INTRODUCCIÓN A «AÑOS LUZ»[11]

Los lectores de literatura de ficción tienen como artículo de fe que James Salter maneja el inglés americano mejor que ningún otro escritor de nuestros días. En la categoría de ficción, la buena escritura nos interesa porque la ficción es el lugar donde nosotros, los lectores, esperamos que la escritura sea lo más memorable, donde el virtuosismo en el interior de las frases se une a la implanificable energía de la imaginación, la aprovecha para una narración y hace real un acontecimiento completamente nuevo, tonificante e importante, dedicado al deleite y la renovación del lector.

Esto constituye una gran parte del atractivo básico de la ficción, que es precisamente lo que la hace, o puede hacerla, apasionante. Y seguramente no hay intuición tan penetrante para los detalles del mundo y su nada obvia problemática emocional, ni mirada tan perspicaz para nuestra frágil naturaleza humana, como la intuición y la mirada de James Salter, como no hay tampoco nadie con la capacidad de Salter para convertir en frases tanta información e imaginación verbal con tanta belleza y exuberancia, y de un modo tan sorprendente, tan despiadado a veces, pero siempre apasionante.

Inevitablemente, desde luego (porque esto es América), tras los generalizados elogios de los logros de Salter acecha la normal maledicencia de que es objeto toda bella escritura: que es rebuscada, que es arte por el arte, artificiosamente embellecida y exclusiva, y que en esa medida oculta la ausencia de algo decisivo —por lo general, la versión propia de un tema sustancial— que nosotros los americanos no soportaríamos (a menos que lo hagamos). «Iré a la ribera junto al bosque», escribió Whitman en Canto a mí mismo, «me quitaré el disfraz y quedaré desnudo…» Es como si para ser verdaderamente americanos y enunciar la verdad tuviéramos que dejar al descubierto nuestras partes menos bellas, transportar el pesado madero y astillarnos las manos… y las frases.

Sin embargo, en las frases de Salter no hay astillas, no aquí, no en el libro que tenemos ahora entre las manos. Años luz, publicado por primera vez en Estados Unidos en 1975 con gran éxito, arrastra los pesados maderos que probablemente necesitemos alguna vez todos nosotros, y lo hace en una prosa tan luminosa, tan refinadamente escogida y equilibrada que en el primer momento podríamos no darnos cuenta de que la novela apunta a temas graves, como son las posibilidades de supervivencia del amor, las desilusiones de la vocación y la decadencia de una cultura americana consumista pero insuficientemente inquisitiva, que se está muriendo como una estrella cuya luz seguimos viendo aun cuando el fuego lleva ya mucho tiempo extinguido.

Dada su relativa concisión, Años luz, al igual que todas las grandes obras de ficción, no es una novela fácil de resumir debido a la fina matización de su visión de los seres humanos, la riqueza y variedad de sus efectos imaginativos y la magnitud de su intención.

A primera vista, Años luz es la historia de Viri y Nedra Berland, una envidiable pareja que vive una dorada vida de apariencia campestre, con reuniones que se prolongan hasta muy tarde iluminadas por velas, amigos interesantes, hijos preciosos y vistas a un río. Pero bajo la brillante superficie de la prosperidad también hay ambiciones frustradas, pasiones languidecientes y una persistente inquietud porque la vida tendría que ser aún más rica, aunque ninguno de los Berland tiene la lucidez necesaria para hacer de esta vida una vida feliz. Viri es un arquitecto indeciso que va diariamente a Manhattan y desea ser famoso en lugar de aspirar a ser mejor arquitecto. Nedra es su bella y decorativa mujer que va de compras al centro, almuerza, organiza cenas, se acuesta con el vecino y atiende su casa de estilo Victoriano con vistas al Hudson, a la espera de esos momentos especiales marcados por el regreso de Viri, la excitación de los niños, el vino frío y la familia nuclear nuevamente unida.

