vida.
Godoy sujetó el informe con mano temblorosa. Comprendió que, si triunfaba la conjura contra el rey don Carlos, él mismo se vería arrastrado, y, conociendo la inquina que le profesaban el príncipe de Asturias y su preceptor Escoiquiz, su vida corría un grave peligro.
Dio unos pasos dubitativos por la sala, se acercó a una de las ventanas y contempló la tarde sobre la puerta de Alcalá y los jardines del Prado Grande y del Buen Retiro. Por el paseo del Prado de San Jerónimo los madrileños disfrutaban de los últimos días cálidos del otoño; paseaban elegantes damas con llamativos vestidos de encajes blancos, azules y rosas, chulapos con ajustados trajes marrones y grises bordados con cintas negras y plateadas, militares uniformados con sus mejores casacas y rancios aristócratas de levitas abotonadas y altos sombreros.
Unos golpes sonaron. Godoy desvió sus ojos del balcón y los dirigió hacia la puerta de la sala. El secretario de la cancillería se asomó azorado y tembloroso.
—Perdone, excelencia, pero este despacho no admite demora.
El príncipe de la Paz desplegó el papel, se acercó a la luz natural que entraba por los balcones y leyó.
—¿Qué ocurre?, ¿qué cojones ocurre aquí? —gritó Faria, quien tras despedir al embajador francés en el carruaje que le había esperado en el patio de Buenavista había regresado a la entrada del palacio, al ver a dos guardias de corps que bajaban corriendo por las escaleras.
—Los ingleses, teniente, los ingleses han atacado a cuatro de nuestras fragatas. Han capturado a tres de ellas, la Medea, fletada hace apenas cinco años en el Ferrol, la Fama y la Clara, y las llevan a Inglaterra, y han hundido a la Mercedes, que ha estallado arrastrando al fondo del mar toda su carga y su tripulación. Ha sido a la altura del cabo de Santa María —informó uno de los soldados.
—Y los nuestros, ¿se han entregado sin luchar?
—No han tenido otra salida, a bordo iban mujeres y niños; no se han atrevido a disparar contra los ingleses y poner en peligro de muerte tantas vidas inocentes.
—¿Quién lo ha dicho?
—El secretario de la real cancillería, hace unos minutos. Se lo ha comunicado a su excelencia cuando éste despachaba con el embajador francés. Creo que habrá guerra.
—Bonaparte estará muy contento —sonó una voz a espaldas de Faria.
—Vaya, Moratín, usted por aquí. Hoy se han suspendido todas las visitas.
—Ya lo sé, y entiendo el motivo. No todos los días se prepara una guerra contra los ingleses.
—¿Cómo lo sabe?
—Acabo de oírlo, como usted mismo, de boca de uno de sus guardias, teniente. Por cierto, enhorabuena por su ascenso. Si entramos en guerra y tiene suerte de no morir en alguna batalla, no tardará en lucir los entorchados de brigadier. Eso es lo que quería, ¿no?
Francisco de Faria sintió un escalofrío por la columna vertebral y un sudor gélido en la espalda. Siempre había imaginado participar en grandes batallas y vencer en nombre de España; bien, ahora aquellos sueños adolescentes se podían convertir en realidad, y no estaba seguro de poder afrontar con valor esa terrible situación. La guerra ya no era una aventura etérea que sólo existía en los libros de historia, en los cuadros de los salones palaciegos o en su imaginación infantil; ahora se mostraba como algo inmediato y horrible, una macabra sombra que anunciaba muerte, destrucción y miedo.
La confirmación del cobarde ataque del día cinco de octubre a las cuatro fragatas españolas por otras cuatro inglesas, sin que mediara declaración de guerra entre ambas naciones y sin que existiera provocación alguna, causó entre los madrileños una profunda indignación, que se incrementó cuando llegó la noticia de que la fragata Extremeña también había sido atacada el día treinta de septiembre en las costas de Chile por un bergantín inglés. Durante los dos años de paz se habían producido algunos altercados en el mar entre barcos ingleses y españoles, pero se habían saldado sin mayores problemas. Este caso era mucho más grave.
El embajador francés estaba muy contento con la noticia. No le cabía ninguna duda; tras el ataque inglés a las fragatas españolas, Godoy no tendría más remedio que proponer al rey don Carlos que España declarara la guerra a Inglaterra. Un informe de los servicios secretos franceses demostraba que el gobierno inglés había ordenado a sus barcos atacar indiscriminadamente a todas las naves españolas inferiores a cien toneladas, a fin de forzar una respuesta de España y declarar una guerra abierta. Las verdaderas intenciones de Inglaterra eran bien distintas a las que el embajador británico había revelado a Godoy; los ingleses pretendían acabar con el poder naval de España para quedar como únicos dueños de los mares y monopolizar el comercio intercontinental, y de paso evitar una posible invasión de su isla por las tropas de Napoleón. España estaba tan empobrecida, agotada y rendida que no constituía para Inglaterra o para Francia un enemigo a temer, sino una pieza a ganar.
Varios grupos de gente se arremolinaron en los alrededores del palacio de Buenavista los días siguientes en demanda de noticias. Había algunos que aseguraban que Godoy ya había firmado la declaración de guerra, en tanto otros se preguntaban cómo había sido posible que cuatro fragatas británicas, la Indefatigable, la Amphion, la Liverly y la Medusa, capturan a tres españolas y hundieran a una cuarta sin sufrir daño alguno. Un exaltado acusó a los marinos españoles de cobardes y de haberse rendido sin plantar cara a sus agresores; otro dijo que esa acción había sido una trampa tendida por Francia para atraer a España a su causa, y un tercero intentó justificar el desastre resaltando que él había servido mucho tiempo en la marina de guerra y que, desde hacía siete u ocho años, la decadencia de la Armada era notoria debido a que no se construían nuevos barcos, no se mantenían en buenas condiciones a los que ya se poseía y a que los planes de mejora y reforma de la flota que iniciaran algunos ministros de Carlos III no habían sido continuados por los de Carlos IV, y acusaba al «Choricero» de olvidarse de los soldados y de los marineros de España y de gastar el erario público en fiestas cortesanas, palacios suntuosos y lujos superfluos. Alguien trató de justificar la rendición de las cuatro fragatas sin disparar un solo cañonazo a causa de las mujeres y niños que viajaban a bordo, defendiendo la versión oficial del suceso. Otra voz aseguró que la culpa de todos los males que estaban aquejando a España era de Godoy, quien tenía a los reyes como encerrados en Aranjuez, mientras hacía y deshacía a su antojo la política nacional. «Nos ha vendido a los franceses —gritaba como un poseso—; el “Choricero” es un traidor».
Francisco de Faria ordenó formar a los guardias de corps que protegían el palacio de Buenavista y permanecer atentos a los movimientos de aquel gentío del que salían las voces más exaltadas.
—Si se acercan a la puerta con intención de entrar, no preguntéis, disparad al aire; y si persisten en su avance, tirad a las piernas.
Dio la orden sin alterar un solo rasgo de su rostro, pero en cuanto se quedó solo en una de las habitaciones del cuerpo de guardia rompió a gemir como un niño.
Sólo el sargento Morales lo vio llorar.
—Es su deber, teniente —le dijo.
—¡Sargento! —se sorprendió avergonzado al ver a Morales.
—Sus órdenes, teniente, son proteger este palacio y a quien lo habita, no debe pensar en otra cosa. Un soldado obedece órdenes, simplemente.
—Esos hombres tendrán esposa e hijos, y si hubieran decidido avanzar hacia palacio y mis hombres hubieran matado a alguno de ellos, yo hubiera sido el culpable.
—Ante todo es usted un soldado, teniente, y ha cumplido con su deber.
—Mi deber es defender a mi patria, no asesinar a civiles indefensos.
—Usted no sabe nada de esa chusma. Entre ellos hay algunos que no dudarían en hacerse un cinturón con sus tripas si se les presentara la ocasión. Salga afuera y mírelos bien. Son fieras, teniente, fieras ávidas de sangre. Yo los he visto; son alimañas que atacan a traición, por la espalda, te clavan un puñal en las entrañas y se esfuman como ratas en la noche. Son chusma, teniente, sólo chusma. Con gente como ésa, España nunca hubiera sido un gran imperio.
—Ordene a la guardia y al retén que cierren las puertas de palacio y que todos presten la máxima atención. No, espere, lo haré yo mismo.
