Después de la muerte de mi padre, en Mississippi, en 1960, me enviaban a pasar los veranos con mis abuelos, en Little Rock. Mi abuelo, que se llamaba Ben Shelley, un hombre gordo y de genio vivo, dirigía un hotel elegante y grande para la época, destinado a asistentes a convenciones en el centro de Arkansas, junto al río: el Hotel Marion. En sus habitaciones los políticos cerraban acuerdos. El cuerpo legislativo era nuestro huésped durante la temporada de sesiones. Entonces iban al hotel personajes famosos, como Roy Rogers, el presidente Truman o Sammy Snead. En el vestíbulo había un estanque de peces de colores con azulejos y empleados negros y de uniforme verde que se encargaban de ayudar a los huéspedes a instalarse en las plantas superiores. Piénsese en el Peabody de Memphis o en el Brown Palace de Denver, reducidos a las dimensiones correspondientes a una ciudad menos importante.
En aquella época yo disponía de tiempo libre. Tenía dieciséis años. Era verano y no había clases. Un muchacho de dieciséis años, huérfano reciente de padre, se adapta asombrosamente bien a un gran hotel regentado por su familia y encuentra siempre la manera de meterse en problemas de naturaleza previsible. Había curiosidades al alcance de la mano. Y yo estaba dispuesto a no desaprovecharlas. La mayor parte del tiempo no se sabía dónde estaba o qué estaría haciendo. Se esforzaron en ponerme a trabajar. Eludí casi todos los intentos. Hoy enviarían a los chicos a la escuela militar, a un centro de estudios de matemáticas, a una liguilla ininterrumpida o simplemente les suministrarían tranquilizantes. Pero lo que hizo mi abuelo, cuando la idea del trabajo fracasó, fue dejarme bajo el cuidado de tres de sus empleados negros: el sonriente Sedric Bowe, amable y encantador, que no hacía mucho había dejado el ejército y tenía siempre un ojo avizor para las señoras; el serio, digno jefe de comedor, el señor O. Q. Jones, siempre de traje negro y agente funerario a tiempo parcial, que me llevaba a pescar al lago Conway y me regañaba cuando no pescaba como él; y, finalmente, Chester Matthews, el jefe de botones del hotel, pulcro y de lenguaje claro y conciso, con su galón dorado en el hombro del uniforme de sarga, que se dirigía con mordacidad a su cuerpo de mozos y se iba de vacaciones a Saint Louis y a Chicago, donde jugaba al golf en los campos públicos que esas ilustradas ciudades ofrecían a la gente de todos los colores.
Quiero aclarar que no era tan habitual que un privilegiado muchacho blanco quedara en manos de responsables negros durante una temporada. Todos conocemos el gimoteo de la joven debutante blanca de Alabama, «criada por gente de color que era exactamente como de la familia», a cuyos funerales asistía y en los que lloraba como un niño de pecho. Tal vez fuera así. Y tal vez, vista desde un satélite que girara alrededor de la Tierra, mi experiencia no resultara demasiado distinta de la suya, sólo que parece diferente porque es mía, y excepcional por tratarse del Sur de Jim Crow y porque mi experiencia delataba mi inadaptación al Sur y me mantuvo durante décadas alejado de él. A pesar de todo, miramos hacia atrás en busca de aquellos momentos cruciales cuya naturaleza decisiva tal vez no supimos captar en su momento.
Yo no sabía nada de golf. El golf formaba parte, junto con el croquet y el jai alai, de una categoría especial de deportes. Mi abuelo tenía unos palos que guardaba permanentemente en el maletero de su Buick Super, hierros oxidados de cara grande, un pesado putter de cara roma y los palos 1, 2 y 3, íntegramente de madera. Todo eso estaba guardado en una bolsa de lona muy ligera que nunca vi a la luz del sol. Había desvaídas fotos de mi abuelo de los años treinta, en las que se le veía más joven, pero ya entonces corpulento, con holgados pantalones deportivos plisados, camisa blanca también holgada y un sombrero de paja de ala ancha, calibrando unos palos para lanzar la pelota desde algún tee mientras otros hombres, vestidos de forma parecida pero más delgados, observaban divertidos. Ésa era la única evidencia de golf que había en nuestra familia, algo que se había hecho durante un tiempo y luego se había abandonado. Jugar de verdad en Little Rock habría requerido ser socio del club. Pero mi abuelo pensaba que codearse con sus clientes era malo para su trabajo, porque le haría aparecer por encima de sus posibilidades. Esto da una idea del tiempo que ha pasado desde entonces. Él era un hombre de negocios, pero en algunas cosas su conducta respondía a cierta ética.