Salter no es indulgente con los Berland. En cierto sentido son la atractiva pareja joven con la que charlamos en los Hamptons, al atardecer, sobre la hierba, o que podemos atisbar por la ventanilla de un taxi frente al Modern, o encontrar sentada a nuestro lado viendo La Bayadère. Pero en otro sentido, más mordaz —y la novela insiste en que tengamos simultáneamente diversas visiones de los Berland—, son poco comprometidos, simplistas, engreídos, tienen aversión al riesgo y viven instalados en el humillante peligro de tener que reconocer que llevan una vida absolutamente trivial. La naturaleza de Nedra Berland, declara el narrador de Salter, está sin duda «en la generosidad de su mesa». (Y en nada más.) Viri es un buen padre, lo que sólo significa que es «inútil como hombre» (p. 138).

Años luz, que cuenta la vida matrimonial de los Berland a partir de principios de los años sesenta, cuando se aproximan a la treintena pero ya se sienten viejos, hasta finales de los setenta, en que se ven a sí mismos como supervivientes agotados, establece una constante negociación con el lector para mostrar a estos ciudadanos en toda su verdadera complejidad, pero también para exhibir a los Berland (y a sus amigos) como tipos, como gente a la que muy probablemente no querríamos emular, pues ninguno de ellos es particularmente admirable. «Hablaban del día que tenían por delante como si sólo compartieran la felicidad…» En una soleada mañana de otoño, Nedra y Viri están en la mesa del desayuno, preparada con tentadoras manzanas y el periódico. «… Aquella hora grata, aquella habitación confortable, aquella muerte. Pues todo, de hecho, cada plato y objeto, utensilio, bol, ilustraba algo inexistente; eran fragmentos rescatados del pasado, astillas de una totalidad desvanecida» (p. 192). Salter nos insta a ver las dos caras de la observación doméstica de los Berland y a templar los colores de un cuadro con los de otros.

Así y todo, pensamos que los Berland son en el fondo buena gente que, en la medida de lo posible, aspiran, adulterios aparte, a una felicidad fugitiva. Aunque no se dice nada al respecto, bien podrían votar al Partido Demócrata. Aman a sus hijos sin medida, de manera ejemplar. Viri lleva una vida respetable (aunque a Nedra le gustaría ser rica). Ninguno de los dos abusa físicamente del otro. Son leales a sus amigos, el padre de Nedra es un viejo triste y patético, pero lo tratan decentemente. No caen en el desenfreno, la mezquindad ni el cinismo. El matrimonio es una propuesta perdedora que termina por sucumbir, pero a pesar de eso se comportan entre ellos con exquisito civismo y, al final, se mantienen unidos por vínculos de afecto y de una protectora familiaridad a la que verdaderamente no pueden escapar.

Desde el punto de vista narrativo, Años luz conduce la vida de los Berland a lo largo de un encadenamiento de vivaces destellos de vida doméstica, pretenciosos incisos con la intención de ser oídos, la cháchara de chico y la cháchara de chica, divagaciones íntimas mientras hacen el amor (a menudo parecen imágenes fotográficas de la antigua Kodachrome, hablando con la teatralidad con que habla la gente en esas instantáneas). Y en este sentido la novela funciona como la anatomía de una familia norteamericana con todo a su favor, cuyos miembros, sin embargo, padecen una sensación de pérdida casi inexorable, se diría que natural.

Y sin embargo, puesto que lo que quiere Salter es que veamos a los Berland como tipos y no sólo como individuos, puesto que amplía persistentemente su lente para dar cabida a lo que suele llamarse comentario narrativo, y puesto que a menudo los Berland son objeto de ironías de desaprobación cuando vemos de ellos lo más débil, lo peor, lo cómicamente menos atractivo y autocompasivo, la novela cumple también la función de severa disección de la cultura americana que se desgasta cuando estas vidas prototípicas pasan el medio siglo. «Si hubiese tenido valor», reflexiona Viri, apenas en la cuarentena, «si hubiese tenido fe… Nos conservamos como si fuera importante, y siempre lo hacemos a expensas de otros. Nos acaparamos. Triunfamos si ellos fracasan, somos sabios si ellos son necios, y seguimos adelante, aferrados, hasta que no queda nadie…» (p. 299). A lo que Nedra, en réplica al lamento de Viri, dice (y mucho más acertadamente): «Vivimos demasiado tiempo…» (p. 302).