Por primera vez en su vida estaba sorprendido por su sentimiento de compasión hacia los más débiles. Había sido educado para ser un miembro de la clase superior, de la alta nobleza, y para ello, desde niño le habían enseñado que los nobles eran diferentes a las demás personas, que su capacidad era superior, que su sangre era distinta, que pertenecer a la nobleza confería una condición tal que colocaba a sus miembros por encima, muy por encima del resto de los mortales. Y así había actuado él durante toda su corta vida, como le había enseñado Su padre. Jamás se había parado a pensar en qué ideas albergarían las mentes de sus criados, simplemente los consideraba seres inferiores cuya obligación era la de obedecer y servir a su señor natural. Él, Francisco de Faria, del ilustre y muy antiguo linaje de los condes de Castuera, era un noble, un miembro del estamento elegido, una clase que tenía derechos y privilegios seculares debidos a su sangre heredada, a su nobleza transmitida y a su ascendencia casi sagrada.
No podía volver a mostrar un signo de debilidad semejante, y menos todavía permitir que lo observara un subordinado. La condición nobiliaria era superior a cualquier otra condición humana, y él tenía que aparecer siempre como lo que era, un elegido, un miembro de la casta predestinada por Dios para regir la tierra y para gobernar sobre todas sus gentes.
Faria se lavó la cara, se dirigió presto al puesto de guardia y ordenó a todos los hombres de servicio que se mantuvieran alerta y que dispararan a discreción y sin dudar en caso de peligro inminente.
Carlos IV, ajeno a cuanto pasaba en las calles de Madrid, había salido a cazar por los sotos de El Escorial, de San Ildefonso y en los bosques de las laderas del Guadarrama, que en aquellos días de mediados de otoño rebosaban de piezas. Godoy se había dirigido al encuentro del rey, quien, servido por dos de sus lacayos, comía ávidamente en un pabellón de caza en el real sitio de San Ildefonso.
—Mi buen Manuel, ¡qué alegría verte de nuevo! Siéntate aquí y come una de esas perdices, las cacé yo mismo ayer por la tarde, en el soto del Moral.
—Gracias, señor, pero he comido de camino. Os traigo noticias importantes y graves. Los ingleses han vuelto a atacar a uno de nuestros barcos. Nuestra fragata Matilde ha sido apresada por el navío británico Donegal, de ochenta cañones, y por la fragata Medusa. El pueblo demanda una respuesta, señor; no podemos continuar cruzados de brazos mientras la Armada inglesa captura uno a uno nuestros buques. Majestad, las fragatas que los ingleses apresaron en el cabo de Santa María portaban un millón de libras en plata procedente de nuestras posesiones en América, y ahora todo ese dinero está en manos de Inglaterra.
Carlos IV se levantó de la mesa, se limpió la grasa de los labios y adoptó una postura regia, ridícula de tan fingida.
—¿De qué fuerzas navales disponemos?
—Tenemos ciento noventa y tres barcos operativos, de ellos unos cincuenta son navíos de línea, pero la mayoría son viejos y están muy mal equipados; el último fue construido en 1798, se trata del Argonauta, de ochenta cañones. Nuestros oficiales son los mejores del mundo y sin duda los más valerosos, pero no tenemos marinería preparada, ni tropas auxiliares, ni artilleros adecuados. Los británicos nos superan en todo, señor, en todo. Una guerra naval contra Inglaterra sería un auténtico desastre, salvo que contáramos con el auxilio de otras naciones.
—¿Y qué propones, Manuel?
—Considero que nuestra única salida es una alianza con Francia; sólo con la ayuda de Napoleón podremos derrotar a Inglaterra y evitar que siga capturando nuestras naves.
—Napoleón… Todavía recuerdo cuando ese corso impetuoso deseaba extender la funesta Revolución a todas las naciones de Europa; esos estúpidos deseos de igualdad, fraternidad y libertad, como si todos hubiéramos nacido merecedores de disfrutar de los mismos derechos.
—Ahora es nuestra esperanza, Napoleón es nuestra única esperanza.
—Mi padre legó una gran Armada, ¿qué hemos hecho, Manuel, qué hemos hecho?
Don Carlos parecía cariacontecido, pero se limitó a sentarse de nuevo a la mesa, coger una perdiz de la bandeja e hincarle el diente con avidez.
Lo que se había hecho y se seguía haciendo era pagar las enormes deudas que se habían generado durante el reinado de Carlos III. La situación era una triste paradoja: el padre se llevaba la gloria por las obras realizadas, pero era el hijo quien debía pagarlas a costa de no hacer otra cosa que cubrir créditos y amortizar deudas.
Godoy regresó a Madrid de inmediato y solicitó información detallada al ministerio de Marina. Desde 1803, y a imitación del sistema inglés, la marina era gobernada por un consejo del Almirantazgo, formado por los generales Álava, Escaño y varios más. Ambos acudieron a Buenavista con un extenso informe. España había dispuesto a la muerte de Carlos III en 1788 de setenta y seis navíos de línea de entre ciento doce y cincuenta y cuatro cañones, cincuenta y una fragatas de cuarenta a veinte cañones y varias corbetas, urcas, jabeques, balandras, bergantines y otros barcos menores hasta un total de doscientas noventa y cuatro embarcaciones. Ahora, en 1804, se habían reducido a ciento noventa y tres, cien barcos menos y mucho más viejos. Inglaterra superaba a España en al menos tres a uno.
Pero, tras las frías cifras, la valoración que presentaban los expertos de la Armada era terrible: afirmaban que en España no se sabía construir buques según las técnicas más modernas, que faltaban miles de marineros para completar las tripulaciones y que los que había a bordo no estaban lo suficientemente preparados, pues carecían de instrucción, de entrenamiento adecuado y de conocimientos mínimos de navegación. Y los artilleros todavía estaban peor, pues apenas ejercitaban el disparo, no tenían formación técnica y carecían de conocimientos de artillería moderna.
En el informe se decía que Inglaterra poseía hasta ciento cincuenta navíos de línea y decenas de fragatas mejor equipados y más armados que los españoles, y sobre todo dotados de unas tripulaciones más preparadas y mejor entrenadas, no tanto los oficiales como sobre todo la marinería. Se aseguraba que nadie superaba a los franceses en hidrografía y náutica y que también disponían de los mejores científicos en óptica, trigonometría, cálculo y física, pero Francia tenía sólo cuarenta navíos de línea, aunque todos ellos bien armados. Los astilleros franceses eran probablemente los mejores, pero los ingleses habían aprendido a construir buenos barcos gracias a copiar los modelos de los barcos franceses capturados, en los que habían introducido algunas mejoras contrachapando el fondo con láminas de cobre, que los hacía más rápidos y maniobrables, y ganando estabilidad al bajar el centro de gravedad sin hacerlo a la vez con el centro de flotación, de modo que los ingenieros navales británicos habían logrado construir unos barcos más estables con viento fuerte, idóneos en caso de batalla en mar abierto.
El informe del Consejo del Almirantazgo concluía con una afirmación desalentadora: la Armada británica era muy superior a la francesa y a la española, e incluso a la suma de ambas. Esta superioridad se atribuía a las reformas introducidas por el almirante Anson, quien las aplicó tras las experiencias aprendidas al realizar un viaje alrededor del mundo en 1744. La clave del dominio británico en el mar radicaba en la organización y en la rapidez y autonomía en la toma de decisiones por los comandantes de los navíos de la Armada. Los capitanes de los barcos ingleses tenían una cierta amplitud y libertad de criterio a la hora de interpretar las órdenes del Almirantazgo, en tanto los mandos franceses y españoles debían de atenerse a unas normas muy estrictas y férreas, sin posibilidad de alterar las órdenes recibidas, lo que en ocasiones límite impedía adoptar la decisión más adecuada a cada momento…
—El primer ministro británico desea la guerra y la está preparando —constató Godoy—. Nosotros debemos afrontar esta crisis con calma pero con energía. Durante varias semanas he negociado con el embajador inglés las condiciones para mantener la paz, pero me exigía que rompiera cualquier relación con Francia y que me alineara con Inglaterra contra Napoleón. Bien sabe Dios que he intentado mantener la neutralidad a pesar de las agresiones británicas, pero son ellos quienes no desean la paz.
»Señores —continuó—, ordenen a los astilleros de El Ferrol que armen seis navíos de línea. Vamos a necesitarlos, pues creo que la guerra va a ser inevitable.
—Excelencia, los ingleses entenderán esa orden como una acción hostil, tal vez como una encubierta declaración de guerra —señaló el general Álava.
—No nos han dejado otra opción. Tenemos que estar preparados para defendernos. Dispongan ustedes lo necesario y que esos navíos estén pertrechados para la próxima primavera.
