En algún momento de mediados de junio me sentaba a cumplir con uno de los rituales que han caracterizado mi vida de escritor: el de ponerme a trabajar al final de un larguísimo período durante el que no había hecho básicamente nada de provecho ni para hombres ni para animales. Es decir, comenzaba a escribir otra vez.
No tengo la intención de revestir de particular importancia este acontecimiento. No redoblaban los tambores. No tenía el tema de Rocky como banda sonora. No había banda sonora, sino únicamente la tranquila, apenas perceptible sustitución, en los protocolos cotidianos de un hombre, de un conjunto de hábitos digitales internos por otro.
Se acababan las mañanas solitarias frente a la televisión, el desayuno fuera de casa, las sesudas comunicaciones telefónicas; en lugar de eso, la habitual mezcla desordenada de cosas que continuamente me dan vueltas en la cabeza comenzaba de pronto a reclamar organización para ser utilizada en un relato. Era algo así como los reclutas del ejército que de inmediato se convierten en soldados por el mero hecho de estar en una cola con su ropa de calle. Y lo mismo que sucede con los reclutas, mi realistamiento en la escritura iba acompañado de una molesta sensación de persecución de un objetivo.
Detenerse y luego volver a ponerse en marcha es, por supuesto, lo que hacen todos los escritores. Es lo que hace cualquiera de nosotros: termina esto, hace una pausa, vuelve a aquello. Con el tiempo, esta repetición constituye uno de esos marcadores que nos llevan a decir que somos esto y no aquello: jefe del servicio médico de urgencias, abogado, ladrón de coches, violonchelista o novelista.
En mayor medida que a la mayoría de mis colegas escritores, este ritual —interrumpir para recomenzar— siempre me ha parecido un postulado estético, y posiblemente incluso moral. Sin embargo, muchos de mis conocidos no pueden esperar para reiniciar la escritura, como si la naturaleza también aborreciera una pluma sin movimiento útil.
Un amigo (hasta que le solté un ladrido) me llamaba regularmente más o menos a la hora del aperitivo simplemente para preguntarme: «¿Has escrito hoy?» Otros parecen otear ansiosamente el horizonte desde las profundidades interiores de lo que estén haciendo en ese momento, con la intención, supongo, de vislumbrar por un instante algo en lo que poder sumergirse a continuación. Para ellos, la detención que precede al comienzo, el intervalo, es, en el mejor de los casos, un parpadeo innecesario en una vida dedicada a mirar constantemente. En el peor de los casos, da lugar a la preocupación o incluso el temor.
«No estoy escribiendo», me dijo recientemente un íntimo amigo en Montana. «Es muy deprimente. No hago más que dar vueltas por la casa sin saber qué hacer. El mundo parece tan monótono…»
«Ponte a ver la televisión», le aconsejé. «A mí siempre me da buen resultado. Me olvido por completo de escribir en cuanto llega el SportsCenter.»
Y lo pienso de verdad. En estos treinta años me he puesto como objetivo estricto dejarme largos períodos sin escribir, tanto que mi vida de escritor parece tener más de no escritura que de escritura, lo que apruebo calurosamente.
Reconozco que en este tiempo sólo he escrito siete libros, y que en torno a esos siete no ha habido precisamente un clamor unánime de elogios. Indudablemente, habrá sabihondos que sostengan que de haber escrito más, de haber sido más pertinaz, de haberme esforzado más y haber hecho menos pausas, habría sido mejor escritor.
Pero nunca imaginé que estaba en este oficio para batir récords de velocidad de escritura, ni para acumular grandes cifras (salvo, en eso sí confié, en lo que se refiere al número de lectores). En todo caso, si hubiera escrito más y hubiera hecho menos pausas, no sólo me habría vuelto completamente loco, sino que casi con seguridad habría demostrado ser peor narrador de lo que soy. Sea como fuere, lo que hago es asunto mío y, al fin y al cabo, hay cosas sobre nosotros que nadie conoce mejor que nosotros mismos.
La mayor parte de los escritores escribe demasiado. Algunos escriben verdaderamente en exceso a juzgar por la calidad de su obra acumulada. Nunca me he considerado un hombre destinado a escribir. Simplemente elijo hacerlo, a menudo cuando no se me puede persuadir de que haga otra cosa, o cuando me asalta una sensación desagradablemente pegajosa de inutilidad, no sé qué hacer y tengo tiempo libre, como cuando termina la Liga de Béisbol.
Diría que sólo en este estado de reposo galvánico estoy preparado para abordar los grandes temas que la gran literatura requiere: las afinidades entre la felicidad y la desgracia, etc. Llámese a esto, si se quiere, mi versión de la inspiración, aunque es casi seguro que mi confianza en este protocolo me lleva incluso a escribir demasiado. Es difícil escribir justo lo suficiente.
Es evidente que muchos escritores escriben por otras razones que el deseo de producir gran literatura para beneficio de los demás. Escriben como terapia. Escriben (con inquietud) para «expresarse». Escriben para poner orden en sus larguísimos días, o para escapar de ellos. Escriben por dinero, o porque son obsesivos. Escriben como un grito de ayuda o como un acto de venganza familiar. Etcétera, etcétera. Son muchas las razones para escribir mucho. A veces, eso funciona muy bien.