En la lamentación cuasi dantesca de la novela acerca de la vida americana que se ha ido al garete —acumulación, aferramiento, exceso que, ya sin la alianza del sentido común, se esparce por doquier a manera de metástasis—, Salter no se presenta a sí mismo como estudioso del azar ni como un proveedor de sabiduría política. En realidad no sabemos si los Berland y sus amigos son republicanos o demócratas, porque ninguno de ellos habla de los acontecimientos que tienen lugar en ese momento —Vietnam, los derechos civiles, asesinatos políticos, un hombre en la Luna—, no hacen ninguna referencia a las relaciones de causa y efecto, y ni siquiera parecen pensar nada sobre las reglas más elementales de la responsabilidad, hasta que se dan de narices con los malos resultados. Los personajes de Años luz son simplemente como son: consumistas sentimentales, poco luchadores, desorientados, aislados portadores culturales de una civilización en decadencia invernal. «En realidad, hablamos de Norteamérica con frecuencia», pontifica un afectado pseudoterrateniente inglés a los desafortunados Berland que lo visitan en su único gran viaje, con el que tratan de resucitar su matrimonio. (Si bien Estados Unidos está aquí en la unidad de cuidados intensivos, Salter atribuye una particular vehemencia tóxica a los británicos.) «… Hasta leemos sus periódicos… Estoy más o menos obsesionado con la idea de su país, que, en definitiva, ha significado tanto para el mundo entero. Me trastorna mucho ver ahora lo que está sucediendo. Es como una puesta de sol» (p. 200). (Para que no olvidemos el título de la novela.)

Lo que eleva Años luz por encima de sus inmersiones reconocidamente adustas en los seres humanos y el destino de la civilización y hace de ella una gran novela, extraordinariamente interesante y luminosa, es el virtuosismo de Salter para el tratamiento de los rasgos formales de la narración, realizado con un don (no es la palabra exacta) para la construcción de la frase y una inteligencia literaria imposibles de hallar en ningún otro escritor de hoy. Años luz ofrece una fiesta de efectos de ficción, buena parte de los cuales reviste una sombría comicidad, todo bajo el control más bien reflexivo de Salter. Me refiero a las alteraciones conceptuales del tiempo verbal, las sentenciosas (pero agudas, severas) intrusiones del narrador en la acción que tiene lugar en el fondo del escenario, una estructura novelística que se mueve y se detiene, abrevia y prolonga lo que se cuenta, de modo que contraviene el tranquilizador dicho según el cual allí donde el novelista se demora, reside el significado. También hay un relajado apego a la cronología, a la continuidad narrativa y a una antigua exigencia del taller de escritura: el punto de vista. Y a pesar de que no se trata en absoluto de una novela pirotécnica, la siempre evidente intervención de Salter en su desarrollo deja en el lector la sensación de una incomodidad continua, pero extrañamente placentera, de la vida interior. De esta manera, el autor no sólo escribe una novela, sino que inventa implacablemente una cuyo mayor efecto es al mismo tiempo ágil y generoso, divertido y alarmante, escandaloso y renovador, y cuya apuesta es hacer creer al lector que éstos son los únicos elementos con los que es posible contar esta historia.

Todos los narradores confiamos en que, si logramos acertar con una forma plenamente proporcionada a lo que podamos proyectar, a lo que ya sabemos, a lo que podamos soñar y a lo que podamos encontrarnos en los actos ocasionalmente oscuros de la escritura, habremos probado la grandeza. En Años luz, Salter hace su apuesta, atiende a la fe y confía todo a la página. La vida de los Berland es considerablemente menos detallada y concreta en la medida en que emerge de un mosaico novelístico, lo que, de paso, puede hacer que la novela se sienta un poco como la vida misma. Pero, en esta condición, su alcance, el peso ético de los Berland, su destino y significado, se convierten tanto en una cuestión de placer estético como de estricta moral. «Dentro de esa vida no hay forma», dice el exigente narrador apenas empieza la novela, «… sólo un detalle prodigioso que llega a todas partes: sonidos exóticos, astillas de luz solar, follaje, árboles caídos, animalillos que huyen al crujido de una rama, insectos, silencio, flores» (p. 29).