Chester Matthews, en cambio, era un golfista consumado. Pensaba muchísimo en el golf. Todo el invierno soñaba despierto en su puesto de trabajo con sus viajes a Saint Louis y Chicago. Probablemente era un hombre más moderno que mi abuelo, más interesado en su tiempo libre, en sus placeres. Planeaba sus dos semanas de vacaciones como excursiones automovilísticas y de golf. Hablaba de golf a los otros empleados con verdadero dominio del tema. A veces lo veía en el vestíbulo representando diversas técnicas de golf para sus subordinados, y en algunas ocasiones incluso para los huéspedes, con su chaqueta verde de jefe de botones sobre el respaldo de una silla: cómo colocarse ante la pelota que se quería lanzar, cómo flexionar la cintura, mantener rectos los hombros, colocar los pies para mantener el equilibrio y llevar la cabeza del palo tan atrás como fuera posible. Muchas veces lo vi hacer esto. Para un afroamericano a finales de la cuarentena, acostumbrado al ir y venir de los mozos en un hotel de blancos, el golf significaba algo distinto que para otros: para él era un billete para salir del Sur. Significaba igualdad con respecto a los huéspedes. Significaba algo para mirar hacia delante en una vida permanentemente frenada por una sistemática e inalterable limitación.
Sólo una vez fui con él. Pero una vez que acabó teniendo el valor de toda una vida.
Aunque en 1960 los campos públicos de golf estaban cerrados para los ciudadanos negros de Little Rock, había uno al que podían asistir, el campo «del gobierno», en North Little Rock, en Fort Roots. Fort Roots, que dependía de la Asociación de Veteranos, era un enorme y viejo montón resonante de ladrillos, construido hacía décadas sobre el precioso precipicio que daba al río, cubierto de robles rojos y orientado al sur. Allí recibían tratamiento los supervivientes de las guerras de nuestro país en el extranjero, muchos de los cuales eran enfermos mentales —la denominación técnica de la enfermedad era neurosis de guerra— y estaban bajo vigilancia; a menudo paseaban inofensivos por los terrenos del hospital, vestidos con pijama verde y albornoz, como si buscaran algo que no buscaban. En el Little Rock de aquella época, «Fort Roots» no significaba otra cosa que la casa de los locos, el lugar adonde llevaban a un conocido cualquiera cuando perdía el juicio y del que no se esperaba que regresara.
En cierto modo, no parecía extraño que un asilo estatal tuviera un campo de golf y que los negros pudieran jugar allí. Pero lo era. La infancia otorga a estos fragmentos sueltos una lógica onírica que permite la supervivencia de la propia infancia. El «campo de golf» de Fort Roots era un terreno rocoso de nueve hoyos, salpicado de colinas y árboles alineados, con hierba Bermuda seca del color pardo de los excrementos de animales en un verano caluroso. Los greens estaban muy cerca unos de otros, eran ralos de hierba y no tenían agua ni banderas. Una pelota que salía de los límites del campo podía fácilmente volar sobre un escarpado precipicio y caer en el tortuoso bosque que se prolongaba hasta las marrones aguas del río Arkansas, donde a nadie se le ocurría ir a rescatarla. En realidad, Fort Roots era el poco atractivo campo de golf oficial de la tierra de nadie que por entonces existía entre las razas, entre el gobierno federal y la ley local y entre las fuerzas del viejo Sur y los nuevos tiempos que se aproximaban.
Me imagino que, teóricamente, me mandaban con Chester Matthews para que «aprendiera algo de golf». Nadie dijo con precisión para qué, sino sólo que Chester iría a jugar al golf ese abrasador día de julio, su único día libre, y que yo iría con él a Fort Roots, que, en cierto sentido, era su campo particular. Estoy seguro de que él no quería que fuera.
Chester tenía condiciones para ser un hombre de estilo. Ancho de hombros y también de cintura, su andar oscilante de parisino de mundo resultaba adecuado para charlar y caminar al mismo tiempo, y tenía buen aspecto con la ropa que usaba: su traje de jefe de botones, su viejo uniforme militar de sargento del ejército, su atuendo clásico de golf. No sé si cada vez que iba a un campo (en sus viajes al norte, por ejemplo) escogía los pantalones bombachos, la camisa de punto con rombos de colores y los zapatos de golf blancos y marrones, pero ésa era la ropa que vestía el día que me llevó con él.
