EL HOTEL

¿Y cómo era vivir allí? Un recuerdo de mi infancia: estoy en la cama. Es la una de la mañana. Tengo once años, y estoy en una habitación del hotel de mi abuelo, que comunica con la suya. Estoy despierto y escucho. Esto es lo que oigo. En algún lugar, a través de las paredes, se oye una discusión. Son un hombre y una mujer. Oigo un ruido de platos que primero entrechocan y luego se rompen. Las palabras son «No te importa en absoluto». La voz, de mujer. No puedo decir a qué distancia. Sólo que unas cuantas habitaciones más allá. Oigo que se abre una puerta en el pasillo y que una voz más fuerte —de hombre— dice: «Lo único que sé es que tú eres mejor que yo en esto. Puedes estar segura.» Oigo el tintineo de unas llaves, una puerta que se cierra suavemente, luego pasos sobre el corredor alfombrado. Después la fragancia de un perfume suave en mi habitación, un olor a orquídea a mi alrededor, donde estoy solo, acostado e inmóvil. Oigo el chirrido de un ascensor que se aleja. Una segunda voz de mujer, más lejos, habla suavemente, luego se cierra una puerta y vuelve a quedar el interior en silencio. Oigo el bufido de un autobús en la estación, al otro lado de la calle. Suena el claxon de un coche. Fuera, en algún lugar, alguien empieza a reír y la risa sube desde el pavimento vacío y penetra en la noche. Luego, ningún otro ruido. El perfume se esparce por mi habitación y queda suspendido en el aire. Oigo que mi abuelo se da la vuelta dormido y suspira. Luego vuelvo a dormirme.

Eran los años cincuenta y mi abuelo regentaba el hotel donde vivíamos, en Little Rock, una ciudad que no era exactamente del sur ni del oeste, sino tal como es todavía hoy. Vivir en un hotel estimula un tranquilo estado mental bifronte: uno se siente seguro y al mismo tiempo inmerso en un mar agitado por mareas. Lo que se desea es adaptación, una idea renovadamente plena de permanencia y de fugacidad; una familiaridad que supere la continua irregularidad de las cosas.

El hotel se llamaba Marion y no era pequeño. Little Rock era una ciudad descolorida y baja sobre un río lento, y el hotel su lugar más moderno y lujoso. A pesar de eso, estaba algo descuidado, era un hotel para convenciones y reuniones de políticos, vendedores y gente que organizaba fiestas a altas horas de la noche. En el vestíbulo había una pecera curva de mármol; un entresuelo tranquilo con barandilla, escritorios y luces suaves; una recepción de mármol negro; largos sofás de cuero verde, alfombras verdes y empleados de uniforme de sarga verde y pocos recuerdos. Era un edificio porticado de arenisca marrón construido en los años veinte, con garaje, siete plantas y trescientas habitaciones. Las señoras del Delta se instalaban allí durante sus viajes de compras. En él se reunían los Optimistas y los Rotarios. Las citas de funcionarios estatales se producían en las plantas altas. El senador McClellan tenía una habitación permanente. Allí se alojaba gente famosa, cuyo retrato mi abuelo conservaba en la pared de su despacho: Rex Allen el vaquero, Jack Dempsey el campeón de boxeo, June Allyson y Dick Powell, Harry Truman (cuya fotografía todavía conservo), Ricky Nelson, Chill Wills. Los vendedores alquilaban habitaciones donde podían mostrar sus mercancías; los suicidas, habitaciones individuales. Había suites de hospitalidad, de luna de miel, una presidencial, una para Miss América, camas Murphy, servicio de plata, servilletas irlandesas. Había una panadería, una imprenta, un tapicero, diez habitaciones (las Rendez-vous, las Continental) para fiestas íntimas y seis más para grandes fiestas y una sala de baile con órgano Hammond para los banquetes. En el salón inferior había una cervecería y una peluquería con dos sillas, una tabaquería, un florista, una agencia de viajes, un puesto de periódicos y un aparcamiento gratuito para los clientes del hotel. Había una tarifa para representantes comerciales, una tarifa para militares, una tarifa mensual, una tarifa diaria y hasta una tarifa por hora para quien conocía a mi abuelo. Todo ocurría allí, a todas horas. La privacidad tenía un gran valor. Para un muchachito inocente, vivir en un hotel era ver qué hacían los adultos entre sí o consigo mismos cuando estaban en presencia exclusiva de adultos.

