Por naturaleza, los relatos son pequeños y osados instrumentos que casi siempre representan una correspondiente osadía en sus autores. Por un lado, los relatos aspiran a darnos algo grande, pero en una valiosa parquedad de tiempo y espacio. Por otro, lo consiguen falsificando deliberadamente muchas de las cualidades observables de la vida real en la que se inspiran. También dejan fuera mucha vida y tratan de que no nos preocupemos por ello. A menudo hacen cosas divertidas con el tiempo —cosas que sabemos que en realidad no se pueden hacer—, pero consiguen que las aceptemos. Nos persuaden de que los personajes de apariencia humana que nos muestran pueden conocerse de modo significativo en virtud de una exposición más bien ligera, y nos hacen creer que vidas enteras pueden cambiar bruscamente de dirección en razón de un prefabricado y fugaz momento de clarividencia. Sobre la base de esta evidencia se podría decir que la característica fundamental de los relatos, además de su brevedad, parece ser la audacia. Más aún que la sextina, los relatos son el número del equilibrista de la literatura, el del hombre capaz de mantener todos esos platos girando sobre delgadísimos palillos.
Por supuesto, los relatos hacen muchas cosas que también hacen las «formas más largas» y, francamente (todos lo sabemos), no siempre con la misma eficacia. Las novelas son una proyección de la vida. Las novelas sostienen que los personajes poseen una vida interior importante y nos la desvelan. Las novelas ofrecen epifanías. Las novelas tienen astutos comienzos, zonas centrales y finales y, desde luego, pueden estar muy bien estructuradas. En las novelas, los personajes hablan y hacen cosas extrañas. Las novelas pueden ser inesperadas, agradablemente manipuladoras y flagrantemente artificiosas. En general, sólo son más largas. Son otro tipo de realización, pero se asemejan a los relatos en sus funciones y en sus dispositivos. Tanto el relato como la novela son lineales y están hechos de palabras, se proponen producir placer y aspiran a la belleza. Tanto el uno como la otra constituyen un tipo de narrativa y desean lograr que el lector vuelva a la vida renovado y con mayor conciencia de lo que el escritor juzga importante. Las novelas pueden ser, y a menudo son, atrevidas y audaces. Simplemente tienen más «activos». Si es cierto que aspiran a más, que arriesgan más (y en general lo hacen), también lo es que están mejor equipadas, pues cuentan con más personajes, más escenarios, más actividades, más palabras, más oportunidades de ser buenas. En este sentido, son una forma más variada y más autocomplaciente. Una novela, incluso con una estructura defectuosa, un mal inicio o un final muerto o fragmentado, puede seguir siendo una novela y, de hecho, una buena novela (piénsese en Suave es la noche, El sonido y la furia o El cielo protector). Pero a un relato estos defectos estéticos le hacen mucho daño, pues corre el riesgo de no ser absolutamente nada. Una nulidad estética sin importancia.
No obstante tener tantas características formales en común con sus parientes más extensos, lo que distingue al relato, lo que le confiere su identidad básica (y su excelencia), parece estar relacionado con su brevedad y con su cualidad de bravura, su osadía y (otra vez) su audacia, con la manera en que hace mucho con poco y con la manera en que ejerce su autoridad como «artefacto verbal» —palabras de Auden— que en gran parte carece del aparato de sostén, el relleno y el camuflaje de una novela. En su condición de agentes estéticos ligeramente disconformes/intensamente placenteros, los relatos son a menudo eficaces a fuerza de puro nervio.
No todo el mundo aprecia o ha apreciado los relatos. Walter Benjamin dijo que le gustaban, al menos los que se pueden leer en voz alta. Sin embargo, en su ensayo «El narrador» escribió, no sin cierta exasperación: «El hombre contemporáneo ya no trabajaba en lo que no se puede abreviar.» El poeta Howard Nemerov, muchas de cuyas obras son breves, no admitía los relatos. Con una especie de exaltada consternación, escribió: «Tal vez el hecho de que una parte tan grande de nuestra experiencia, o el estereotipo que pasa por tal, deba tratarse con los medios del relato, sea el síntoma, perceptible en todos los ámbitos del dominio público, de un desagradable cinismo en relación con el carácter humano.»
Históricamente, los escritores jóvenes norteamericanos que llegan a las editoriales con libros de relatos son tratados con severidad, o bien son contratados con la intimidante insistencia de que escriban enseguida una novela. La propia Eudora Welty, que dijo que «toda verdadera audacia comienza en el interior», tuvo que padecer esta exigencia en su vida de escritora, cuando en los años treinta los editores de Nueva York rechazaron su primera excelente recopilación, titulada La red grande, porque no se puso a escribir en serio una novela o no aceptó la condición de escribirla. No le apetecía, simplemente. Unas cinco décadas después, cuando yo tenía tratos con la revista Esquire —a mediados de los ochenta— y publicaba de tanto en tanto un relato, el editor jefe de ese momento me dijo una noche, después de cenar (en Elaine’s, ¿dónde si no?), que no publicaría en absoluto relatos en Esquire (donde publicaban Hemingway, Fitzgerald, Capote, Flannery O’Connor, Carver, Bellow, Roth, Updike, Salter, Beattie) si pudiera encontrar otra cosa que encajara entre los anuncios. Los relatos, pensé, cuando se calculaba su coste total, eran más baratos que las fotos o el «nuevo periodismo».
Al parecer, vale la pena reflexionar sobre lo que es exclusivo de los relatos en su audaz ejercicio de autoridad, en especial porque es posible pensar que, en materia artística —escultura, pintura, música e incluso danza—, casi todo gira, al menos en parte, alrededor del ejercicio de autoridad. El escultor coge un trozo informe de arcilla o un fragmento inservible de una viga de hierro y se pone a trabajar afanosamente en ello. El pintor aprieta el tubo de pintura, pone el color, etc., etc. El escritor, por su parte, se afana en otro tipo de lenguaje no organizado, crea expresiones que provisionalmente subordinan nuestros intereses a los suyos y —en la medida en que nos sentimos inducidos a leerlo—, nos aleja de lo que pensamos para acercarnos a lo que él piensa. Y una vez que, por así decirlo, nos hemos sometido así (una rendición a la autoridad que puede ser en sí misma emocionante, agradable, catártica y más aún), trata, por todos los medios —intensos, artificiosos y gozosos— en que la ficción puede influir en nosotros, de hacer posible nuestra respuesta a todo lo que él crea, por sencillo que sea.