»De inmediato ordenaré al secretario de Hacienda que disponga una serie de medidas extraordinarias para financiar esta operación; habrá que establecer créditos extraordinarios y algunos impuestos especiales; no soy partidario de hacerlo, pero creo que no queda más remedio.
En cuanto se retiraron los dos consejeros del Almirantazgo, Godoy llamó a Francisco de Faria.
—¿Da su permiso, excelencia?
—Pasa, sobrino, pasa y siéntate. Vamos a entrar en guerra con los ingleses, aunque no estamos en condiciones de combatir con ellos en igualdad de condiciones. Nos superan ampliamente en el mar en número de barcos y en dotaciones, pero no podemos dejar que sigan capturando impunemente nuestras naves.
»Pero para lo que te he llamado es para pedirte ayuda, sobrino.
—¿A mí, excelencia? —se sorprendió Faria.
—Madrid es un nido de espías. Hay tantos que ya no sé en quién confiar. Tú y yo somos parientes, eres un buen soldado y creo que no me traicionarás. ¿Me equivoco?
—No, excelencia, no, nunca lo haré.
—Pues escucha: el gobierno inglés se entera de inmediato de cuantos planes se diseñan en Madrid. Y sé quién les pasa la información. Júrame que mantendrás el secreto.
—Lo juro, excelencia.
—Se trata de la princesa doña María Antonia, la esposa del príncipe de Asturias. ¡Claro, qué otra princesa María Antonia podría ser! Esa ambiciosa mujer odia a Francia y a Napoleón, y es la instigadora ante don Fernando de una conspiración que trama derrocar a nuestro buen rey don Carlos. Los conjurados tienen agentes por todas partes y saben en cada momento qué es lo que vamos a hacer. En el curso de las conversaciones que he mantenido en los últimos meses con el embajador inglés, he notado que nuestras posiciones eran conocidas previamente por él y que ya tenía decidida de antemano una réplica a mis propuestas. Estamos ante una de las encrucijadas más decisivas de nuestra historia, Francisco, y todo pasa por no equivocarnos en la elección de nuestros aliados. Si apostamos por un pacto con los ingleses, tal vez nuestros barcos naveguen con libertad por los mares, pero Napoleón lanzará sus poderosos ejércitos contra nosotros y tendremos que luchar en nuestra tierra. Hemos evaluado el poder militar de los ejércitos de Bonaparte y nos superan en cinco o seis a uno. Aunque dispusiéramos de la ayuda que nos ofrece Inglaterra, de lo que por otra parte no estoy seguro, nuestro Estado Mayor ha calculado que los franceses entrarían victoriosos en Madrid en apenas dos meses. Y si por el contrario apostamos por Francia, Inglaterra seguirá, ahora con una guerra declarada, atacando a nuestros barcos y cortando nuestros suministros de las colonias americanas con graves consecuencias para nuestra economía.
Godoy se expresaba con lucidez, como si la difícil situación le hubiera abierto los ojos.
—Malos tiempos, excelencia.
—Sí, parece que soplan malos vientos para España —continuó el príncipe de la Paz—. No sé qué hemos hecho para merecer tal cúmulo de calamidades. Me dicen que hay una epidemia de fiebre amarilla en las costas de Huelva, otra de fiebres tercianas en Castilla y terremotos en Granada, y hemos tenido que sofocar una revuelta que ha estallado en Bilbao en protesta por la insoportable subida de los precios, y no tenemos recursos en las arcas del Estado para construir nuevos barcos y armar más regimientos. Parece que los elementos y todos los demonios se han conjurado contra nosotros. Los conspiradores querrán aprovechar esta mala racha para desprestigiar al gobierno y tratar de ganar adeptos a su causa; por eso quiero que tú, mi querido sobrino, te enteres de qué es lo que está tramando el grupo de traidores que encabezan el clérigo Escoiquiz y la princesa María Antonia. Introdúcete en sus círculos, soborna confidentes y procura informarme de cuanto pase. Confío en ti.
—Haré cuanto pueda, excelencia.
—En privado, cuando estemos tú y yo solos, puedes llamarme tío.
Como era habitual, el embajador inglés no tardó en enterarse de que Godoy había optado por una alianza con Napoleón. Míster Frere se presentó en Buenavista con un postizo ademán de hombre despechado.
—Me ha engañado, excelencia. Yo había confiado en usted y en la cordura de su gobierno. Mi oferta de colaboración y de ayuda era sincera, pero he sabido que ha ordenado armar varios navíos de línea en los astilleros de El Ferrol. Esa decisión sólo se explica si España está preparando una guerra contra Inglaterra.
—Con esa decisión, señor embajador, pretendo defender a nuestros barcos de los ataques injustificados de la Armada inglesa. Sus últimas acciones han sido propias de piratas, señor Frere. Sabemos que el Almirantazgo británico ha ordenado a sus navíos que actúen como viles corsarios y acosen y capturen a nuestras naves en cualquier mar del mundo; no parece ésa una política propia de un país que quiere ser aliado de España.
—Inglaterra tiene derecho a defenderse. España, pese a su estatuto de país neutral, no ha dejado de colaborar militarmente con Francia desde que en 1802 firmamos la paz en Amiens. Los barcos españoles han estado en todo momento bajo las órdenes de Napoleón y su excelencia firmó un tratado el año pasado en el que se comprometía a apoyar financieramente las empresas de Bonaparte. Verá que yo también puedo reprocharle muchas cosas.
—¿Reproches? Señor embajador, ningún barco español estará seguro en el mar mientras el gobierno inglés los considere objetivo de caza. No me diga usted ahora que ha sido sincero conmigo. Inglaterra nunca ha deseado la paz con España, todas sus acciones han ido destinadas a provocarnos para conducirnos a la guerra.
—Inglaterra anhela la paz, pero nunca a costa de nuestra dignidad nacional.
—Eso no es cierto, señor embajador. No sé qué tipo de dignidad nacional es la que se sostiene con actos de piratería.
—¿Me llama mentiroso, excelencia?
—Tómelo usted como le parezca.
—En ese caso, señor, le comunico que el gobierno de su graciosa majestad el rey Jorge III rompe sus conversaciones con el gobierno de su majestad don Carlos IV. Abandonaré Madrid de inmediato.
—Que tenga usted buen viaje, señor Frere.
El embajador británico salió raudo del palacio de Buenavista, y dos días después, el tres de noviembre, se marchó precipitadamente de Madrid. Parecía contento, pues había cumplido con las instrucciones de su gobierno.
Inglaterra, en efecto, deseaba la confrontación bélica con España. Hacía tiempo que la guerra era un buen negocio para los grandes propietarios rurales que dominaban la economía, el parlamento y el gobierno ingleses. La guerra constituía para esas clases nobiliarias la mejor manera de mantener su modo de vida en sus lujosas residencias de campo, con sus extensísimos cotos de caza y sus exclusivos privilegios aristocráticos. La oligarquía inglesa tenía sometido a su país a un dominio asfixiante; podían aplicar graves penas a los que cazaran o pescaran en sus enormes cotos, controlaban el alistamiento en el ejército, que se realizaba mediante una prima de enganche, una promesa de salario que a veces se incumplía o incluso mediante el alistamiento a la fuerza si fuera necesario; y sólo sus hijos podían acudir a las escuelas, que aunque se llamaban públicas estaban reservadas a los más ricos.
Tras superar la gravísima crisis que sucedió a la derrota inglesa en la guerra de la independencia de las trece colonias de América del Norte, un momento que ni Francia ni España supieron aprovechar en su beneficio, el poder de Inglaterra había crecido año tras año. El hundimiento colonial de Francia le había dejado vía libre para actuar en las colonias de América del Norte y del Caribe. Napoleón había apostado por un modelo de imperio continental, en tanto que Inglaterra basaba toda su estrategia de fuerza en las colonias y en su poderosísima Armada. Es cierto que había fracasado en algún caso y que la independencia de las trece colonias que habían formado los Estados Unidos de América había supuesto un golpe muy duro a los intereses coloniales británicos, pero aquellos años difíciles habían sido superados con creces.
Inglaterra había estado al borde del desastre cuando franceses y españoles se unieron a los norteamericanos en su guerra por la independencia. Pero las convulsiones que siguieron a la Revolución en Francia y la decadencia política, militar y económica de España, donde había gran temor a que se extendieran por sus colonias americanas las ideas de independencia y libertad de los estadounidenses, salvaron la crítica situación y, gracias a ello, los británicos se rehicieron pronto.