Mientras cruzábamos el río en su viejo Pontiac azul, me dio, en tono profesional, unas explicaciones preliminares sobre golf: que era un juego que se aprendía con paciencia a lo largo de la vida, no en una tarde, y que no era algo en lo que uno podía sumergirse y luego retirarse frívolamente, como debía de pensar que había hecho mi abuelo, lo cual desaprobaba. Era un juego difícil que podía frustrar por su aparente facilidad. Había muchas cosas que era menester aprender bien desde el primer momento. (Yo me preguntaba desconcertado cómo se podía saber qué palo había que usar, cómo se podía esperar que uno recordara a qué distancia se calculaba que, por su diseño, cada palo podía lanzar la pelota, o cómo podía ser que una puntuación baja fuera mejor que una alta.) Si juegas de buena fe, decía Chester, el golf no sólo te dará placer y satisfacción durante días e incluso durante años, sino que, además, te preparará para la vida (lo cual era para mí al mismo tiempo indudable e incomprensible).
En mi marco mental de hoy en día, cuarenta y cinco años después, Chester y yo estuvimos solos en el primer tee. Es como si hubiéramos estado solos en todo el campo. Al otro lado de los árboles húmedos y batidos por el sol, y desde la cima de la empinada colina, el viejo y adusto edificio de Fort Roots se erguía amenazante. Me recuerdo acalorado, torpe y fuera de lugar. El tee parecía una cosa rara. Chester apretó sus grandes manos morenas sobre las mías, más pequeñas, las adaptó a la forma de la empuñadora de cuero de un driver, y me forzó los dedos hasta que adoptaron la clásica superposición de agarre, imprescindible para todo golfista. Luego se puso delante de mí y, como habría hecho con sus mozos negros en el vestíbulo del hotel, me enderezó los hombros, guió el balanceo de mi espalda, sus brazos alrededor de los míos, sus rodillas en contacto con las mías, su aliento con olor a tabaco metiéndoseme en la nariz. «Ahora mantén la cabeza baja, Dick», dijo en tono perentorio, desagradable. «Mantén la mirada fija en la pelota, las rodillas flexionadas y cómodas, los pies bien apoyados en el suelo. No te apresures, sólo golpea la bola directamente y con firmeza, continúa el movimiento y no mires adonde va. Mira dónde estás golpeando.» Pude oír un profundo suspiro en su pecho, señal de molestia y también, probablemente, de resignación. Era su día libre, y lo estaba pasando conmigo.
Hice todo lo que me dijo —al menos lo mejor que pude— en ese primer tee, reseco y desprovisto de hierba. Pegar de lleno a una pelota parecía un acto completamente natural. Chester, en su elegante atuendo de golf, se mantuvo a distancia y observó mi actuación, que, naturalmente o no, terminó mal. Desde el momento en que tuve el driver en mis manos supe que eso no iba conmigo, que no quería jugar al golf, que no me gustaba aquella excursión a ese paisaje tan extrañamente artificial, ni rural ni no rural, ni pastoral ni no pastoral. Un campo de golf me parecía entonces, y me sigue pareciendo hoy, un artificio falso construido para gente que no tiene tiempo o instinto para la experiencia real, experiencia que, según pensaba, implica adentrarse en bosques y en campos reales y hacer cosas peligrosas. No estoy seguro de qué era lo que tenía entonces en la cabeza.
Los lanzamientos de mi primer tee, que lo pelaron por completo, rozaban la calle a lo largo de unos diez metros, más o menos, y luego se detenían. Pero en su mayoría fueron completamente fallidos, porque levantaba la cabeza para anticipar la suave trayectoria, que no se producía. Lancé un par de pelotas en línea recta hacia arriba, como misiles, que se estrellaron inmediatamente después del lanzamiento. En algunos casos pegué oblicuamente a la pelota, lo que provocó lo que Chester llamó una «sonrisa» (que no debía de ser divertida para él, porque la bolas eran extraordinariamente caras). Una o dos veces hice un slice (otro término nuevo) entre los árboles y por encima del precipicio, hacia el río. Fueron los únicos tiros míos que llegaron realmente a alguna parte. Parecía desesperante, y lo era. Chester debió de contemplarlo con desaliento. Yo me pregunto aún hoy si el primer día de los golfistas natos, los que luego tienen esos años de satisfacción y de placer y los que aprenden esas lecciones indelebles de la vida, es como el mío. ¿O es que ellos toman posesión inmediata del palo, comienzan con golpes absolutamente precisos y no pueden ni siquiera recordar cuándo jugaron mal y cuándo jugaron bien al golf?