«En realidad, desde el punto de vista universal, las relaciones no se detienen en ninguna parte… el delicado problema del artista consiste en trazar eternamente, mediante una geometría propia, el círculo en el cual esas relaciones parecerán felizmente hacerlo.» Con estas palabras, Henry James comenta la relación entre la abstracción/coerción en el arte y la vida vivida cuando la crea la mano del artista. La «geometría propia» de James es el ejercicio restrictivo y generador de la relevancia de la autoridad del autor (en el caso de la escritura de ficción), tal como se expresa a través de las decisiones del autor acerca de qué es lo que se desvela de este personaje, cuándo poner fin a una escena o dónde empezar y dónde acabar el relato. Cuando el narrador de John Cheever, en la asombrosa conclusión de su breve pero desgarrador relato «Reunión», nos dice sin ambages «Y ésa fue la última vez que vi a mi padre…», los lectores sentimos que la «geometría» del relato se cierra violentamente. Hemos conocido a dos personajes de Cheever —un padre y un hijo— sólo en una o dos páginas, y pensamos que no demasiado bien. Pero ¿puede ser verdad que el hijo nunca vuelva a ver al padre, jamás? En la vida real, esto seguramente nos intrigaría y querríamos saber más, se necesitaría una novela para explicarlo íntegramente. Pero el relato no abriga ninguna duda, y nosotros tampoco. Las relaciones en la vida pueden realmente no terminar en ninguna parte. Pero en el alambique caliente del escritor de relatos sí. El relato de Cheever, publicado en The New Yorker en 1962, es un modelo de virtud, enfoque y concisión propios del cuento. En poco menos de mil palabras visitamos dos veces la estación Grand Central, aparecen y desaparecen tres restaurantes del centro de la ciudad. Se consumen cócteles, se intercambian palabras duras, agresivas e incluso jocosas, se enardecen los ánimos, el desaliento se hace tóxico. Las esperanzas de un hijo imberbe de resucitar el amor de su padre se ven frustradas, tras lo cual una parte esencial de la vida ha acabado para siempre.
Pero la vida no es así, volvemos a decir. Al menos la nuestra, o eso es lo que esperamos. Sin embargo, dentro de la gran autoridad de Cheever, algo de la vida que no podríamos conocer de ninguna otra manera y que no se podría expresar verdaderamente en palabras, toma forma como verdad indiscutible, y para ello el relato es el único testamento y la única prueba. Además, esta ferocidad y concentración de los recursos formales del relato (su brevedad, su énfasis dramático, la elección de las palabras, el cierre repentino) son características estéticas a las que los lectores nos sentimos próximos y a las que nos complace someternos, aunque sólo sea porque esos acontecimientos no nos suceden realmente a nosotros. Y aunque todo esto no nos puede explicar con precisión por qué «Reunión» es un cuento tan deslumbrante, comienza en cambio a darnos una pista importante sobre cómo. Y nuestra conciencia de este cómo también nos produce placer.
Nada, en realidad, puede explicarnos de modo definitivo por qué un relato es excelente. El de Cheever versa sobre un padre y un hijo en un instante de crisis decisiva, galvanizante, y de esa manera se destacan los valores dramáticos y morales (lo que siempre es una ayuda). La escena y los escenarios son reconocibles, vívidos y hábilmente limitados. Es extremadamente divertido, aunque de una forma detestable. Un borracho ridículamente cruel y patético recibe su (para nosotros) merecido y satisfactorio castigo, mientras un impresionable hijo de dulce sonrisa sobrevive para contarlo. Una vez más, la felicidad se pasa reveladoramente a la órbita de la angustia, todo lo cual es ofrecido en la forma de un pequeño y aerodinámico torpedo verbal que nos explota antes casi de que nos demos cuenta.
Eso, por supuesto, no es lo sustancial. Lo sustancial es la interconectada, amalgamada, proporcionada e irreductible identidad del relato mismo, que encarna y representa algo decisivo de la vida, con lo que a la vez nos familiariza y nos conecta, que ni siquiera existe (o existió) como inteligencia, a no ser en estos términos específicos y exclusivamente gracias a esta autoridad. Cheever fue un gran escritor y punto, como les gusta decir a los ingleses. Y, finalmente, con todas sus abreviaciones, sus atrevidas inverosimilitudes espaciales y temporales, y sus drásticas economías y subordinaciones, su cuento no admite el análisis. Simplemente, es.
«La inverosimilitud de la vida real ficticiamente convertida en verosímil por la principal fuerza del autor dentro de un pequeño espacio de palabras»: he aquí una posible descripción que brota de un buen relato y en parte la fuente de su atractivo momento de torsión. (Nos agrada experimentar lo inverosímil convertido en verosímil como ficción; ¿de qué otra manera se puede explicar la presidencia norteamericana?) El clásico relato de Donald Barthelme «Yo y la señorita Mandible», en el que el perito de una compañía de seguros es enviado de nuevo a la escuela primaria tras aconsejar a un demandante que entablara juicio contra el asegurador, le impulsaría sin duda a uno a suscribir esa definición. El atrevido y crudo relato de Mary Gaitskill «A Romantic Weekend» presenta a dos jóvenes masoquistas curiosos y cómicamente ineptos en su primera «cita», cosa improbable para nuestro capitolio. Las cosas empiezan mal para los «amantes», empeoran, se ponen terriblemente mal y divertidas, se complican, se convierten en dolorosas, desesperadas, para luego transformarse de forma repentina y extraña, gracias a la fuerza de la imaginación de Gaitskill, en algo así como amistad y empatía antes de rescatar un fin de semana casi perdido y de que los personajes se marchen tranquilamente a su casa. Equilibrando el gran sentido del tiempo, el ingenio, la inteligencia, la humanidad y la concisión, «A Romantic Weekend» descansa en la habilidad de Gaitskill —en el movilizador campo de fuerza del arte fijado en una forma adecuada— para extraer energía de la inverosimilitud y la brevedad, así como de la voluntad de la autora de transformar ambas cosas en algo verosímil y, de hecho, en algo cercano a los primeros latidos del amor.
No intento enunciar aquí la fórmula de que todos los grandes relatos consisten en hacer que, por obra del músculo y la astucia imaginativa de un escritor, algo descabellado, inverosímil, resulte verosímil. A veces eso ocurre. Sin embargo, nada inverosímil tiene lugar en el elegante cuento «La dama del perrito» de Chéjov, modelo de oro de todos los tiempos en su género, en el que un hombre casado y más bien anodino se encuentra con una mujer casada y más bien desorientada en un hotel de la costa de Crimea destinado precisamente a estos furtivos encuentros sin compromiso. Comienzan una tibia relación, luego regresan sumisamente con la consabida pena a ciudades y vidas distintas, para volver a sentirse arrastrados a la ternura mutua por razones al parecer completamente ordinarias (están aburridos, se sienten tentados y pueden hacerlo); tras la reiniciación del romance, se dan cuenta de lo complejo y predeciblemente azaroso que es el futuro que se les presenta. Ahí, en lo que parece un giro a la vez poco dramático y extrañamente tenso, es donde termina el relato.