Pero además, había un factor mucho más profundo que hacía de Inglaterra un país temible. En tanto los campesinos y las clases populares francesas no habían soportado la secular situación de abuso a que estaban sometidos por los nobles y se rebelaron en un gran estallido revolucionario que derrocó a la monarquía de los Borbones en Francia, y condujo a la guillotina a Luis XVI, a María Antonieta y a miles de nobles y señores, por el contrario, las clases populares inglesas, tan sometidas y humilladas como las francesas y condenadas a las mismas o incluso peores condiciones de vida, aguantaron mucho más, tal vez porque los menos favorecidos de Inglaterra también se consideraban parte integrante y decisiva de su nación. En Francia hubo muchos intelectuales revolucionarios que no entendieron por qué no se producía un estallido revolucionario semejante en el país del otro lado del Canal, pese a que los campesinos y las clases marginales de las ciudades británicas también atravesaron por tremendas escaseces, hambrunas y pésimas condiciones de vida.
La única explicación que encontraban era que los ingleses constituían una raza de hombres más sufridos, capaces de aguantar situaciones extremas que para un francés hubieran sido insoportables. Ante los motines producidos en Inglaterra en 1795 por las hambrunas producto de las malas cosechas, en 1797 por las deplorables condiciones de trabajo en los barcos y en 1798 por el levantamiento de los patriotas independentistas irlandeses, el gobierno británico no sólo no había cedido una pulgada, sino que había endurecido aún más sus posturas como contundente respuesta a los rebeldes. El levantamiento irlandés, que buscaba la independencia, fue aplastado sin misericordia, y por todo el país hubo una gran campaña política y de propaganda para evitar que las ideas revolucionarias se extendieran por Inglaterra, Gales y Escocia y, aunque las formas de vida de las tripulaciones de los barcos mejoraron un poco tras tantas protestas por las malas condiciones a bordo, las penas por indisciplina o por incumplimiento del deber fueron incrementadas, logrando alcanzar un grado de disciplina insuperable.
El gobierno inglés estaba empeñado en convertir a su país en la primera potencia mundial a cualquier precio, aun a costa de someter a su propio pueblo a todo tipo de privaciones y estrecheces, y para ello necesitaba alcanzar dos objetivos: alzarse al primer puesto entre las potencias coloniales, y por eso estaba planeando la conquista de la India y el control del comercio con América, y derrotar a Napoleón y a sus aliados en Europa.
En cuanto se enteró de la salida precipitada de Madrid de míster Frere, el embajador francés acudió a | Buenavista. Estaba contento, pues ya no quedaba ningún escollo que superar para firmar un tratado que vinculara a España a la suerte de Francia en su pugna con Inglaterra.
—Excelencia —saludó el embajador francés a Godoy con una teatral reverencia.
—Señor embajador.
—Creo que es hora de estrechar nuestros lazos de amistad, Francia y España unidas serán invencibles.
—Ojalá no os equivoquéis —asentó Godoy.
—Nos necesitamos mutuamente, excelencia. Francia es autosuficiente y no requiere de colonias, pero Inglaterra no lo es, depende de su aprovisionamiento por mar. Por eso nos hacemos mutua falta. Con la suma de nuestras dos Armadas, Inglaterra puede ser conquistada. Nosotros disponemos de cuarenta navíos de línea y ustedes de algunos más; juntos casi igualamos a Inglaterra, y si actuamos bajo un mando unificado la podemos superar. El emperador planea invadir Inglaterra y para ello son imprescindibles los barcos de España, y España necesita que Inglaterra sea débil para que no interfiera en su política colonial en América y en el Pacífico. ¿Me equivoco, excelencia?
—No. Acertáis como casi siempre, embajador.
—En ese caso, nada impide que acordemos una alianza. Claro que antes España debe declarar la guerra a los ingleses, hay motivos suficientes para ello, Godoy se dejó caer apesadumbrado en un sillón. Durante su mandato ya había firmado otras declaraciones de guerra: contra la propia Francia entre 1793 y 1795, contra Inglaterra entre 1797 y 1801 y contra Portugal en 1801. Ninguna de las guerras anteriores había sido propicia a los intereses de España. Aunque se presentó como un éxito, y por ello Godoy recibió el título de príncipe de la Paz, la guerra contra Francia supuso la pérdida de la mitad de la isla de Santo Domingo; contra Inglaterra se recuperó Menorca, pero a costa de entregar la isla de Trinidad y de perder varios barcos en combate, y sólo ganó la plaza de Olivenza en la guerra llamada «de las Naranjas» contra Portugal. No tenía Godoy buena experiencia con las guerras, pero ahora no le quedaba más remedio que firmar esta declaración contra Inglaterra.
El príncipe de la Paz llamó a su secretario y le dictó la declaración de guerra:
—«El gobierno de su majestad católica don Carlos IV, rey de España, de las Indias, etcétera, ante las constantes agresiones de la Armada inglesa y en defensa de su honor y de su independencia nacional, declara la guerra a Inglaterra, etcétera. Dada en Madrid, a doce de diciembre de 1804». Prepare usted una real cédula, mañana iré a Aranjuez para que la firme don Carlos.
»Bien, ya está hecho, señor embajador.
—Ha sido una decisión muy acertada. España y usted, excelencia, no se arrepentirán de ella.
El embajador francés saludó a Godoy y salió de palacio tan contento como unas castañuelas. Godoy ordenó que no lo molestara nadie; en aquellos momentos deseaba estar solo.
Una anciana ciega sentada en una sillita de anea voceaba junto a un portal de la calle de Alcalá los precios de los periódicos que vendía. Francisco de Faria se acercó hasta la anciana, cogió un ejemplar del Mercurio y lo pagó. En primera página se destacaba con grandes letras que España había declarado la guerra a Inglaterra y se exhortaba a todos los españoles a apoyar al gobierno de la nación en tan difíciles momentos. En otra página se daba la noticia de que Napoleón, ratificado emperador de los franceses por el Senado, se había coronado él mismo y a su esposa Josefina el dos de diciembre en Nótre-Dame en presencia del papa Pío VII.
El joven Faria había estado paseando aquella tarde de mediados de diciembre por El Prado con Moratín, aprovechando los tímidos rayos del último sol otoñal; ambos, tras haber tomado un reconfortante café con leche y unos pasteles de crema en La Fontana de Oro, el mayor café de Madrid, se dirigían a sus casas en ese momento.
—¡Lo que nos faltaba! —clamó Moratín al leer la noticia de la inminente guerra—. Por si no era suficiente con el éxito de esas malísimas comedias de héroes metesillas con sus estólidas batallas, fallidas ejecuciones y encopetados desfiles sobre Alejandro Magno, Tito, Catalina la Grande o Solimán el Magnífico, ahora la guerra las hará todavía más demandadas. Nuestros escenarios volverán a llenarse de estridentes fuegos de artificio, de falsos cañones y de su insoportable humo asfixiante. Y cuando las listas reales de bajas rebosen de cadáveres, regresarán esas insulsas comedias sentimentales de ñoñas novias pobres que ocultan su inferior categoría social al novio bobo y las insoportables óperas de los italianos a castigar nuestros oídos con sus lerdas adaptaciones a la zarzuela.
—¿Eso es lo que le preocupa de la guerra?
—¡Le parece poco! Claro, mi joven amigo, que usted no ha visto la insufrible representación del Carlos XII de Suecia del insigne —Moratín pronunció «insigne» con toda su ironía— Zavala y Zamora.
—Pero se trata de una guerra, don Leandro, de una guerra.
—Una más, Francisco, una más, pero el teatro, ¿quién salvará a nuestro teatro?
—No me diga que le importa más el futuro del teatro que el de España. ¿Imagina usted qué ocurrirá si Inglaterra nos vence?
—Tal vez sea lo mejor para nosotros. Si nos invaden y nos conquistan los ejércitos de Jorge III, seremos súbditos ingleses y podremos disfrutar con las tragedias de Shakespeare, o seremos franceses que gozaremos con las obras de Moliere y Racine si quienes lo hacen son los soldados de Napoleón. ¿Sabe cómo define la Enciclopedia a los distintos pueblos europeos? A los franceses los llama «ligeros», a los italianos «celosos», a los ingleses «malvados», a los escoceses «orgullosos», a los alemanes «borrachos», a los irlandeses «perezosos», a los griegos «tramposos» y a los españoles…, a los españoles nos define como «graves», ¡fíjese!, «graves». Claro que somos «graves», por eso cualquiera de los dos supuestos, ser franceses o ingleses, sería mejor que continuar manteniendo al clero y a la nobleza de nuestro país, a esa banda de parásitos que está conduciendo a España al desastre y a la ruina.