Y está también la cuestión de estas frases, estos detalles, las cadencias internas del mundo real que es imaginado (no registrado) para los sentidos del lector. «Aunque el cielo era claro, incluso cálido, el viento sopló todo el día, embistiendo los postigos y violando a los árboles. Las vides se irguieron frenéticamente, aullaron, fueron arrastradas. En el invernadero hubo un estrépito musical de cristales. Era un viento sin filo, un viento inmenso y de fauces abiertas que no amainaba» (p. 145). O bien la habitación de hotel de Nedra Berland en el centro turístico de Davos, donde un triste deseo se apodera de ella:

La habitación tenía la desnudez de las mesas en restaurantes cerrados. Era una habitación de inválida, fría, con las alfombras raídas. Era un cuarto donde los objetos, aislados, comenzaban a irradiar absurdidad. Un libro, una cuchara, un cepillo de dientes, parecían tan extraños como un sofá en la nieve. Ella había vestido aquel espacio yermo con su ropa, sus barras de labios, gafas de sol, cinturones, mapas de los remontes de esquí, pero nada había hecho mella en la frialdad. Sólo en la primera y clara luz de la mañana se sentía segura, o cuando había tormenta (p. 211).

El poeta norteamericano Randall Jarrell escribió en una ocasión que el escritor debería recordar que «incluso el arte más truculento y trágico debe procurar placer al lector». Es una lección que Salter ha asimilado hace mucho tiempo. En la medida en que cada vez el ojo mental recae en «el estrépito musical de cristales», «el viento de fauces abiertas», «las mesas en restaurantes cerrados», ese «sofá en la nieve», toda la tragedia circundante de la vida es, sin un atisbo de negación, renovada, consolada, transformada —por una palabra, una frase, un ritmo—, en un placer que no encontramos en ninguna parte fuera del dominio literario.

Éstos son justamente los principales atractivos de una novela que no es muy larga, pero que irradia gravedad, gran inteligencia y virtuosismo verbal en cada una de sus páginas. Años luz, como se verá, es una novela que impulsa al lector. Es una novela que, pese a todas sus bellezas, se levanta contra algo, una novela de condena en la misma medida que cualquier obra de Beckett o de Pinter. Su condena —y de ahí su empuje— apunta a la trivialización de la vida, en especial la de nuestras verdaderas necesidades humanas, al solipsismo, el sentimentalismo enceguecedor, la falsa reverencia, lo fortuito frente a lo verdadero, las cosas comunes que mezclan indistintamente todo lo que somos y hacemos. Y aunque es una novela estimulante y fecunda sobre la confusión humana, nunca, ni por un instante, es difícil o engañosa. Todo lo contrario. Siempre es de una belleza incitadora y seductora. En este sentido me recuerda las brillantes fotos de Nueva Orleans inmediatamente después del paso del huracán y el desbordamiento del río: belleza que emana del corazón mismo del desastre.

No es sorprendente que Años luz esté llena de placeres locales. En mi opinión, Salter está en el Salón de la Fama de la literatura sobre sexo. Por supuesto, siempre es difícil competir con la realidad, pero Salter hace del sexo un orgullo. (No citaré los buenos fragmentos a este respecto.) También es un genio de los pequeños y elocuentes detalles que se adhieren al personaje: la saliva blanca en la comisura del pretendiente borracho o el dinero ajado que sobresale del bolsillo de los pantalones del falso patriarca en la playa. Salter es igualmente eficaz en la escritura maliciosamente elaborada, cuando necesita serlo, desplegando una particular fatuidad en la mente de quienes caen en el foco de su objetivo. Y también lo es en la descripción de aquellos lugares, momentos y sensaciones que ya conocemos pero que necesitamos observar de nuevo. «Mañana. La luz más temprana. El cielo es pálido encima de los árboles, puro, más misterioso que nunca, un cielo que da vértigo a los fedayín, que pone fin a la noche del astrónomo. En ese cielo, tenue como monedas en una playa, apagándose, brillan dos últimas estrellas» (p. 74).

Y, por último, Salter es el gran maestro de lo que Lionel Trilling llamaba el «no registrado zumbido de la implicación», lo que perdemos de la vida cuando el tiempo ha convertido nuestro presente en polvo del pasado y sólo deja atrás silencio y melancolía: lo sonoro, lo táctil, pero también la pausa, el habla reprimida, la mirada apesadumbrada, la inspiración profunda, el contexto humano casi silencioso que lleva en su seno lo que es correcto y lo que no lo es, pero sólo por un instante. «Crepúsculo en la ciudad, tráfico, los autobuses derramando luz, reflejos en ventanas, tiendas de óptica. Hacía un frío cortante, era un mundo lleno de viandantes desfilando por delante de quioscos de periódicos, drugstores baratos, muchachas en Rolls-Royce, con la cara iluminada por el salpicadero» (pp. 100-101).