Quizá mi aparente actitud de flojera provenga del hecho de haber tenido padres de clase obrera que trabajaron como esclavos para que yo pudiera tener una vida mejor que la de ellos, para que no tuviera que trabajar tanto, y mi vida es justamente un tributo a su éxito. Pero sea cual fuere la razón —perder el tiempo haciendo otra cosa, como conducir de Nueva Jersey a Memphis y luego a Maine sólo para comprar un coche usado, que es lo que hice el mes pasado—, la vida me va bien mientras no escribo. En cambio, escribir, o al menos hacerlo profusamente, me produce una sensación muy semejante a la de un trabajo duro. Sé que mis padres me hubieran apoyado plenamente en esto.
Que conste que no es que la escritura sea siempre tan difícil. Cuidado con los escritores que hablan de lo duro que es su trabajo. (Cuidado con cualquiera que trate de decir algo así.) Es verdad que escribir es a menudo un trabajo difícil, pero nadie está obligado a hacerlo.
Efectivamente, escribir puede ser complicado, agotador, aburrido, enervante, conducir al aislamiento o a la abstracción, entusiasmar fugazmente; se puede convertir en una tarea penosa y desmoralizadora. A veces produce recompensas. Pero nunca es tan duro como, por ejemplo, pilotar un L-1011 en el aeropuerto de O’Hare una noche nivosa de enero o como una intervención de neurocirugía en la que hay que trabajar diez horas ininterrumpidas y es imposible parar una vez que se ha empezado. Si uno es escritor, puede parar en cualquier sitio y en cualquier momento sin que nadie se preocupe o ni tan sólo se entere. Además, podría incluso ser que, de hacerlo, los resultados fueran mejores.
A mi juicio, los beneficios de tomarse tiempo libre entre grandes proyectos de escritura —novelas, digamos— son evidentes y múltiples. Una razón es que se pone en primer lugar la vida vivida. V. S. Pritchett dijo una vez que un escritor es una persona que observa la vida desde el otro lado de la frontera. Al fin y al cabo, el arte (incluso el de escribir) siempre está subordinado a la vida, siempre va detrás de ella. Y la vida —ese variado y multidimensional tren de carga siempre a punto de colisionar, lleno de pensamientos y sensaciones que uno experimenta fuera del escritorio, cuando camina por la calle Cincuenta y Seis o conduce hacia Memphis— puede ser bastante vigorizante (si se consigue soportarla) y a la vez útil para llenar el «pozo de actividad cerebral inconsciente» que, según Henry James, contribuye a la capacidad de los escritores para conectar realmente felicidad y desgracia.
El tiempo desperdiciado puede también parecer una buena recompensa por el penoso trabajo al que se acaba de poner fin. A veces es la única recompensa que se consigue.
La mayoría de los hábitos de trabajo de los escritores se remontan a sus días de principiantes, y en un nivel básico los hábitos personales implican siempre un ingenuo sistema de evaluación. Uno actúa de tal manera que le permita imaginar que lo que hace es aceptable para uno mismo.
Parar y volver a comenzar durante la escritura en un día cualquiera invita a juzgar lo que se acaba de escribir. Y disfrutar de un largo intervalo entre pesados esfuerzos invita a evaluaciones tan útiles como éstas: ¿he omitido algo importante para la realidad de que se trataba? (Kurt Vonnegut decidió que no). ¿Sigo con el deseo de hacer este tipo de trabajo? ¿Tenía de verdad algún valor lo último que escribí? ¿No podría hacer algo mejor para dejar una marca indeleble en la pizarra de la civilización? ¿Alguien lee lo que escribo?
¿No son estos interrogantes siempre interesantes, además de temibles? ¿No hay en ellos una medida de la exaltación fríamente purificadora implícita en la evaluación de los imperativos personales como si fueran cuestiones morales? ¿No es éste el motivo, tan válido como cualquier otro, por el que nos hacemos ante todo escritores?
No pienso que los escritores sean profesionales sólidos equipados con un conjunto específico de habilidades y recursos técnicos, pasos claros en su desarrollo profesional y el amparo de un código ético, sino que los veo más bien como jugadores que practican una especie de amateurismo extraordinariamente exigente, de lo que se desprende que, una vez cumplido, un esfuerzo no tenga gran cosa que enseñar al siguiente. Y cuando se trata de escribir novelas, un esfuerzo consume casi por completo sus propios recursos y en general deja a su autor vacío, aturdido, desconcertado y con un zumbido en los oídos.
En consecuencia, un buen intervalo de despilfarro de tiempo que se prolongue un par de temporadas, cuando no más, o por lo menos hasta que no se pueda aguantar más la lectura de los titulares de los periódicos y mucho menos aún la de los artículos que encabezan, puede refrescar el yo y reconfigurar las nuevas, aunque ya gastadas e inútiles, preocupaciones, hábitos y viejos tics estilísticos. En esencia, ese intervalo puede ayudar a «olvidar» todo para «inventar» algo mejor. Y al hacer todo esto rendimos homenaje al incentivo sagrado del arte: el compromiso de la totalidad del yo, de la voluntad íntegra.
Finalmente, es posible que la aparente dificultad de la escritura no resida en lo que se piensa. A mi juicio, la verdadera prueba la constituyen los requisitos de la escritura que convierten en necesidad absoluta la relación sostenida y repetida con el mundo; quiero decir que estoy convencido de que no hay nada en el mundo, fuera del libro, tan interesante como lo que ese día estoy haciendo en el libro. La mayor exigencia es la de creer en mi propia inventiva y pensar que otros a los que no conozco, y que dispongan de tiempo, también serán persuadidos. Para eso ayuda mucho saber qué brillantes atractivos hay fuera de tu habitación y allende los límites de tu fantasía.