—Somos amigos, don Leandro, pero recuerde que soy oficial del ejército y miembro de una familia noble.
—Y yo espero no haberme equivocado con usted, y que ante todo sea un hombre con criterio propio. Abra los ojos y mire, Francisco, a su alrededor. ¿Qué ve en su patria? Miseria y enfermedades, miedo y rencor, muerte y más muerte. Desengáñese, amigo, las glorias son efímeras, pasado consumido, lo único que permanece en nuestra nación es la muerte.
Faria seguía creyendo que su vida estaba predestinada a lograr grandes hazañas, y mantenía su afición a la lectura de los grandes libros de aventuras y de las crónicas históricas, pero aquellas palabras de Moratín, un hombre conservador, aunque ilustrado, y muy próximo al gobierno y a quien el joven oficial apreciaba y admiraba, le confundieron el ánimo.
Francisco de Faria pasó las Navidades en Castuera aprovechando un permiso militar, junto a su padre, que estaba orgulloso y ufano al ver a su hijo convertido en teniente de la guardia de corps. Hacía seis meses que había salido de su casa camino de Madrid siendo un cadete y ya lucía sobre sus hombreras y en las bocamangas los galones de oficial. De regreso en la corte, en los primeros días de enero de 1805 se conoció la noticia de que Inglaterra, como se esperaba, había declarado a su vez la guerra a España. No tardó en enterarse de que durante las Navidades los gobiernos español y francés habían estado negociando en secreto un amplio acuerdo de colaboración militar.
—Napoleón necesita nuestra flota —oyó decir a Godoy en una de las tertulias vespertinas en el palacio de Buenavista— para que su ambicioso plan de invadir las islas Británicas tenga éxito, y nosotros precisamos de su ejército para enfrentarnos a Inglaterra. Si vencemos en esta guerra, los ingleses deberán devolvernos Gibraltar y dejarán de atacar a nuestros barcos en el océano, y tal vez así vuelvan los prósperos tiempos en los que el comercio con América reportó tantos beneficios a nuestra patria.
Godoy trataba de justificar ante varios generales las condiciones acordadas por el teniente general Federico Carlos Gravina, embajador en París y uno de los marinos más prestigiosos de la Armada española. España se había comprometido a acudir con ocho navíos de línea y cuatro fragatas antes del veinte de mayo en ayuda de Francia, además de mantener en estado de combate quince navíos de línea en Cádiz y seis en Cartagena. Gravina regresó a España el uno de febrero de 1805. Al día siguiente se entrevistó con Carlos IV en Aranjuez, y un día más tarde Godoy lo recibió en Buenavista.
Gravina, nacido en la ciudad siciliana de Palermo hacía cuarenta y ocho años, había realizado toda su carrera en la Armada, pasando por todos los puestos del escalafón hasta alcanzar el grado de teniente general. Cuando llegó en su calesa a la puerta del palacio de Godoy, la guardia de honor estaba formada a las órdenes de Francisco de Faria, que dos días antes acababa de ser ascendido a capitán. Subió la escalera principal del palacio a grandes zancadas, seguido por Faria. Tenía el pelo rubio, casi tanto como Godoy, y lo recogía en una larga coleta que hacía resaltar todavía más su afilada y larga nariz, su frente amplia y despejada, sus ojos de mirada noble y serena y su mentón recio y rotundo.
—No le había visto antes por aquí, capitán, ¿es usted nuevo en este servicio? —le preguntó Gravina a Francisco mientras esperaba ser recibido por Godoy.
—Hace pocos meses que estoy destinado en palacio, general.
—Es usted muy joven para lucir los galones de capitán.
—Fui ascendido anteayer. Pronto cumpliré veinte años.
—Me impresiona usted; a su edad Nelson era teniente. ¿Su excelencia está solo?
—Lo acompaña el general Bournouville, el embajador de Francia.
—Sé quién es Bournouville, capitán, he mantenido con él varias conversaciones en los últimos meses.
El embajador francés había llegado a palacio una hora antes que Gravina y se había reunido de inmediato con Godoy. Resultaba patente que eran los franceses quienes controlaban la situación y los que dirigían las operaciones militares.
La entrevista entre Godoy, Bournouville y Gravina se desarrolló en una salita del ala sur del palacio.
Mientras se celebraba, Francisco de Faria aguardó en el pasillo, por donde iban y venían secretarios y ujieres con carpetas rebosantes de papeles y documentos.
Tras dos horas de reunión salió Gravina. Tenía el semblante serio. Faria lo esperaba para acompañarlo hasta la salida.
—Los soldados ascendemos más deprisa en tiempos de guerra; si sobrevivimos, claro. Puede que ésta sea su oportunidad, capitán; si sigue ascendiendo de esta manera, es probable que alcance el grado de brigadier muy pronto, tal vez lo logre a una edad más temprana incluso de que lo consiguiera el mismísimo Napoleón.
—No entiendo, general.
—No importa.
En aquella reunión Godoy había comunicado a Gravina su designación como jefe de la escuadra de Cádiz con el grado de almirante y la orden de incorporarse inmediatamente a la misma. Además, se decidió sustituir al ministro de Marina Domingo Pérez de Grandallana por Francisco Gil de Lemos.
Godoy llamó a Francisco de Faria minutos después de que también saliera de la sala de entrevistas el embajador francés.
—Siéntate, sobrino —le dijo.
—Gracias, tío.
—Hemos acordado con el embajador francés una gran alianza y un ambicioso plan. El almirante Gravina saldrá mañana para Cádiz para hacerse cargo de la escuadra allí destacada. A sus órdenes como segundo estará Antonio de Escaño, con el grado de mayor general de la flota. Son dos grandes marinos y muy valerosos soldados, y ambos tienen capacidad para dirigir a la flota combinada de Francia y de España, pero Napoleón exige que el mando único supremo lo ostente el almirante Villeneuve. He intentado persuadir a Bournouville de que aceptara a Gravina como máximo responsable de todas las operaciones navales, pero la decisión de Napoleón es inamovible.
»Villeneuve es valiente, pero mis informes sobre él señalan que es dubitativo en el combate y que no tiene capacidad como estratega. Su actuación fue un desastre el año pasado, cuando mandaba la escuadra francesa bloqueada en el puerto de Rochefort. El plan de Napoleón consistía en que Villeneuve lograra romper el bloqueo y así conseguir el apoyo necesario para atravesar el canal de la Mancha libre del asedio de los navíos ingleses. Me ha confesado el embajador francés que Napoleón afirmó: “Dominemos el estrecho durante seis horas y seremos señores del mundo”. Sólo le pedía seis horas, y Villeneuve le falló. Por eso me extraña que ahora vuelva a confiar en él para encabezar el mando de la flota combinada.
»Por el contrario, ya sabes que yo confío plenamente en ti.
Godoy había ascendido a Faria al empleo de capitán, pasando por encima del orden del escalafón de oficiales (lo que por otra parte no era infrecuente), y a cambio Faria le informaba de cuanto se enteraba en los cenáculos madrileños, a los que acudía muchas noches en busca de información. Faria había logrado obtenerla de varios oficiales, algunos de grado superior al suyo, que lo temían al considerarlo el gran protegido de Godoy, y mediante sobornos a confidentes próximos al círculo del príncipe de Asturias.
Carlos IV regresaba de una jornada de caza cuando Godoy, desplazado desde Madrid a Aranjuez escoltado por un escuadrón de guardias de corps, lo esperaba en una antecámara del palacio real.
—Mi querido Manuel, ¡cuánto me alegra verte de nuevo! Pasa y come conmigo. ¿Cómo van los asuntos de gobierno? Muy bien imagino; estando en tus manos, todo está siempre bien.
—Acaba de llegar a Madrid un correo secreto de su majestad imperial Napoleón Bonaparte. Nos ofrece un ambicioso plan para derrotar a Inglaterra. Lo hemos estudiado en el consejo de gobierno, pero hace falta vuestra real sanción, majestad.
—¿De qué se trata?
—Si me permitís…
Godoy llamó a Francisco de Faria, que esperaba fuera con una gran carpeta repleta de documentos y mapas.
Por orden de Godoy, Faria, tras inclinarse ante el rey, desplegó en una mesa los mapas bajo la mirada anodina del soberano español. A Carlos IV aquellas tareas de Estado le aburrían. Era un hombre de gustos sencillos, no entendía casi nada de política y vivía al margen de la realidad, retirado entre palacios y jardines extraordinarios.
