En el curso de mi vida he pegado a mucha gente en la cara. A demasiada gente, estoy seguro. En los años cincuenta, en Mississippi, donde me crié, el estar dispuesto a dar un puñetazo en la cara a otra persona tenía un significado. Significaba, digámoslo así, que eras valiente. Además, que eras alguien con experiencia, y también audaz, irresistiblemente impulsivo, no indiferente a las consecuencias, pero tampoco intimidado por ellas, teatral en la medida justa y probablemente peligroso. Como acto franco y decidido, pegar era un movimiento hacia la adultez, el lugar al que todos estábamos destinados, un paso en la dirección correcta.
De la misma manera, yo también recibí golpes de otros en la cara un buen número de veces. En general, justo antes o justo después de la experiencia anterior. Recibir un puñetazo en la cara va ligado al hecho de haber pegado tú; y aunque mucho menos de lo que sería de desear, esto es (o era) importante. Marcaba cualidades de carácter aprobadas (junto con una fuerte resistencia), y era preciso tener voluntad para soportarlo.
No puedo decir con precisión de dónde venía ese impulso a pegar, aunque no era, estoy seguro, mera presión ejercida por los iguales. Mi abuelo era boxeador, y, a su juicio, ser «rápido con los puños» era un rasgo valioso. Mi abuelo llamaba «dar un tortazo» a pegarle un puñetazo a alguien. «Le di un tortazo», decía, para asentir luego con la cabeza y, a veces, sonreír, lo que quería decir que había estado bien o, cuando menos, que había sido admirablemente dañino. Una vez, en Memphis, en 1956, en un partido de fútbol en la universidad, en Crump Stadium, «dio un tortazo» a un hombre justo delante de mí, un borracho del que estaba harto y que, mientras subíamos las gradas de hormigón hacia una salida, le había pisado el talón no una sino dos veces. El tortazo de ese día fue un corto y fuerte puñetazo de boxeador, lanzado desde el hombro. Técnicamente, un gancho. Sólo un golpe, pero el otro individuo, un hombre con sombrero de fieltro (era otoño), lo recibió en la barbilla y cayó hacia atrás sobre las gradas de hormigón en medio de otras personas. Nosotros seguimos nuestro camino.
Lo mismo hizo en otras ocasiones: una vez, en el propio vestíbulo del hotel que regentaba, derribó a un hombre sobre la alfombra de dos increíbles porrazos que a mí me pareció que procedían de sus piernas. No recuerdo qué había hecho aquel hombre. Otra vez fue en un coto de caza. A un hombre con el que viajábamos en una camioneta se le disparó accidentalmente la escopeta dentro de la cabina. El disparo agujereó la puerta con un ruido tremendo. El hombre era nuestro huésped y, naturalmente, estaba bastante bebido. Aquello casi nos mató del susto, de modo que mi abuelo, cuyo nombre de boxeador era Kid Richard, alcanzó a darle al hombre un golpe estirándose sobre mí y conectando un derechazo al otro lado del asiento de la camioneta. Eran las diez de la noche. Estábamos aparcados en un campo de soja, a la espera de ver algún ciervo. Nunca pensé demasiado en todo aquello después, y cuando lo hacía me parecía que lo que él —mi abuelo— había hecho era sin duda la mejor respuesta.
Más tarde, cuando tenía yo dieciséis años y tras la muerte repentina de mi padre, mi abuelo me acompañó a la Asociación de Jóvenes Cristianos —esto era en Little Rock— y allí, junto con los muchachos que se entrenaban para los Golden Gloves, desplegó para mí los sólidos mecanismos del lanzamiento de golpes: la necesidad de solidez, el puño adecuadamente apretado, el paso confiado hacia delante, la mirada enfocada, la eficacia de los tres golpes combinados. Y allí, entonces, me enseñó a «cortar» un golpe: una rotación de noventa grados del puño hacia dentro, ejecutada en el momento preciso del impacto, que él (acertadamente o no) creía que aumentaba la potencia de lo que de otro modo no pasaría de ser una dura sacudida, convirtiéndola en una forma de detonación. A continuación, y durante un tiempo, probé todo lo que había aprendido en los Golden Gloves, con resultados no demasiado positivos para mí. Después de todo, eran muchachos fibrosos, con labios finos y ojos pequeños, originarios del medio rural de Arkansas, con más que perder que yo, es decir, más duros. En los años siguientes, sin embargo, traté de practicar todo lo que había aprendido, haciendo siempre el corte hacia dentro, dando el paso adelante y mirando hacia donde dirigía el golpe. Estas cosas, pensaba yo, eran los aspectos decisivos de la ciencia. Conocimiento de iniciados. Y yo formaba parte de ellos.
Recuerdo, por supuesto, la primera ocasión en que recibí un golpe en la cara, quiero decir un golpe lanzado por alguien con la intención de hacerme daño: romperme la mejilla o la nariz (lo que efectivamente ocurrió), hacerme saltar un diente, arruinarme la vista, herirme, dejarme inconsciente, matarme, al menos en sentido figurado. Mi adversario se llamaba Ronnie Post. Fue en 1959. Teníamos quince años y habíamos discutido sobre una trivial cuestión escolar. (Luego parece que nos caímos bien.) Pero él y su amigo, un muchacho sonriente llamado Johnny Petite, salieron un día a mi encuentro después de clase y comenzaron a descargar sobre mí un torrente de golpes. Estaban presentes también otros muchachos; yo, por mi parte, hice algunos movimientos de boxeo torpes, inexpertos, nada parecido a lo que aprendería más adelante. Por supuesto, como suele suceder en estos casos, aquello no se prolongó demasiado ni tuvo consecuencias graves. No hubo espectáculo. Ninguno «boxeó». Pero recibí muchos golpes, y recuerdo la sensación del primer auténtico puñetazo, que vi venir pero no pude evitar. Más que una sensación de conmoción, era la sensación de un sonido, como si dos grandes platillos chocaran justo detrás de mi cabeza; casi inmediatamente después, un frío me recorrió todo el cuerpo, desde la nuca hasta los dedos de los pies. No me lastimó particularmente ni me tiró al suelo. (No es tan fácil hacer caer a una persona.) Y no me dio miedo. Más tarde incluso pude jactarme de ello. Pero cuando lo recuerdo hoy, treinta y siete años después, me parece oír el sonido de los platillos, vuelvo a sentir la cabeza ligera y el frío me recorre de nuevo el cuerpo, como si de repente el aire que me rodea se hubiese enrarecido.