Ninguna espectacular audacia llama aquí la atención, a menos que se quiera decir (y yo lo hago, por supuesto) que el acto de autoridad magistral reside en elegir a estos seres más bien desvaídos, casi sin rasgos propios, y estas conductas prosaicas, y luego forzarlos a convertirse en objetos de nuestro interés como elementos formales y morales constitutivos de un relato. El cuento, de una calidad que nunca volveremos a encontrar, está lleno de refinadas y matizadas precisiones de escritura, punzantes ironías verbales y dramáticas, grandes aunque concisos énfasis y del patetismo de la fragilidad humana sólo a medias animada por el sexo. Pero el primer gran salto de autoridad está en la fantasía, en la osadía de Chéjov para imaginar el motivo sobre el que podría versar de manera concebible, aunque tal vez improbable, un gran relato.
Análogamente, el magnífico y sosegado cuento de Bharati Mukherjee «El manejo del dolor» está realzado por actos sutiles y para nada obvios, pero que predisponen a la elección del autor, la intuición de Mukherjee de que un cuento puede construirse a partir de lo que tal vez pasaría tan inadvertido en la ficción de otras personas como en la vida. Un avión lleno de pasajeros explota y cae al mar frente a la costa de Irlanda; aparentemente, mueren todos. De regreso en Toronto, los miembros de una familia de supervivientes indocanadienses, preocupados por las rutinarias pero incómodas tareas de la asimilación multicultural (calefacción de las casas, vida de los niños, deportes, desplazamientos al centro comercial, oraciones), se van enredando en el dolor, la conmoción y la pérdida. La señora Bhave —el personaje central y narrador— no se angustia menos que sus vecinos, pero ella, que ha perdido a su marido y a dos hijos en el accidente, es, por naturaleza, fuerte como una roca y sobrelleva las experiencias de pérdida con «tremenda calma», lo que le permite ayudar a amigos, aconsejar a ancianos desconocidos, contemplar las espeluznantes fotos de las víctimas del accidente y, de alguna manera, resistir, desechando la pura acumulación de horror. El estilo narrativo y la atmósfera dramática de Mukherjee en este extraordinario cuento se aplican también al comportamiento personal de la señora Bhave, de tensa pero oceánica imperturbabilidad, en el cual el horror, lo mundano e incluso los más esperanzados «consuelos cósmicos» se ven como facetas del vasto e interconectado drama terrenal humano, del que los que quedamos tenemos que sacar el máximo partido si no queremos perdernos. El dolor es controlado, pero ingeniosamente llevado a un inesperado contexto ficticio que nos invita a ver toda la vida dentro de sus muros.
No alcanzo a captar por completo las grandes sutilezas de este cuento, su tonificante concisión en cuanto a tiempo y escenario, su acierto verbal y sus toques de elegancia. Pero permítaseme decir simplemente que la premisa de este cuento —cómo una mujer disminuida por la pena, talentosa pero de apariencia ordinaria, controla en silencio la mayor carga y la mayor prueba de su vida y finalmente sobrevive y sigue adelante— se decanta, con una fuerza casi sobrenatural, por no explotar directamente los valores dramáticos que tiene más evidentemente a mano (el tremendo accidente, los lamentos, el espanto general) y mantenerse en un torbellino humano más tranquilo. Como el de Chéjov, el instinto de Mukherjee —su preeminente acto de autoridad— consiste en percibir que aquí, donde podría parecer que esperan inadvertidos dramas más pequeños, es donde reside gran parte de lo grande e importante cuando es captado con la penetrante fuerza del audaz conocimiento artístico.
Una vez que se ha empezado a pensar que el acto de escribir ficción gira por entero en tomo a la autoridad que los escritores ejercen sobre los lectores, la evidencia no tarda nada en saltar a la vista por doquier, como en aquellos dibujos estilo Disney de mi juventud, que representaban escenas de bosques aparentemente vacíos y pedían al espectador «busca la vaca escondida en el dibujo». Al principio no encuentro ninguna vaca. Después encuentro una vaca que me devuelve enigmáticamente la mirada. Pero no mucho después encuentro vacas, más vacas, solamente vacas, y ya no puedo ver el bosque por culpa de las vacas.
Por supuesto que el ejercicio de autoridad de los escritores no agota la cuestión de la narrativa, ni es la clave que constituye la grandeza de los relatos. Los grandes relatos son acumulaciones de planificación, vigor, voluntad y aplicación, pero también de suerte, error, intuición e incluso, quién sabe, repentina inspiración para todo aquello para lo que no hay clave y en cuyo seno las cosas a menudo ocurren simplemente, lo cual debería acrecentar nuestro gusto por el relato gracias a esa habilidad suya para imitar la vida que no parece venir de ninguna parte (como aquellos bóvidos), y, por tanto, fortalecer nuestra fe en el arte y el misterio de la vida. Ya en 1992, en la Introducción al primer volumen de The Granta Book of the American Short Story, mencioné la idea de Ford Madox Ford según la cual el efecto general de la ficción debería ser el «efecto de la vida sobre la humanidad». Durante décadas pensé que el viejo precepto de Ford sólo era una rebuscada profundidad eduardiana para decir que la vida tiene la misma tenebrosidad y el mismo pesado «significado» que los muebles de estilo eduardiano, y también para referirse a los desesperados esfuerzos de la humanidad para lograr entender el objeto de la vida. Sin embargo, si uno sigue pensando en verdades de uso común, a veces (aunque no siempre), éstas empiezan a parecer aún más verdaderas. De tal manera que comencé a pensar que Ford bien podía creer que, efectivamente, la vida es todas esas cosas indistintamente grisáceas, pero también (como demuestran sus propias novelas) es extremadamente voluble, sorprendente, coercitiva, conmovedora y capaz de ponernos ante los nuevos medios que hacen reveladora y hasta atractiva la existencia. Así también, diría Ford, deben ser los relatos.
Para llevar a cabo estas grandes hazañas miméticas por las cuales el arte y la vida tienen efectos similares, los relatos (y también las novelas) contienen casi siempre esfuerzos pequeños y grandes, absolutamente evidentes y también apenas observables, de la autoridad del escritor. Por autoridad entiendo, en términos aproximados, la determinación del autor, llevada a cabo por distintos medios, de asumir el mando provisional de la atención y la voluntad de un lector y, de esa manera, superar la resistencia de éste y comprometer su credulidad con el fin de interponer algún plan que el escritor considera tan valioso para su tiempo y su problema como para los del lector.
El mero acto de escribir un relato y proyectarlo en un «espacio» mental que tal vez alguien habría preferido llenar con los combates de los miércoles por la noche o con un Château Montrose del 64, siempre constituye un acto de autoridad presuntuoso y rudimentario, a la vez que anticipa necesariamente todas las exigencias que impone la ficción. (El privilegiado golpecito en el hombro del supuesto lector que muchos escritores jóvenes consideran su deber, pero que otros muchos escritores más experimentados —a fuerza de tiempo dedicado a la lectura— llegan a sentir como un acto de imposición cuyas duras exigencias deben ser sopesadas en estrictos términos morales y a la larga recompensadas.)