—El plan del año pasado para invadir Inglaterra fracasó, pero Napoleón ha decidido que es hora de volver a intentarlo. Nuestra flota será crucial en ese empeño.
»El nuevo plan es el siguiente: el vicealmirante Ganteaume, con veintiún navíos, saldrá del puerto de Brest rumbo a El Ferrol para romper el bloqueo que nuestro más importante puerto del Atlántico sufre. Levantado el bloqueo, se unirán los cuatro barcos del vicealmirante Gourdon y los nuestros que están fondeados en ese puerto y la flota navegará hasta las Antillas. Allí se le sumarán los once navíos fondeados en Tolón, al mando de Villeneuve, y los barcos del contraalmirante Missiessy y la escuadra de Cádiz con Gravina. Las cuatro escuadras formarán una agrupación de más de cuarenta navíos, tal vez la mayor reunida jamás. Si la maniobra de concentración se produce conforme a lo planeado, la poderosa flota se lanzará contra los ingleses; pero si Villeneuve no logra llegar a tiempo a las Antillas, se dirigirá a la altura de Canarias para atacar a los barcos ingleses que regresen de la India con provisiones para Inglaterra y cortar así el suministro vital para la isla.
Carlos IV atendía a las explicaciones de Godoy sobre un gran mapamundi sin apariencia siquiera de mostrar interés; Faria, a la vista de los ojos del rey don Carlos, se dio cuenta de que el monarca no se había enterado de nada y que más bien estaba ya cansado de aquellas disquisiciones estratégicas.
—¿Y tú, Manuel, qué opinas de todo esto? —preguntó el monarca.
—La pretensión de Napoleón con estas maniobras es engañar a los ingleses. Confía que yendo hasta las Antillas con una flota tan poderosa, los británicos creerán que ése es el nuevo campo de operaciones y que en consecuencia dirigirán hacia allí a la mayoría de los barcos que ahora tienen patrullando en las costas de Europa. Opina el emperador que en ese caso las costas inglesas quedarán desprotegidas. Entonces la combinada navegará de regreso a Europa para acabar con los barcos ingleses que se hayan quedado aquí, además de proteger a los barcos de transporte encargados de desembarcar las tropas al otro lado del canal. El ejército francés de tierra, la Grande Armée, invadirá Inglaterra y el poder inglés habrá dejado de existir. En cuanto a sus barcos, faltos de bases para recibir suministros, irán cayendo uno a uno en nuestras manos.
—Parece muy sencillo.
—En realidad es muy complejo. Este plan requiere de maniobras muy complicadas que deben realizarse con una perfecta coordinación y con una total compenetración entre todos los navíos. Y si tenemos en cuenta las enormes distancias a las que deben hacer frente los barcos y la complejidad del plan, en verdad que se me antoja muy difícil de ejecutar.
»Nuestra escuadra la manda el almirante Gravina, nuestro mejor marino, pero Francia ha exigido que todos los navíos aliados estén bajo las órdenes del almirante francés Villeneuve, que actuará como comandante supremo de la flota combinada. Gravina es mejor estratega y muy superior como marino, pero carece de los recursos materiales adecuados. Me ha informado de que sufre una gran escasez de medios; pone como ejemplo que ha debido desmantelar la fragata Rufina y la corbeta Paloma para equipar a la fragata Magdalena.
»Pero lo más grave, según el almirante, es que le faltan marineros y artilleros. Para tripular todos sus navíos necesita unos cuatro mil hombres más de los que ahora tiene, preparar mucho mejor a las tripulaciones ya formadas y equipar mejor los barcos. Le he contestado con un oficio en el que lo cito el día veintiséis de febrero en Madrid.
—Haz lo que estimes conveniente, Manuel. Y ahora acompáñanos a almorzar. La reina sabe que estás aquí y me ha pedido que no te deje regresar a Madrid sin antes comer con nosotros. Ya sabes cuánto te aprecia.
—Pero, señor…, aquí está la lista de nombramientos que propone el almirante Gravina para gobernar cada uno de los navíos. Yo estoy de acuerdo con ella, pero deberíais verla y…
Carlos IV cogió cansino la hoja de papel con la propuesta de Gravina que Godoy le tendía. Contenía un listado con el nombre de cada navío y la propuesta de primer y segundo comandante, todo ello ordenado en tres columnas.
—«Santísima Trinidad, Francisco de Uñarte y José Sartorio; Santa Ana, José Cardoqui y Francisco Millán; Argonauta…, San Rafael, Terrible, Glorioso…» —leyó en voz alta el monarca.
El rey, muy aburrido, dejó de leer los nombres de los brigadieres y capitanes de navío propuestos para mandar los buques y los nombres de los capitanes de fragata como segundos, y acabó leyendo tan sólo el nombre de los doce navíos que estaban siendo equipados en Cádiz.
—¿Estáis de acuerdo con la propuesta de nombramientos, señor? —le preguntó Godoy.
—Lo que estimes oportuno, Manuel; lo que tú decidas, bien hecho estará.
—Majestad, tenemos que tratar otros asuntos: cómo perseguir la mendicidad que atesta las calles de nuestras ciudades, estudiar el proyecto para establecer talleres en las cárceles, revisar las medidas que propone el ministro de salud para evitar las epidemias, confirmar el decreto de abolición de las corridas de toros y los novillos de muerte…
—Lo que decidas tú, Manuel. Eso queda en tus manos, para eso eres el primer secretario del gobierno.
Francisco de Faria miró a Godoy, quien mediante un elocuente gesto con las manos le ordenó que recogiera el mapamundi sobre el que le había explicado a Carlos IV el complejo plan ideado por Napoleón. Mientras lo replegaba, oyó al monarca quejarse a su jefe de gobierno de la escasez de caza en aquellos días de invierno.
A Francisco de Faria le entraron ganas de agarrar por el cuello a aquel patán coronado y estrangularlo allí mismo, pero se limitó a ordenar los papeles y mapas con cuidado y colocarlos en su carpeta, mientras pensaba que cualquier tabernero borracho haría mejor papel como rey.
—No nos han permitido el menor margen de maniobra, almirante Gravina. Yo propuse con insistencia al embajador de Francia que fuese usted el jefe supremo de la flota combinada y que se actuase conforme a sus instrucciones, pero Napoleón no ha cedido ni un ápice; el plan de combate se ejecutará tal cual salió de París y será el almirante Villeneuve el comandante supremo. Usted será su segundo.
Godoy, a quien acompañaba Gil de Lemos, el nuevo ministro de Marina, acababa de recibir a Gravina en su despacho del palacio de Buenavista; era el día veintiséis de febrero de 1805. Un frío viento racheado sacudía las filas de los árboles del paseo del Prado, agitando sus brotes tiernos, por donde sólo unos pocos ociosos paseaban desafiando al frío viento de la sierra de Guadarrama, cuyas cumbres nevadas se perfilaban nítidamente bajo un cielo azul luminoso y radiante.
—Ya hemos aparejado cuatro navíos y estamos acabando otros dos más, el San Justo y el Rayo. Todos los hombres del arsenal de Cádiz han trabajado muy duro durante este mes, pero nuestra escasez de hombres y de medios es angustiosa. Para obtener el máximo provecho de nuestros barcos harían falta al menos trescientos hombres más a bordo de cada uno de ellos; necesito mil seiscientos artilleros, mil fusileros y no menos de dos mil quinientos marineros. Y eso sólo para cubrir el mínimo de tripulaciones para hacernos a la mar con ciertas garantías —expuso Gravina.
—Almirante, tendrá usted que arreglarse con lo que hasta ahora el gobierno ha puesto bajo sus órdenes, nuestros recursos no permiten nada más; ahí es hasta donde podemos llegar.
—No es suficiente. Inglaterra nos supera en todo: más y mejores barcos, tripulaciones más numerosas y expertas, artilleros mejor preparados y entrenados… Cuando estuve en Inglaterra con Valdés en 1799 pude comprobar por mí mismo el grado de preparación de los ingleses. La organización de su Armada es envidiable, debimos de copiarla a tiempo, excelencia.
—No es momento de lamentaciones sino de acción. Dígame, almirante, ¿con cuántos barcos en disposición de navegar podría salir al mar dentro de cuarenta y cinco días?
—Con cinco, a lo sumo seis navíos de línea y una fragata.