Auden escribió que cuando cogía una obra literaria, lo primero que despertaba su curiosidad era determinar cómo funcionaba el conjunto del dispositivo y luego tratar de comprender qué era lo que la inteligencia rectora consideraba bueno y qué consideraba malo. Años luz no hace ningún misterio de lo que considera enfermo en nuestro yo y en nuestra época: la trivialización de la vida, etc. No es que vivamos demasiado tiempo, sino, más bien, que en el tiempo que tenemos nos confundimos fácilmente acerca de lo que nos hará felices o desgraciados en la vida; identificamos erróneamente la vana sobreabundancia con el progreso, lo malo con lo bueno.

Sin embargo, puede que no esté tan claro lo que esta novela aprueba o, para citar una vez más a Auden, cuál es su «noción de la vida buena, del lugar adecuado». Los Berland aman a sus hijos, pero los aman tanto porque son nuevos comienzos de vidas que ellos mismos no han logrado explicarse con suficiente presteza, lo cual es otra forma de sentimentalismo. Y los Berland, ¡ay!, también se aman mutuamente. Salter no nos concederá acerca de ellos una sola frase de originalidad, de superioridad. La pasión debilitada y la impaciencia, incluso la desconfianza y la traición, no acaban con el amor en esta novela. Su coexistencia, sin duda, explica gran parte de la variedad técnica y el rigor emocional de Años luz, de la misma manera que explica gran parte de la densidad de la vida vivida.

Pero al pensar en Años luz hoy, después de treinta años de volver una y otra vez a ella, me siento cada vez más conmovido, iluminado, pleno y hasta instruido por el dominio de Salter sobre los materiales de su vocación —las palabras que elige, la exquisita forma de sus giros, su recurso a lo imaginario—, la genialidad de sus medios, con los que proyecta las vidas interiores y el comportamiento externo de estos seres humanos representativos de la especie y persigue con claridad las consecuencias. Se dice que Mallarmé advirtió a Degas que los poemas se hacen con palabras, no con ideas; a lo cual el poeta americano Delmore Schwartz, años más tarde, añadió que las palabras mismas pueden llevarnos a las ideas.

Años luz está llena de ideas, estrategias, anhelos, después de creer que no funciona bien. Las instituciones representativas de la novela, los vestigios de otra época y los sucedáneos de creencias e ideas —las profesiones, el matrimonio, la confianza en la historia, los viajes, los medios materiales de reconocimiento exterior—, todo termina siendo un paraíso de locos de un tipo u otro. Y sin embargo Años luz es una novela, para decirlo con sobriedad, que extrae fuerza moral de sus propias convenciones —la forma, la estructura, la cadencia, la dicción, lo imaginario— y considera que el lenguaje mismo, el uso imaginativo de las palabras, es adecuado para representar una versión de lo bueno. No es un estilo mandarín, sino verdaderamente exploratorio. Años luz pone a nuestra disposición sus hábitos y sus medios como ejemplos vivos de virtud moral, y contra nuestros propios fallos. Viri Berland piensa que carece de valor y de fe. Tal vez tenga razón. Tal vez eso sea cierto respecto de él y de Nedra. Pero más exacto es decir que carecen de imaginación, de dominio sagaz de sus actos y de sus palabras. No se toman la vida con la suficiente seriedad y paciencia para conocer su finalidad. Es como si pensaran que disponen de otra vida para volver a vivir, como si estuvieran aquí de paso, destinados a tener otra oportunidad.

Pero la paciencia y el dominio también son grandes vuelos de la fe y de la imaginación. Y en este camino, el más directo y tangible de los caminos, la novela de Salter nos retrotrae a la luz y, al hacerlo, elogia una vida que, si somos tenaces, aún podríamos vivir. El lector convendrá en que no hace falta decir nada más sobre este libro extraordinario. Ahora está en sus manos. Los placeres del libro son los del lector.