Mi abuelo, Ben Shelley, era un hombre de grandes apetitos: comida pero también otras cosas. Las cosas habituales. Era un gordo que jugaba al golf en invierno con gabardina plisada, cazaba codornices y practicaba el billar americano. Era conocido como deportista, como miembro de la logia masónica de los Shriner, como hombre público, como ese personaje de andar inseguro y traje azul con calderilla en los bolsillos y un clip para sujetar billetes. Para mí, era la viva representación del exotismo y lo quería. «El cordón para abrir el cerrojo está siempre del lado de afuera»: ésta era su máxima, y cuando la enunciaba te guiñaba un ojo mientras sonreía con sus labios gruesos y apasionados, como si sus palabras significaran algo más, y tal vez así fuera. Ahora podría pensar otra cosa de él, mirarlo con nuevos ojos, revisar la historia, adoptar una visión más estricta, más moderna. Pero ¿para qué?

Había sido boxeador, un peso pluma profesional de ámbito local; trabajó en el vagón restaurante de la línea de Rock Island a Tucumcari, fue camarero en El Reno y proveedor de catering en el famoso Muehlebach en Kansas City. Ése fue el camino para llegar al negocio de la hostelería, que era su trabajo por naturaleza. El servicio. Esta palabra tenía un significado que ya no tiene.

Qué habilidades, sagacidad o genialidad lo llevaron en 1947 a Little Rock y a un buen trabajo, no lo sé. Lealtad y firmeza, imagino. Discreción, sin ninguna duda. Reserva. Gratitud. Buenas cualidades, al fin y al cabo. A la gente le gustaba, o le gustaba estar con él, que eran experiencias similares. Todo el mundo se le acercaba sonriendo, como si él estuviera al tanto de algún secreto de su vida privada, lo cual era sin duda cierto. Todos estaban en su casa cuando estaban en su hotel, y él hablaba con ellos casi al oído, en susurros discretos, tocándolos con su gran barriga. Les cogía del brazo, les sujetaba amablemente el codo con la mano, hablaba mientras parecía mirar hacia otro sitio, sonriendo. Se sabía las bromas, ése era exactamente su trabajo. En el sector privado, nada es digno de privacidad excepto el sexo. Y eso estaba en el aire, tanto en lo concerniente a sí mismo como a todo el edificio. En este sentido, un hotel es tan delicado como cualquier otro sitio, o incluso más. Y él sabía que importaba menos lo que uno hacía que el hecho de que alguien se enterara de lo que hacía.

Ahora sé que la vida normal es la que se puede explicar en una frase. La que no requiere preguntas. Yo no tuve eso. «¿Vives en el hotel?» era lo que oía. Luego, una sonrisa. Había sureños, huéspedes con quienes tenía breves encuentros. Deseaban su propia simplicidad en lo excéntrico, y eso era yo para ellos; deseaban, como siempre, comparar y contrastar otras vidas con las suyas. Es la costumbre favorita de los sureños. Pero para entrar en mi historia se necesitaba demasiado tiempo, y yo no tenía ganas: mi padre estaba enfermo; viajaba para ganarse la vida; mi madre lo llevaba en el coche; yo era de otra ciudad, no de allí; aquéllos eran mis abuelos; me gustaba el sitio. Era simplemente esto, y yo no le daba más vueltas. Bastante es ya acomodarse a la propia pequeña excentricidad. Y hasta eso te empuja a la lejanía, a la afición por las medias verdades, te vuelve conspirador, guardián de secretos.