—El almirante Villeneuve zarpará de Tolón rumbo a Cádiz con su escuadra de once navíos, seis fragatas y dos bergantines en un mes y medio. Para entonces deberá estar usted listo para unirse a él con lo que sea.
—¿Cuál será nuestro destino?
—Las Antillas. Napoleón ha ideado un plan para desviar la atención de los navíos ingleses y dirigirlos hacia América, de modo que sus costas queden desguarnecidas y así poder invadir su isla sin que la protejan sus barcos.
Godoy detalló todos los aspectos del plan de Napoleón con la máxima meticulosidad.
—Excelencia, creo que ese plan es un error. Tiene una enorme complejidad y no disponemos de los recursos necesarios para poder ejecutarlo. Las distancias desde las que se tienen que coordinar las distintas escuadras son enormes, y no hay modo de mantener una comunicación que asegure que cada barco va a estar en su sitio en el momento adecuado.
—Pues es lo que hemos acordado. Esta carpeta —el ministro de Marina, que permanecía callado, por indicación de Godoy extendió a Gravina un cartapacio de piel— contiene las órdenes escritas y selladas. Cumpla con su deber y obedezca las órdenes del gobierno y las del almirante Villeneuve, y que Dios lo acompañe y lo ampare.
—Haré lo que mi gobierno ordene, excelencia, pero le repito que este plan no puede salir bien —comentó el almirante al despedirse.
Godoy hizo llamar a Francisco de Faria.
—Sobrino, prepárate para ir a Cádiz. Allí te embarcarás con la escuadra del almirante Gravina rumbo al Caribe. El gobierno te ha nombrado su delegado en esta expedición.
El ministro de Marina le extendió la credencial y le dio la enhorabuena.
—Pero yo jamás he navegado, excelencia; si ni siquiera he visto el mar… —protestó Faria.
—No importa. No vas a enrolarte como marinero, sino como delegado del gobierno. Tu trabajo consistirá en comprobar que se cumplen las órdenes tal cual se han dictado. Toma, aquí tienes una copia de las instrucciones que he entregado hace un momento al almirante Gravina. Léelas detenidamente, apréndelas de memoria y destrúyelas.
—No sé nada sobre navegación, nada —se angustió Faria.
—Pues aprende rápido, porque embarcas en poco más de un mes.
Faria salió del despacho de Godoy atolondrado, con su credencial de delegado del gobierno en la mano. En el cuerpo de guardia de Buenavista estaba el sargento Morales, que se levantó como un resorte cuando vio acercarse al joven capitán.
—Sargento, recoja sus cosas. Hemos sido relevados de la guardia de palacio.
—¿Cómo dice, capitán?
—Lo que ha oído, sargento, que dejamos este servicio.
—¿Dejamos?, ¿los dos?
—Sí, usted y yo. Nos han dado un nuevo destino: Cádiz.
—¿Cádiz?
—¿Está sordo, sargento? Sí, Cádiz, he dicho Cádiz.
El capitán Faria caminó hacia su casa por la calle de Alcalá hasta la Puerta del Sol. Se volvió varias veces porque sintió una sensación extraña a su espalda, como si alguien lo estuviera siguiendo. Cuando llegó a su domicilio, su criado no estaba, y Faria se sentó en un sillón junto al balcón. Por la calle transitaban decenas de recuas de mulas y borricos cargados de leña, cal, arena y carbón, carros de bueyes con sacos de harina y cántaros de aceite. Madrid tenía cerca de doscientos mil habitantes, y cada día un ejército de centenares de repartidores se encargaba de hacer llegar a todos los rincones de la villa todo tipo de suministros.
Aquella tarde actuaba Rita Luna en el Teatro de la Cruz. Era la más famosa actriz de Madrid desde que dos años atrás muriera Rosario Fernández, a la que ya había eclipsado, y se convirtiera en la primera dama de la escena de la compañía de los Reales Sitios. Era una actriz que no vocalizaba bien, a la que algunas frases no se le entendían, que se ponía a menudo de espaldas al público, corta de conocimientos literarios y no muy bella, pero poseía una gran intuición, unos ojos muy hermosos y expresivos y una voz de un timbre exquisito.
Faria había comprado una entrada para la función, pero no quería ir solo. En cuanto regresó su criado, le ordenó que fuera a casa del sargento Morales y le dijera que lo invitaba al teatro, y que si aceptaba, se dirigiera de inmediato a comprar otra entrada. Sabía que Morales no rechazaría esa propuesta, pues Rita Luna era su actriz favorita.
Morales se presentó en casa de Faria una hora después.
—Capitán, gracias por la invitación. Pero yo creía que…
—Usted me invitó al teatro cuando vine a Madrid, es justo que yo le corresponda ahora.
—Pero usted es un oficial, no sé si debo aceptar.
—Claro que debe, sargento. Además, deseo hablar con usted.
—¿Por lo de Cádiz…?
—Sí, entre otras cosas. Su excelencia me ha ordenado que vaya a Cádiz para informar sobre la situación de la Armada en ese puerto, donde está instalada parte de nuestra flota de guerra. Usted es mi ayudante, y le pido que siga siéndolo en mi nuevo destino.
—No me gustaría salir de Madrid, capitán, pero mi deber es obedecer sus órdenes.
—No se lo he ordenado, sargento, se lo he pedido.
—En ese caso… iré con usted, capitán.
—Bien, gracias, Morales. Y ahora, al teatro; Rita Luna no espera.
Se colocaron en la puerta del Teatro de la Cruz para ver llegar a Rita Luna en su carro de caballos, entre un grupo de curiosos que gritaban piropos a la que se consideraba la mejor actriz de la villa. Faria seguía teniendo la misma sensación que experimentara unas horas antes, calle de Alcalá arriba, de que alguien lo estaba observando.
—Cómo cambian los tiempos. Hace unos años las actrices venían al teatro en silla de manos que cargaban cuatro fornidos porteadores. Desde que salían de su casa hasta que llegaban al teatro, eran seguidas por una cohorte de admiradores que les lanzaban piropos y les pedían relaciones. Pero aquello se acabó —pareció lamentar Morales.
—¿Por qué motivo? —demandó Faria.
—Bueno, quizás hubo ocasiones en las que los ánimos de los admiradores se desbordaron con demasiada pasión. Recuerdo una ocasión en la que la Tirana, así llamábamos a Rosario Fernández, fue abordada por un grupo de jóvenes que la piropearon de tal modo y la abordaron con tanta efusión que estuvieron a punto de hacerla caer de su silla de mano. Los ánimos fueron creciendo hasta tal punto que cuando descendió de la silla para entrar en el Teatro del Príncipe algunos comenzaron a realizar gestos obscenos. Una docena de los más exaltados se bajó los pantalones y mostró sus partes a la actriz.
»Se montó una gran trifulca. Hubo algunos contusionados y heridos cuando los seguidores de la Tirana se enfrentaron con los jóvenes que se habían bajado las calzas. El corregidor de Madrid, que como juez protector de los teatros sigue encargado de velar por nuestras buenas costumbres —ironizó Morales—, ordenó que para evitar semejantes altercados las actrices fueran al teatro en coche de caballos. Desde entonces hay menos incidentes, pero se ha perdido la mejor parte del espectáculo.
Los dos militares entraron en la sala y Faria se volvió inquieto al sentirse vigilado. El Teatro de la Cruz estaba tan sucio y destartalado como siempre, tanto que la gente que acudía a presenciar una obra lo hacía con su ropa más vieja, porque solía acabar perdida de polvo, humo y grasa. Vestidos con sus peores ropajes, los espectadores parecían una turbamulta de pordioseros recién sacados de un cenagal.
—He conseguido dos entradas de primera fila de sillas de luneta; creo que son las mejores localidades, aunque yo tal vez hubiera preferido un palco —dijo Faria.
Morales asintió con la cabeza; esas entradas costaban doce reales cada una y quedaban reservadas, como los palcos, a las personas más relevantes y acaudaladas. Al teatro acudían personas de toda condición, pero cada clase social sabía muy bien dónde tenía que colocarse.
La obra de teatro era horrible, y los espectadores que aguantaban de pie en el patio, tras las localidades de sillas de luneta, comenzaron a impacientarse y a lanzar algunos silbidos. La cazuela, el palco grande reservado exclusivamente para las mujeres al fondo de la sala y donde se apiñaban más de trescientas, parecía un gallinero en el que acabara de entrar un zorro hambriento. Las risotadas, silbidos y pataleos crecían conforme los actores intentaban apañar a base de esfuerzos interpretativos una obra realmente deplorable, aunque solo lograban hacer más ridículo e inverosímil su papel. El griterío fue aumentando de tono y de volumen hasta un punto en el que incluso desde las primeras tilas de sillas de luneta se hacía imposible escuchar los diálogos de los desesperados actores, que agitaban los brazos y forzaban las voces en un intento vano de sobreponerse al tumulto que se les venía encima.