Pero éste no es el tema de la historia, sino sólo el preludio al mismo, lo que hace que este relato se refiera al golf y no sólo a la debilidad y la consternación humanas.
«Lo que tienes que hacer, Dick, es observarme», dijo Chester después de un buen número de golpes efectuados por mí, mientras se adelantaba para coger el palo de mi mano. No había nadie esperando detrás de nosotros. Podíamos haber estado todo el día en el primer tee. «Puedes aprender mucho simplemente observando a alguien que juega al golf.»
«Fantástico», dije. La observación se presentaba como una oportunidad atractiva, dado que ya comenzaba a tener ampollas en las manos, el sudor me empapaba la camisa debido al implacable sol de Arkansas y sentía los muslos tensos y débiles, supongo que de hacerlo todo mal.
«¿Por qué no te limitas a acarrear los palos?», dijo Chester, poniéndose justo frente a la pelota con el driver en la mano, al tiempo que echaba una mirada confiada a la calle, su límite de árboles recalentados, su lejana y apenas distinguible superficie llana de hierba verde y no verde. Frente a nosotros se veían dos figuras humanas, no en la calle, sino fuera de ella, entre los árboles del costado, con batas de hospital o ropa muy suelta. Eran pacientes de Fort Roots, hombres por quienes nadie se preocupaba, que paseaban por el campo, o bien se mantenían al borde del precipicio y miraban hacia abajo, al río, hombres cuya presencia allí era permanente. Eran como fantasmas que se filtraran entre los árboles, uno o dos hablando como gente normal, otro hablando solo.
Chester se concentró en su tiro inicial, tomó posición junto a la pelota, estabilizó los hombros, tensó los brazos de color café y luego, con la escasa flexibilidad de un hombre de mediana edad, lanzó un golpe hacia abajo que terminó en un backswing exageradamente abrupto, abreviado, y un follow-through excesivo, acompañado de un perceptible gruñido de esfuerzo, para dirigir casi de inmediato una mirada hacia la calle (como si hubiera cámaras filmando) con el fin de seguir la trayectoria de la pelota, que, en este caso, fue más el vuelo bajo y en línea recta de un disparo de revólver que el clásico arco que yo esperaba de un hombre tan entusiasta de este deporte.
Chester estuvo un largo rato de pie observando cómo su pelota rodaba hasta detenerse en la hierba parda, cerca del borde de la calle, junto a los árboles. Posiblemente había alcanzado unos cien metros. Creo que no le pareció un lanzamiento muy bueno, que más bien debería haber levantado la bola hacia el cielo azul y haberla hecho caer, a plena vista, en el campo siguiente.
«Muy bueno», dijo con seguridad, mientras arrancaba el soporte blanco de la hierba levantada por el golpe y lo metía en el bolsillo de su bombacho.
«Ha ido en línea bastante recta», dije, con la bolsa de golf de Chester apoyada contra mi pierna.
«Es lo que se esperaba», dijo con seriedad, y se marchó llevando su driver como si tuviera la intención de volver a usarlo.
Yo iba detrás de él con la ruidosa bolsa de tela, que pesaba más de lo que me había imaginado. Probablemente no contenía más de seis palos, aunque sus bolsillos laterales estaban llenos de bolas y demás utensilios que los golfistas llevan consigo para casos de emergencia.
Una vez más, mi imaginación supo que Chester y yo formábamos una extraña pareja. Él era, como yo, un hombre de su tiempo y lugar. Bajando a zancadas la calle de Fort Roots un caluroso sábado de agosto en Little Rock, en 1960, era un negro de mediana edad con un ridículo atuendo de golf algo anticuado, que se movía decidido hacia su segundo tee en un campo en el que tenía todo el derecho a estar. Y yo —alzándome y apresurándome detrás de él, con su bolsa a la espalda y sus palos entrechocando bajo mi esfuerzo— era un muchacho blanco que ese día hacía las veces de su inverosímil caddie. No estaba planeado de esa manera. En realidad, habría podido poner fin a aquello diciendo que los palos eran demasiado pesados, que no me gustaba lo que estábamos haciendo, que quería regresar al hotel, que tenía calor, que me sentía mal, que no estaba preparado para aquello. Podía haber dicho cualquier cosa menos la verdad. De modo que no dije nada, advertí lo extraño de nuestra situación, pero también mi impotencia para cambiarla, y me limité a seguir a Chester por la calurosa calle, hacia aquella pelota blanca en la hierba. Me sentí desprotegido, pero, supongo, no sin motivo.