Sin embargo, muy pronto este primer acto conceptual de autoridad («He imaginado una historia, para alguien») se materializa en el relato real y su primer gesto significativo, con la exclusión del título. «Mi madre había jurado que nunca más volveríamos a vivir en una pensión, pero las circunstancias no le permitieron cumplir su promesa…»: así empieza, casi como en un lamento, «El fuego del hogar», el maravilloso relato de Tobias Wolff.[7] Yo mismo comencé una vez un relato con lo que creía que era una afirmación insolente e irresistible, porque pensaba que lo insolente era bueno: «Ésta no es una historia feliz; os lo advierto.» Pero la primera frase de Wolff, más tranquila y meditativa, aunque en absoluto menos descarada y obviamente audaz, toma el mando de la atención del lector por lo menos con la misma eficacia que la mía, y probablemente con más perspicacia y más prometedoramente.
Sin duda no existe una ley incontrovertible acerca de cómo superar las preocupaciones del lector en todas partes y permitir así al escritor la realización de sus específicas intenciones autoritarias. «Cuando dudes, pon un hombre cruzando una puerta con un revólver en la mano» es la famosa sugerencia de Raymond Chandler como estrategia posible. Lo cual está bien si uno desea hacer eso y está dispuesto a sacrificar cualquier otro plan que pueda tener. Pero ¿qué pasa si uno, como Wolff, tiene en mente otra cosa que no implica hombres empuñando revólveres y que, sin embargo, parece importante? Algo tiene que persuadirnos a nosotros los lectores de que nos enfrentamos a una fuerza (una mente, una competencia prometedora, un almacén de palabras, una atractiva imaginación) que tiene para nosotros algo que necesitamos, que nos mejoraría y posiblemente nos renovaría. Este gesto inicial que implica la buena promesa del relato que nos espera, representa un aspecto y una pequeña prueba de la autoridad del relato. La primera frase de Wolff, hábil, discreta, casi amable, nos da a conocer cosas verdaderamente importantes: 1) que el relato versa sobre la madre del narrador y su relación con ella, lo que probablemente sea importante; 2) que, aparentemente, el relato habla de tiempos difíciles, de modo que posiblemente adoptemos una actitud empática; 3) que hay implícitos unos deseos muy vivos que finalmente es imposible satisfacer, lo que constituye una característica del drama de la vida; 4) que la competente autoridad del narrador como tal se expresa mediante su capacidad de concisión, claridad y espontaneidad, cualidades ansiadas cuando llega el momento de hablar sinceramente de la vida, que es lo que, aparentemente, trata de hacer el relato. Es una osadía, pero una osadía que surge desde dentro.
No se trata de que ya desde el comienzo mismo de la primera página tenga que darse todo, como ocurre, por ejemplo, en «Trabajo», el relato de Denis Johnson, que comienza así: «Habíamos estado quedándonos en el Holiday Inn con mi novia, con toda honestidad la mujer más hermosa que jamás he conocido, metiéndonos heroína durante tres días bajo un nombre falso.» Es un comienzo que emocionaría a Chandler, y que me emociona a mí. Pero podemos convenir en que los gestos de autoridad pueden darse tanto con sordina como a gran volumen. «En el coche, camino del sur», comienza diciendo el sombrío relato de duelo familiar de Richard Bausch titulado «Ancient History», «tras horas de silencio entre ellos, sólo acompañados por el traqueteo de la carretera y los ruidos de las interferencias de la radio, ella empezó a hablar sobre el hecho de haberse criado tan cerca de Washington, de cómo era tener todos los santuarios de la Democracia como parte de la idea cotidiana de hogar; ella, naturalmente, había dado todo aquello por supuesto. “Pero tu padre fue siempre un turista en su propia ciudad —dijo—. Le entusiasmaba realmente. Por eso pasamos nuestra luna de miel allí. Todo el mundo creía que habíamos comprado billetes para viajar y no estábamos ni a quince minutos de casa…”»
Pero de alguna manera es necesario que, a poco de comenzar, el autor aproveche la oportunidad que se presente para hacerse con el control. Y a menos que yo sea el lector más distraído del mundo y todos los demás sean mucho más pacientes, parece tratarse de una oportunidad valiosísima.
«Durante años», comienza el relato «The Custodian», de Deborah Eisenberg, «después de que Isobel se fuera de la ciudad (la habían enviado a vivir con una tía en San Francisco), Lynnie la veía a veces a distancia, cruzando la calle o doblando la esquina. Pero precisamente cuando comenzaba a seguirla, Isobel desaparecía y era reemplazada por una sustituta, alguna desconocida de piernas largas y pelo claro y ondulante. Y aunque en general Lynnie hubiera podido sentirse igualmente feliz sin ver a Isobel, en aquellos momentos se sentía hundida en una terrible tristeza, como si en alguna parte un mensajero que la buscaba hubiera sido interceptado o se hubiese perdido.»
¿Qué es lo que proclama realmente la autoridad de Eisenberg y de su relato en este primer párrafo, bastante locuaz y desprovisto de pretensiones? En realidad no es muy difícil de descubrir: 1) la confianza que inspira la elección de palabras de Eisenberg (o de su narrador); «ondulante», «hundida» (no atacada, abrumada o poseída) e incluso el insólito nombre del personaje («Lynnie»); 2) el impulso de autorrealización del narrador de interrumpir su propio primer párrafo con un repentino y aparentemente necesario paréntesis); 3) la ambigüedad de la habilidad de Lynnie para «ver» y luego «no ver» a Isobel, que se presenta como un misterio menor, pero seductor (la «desaparición» de Isobel); 4) el recurso del autor/narrador de cubrir el párrafo con una dramática metáfora (en realidad un símil) que amplifica e ilumina: «… como si en alguna parte un mensajero que la buscaba hubiera sido interceptado o se hubiese perdido»; y, finalmente, 5) la conexión imaginativa, la autoritaria exaltación de toda la experiencia para afirmar su capacidad de provocar una «terrible tristeza».
Todos estos elementos aparentemente insignificantes que llevan en su seno los medidos párrafos de Eisenberg, reunidos para incitar al lector no ya a «cooperar» conscientemente, como dice Virginia Woolf, sino a someterse provisionalmente a las intenciones del relato, después de lo cual nosotros y Eisenberg y «The Custodian» somos libres de proseguir con el segundo párrafo y el resto.