Faria se volvió hacia el patio y pudo observar tras las tilas de sillas a un grupo de cinco o seis hombres que desde el patio incitaban con gestos y gritos a los demás. Presintió algo extraño y se lo hizo saber a Morales, que seguía la representación ajeno a cuanto pasaba tras ellos.
—Fíjese en esos hombres, Morales; parecen organizados, como si estuvieran entrenados para reventar esta representación.
—No me extrañaría; ocurre a veces, capitán. Hay autores que matarían por ver triunfar sus obras, pero otros lo harían para que no lo hiciera la de un colega. Hace años que en el teatro español pasan estas cosas, autores y actores no soportan otro éxito que no sea el suyo, la envidia corroe a actores y autores.
Los provocadores, insistiendo en su empeño, habían logrado arrastrar a la multitud con sus protestas y el público era ya un verdadero galimatías de bullas y gritos. Los más osados hacían gestos obscenos hacia el escenario, y las mujeres de la cazuela, unas trescientas, aunque gritaban tanto que parecían millares, reían a carcajadas, se palmeaban los muslos y gritaban enardecidas a los espectadores del patio, que agitaban pañuelos, pateaban el entablado del suelo y chillaban como pollos a los que estuvieran socarrando vivos. En los palcos y en las sillas de luneta las clases más elevadas parecían más tranquilas, pero incluso los espectadores de algunos palcos mostraban su disgusto moviéndose inquietos, increpando a los actores y agitando brazos y pañuelos protestando unos por el deplorable espectáculo y otros por no poder seguir la representación en silencio.
El tumulto se hizo insoportable, y los actores decidieron retirarse cuando comenzaron a llover sobre el escenario algunas frutas y verduras. En ese momento cayó el telón y estalló la ira de los espectadores. Una avalancha de gente avanzó desde el patio, donde habían seguido la obra en pie, hacia el escenario, arrollando a los que estaban sentados en las sillas de luneta. Varios hombres cayeron al suelo y fueron pisoteados por los que empujaban desde atrás.
—Cuidado, capitán. Nunca había visto nada igual.
Faria se hizo a un lado. Por un instante vio acercarse a dos hombres que avanzaban hacia él muy decididos. Le llamó la atención que ambos llevaran sus manos derechas dentro del gabán, como escondiendo algo. Tal vez fuera el instinto, o el brillo asesino de los ojos de aquellos hombres, o el rictus de sus labios apretados y nerviosos, pero Morales intuyó que iban a por ellos.
—¡Ojo con esos hombres!, creo que vienen a por nosotros, o a por usted, capitán —le advirtió Morales.
El sargento avanzó unos pasos y se encaró con los dos individuos, que de inmediato sacaron sendas navajas que portaban ocultas en sus amplios gabanes. Faria observó un destello metálico en las hojas de acero e intuyó la muerte dibujada en los rostros de los dos sicarios.
—¡Cuidado, Morales, atrás, sargento, atrás! —gritó.
Los dos sicarios habían vacilado por un instante ante la presencia de Morales, alto y fuerte como el pino que les daba apodo a los sargentos de batallón, y esos instantes fueron suficientes para que Morales agarrara a Faria por un brazo y tirara de él hacia el escenario.
—Arriba, capitán, arriba, a la vista de todos —le apremió.
Faria comprendió enseguida lo que el sargento tramaba y subió de un brinco al escenario; le siguió Morales, que ganó las tablas con una agilidad extraordinaria.
Los dos sicarios quedaron sorprendidos. No podían alcanzarlos fácilmente, pues desde la posición elevada que ocupaban los dos militares les sería muy fácil empujarlos de nuevo al patio antes de que pudieran ganar el escenario, y optaron por escabullirse entre la multitud, que seguía gritando alteradísima en medio de un vocerío ensordecedor.
—Vamos por ellos. Tengo que descubrir quién hay detrás de esos dos pájaros —dijo Faria.
Salieron por di escenario, atravesando la zona reservada a los actores, y ganaron la calle por una pequeña puerta trasera. La calleja estaba vacía y oscura y el suelo lleno de charcos de barro.
—A la puerta principal, habrán salido por ella —aventuró Faria.
Corrieron hasta la entrada, por donde comenzaban a salir algunos espectadores gritando indignados y clamando a voces que les devolvieran el dinero.
—¿Los ve, capitán, ve a algunos de ellos? —preguntó Morales.
—No, sargento, tal vez ya hayan salido.
—No creo, nos hemos adelantado; imposible que, con tanta gente agolpada en la puerta, hayan podido llegar aquí antes que nosotros.
—¡Allí están, allí! —gritó Morales, señalando a dos hombres que huían presurosos.
Los dos sicarios escapaban a empellones entre la gente que se arremolinaba junto a la puerta principal y ya corrían hacia la calle a la derecha del teatro.
—No los pierda de vista, sargento, no los pierda —le dijo Faria, intentando cruzar entre el tropel de personas que salían del teatro arracimadas como un rebaño de vacas desbocadas.
—¡Maldita sea, apártense, apártense! —exclamaba Morales, intentando en vano atravesar la corriente de gente que fluía como un río desbordado.
Cuando alcanzaron la bocacalle por la que se habían precipitado los dos sicarios, éstos ya habían desaparecido en el laberinto de callejuelas y plazas. Todavía corrieron unos pasos hasta que se dieron cuenta de que los dos pájaros se habían esfumado.
—¿Y ahora, capitán, qué hacemos?
—Regresemos a casa. No, mejor vayamos al cuartel de la guardia de corps. Si esos hombres venían a por mí, como creo, tal vez nos estén aguardando emboscados en algún oscuro portal camino de casa.
Faria y Morales se dirigieron hacia el cuartel de los guardias de corps vigilando con cuidado las esquinas que cruzaban, observando los portales oscuros y esquivando a los individuos que les parecieron sospechosos.
El teniente que mandaba el retén en el cuartel de los guardias de corps se sorprendió cuando vio aparecer a uno de los oficiales del regimiento acompañado por uno de los sargentos más veteranos.
—Capitán, ¿le ocurre algo? —preguntó el teniente de guardia.
—Hemos tenido un pequeño incidente con dos…, digamos dos asesinos a sueldo, en el Teatro de la Cruz. Vamos desarmados y ellos portaban grandes navajas; pasaremos la noche aquí.
—Por supuesto, capitán, pero si usted desea que lo escoltemos hasta su casa con una escuadra de guardias…
—Gracias, teniente, pero no tengo intención de poner en peligro la vida de ninguno de sus hombres. Será mejor que nos quedemos aquí hasta que amanezca.
—En ese caso, ordenaré que le preparen una cama en la alcoba de oficiales; el sargento puede descansar en el dormitorio de suboficiales.
—Muchas gracias, teniente.
—A sus órdenes, capitán.
A la mañana siguiente, Francisco de Faria le contó el incidente a Godoy.
—¿Hay algún marido celoso que tenga motivos para matarte? —le preguntó el príncipe de la Paz.
—No, tío, en absoluto.
—En ese caso, debe de haber un espía entre nosotros que se ha propuesto eliminarte. ¿Estás seguro de que no te has metido en un lío de faldas con una mujer casada? —insistió Godoy.
—Que no, tío, de ninguna manera, créame.
—Pues entonces, esto ha de ser obra de los conjurados. Saben cuáles son tus movimientos, pues te han seguido hasta el teatro, y ya conocen que eres uno de los míos. Van contra nosotros y harán cuanto esté en sus manos para que fracasemos.
—¿Que harán qué…, quién tiene que hacer algo contra «nosotros»?
—Media Europa, sobrino, media Europa, pero sobre todo los partidarios del príncipe don Fernando y de su esposa. En la conspiración que maquinan para derrocar a Carlos IV, saben que yo me interpongo en su camino. Alguien les ha debido de contar que tú eres una pieza importante en el ajedrez con el que yo juego, y han decidido darte jaque.
»De modo que necesitarás protección. Voy a asignarte una escolta permanente de cuatro guardias hasta que marches a Cádiz, y en cuanto a ti, no olvides nunca llevar una buena daga al cinto y una pistola cargada bajo la levita. Y extrema la atención; si lo han intentado una vez quizá vuelvan a hacerlo.