Era evidente que faltaban algunas cosas. Vecinos. No había vecinos. Sólo empleados, huéspedes, «los Permanentes» (viejos solteros, viejos tenderos, viejas parejas casadas en habitaciones baratas sin hogares mejores a los que aferrarse), los bichos raros del vestíbulo (hombres mayores con apodos desconcertantes como Araña o Pájaro Carpintero), hombres que vivían en la ciudad pero que aparecían cada día en el hotel. Esto era todo. Nunca había nadie de mi edad. No había otras casas cerca, ni vistas normales desde las ventanas, ni silencios o luces normales. Estábamos en el centro, alejados de las vidas corrientes de las urbanizaciones. La ciudad real, esa burda mezcla que era la ciudad, empezaba justo tras la puerta del vestíbulo: una licorería, dos cines baratos, un salón de juegos, un hotel no tan bueno, con putas, la terminal de autobuses. Todo era inmediato. Sin demoras. Por la noche, desde mi ventana del sexto piso, veía los carteles de la ciudad sobre el fondo negro del cielo, más lejos un faro verde, y oía los trenes que entraban y salían. Veía marineros, mujeres solas, viejas parejas de negros en la calle, que se desperezaban, echaban un vistazo a una ciudad extraña, usaban el teléfono de la pared, el cuarto de baño, observaban al otro lado de Markham Street el hotel donde no estaban pasando la noche, volvían a coger el autobús hacia Saint Louis, Texas o Memphis y desaparecían. ¿Era solitario aquello para mí? No. Nunca. No es malo ni solitario ver que la vida continúa permanentemente, con uno o sin uno. Al fin y al cabo, el concepto de hogar es un concepto variable.

Los viajeros —nuestros huéspedes— eran gente a la que yo no conocía. Aparecían con maletas, esposas y niños; los coches quedaban fuera. Recorrían el vestíbulo con la mirada, daban una ojeada a la pecera, aspiraban el olor del aire, se inscribían, se convertían en huéspedes, caminaban hacia los ascensores y desaparecían. Yo casi nunca volvía a tener noticias de ellos, ni siquiera me los imaginaba: sus días, sus casas en otros estados, sus preocupaciones, dónde habían estado ya ese día, dónde habían almorzado, dónde habían discutido o por qué, adonde irían después. Me resistía a ellos. Tal vez me pareciera que todo eso requería una conversación demasiado larga y que no conduciría a nada. En realidad no me gustaba viajar, es lo que pienso ahora. Los viajes y los hoteles reflejaban en el fondo cosas diferentes.

Y, por supuesto, allí vivíamos, en un apartamento de cuatro habitaciones donde no éramos propietarios de los muebles pero nos gustaban. Habitación y comida eran los aspectos más preciados de nuestro trato. Comíamos donde queríamos: en la gran cocina de la planta baja, en el comedor, en el Salón Verde o en nuestro apartamento. Pedíamos la comida al servicio de habitaciones. La lavandería era gratis. Muchas cosas eran gratis. En el sótano, mi abuelo tenía perros de caza. Tuvimos televisión muy pronto. En el garaje disponíamos de suficiente espacio para el coche, que lavaban todos los días. Las sábanas estaban siempre limpias. Veíamos a pocos huéspedes. Dentro de ciertos límites, gozábamos de libertad completa, pero si mi abuelo perdía su trabajo —siempre la terrorífica historia de fondo—, perderíamos todo eso. La rapidez con que nos «pondrían de patitas en la calle» por alguna vaga infracción que observara el quisquilloso propietario era un tema sobre el que muchas veces volvía mi abuela, que había sido pobre pero no mi abuelo, que también había sido pobre, pero que no podía imaginar volver a serlo, y al que tanto le gustaba su trabajo. El empleo no era democrático entonces. Carecía de la compensación que hoy se da por supuesta. Se pensaba que en los hoteles era donde más permisividad había y donde sucedían cosas que quedaban en el limbo. Y todas las mañanas, en la oscuridad, antes de empezar a trabajar, mi abuelo se sentaba en una silla en ropa interior, justo antes de atarse los cordones de los zapatos, y rezaba en voz alta por su empleo, agradecía a Dios la lealtad de los empleados, la bondad de su jefe y la confianza que en él parecía depositar, rezaba por el futuro. Yo lo oía desde mi cama en la habitación contigua. Me parecía prudente, y me lo sigue pareciendo.