Después de haber predicado con tanto ardor acerca de los comienzos de los relatos, parece natural que hable ahora de los finales como manifestaciones de autoridad del escritor. La declaración de James sobre las relaciones que no se interrumpen en ninguna parte si no es por la intervención de la peculiar «geometría» de un autor, se aplica —en mi opinión— con más claridad a los finales de los relatos y a sus personajes como artificio que depende únicamente de cuándo y cómo desea el escritor interrumpir el curso de las cosas. A diferencia de los comienzos, que al parecer tienen obligaciones de pertinencia instantánea respecto de la narración que les sigue —obligaciones que se pueden satisfacer de muchas maneras, pero raramente ignorar—, los finales no tienen obligaciones de tanta responsabilidad. Los relatos pueden «cerrar», pueden «encajar», pueden recapitular lo que ha sucedido hasta ese momento, pueden terminar, luego empezar y volver a interrumpirse. O pueden simplemente parar y dejar que cada uno se vaya a su casa, que muchas veces me parece que es lo que ocurre en los conmovedores relatos de Edward P. Jones. A menudo Jones da la impresión de que desaparece cuando ha finalizado con lo que él considera importante, sin preocuparse nunca por otras sutilezas internas. Sin embargo, con independencia de lo que el lector pueda sentir personalmente con respecto a la estrategia que emplea el escritor, de lo satisfactorio o insatisfactorio que resulte el final, éste es el fin del relato y, en cierto nivel de conocimiento, el lector advierte y concede que es potestad del escritor que así sea (que el perro del niño paralítico no vuelva a la casa, o que el divorcio de Eddie se confirme, o que terminen por quitarle las vendas y Myma pueda volver a ver). Cualquier lector con una pizca de sensibilidad para los relatos advierte si el autor ha clavado el ejercicio y obtenido un diez o si ha dejado a sus lectores desequilibrados y con la boca abierta, sabe que el autor siempre podría escribir más si así lo decidiera, que podría continuar inventando cosas, salvo que, debido a los calculables efectos que ha creado su interrupción, escoja no hacerlo. En términos de autoridad, en términos de osadía, en términos de audacia y de nervio, los finales son casi siempre la forma de artificio más notable de los relatos. En efecto, muchas veces son la parte que hace de la brevedad un rasgo distinto y patente. Los finales de los relatos de esta recopilación presentan todo tipo de maravillas y, lo que es igualmente importante, en la medida en que el final contiene las últimas palabras que el lector tiene con el escritor, es razonable que cualquier escritor quiera calcularlas. Pero, en términos de lo que está en juego —una vez que el relato ha quedado atrás—, el final, al menos estructuralmente, también es la parte que el lector probablemente experimente de modo más sensible y con la que sea más tolerante, la apruebe o no. Un buen amigo mío, distinguido editor de ficción, discute acaloradamente esta última afirmación argumentando que probablemente los finales de los relatos sean el rasgo formal en el que con menos frecuencia aciertan los autores, y que por esta razón son la parte con la que él es menos tolerante, y a menudo la causa por la que son devueltos al sitio de donde salieron. Sin embargo, personalmente opino (y en esto me estoy atribuyendo la última palabra) que la tarea primordial de cualquier autor de relatos (libretista, sonetista o novelista) es inducir al lector a leer su relato entero, lo cual es muy anterior al hecho de entrar en materia acerca de su calidad o del placer que produce. Así, si puedo escribir mi relato lo suficientemente bien como para llevar a un lector hasta su final, es probable que ese lector lea cualquier cosa que escriba después, casi con independencia de lo que sea. (Hay que reconocer que esto es una versión esquemática de lo que podría ser un relato exitoso, pero también es cierto que otorga al escritor su plena libertad hasta la última palabra de la última línea.)
Las partes centrales son otra cuestión. La mayoría de los relatos —salvo esas pequeñas novedades conocidas como ficción súbita o instantánea y que nunca he podido leer hasta el final a causa de su acorazada promesa de ligereza tóxica— se desarrollan casi por completo en lo que se podría llamar sus zonas centrales, en lo que está escrito entre el crucial e ingenioso comienzo y su geométrico e innegociable final. Es aquí, en la turbia parte central —del incierto segundo acto en adelante, el momento en el que los más confusos de los ya confusos problemas de la vida son sometidos a investigación—, donde el balón dramático puede quedarse sin aire y, por esta razón, donde la fundamental tarea de escribir ficción debe exhibir la indiscutible autoridad y el atrevimiento del autor que hacen que la experiencia de la lectura del relato sea plena, intensa y sostenible.
En Autoconfianza, Emerson escribió que «el poder cesa en el instante de reposo; reside en el momento de transición del pasado a un nuevo estado, en cruzar velozmente un abismo». Con estas palabras Emerson habría podido referirse a uno de los atributos característicos de casi todos los relatos de gran calidad: la feroz autoridad que se expresa en la elección, elegir esta palabra y dejar esta otra fuera, subordinar esta frase, cláusula o escena a algo que se considera más importante; parar y luego seguir en forma concisa, o bien persistir, presionar, dedicar más palabras. El poder, creía Emerson, es lo que se gana en estas elecciones críticas. Y cuando se trata de ficción es el poder de persuasión que el relato asume y que el lector experimenta a partir de la elección —basada en la autoridad del escritor— de esta palabra antes que aquélla para describir el interior de un personaje, para hacer que esta frase sea más bien diálogo que narración, para finalizar una escena aquí y comenzar otra allí. Este poder que se extrae de la buena elección forma parte de la poderosa capacidad del relato para dominar nuestra atención y asegurarnos que, pese a que en la vida, por suerte o por desgracia, hay más de lo que nunca podremos decir —sensación que se experimenta de forma más aguda en las zonas centrales de los relatos—, gracias a estas elecciones, específicamente, algo decisivo en el interior de la vida se ilumina como en ninguna otra parte y se despliega de manera radiante y llena de consecuencias.
Cuando pienso en las partes centrales y en la manera en que son controladas por la autoridad del escritor, me viene a la mente «Reunión», el cuento de Cheever. «Reunión» nos presenta Nueva York en pocas palabras: dos veces Grand Central, muchos cócteles, unas pocas y cáusticas palabras de la jerga neoyorquina, otras dos, desgarradoras, y del cuerpo hábilmente tratado del relato surge de algún modo una vida que cambia repentinamente de una manera que nadie hubiera podido imaginar. La misma atención merece la pequeña y perfecta obra maestra de Raymond Carver «¿Qué es lo que quiere?». En aproximadamente mil quinientas palabras bien escogidas y unos pocos añadidos narrativos ferozmente supervisados, se atraviesa toda una oscura noche del alma: una esposa enloquece, un hombre se emborracha y cae en el abatimiento, se pronuncian palabras terribles, irrevocables, un matrimonio se acerca más al filo del abismo, el mismo hombre que sufre todo esto es ultrajado en el camino de entrada a su casa por un vendedor de coches usados al que ni siquiera conoce. Además, se vende un descapotable.
En las elecciones importantes de cualquier relato —de detalles, de más palabras, de tropos, de paradas y nuevos arranques—, el lector (mediante la lectura) se ve movido a someterse al «ojo» aprobatorio del escritor, y de esa manera el relato adquiere la capacidad de ofrecer lo que los lectores esperan de la ficción seria: evasión de los momentos privados, afirmación de la misteriosa existencia real del mundo, contacto con y reconocimiento de lo nuevo y lo feliz allí donde lo uno y lo otro parecían poco menos que imposibles, fe renovada en el lenguaje y en la capacidad de la escritura para obtener confianza a cambio de placer e iluminación.