Entonces sucedió lo peor. Cuando llegamos a su pelota, Chester, con modos de amo, me pasó su driver y sacó otro palo de la bolsa que yo llevaba. No podría decir qué era. Pero se dirigió directamente a la pelota y nuevamente la evaluó para su segundo lanzamiento. En ese momento, alguien nos gritó. «Mirad eso», dijo una voz de hombre, un poco más allá del límite formado por la hilera de altos robles rojos. «No puedo creer lo que estoy viendo. Mirad, mirad.» Y luego otra voz, también de hombre, gritó en agudo falsete: «¡Oh! ¡Ay! ¡Oh! ¡Ahora ya lo he visto todo! ¡Dios mío! Yo también lo he visto. Un negro con un caddie blanco. Es el colmo. Es como para volverse loco.» Desde luego, locos ya estaban.
Éstos eran los fantasmas de Fort Roots y había otras voces que llegaban; hombres blancos en sus albornoces de algodón, en libertad para vagar por los campos, que se pasaban el día entero esperando, observando. Convalecientes, supongo. Alguno lisa y llanamente fuera de sus cabales, otros sólo afectados de un cansancio permanente e incapaces de afrontar lo que había de vida al pie de la colina, en el vasto mundo. Nos habían visto a nosotros dos, e incluso para ellos —aparcados en un gran hospital del gobierno— se trataba de una visión inesperada. Tal vez era precisamente de eso de lo que se habían apartado.
No intentaré explicar cómo me sentí al oír sus voces burlándose de nosotros sin la protección de los árboles recalentados. Todos parecían reír. Lo que sentí no era bueno, aunque, en un despiadado instante, comprendí todo lo que había que saber y ya debería haber sabido. También sé que lo que yo sentí no es lo mismo que sintió Chester Matthews. Para él era distinto. Sin embargo, no levantó la vista de la bola. Simplemente continuó con su protocolo de golf: la cabeza baja, los hombros rectos, las rodillas flexionadas, pero cómodas. No me miró ni miró a los hombres que estaban en los árboles, sino que se concentró en la hierba reseca, se relajó, inspiró y luego espiró, apretó la mano sobre el palo y ejecutó su backswing repentino, brusco y demasiado apresurado, que produjo un mal golpe del palo en la pelota, algo que había perfeccionado. Por encima de la hierba y fuera de ella, la pelota iba en dirección a la bandera, que Chester miró fijamente durante un largo instante, como si deseara que estuviera ya allí. Después, con aquel modo de andar al que le obligaban sus pies torcidos, con sus pantalones bombachos, su camisa de rombos y sus zapatos de golf, avanzó a zancadas, el palo balanceándose en su mano. Podía haber dicho: «Vamos, Dick, no les hagas caso.» Los hombres aún nos gritaban y continuaron haciéndolo durante bastante tiempo. Pero no creo que lo comentara. Creo que no dijo nada en absoluto, que simplemente siguió adelante y, que yo recuerde, nunca mencionó el episodio durante los años en que lo traté. Aquel día caluroso jugó los nueve hoyos completos. Yo cargué con sus palos por el campo. Y luego volvimos a casa.
Desde aquel día de 1960, nada me ha motivado a volver a jugar. Pero Chester Matthews, por lo que he sabido, jugó al golf hasta sus últimos días, en Saint Louis y en Chicago, en Fort Roots y en el campo público de la otra margen del río en Little Rock, cuando, no mucho tiempo después, las cosas cambiaron. El ceremonial, la seguridad, las habilidades e incluso la tranquilidad connaturales a este juego eran recursos que ayudaban a hacer más llevadera la vida, y todos estos elementos dieron a Chester Matthews opciones en un momento en que, comparativamente, no tenía muchas más. El juego puede servir para eso, supongo. Pero no es para mí. Con todo, dadas estas cualidades, le guardo cierta consideración.