Fueran cuales fueren sus obligaciones —que para mí no estaban bien definidas—, se levantaba a las seis y bajaba en el ascensor vistiendo su holgado traje azul, para «hacer acto de presencia». La mayor parte de su trabajo consistía simplemente en eso. En estar allí y sólo allí. Para los empleados, una presencia y un factor de seguridad; para los huéspedes, un hombre para recibirlos. Él «recorría la casa», vigilaba que todo funcionara satisfactoriamente. Así es como se dirige un hotel. Firmaba cheques. Contrataba gente y la despedía. Comía en el hotel para cerciorarse de que la comida fuera buena, y por la misma razón vivía allí. Su prosperidad (siempre en plena evidencia) prometía lo mismo para otros. En eso no era un posadero, sino un verdadero hotelero. No hubiera sido feliz administrando otra cosa, como unos grandes almacenes o una flota de camiones. No miraba el futuro a la espera de progreso, sino de más de lo mismo. Ha quedado atrás la época en que los hombres se ocupaban así de sus empleos, en que tener una ocupación significaba precisamente eso.

¿Qué hacía yo? Poco. Estaba allí también. Vivía dentro y no pensaba en el mundo exterior. Tenía pocas obligaciones. Estaba, observaba las cosas que pasaban junto a mí. Subía y bajaba en los ascensores, charlaba con los mozos, los camareros y los recepcionistas, me paseaba con los hombros encogidos, observaba cómo se encendían las luces en la centralita, miraba una y otra vez cómo funcionaba todo. Daba de comer a los peces. Era apreciado por mis modales, por mi altura, por el hecho de que mi padre estuviera enfermo y yo estuviese allí, valiente e indefinidamente. Se suponía que me interesaba el trabajo de la hostelería y yo decía que sí. Era curioso, sereno, poco egocéntrico y tan inútil como cualquier chico que ve la superficie de la vida cerrarse una y otra vez sobre hechos que muy a menudo no son fáciles de simplificar. Podemos familiarizarnos con una gran cantidad de cosas.

Hacer que la vida normal parezca normal no tiene por qué ser siempre apagar los colores fuertes. Pero por un tiempo puede ayudar. Cuando se busca lo único y al mismo tiempo lo verdadero de la vida, es una suerte encontrar menos de lo que se imaginaba.

¿En qué medida es permanente la vida real? Ésta es la pregunta, ¿no? La que queremos y no queremos del todo oír. Allí se encierran respuestas inquietantes, melancólicas, obvias. En el hotel no había un centro para las cosas, ni yo lo era. Era una vida flotante, días que borraban otros días casi por completo, como debe ser. El lugar era un lugar vacío, como cualquier hogar, donde sucedían las cosas, un escenario en el que las situaciones se desarrollaban y finalizaban. Y durante un tiempo de mi vida juvenil estuve simplemente al lado de todo aquello, ni detrás ni delante de las escenas. Lo que vi allí —y vi más de lo que puedo decir, más de lo que recuerdo— importa menos que lo que pensaba al respecto. Y lo que pensaba era: esto es ahora la vida real, no una pausa, una diversión o un fragmento aislado en el tiempo, sino la vida permanente, la única que producirá historia, memoria, la única que será responsable a largo plazo. Al fin y al cabo, todo cuenta. ¿Qué más hace falta saber?