Este pasaje de «El niño azul», de Kevin Canty, muestra todas estas virtudes de elección y autoridad cuando se apodera de lo que fácilmente habría podido ser un punto de distensión en el centro del relato y nos mantiene atentos hasta el momento en que Canty puede desplegar sus detalles y desvelar la hasta entonces no imaginada pero indiscutible verdad.
Kenny quedó parado a la puerta de la cocina, junto a los abrigos de invierno, abrigos de lana de hombre y de mujer colgando de los ganchos como personas abandonadas. En pleno verano aquellos abrigos parecían tan exóticos como trajes de esponja para bucear. Había un caro abrigo gris de hombre colgado de un gancho, un abrigo de marido. Kenny sintió unos celos oscuros, como si el que estuviera casado con Mrs. Jordán fuera él, como si el niño dormido bajo el agua hubiera sido su propio hijo, el de ellos, vuelto a nacer. Siguiendo un impulso, Kenny metió la mano en el bolsillo del abrigo, un suave y sólido bolsillo hecho para una mano mayor que la suya, y sacó un pase del metro de Washington, un pañuelo blanco de algodón, el envoltorio de un chicle y siete dólares: dos billetes de uno y uno de cinco. Kenny se quedó con el dinero y el pase y volvió a meter el pañuelo en el bolsillo del abrigo; en su prisa el envoltorio amarillo del chicle cayó revoloteando al suelo. Ahora aquel vestíbulo tan normal resultaba peligroso, como si de pronto se hubiera alzado quince metros por encima del suelo, de modo que tenía que tener cuidado al andar.[8]
En este notable párrafo interior de Canty resulta pues muy viva la vigorosa elección del autor de escribir más antes que menos, de instarse a sí mismo a ir más allá de la tierra de nadie en la que toda frase podría interrumpirse, pero en la que la frase siguiente podría ser la mejor que jamás escribiría. Bien apoyado en los detalles y las imágenes escogidas —abrigos como «exóticos trajes de esponja para bucear… sólido bolsillo hecho para una mano mayor… el envoltorio de un chicle y siete dólares: dos billetes de uno y uno de cinco…», Canty autoriza y da vida a lo desconocido y lo ofrece con un lenguaje que se arriesga a decir (todo el tiempo hasta el «lugar peligroso» del final del pasaje) lo que no se había dicho antes.
Piénsese nuevamente en el párrafo inicial de Deborah Eisenberg (aunque ya ejerciendo su presión en el centro del relato); pero piénsese en él sin el osado impulso, la decisión de escribir más, que llega a la metáfora de la última frase. O imagínese este párrafo, cerca del final de «El fuego del hogar», si Tobias Wolff no nos hubiera impuesto y se hubiera impuesto a sí mismo seguir hasta encontrar una frase más cautivadora:
Ahí me perdí y volví a mirar a la chimenea. El doctor Avery continuó hablando con su voz cavernosa. Hasta entonces había estado callado, pero una vez que empezó no paró, y yo tampoco quería que parara. El sonido de su voz me inspiraba tal seguridad que me adormecía, como el zumbido del motor de un coche cuando vas tumbado en el asiento trasero de vuelta a casa tras un largo viaje.
No podemos saber, por la prueba establecida de un relato, cuál es su vía de acceso a la existencia. Pero podemos ver qué tenía Wolff ante sí cuando escribió este pasaje y eligió agregar otra expresión. Lo que consigue es la nueva y definida conexión entre el adormecimiento que recuerda un muchacho y una sensación de seguridad, y (por implicación) una imagen de la infancia más feliz que la que nunca ofrecería el mundo real.
Por último, imagínese este glorioso párrafo de Elizabeth Spencer perteneciente a las elaboraciones internas de «Ship Island», pero sin el salto de mando, la elección de trascender la descripción del decorado mundano de un cuarto y abordar una consumada perorata sobre el carácter moral de la especie humana:
El cuarto de baño de los Skelton era todo azul pálido y blanco, con bonitos botes de sales de baño de rosas y grandes pastillas perfumadas de jabón de rosas. La iluminación era impresionante y las instalaciones, pesadas; sin embargo, de alguna manera todo parecía muerto. A Nancy le vino a la mente que se había estado preguntando qué habría en ese tipo de baño desde que había visto a aquellos chicos, entre los que tal vez estuviera Rob, jugando al tenis mientras ella saltaba sobre una cama elástica. Seguramente el lugar era como un santuario interior, pero ¿qué había que ver allí? Las tapas de todas las botellas estaban firmemente cerradas y el jabón de la bañera estaba seco. Alguien había seleccionado todo aquello —eso era lo importante—, juzgando el jabón y las sales de baño con los mismos criterios con que se juzga a los extraños, los negocios, el bien inmobiliario o la política. El padre de Nancy también emitía juicios. Una vez sostuvo toda la noche que Hitler era un hombre de buenas intenciones; otra vez dijo que el mundo estaba listo para el comunismo.
¿Por qué insistir tanto sobre la autoridad en la ficción si hay tantas otras cosas de las que hablar? Por ejemplo, las frías y asfixiantes manos de la industria norteamericana de programas de escritura sobre el vacilante «producto» de nuestra literatura nacional; o la triste decadencia de la forma tradicional del cuento, superada otra vez por relatos de otro «nuevo momento estilístico»; o el futuro de la novela o relato gráficos, ahora que Chéjov y Cheever se han quedado anticuados. Una razón para esa insistencia podría ser que, dada la diversidad estilística e intelectual del trabajo que forma este volumen, el ejercicio de la autoridad del escritor puede ser el único acto definitorio que estos relatos realizan a la vez brillante y mutuamente, dando rienda suelta a sus artificios, determinando qué puede convertirse realmente en un relato, juzgando qué es más importante, qué detalles de la «vida» de un personaje conviene incluir y cuáles dejar al margen para la imaginación, qué hacer «pensar» a un personaje, cómo eliminar la desconfianza del lector respecto a la esencia propia de la forma misma del relato, poco parecida a la vida, ideando para ello maneras de aprobar las respuestas de los lectores a todo detalle sensual, a toda concisa transición, a toda extravagancia en el lenguaje, a todo final.
Admitamos que la autoridad sea sólo un atisbo de la naturaleza básica de los relatos a través del ojo de la cerradura. Sin embargo, es precisamente la voluntad y la habilidad de un relato para tomar el mando y la dirección de nuestra atención lo que nos lleva a la última palabra de la última frase. La mayoría de los escritores, como ya he sugerido, diría que bastaría con que su relato pudiera hacer real este pequeño milagro para considerar que «funciona».