En los años transcurridos desde entonces ha habido otras ocasiones para esta especie de respuesta abrupta pero contundente a las señales contingentes del mundo, respuestas que hoy me parecen lamentables y cuyo relato no resulta demasiado interesante. (Aunque estoy seguro de que no se trata de una simple «cosa de hombres», pues también he visto hacerlo a mujeres y he sido lo suficientemente desgraciado como para sufrir una o dos veces los golpes de ellas). Pero una vez le pegué a mi mejor amigo del momento entre dos downs de un partido informal de fútbol americano en que los equipos se distinguían por llevar camiseta o no. No volvimos a ser amigos después de eso. Una vez le pegué en la nariz a un hermano de fraternidad porque me había humillado en público, además de porque no me gustaba. En una comida, tras el funeral de un amigo, en un exabrupto, di un puñetazo a otro deudo que, con su manera exagerada de exteriorizar su duelo, agravaba la situación y ahondaba la pena de todos los demás, y lo «necesitaba», o al menos eso era lo que yo sentía. Y hace muchísimos años, una tarde de sábado de mediados de mayo, en una calle de Jackson, Mississippi, me incliné y le besé el culo desnudo a otro muchacho con la expresa intención de evitar que me pegara. (Me temo que de todo esto hay muy poco que aprender, salvo que el honor no tiene nada que ver con ello.)
No puedo hablar en nombre de la cultura en general, pero lo cierto es que, durante toda mi vida, cada vez que me encontré con algo que me parecía absolutamente injusto, inmerecido, o un dilema insoluble, pensé en tratar el asunto a golpes o asestar un puñetazo en el rostro a su emisario. Eso mismo pensé hacer con los autores de ciertas críticas literarias injustas. Así como en relación con narradores a los que consideraba hipócritas y merecedores de algún castigo. Lo mismo en relación con mi mujer en un par de ocasiones. Una vez le lancé un imprudente swing a mi propio padre, un puñetazo que erré, pero que me deparó muy malas consecuencias. Incluso me ha sucedido con mi vecino de la acera de enfrente, quien en el calor de una simple discusión por un perro que ladraba, me dio un puñetazo muy fuerte en la cara, lo que justificaba (o así lo consideré) que le pegara hasta dejarlo en la acera cubierto de sangre. Cuando ocurrió yo tenía cuarenta y ocho años; era todo un adulto.
Todavía hoy, aunque, tal como prometí, ya no hago estas cosas, dar un golpe en la cara sigue siendo un acto cuya posibilidad conservo —una idea—, uno de esos hechos personales e imborrables que llevamos en las profundidades de la memoria, que a veces reinventamos todos los días y que probablemente representa las realidades menos inequívocas a que pretendemos acceder. Son segmentos de nuestro fondo básico, que cada uno de nosotros comprende siempre lo suficiente como para no sentirse feliz de él. Lo extraño es que la idea de pegar no se me presente con fuerza cuando asisto a un combate de boxeo real —algo que cada vez me gusta menos—, donde se produce una gran abundancia de golpes. El boxeo parece implicar mucho más que dar golpes, como no dejarse golpear, intentar cierta gracia, incluso la compasión, el pathos o la dignidad. Aunque es posible que lo único que interesa al boxeo —además del dinero— sea golpear en la cara, y que los aficionados a ese deporte hayan creado simplemente hábiles mecanismos de lenguaje para defenderlo de su penosa superfluidad. Probablemente sea ésta la razón por la cual Liebling, que sabía esto muy bien, escribiera menos sobre boxeo que sobre boxeadores, y por la cual llama ciencia al boxeo, y no arte: porque, en esencia, el hecho de golpear en la cara, al fin y al cabo, no es particularmente interesante, en la medida en que carece incluso de la mínima pizca de optimismo.
Parte de mi fondo básico es que para mí mismo soy un hombre que —con razón o no, sin interés alguno, de manera estúpida— podría sentir el deseo de dar un puñetazo a quien tiene delante. Y todavía hay momentos en que pienso que una u otra situación —una enemistad, una afrenta, una desigualdad o una mala acción— terminará a golpes. Posiblemente todo mi interior sea pura violencia y necesite una terapia o tenga que volver a empezar mi vida con mejor rumbo. O quizá sólo se trate de la mezquindad del mundo y de que, como alguna vez escribió Auden, «ninguno de nosotros es gran cosa». Pero ese pensamiento —el de pegar—, estremecedor y al mismo tiempo horrible, es un criterio importante para medir qué es serio para mí, a la vez que una guía, aunque extrema, de cómo afrontaría yo las cosas serias, si tuviera que hacerlo. Así, supongo que forma parte de mi dramaturgia interior, que podría describirse, al igual que muchas perversiones, como drama íntimo de un sentido de justicia. Y, para terminar, tengo que pensar que es sencillamente mejor y más instructivo saber todo esto y tomar mis precauciones —contención, empatía—, que ignorarlo por completo.