Y podría haber otras razones para pensar en la importancia de la autoridad. En Experiencia, su libro de memorias, el novelista Martin Amis escribió que, como lectores, tenemos siempre una «conversación» (incluso tal vez una discusión) con cualquier obra de ficción literaria, precisamente el tipo de literatura que constituye esta recopilación. Para decirlo retóricamente, ésta es la naturaleza de la ficción seria, y ficción seria significa ficción que convertimos en nuestra propia naturaleza. Y es en general en las partes más exigentes de los relatos, aquellas en las que la autoridad del relato actúa vigorosamente sobre nosotros pues elimina nuestra duda, nos desafía con palabras renovadas y bien colocadas, con acontecimientos inesperados, con sus elecciones, donde empieza esta conversación vital: «¿Puede ser», preguntamos implícitamente cuando leemos, «que un padre se comporte de esa manera con su hijo?» El relato —«Reunión», de Cheever— sostiene que sí. «¿Es lógico que el contenido normal de un cuarto de baño normal dé lugar a una investigación moral?» «¿Es éste un lugar adecuado para el comienzo de un relato? ¿Para el final? ¿Para detenerse y volver a empezar?» «¿Es realmente esto la consecuencia de aquello?» «¿Es posible que, a partir de la silenciosa y disimulada capacidad de autorrecuperación de una madre y esposa con el corazón destrozado, se desvele la quintaesencia de una pena y nos sintamos consolados?» «¿Puede incluso ser éste el tema de un gran relato?» Lo experimentemos abiertamente o de manera subliminal, éste es el desafío que el gran relato presenta a nuestra autoridad de lectores, la conversación que quiere tener con nosotros. Cuando empezamos a leer y seguimos leyendo, entablamos esta conversación y, al someternos a ella, aceptamos la autoridad del relato y nos entregamos al gran milagro de renovación y toma de conciencia propio de la literatura.
Por supuesto, como ya he dicho (probablemente demasiadas veces), uno de los placeres originales de la lectura puede surgir precisamente de actos de sumisión, de dedicar plenamente nuestra atención a un prometedor otro, a un escritor. Hace años, cuando era joven y lector tímido, en Mississippi, advertí por primera vez este placer —el de cooperar con la autoridad del relato— y entonces empecé a tomar vagamente conciencia de lo bueno que sería proporcionar una experiencia de este tipo a un extraño. Esta cooperación me puso en el camino de una vida de escritor. Y, posiblemente, ahora algún otro lector joven lea los relatos que forman este volumen, experimente el mismo placer que yo sentí entonces, advierta la autoridad de los relatos, el anhelo de poder provocarlo y satisfacerlo y encuentre una vocación.
En estos días, la escritura contemporánea de relatos en Estados Unidos, como ejemplifican los de este volumen, presenta un colorido muy variado, rasgos propios, estrategias de verosimilitud e ideas de cómo debe ser un relato. Y esas variaciones aparecen normalmente unas junto a otras en las mismas publicaciones, en busca de los mismos lectores y con los mismos defensores. Ya llamé la atención sobre esto en la Introducción a la primera recopilación de Granta de 1992. Llegaba allí a la conclusión, probablemente esperanzada entonces, de que entre los norteamericanos que escribían y leían ficción había un estado de «inquietud» acerca de cómo trascender la forma del relato con el fin de mejorarlo. La inquietud parecía buena, fértil, desafiante, y el estado de las cuestiones estéticas que ponía de manifiesto parecía ser una consecuencia positiva de otro estado de las cuestiones estéticas que existía en la época en que yo era un escritor bisoño, a finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, época en que la escritura de relatos y de ficción daba en general la impresión de ser un movimiento más o menos organizado en «campos» o «escuelas» y cohortes de lectores que con frecuencia se miraban con recelo y a veces eran abiertamente hostiles. Los experimentadores del «antirrelato» reclamaban lo nuevo y se mantenían alejados de los tradicionalistas (como yo), de quienes nuestros detractores decían que estábamos «dormidos». Los mal llamados minimalistas se sentían incómodos con el realismo mágico de los años sesenta. John Gardner mantuvo disputas con William Gass y Stanley Elkin. Se escribían artículos que tomaban posición, se adoptaban actitudes intransigentes. Uno sabía dónde estaba ubicado (y dónde lo estaban sus lectores), independientemente de que esa situación le agradara o no.
En 2007 —después del 11 de Septiembre y del Katrina, en medio del segundo período presidencial de Bush, de la guerra del Golfo, de la crisis petrolera y del temprano desastre ecológico—, cuando los norteamericanos tenemos la sensación, con buenas razones, de que nuestro país está al borde de acontecimientos importantes aún más amenazadores, me parece que en nuestra conversación cultural acerca de la ficción hay muy poca discusión estética, y que en este campo estamos muy lejos de cualquier movimiento legítimo y nuevo. Quizá sea que estoy más viejo y me entere menos. O tal vez sólo se deba a que en este período de mermada lectura de ficción seria, en el que hay menos revistas y las grandes editoriales tienen aparentemente menos interés en ella, se tenga la sensación de que toda escritura imaginativa es experimental, de modo que hay menos motivos para discutir sobre «problemas de audiencia», y sólo queda tiempo para concentrarse en el único problema artístico fundamental: su producción. Uno se siente tentado a creer que en Estados Unidos podríamos estar viviendo un momento de liberación de la ficción, como algunos quisimos siempre, en el que la antítesis entre lo literario y lo histórico ha terminado resolviéndose a través de la gran diversidad y coexistencia. Pero no es muy probable; en realidad parece una creencia para tranquilizarnos. Mucho más probable es que en una época de ruidosa, terrorífica y extremadamente verosímil confusión política mundial, en que «las noticias», en todas sus formas de compromiso y de transmisión, amenazan con ser nuestra novela moderna, y en que nuestra velocísima percepción del acontecimiento se agota antes de poder recibir un tratamiento imaginativo, la maravillosa ficción norteamericana simplemente no sea muy experta en captar titulares.
No es que me parezca que la escritura de relatos o la ficción en general haya perdido calidad en los Estados Unidos, sino que ha sufrido una caída en su campaña de relaciones públicas. Un relato brillante de Barry Hannah, Julie Orringer o Matt Klam escrito hace dos días resiste perfectamente la comparación con uno escrito por John Cheever o Eudora Welty hace cincuenta años. Si no creyera esto, no estaría ahora escribiendo estas frases ni ofreciendo estos relatos. Seguramente nadie puede sostener que en esta atmósfera saturada de noticias y de perfidias de la política no exista la necesidad de una gran ficción. Cuando Emerson escribió a mediados del siglo XIX —en su propia versión de Experiencia— que «a la naturaleza no le gusta ser observada», sólo estaba reconociendo que la imaginación puede aportarnos información sobre nuestra naturaleza que los otros órganos de conocimiento no pueden ni se proponen ofrecer, y que lo que cuenta la literatura es vital para nuestra supervivencia.
Al igual que en el primer volumen, también en los relatos escogidos para éste me he abstenido cuidadosamente de consideraciones pseudocríticas sobre periodicidad, ni considero que 2007 sea «un momento», como hizo Virginia Woolf cuando escribió: «En diciembre de 1910, cambió el carácter humano.» Ni tampoco he sentido la necesidad de representar a todos los grupos del multicolor tapiz étnico de los Estados Unidos. Una vez más, he tratado con cierta ligereza lo «norteamericano» en lo que respecta al título de este libro, puesto que tengo menos pruebas aún que hace diez años de que, en nuestro mundo cada vez más globalizado, los relatos norteamericanos estén destinados a ser estilística, temática o genéricamente diferentes de los de otra nacionalidad. Por esta razón, si un escritor afirma ser norteamericano y escribe en inglés, no he tenido en cuenta la ciudadanía. Tampoco he defendido la porosidad de la literatura imaginativa respecto de la historia, o su indiferencia, de modo que en este volumen no se incluye ningún relato sobre el 11 de Septiembre, aunque sí hay un magnífico relato de Dennis McFarland sobre el sida. Y, huelga decirlo, «El negro artificial» es un título de clara incorrección política. Pero estas cuestiones estarían siempre al margen de mi interés, que es el de la calidad del relato. Creo firmemente que la literatura refleja siempre su época clara u oscuramente en función de que se proponga hacerlo o no. En cualquier caso, a mi juicio, estas preocupaciones son extraliterarias y constituyen el territorio adecuado para los pálidos héroes de lo extraliterario, a saber, los críticos.
El lector de este volumen advertirá que los relatos aquí recogidos comprenden trabajos de catorce escritores norteamericanos ya incluidos, aunque con diferentes cuentos, en el primer volumen de Granta; el resto pertenece a escritores que posiblemente resulten nuevos para muchos entusiastas del relato y también a algunos que no son tan nuevos. Mi intención ha sido simple: presentar y estimular la obra de los jóvenes, renovar la lectura de escritores importantes ausentes en el primer volumen y, por último, rendir homenaje a escritores norteamericanos, como Updike, Beattie, Cheever, Welty, Oates, Williams, Wolff, Boyle, Bausch y otros cuya obra continúa renovándose y realizando una importante y duradera contribución a nuestra literatura.
Naturalmente, mis gustos han influido en la selección. Duchamp observaba que el gusto puede ser el enemigo del arte. Para él, el gusto promovía una redundancia tonta. Estoy completamente de acuerdo con esto y, en consecuencia, me he esforzado por evitar toda redundancia. Sin embargo, siempre está al acecho la incomodidad del antólogo, la preocupación de dejar fuera algo o a alguien significativo y de que sus gustos no sean en absoluto sanos y amplios, sino tímidos y estrechos, y lo hayan llevado inadvertidamente a la escritura que considera fácil de asimilar. Estoy seguro de que he omitido buenos relatos y a buenos escritores en mis esfuerzos por evitarlo; por esos errores pido disculpas.
En lo que afecta estrictamente al género —en el que la autoridad reside en los escritores—, he procurado no dejar fuera ningún relato por lo que su autor imaginó que un relato podía ser o podía contener (pues no sé qué podría ser un relato antes de leerlo, lo que, supongo, es una anticipación que forma parte del placer), y he tratado de mantener los relatos en sus propios términos y sólo los he excluido cuando no me parecían suficientemente buenos. De igual forma, si un escritor define su texto como relato y éste resulta flagrantemente no serlo (por ejemplo, por su extensión excesiva para considerarlo «relato»), he estado dispuesto a aceptar que lo fuera, con independencia de cómo lo hubiera escrito yo mismo. Análogamente, en el caso de una pieza de ficción demasiado breve y, en razón de ello, trivial, podría conceder que se trataba de un relato, sólo que no muy bueno.
Yo también, hace años, deseché la mayor parte de las reglas «instructivas» que se aprenden en la escuela y que tratan de definir el relato para el practicante aficionado: no comenzar los relatos con un diálogo («No sabremos quién habla, y todo el sentido deriva del personaje»); conservar la coherencia del punto de vista, observar la unidad de tiempo y espacio, no matar personajes en los relatos, pues la muerte sólo es importante en tanto que vida que termina, y la vida que se describe en los relatos nunca es suficiente. Todo esto está muy bien hasta que deja de estarlo. Hasta que adopta la vía de la audacia. Una vez, hace años, mi amigo Ray Carver me envió un relato «enmarcado» que acababa de escribir. Un relato «enmarcado» es un relato en el que el narrador cuenta una historia dentro de otra historia mayor, que de esta manera la «enmarca». Un ejemplo es El corazón de las tinieblas, lo mismo que el maravilloso «Quiero saber por qué», de Sherwood Anderson. El relato de Ray finalizaba sin llevar a su término la narración interior «enmarcada», de manera que la historia exterior pudiera encerrarla claramente. La regla (pensaba yo) era que en un relato enmarcado se da por supuesto que la narración interior termina, lo que permite que los significados importantes del pasado se irradien claramente al presente de la ficción y más allá. No sé por qué pensaba eso. Probablemente me lo «enseñó» un profesor que era incapaz de escribir nada. Pero traté de ser útil y señalé el defecto a Ray, quien me contestó que no le importaba en absoluto que el marco se cerrara, que su relato era muy bueno y que eso era todo lo que le pedía a la vida. Después, nunca me pareció que fuese un relato muy bueno, y ocasionalmente recordaría a Ray el «marco» sin cerrar. Y él, que fue siempre ajeno al gusto por la discusión, no volvió a mostrarme el manuscrito de un relato en toda su vida, pero tampoco dejó de llamarme por teléfono cuando ese relato en particular, «La calma», ganó un premio tras otro, para recordarme que el marco todavía estaba sin cerrar.
V. S. Pritchett dijo que escribir relatos era «exquisitamente difícil». No pienso que con eso quisiera decir que fueran cosas muy difíciles de «construir», puesto que todos hemos leído malos cuentos construidos con bastante propiedad. Más bien creo que quería decir que eran cosas difíciles —los grandes relatos, en todo caso— de imaginar, a la manera en que Chéjov imaginó «La dama del perrito», o en que es más difícil imaginar el tiempo que reproducir el tictac de un reloj. Una tarea requiere habilidad, la otra, una seria osadía del tipo que Pritchett entendía y pudo realizar magníficamente, al igual que su gran amiga Eudora Welty, a partir de la rica turbulencia de su «vida protegida». Pienso en ella ahora, cuando ya nos ha abandonado —lo mismo que Pritchett y Carver— dejando tanta obra excelente. Sus grandes espíritus y sus incomparables relatos nos muestran perfectamente dónde comienza la osadía y adonde conduce, y por qué exactamente es ése el puro, indispensable y emocionante atractivo que nos conduce a los relatos.