LA LECTURA

Para H. S. B.

Aprendí a leer —a leer cuidadosamente, quiero decir— en 1969, a los veinticinco años. Estudiaba entonces en la escuela de posgrado y trataba de decidir si debía comenzar a escribir relatos. Estaba casado y vivía en un piso pequeño. Había abandonado la Facultad de Derecho el año anterior. Me había marchado lejos de casa, a California, y no sabía mucho. Tampoco creía que sabía.

El de 1969 fue un año horrible en la guerra de Vietnam y un mal año en el país. El año anterior se había producido la ofensiva del Tet y todo el mundo consideraba la guerra un desastre. Entre nosotros los estudiantes de posgrado, se percibía un claro malestar, casi aprensión, en relación con lo que hacíamos —escribir—, malestar que se manifestaba como una apasionada e intransigente exigencia de pertinencia a todo lo que decíamos, nos proponíamos y estudiábamos, así como, y esto era lo más importante, a lo que esperábamos de los demás. Con estos criterios evaluábamos en particular nuestros cursos. Sentíamos la necesidad de ser muy, muy pertinentes con nuestra vida, ante todo, pero también con nuestro terror, con nuestros problemas, con nuestro género, con nuestro matrimonio, con nuestro futuro, con la guerra y con los años sesenta, una época que sabíamos que nuestra vida estaba atravesando, fuera como fuere.

Y, naturalmente, nada daba la talla. Yo tenía un curso sobre el Bildungsroman, leía a Lessing, Rousseau, Mann, Henry Adams. Pero todo parecía excesivamente libresco, demasiado ligado a la historia y a Freud, y no confiábamos en las lecciones de aquélla ni en las de éste, de cuyo reduccionismo hacíamos escarnio. Después leí todos los poemas de Hardy, unas setecientas páginas de la gran edición verde de Macmillan, y tampoco los pude soportar. Parecían viejos, mortecinos, ajenos a mis intereses. Lo que nos gustaba, por supuesto, no necesitábamos estudiarlo ni intentábamos hacerlo: La condición humana, un libro lleno de verdad; los dos maravillosos libros de Kesey; La subasta del lote 49, Jugando en los campos del Señor, El hombre de mazapán, libros basados en ironías, un talante cada vez más atractivo cuando era imposible extraer de modo convincente conexiones sinceras y prácticas entre nosotros y el mundo.

La escritura contemporánea no se había destacado por un espíritu particularmente significativo. Teníamos en mente los relatos de Donald Barthelme. Y los de Ron Sukenick, Barry Hannah, William Kotzwinkle. Todos estaban maravillosamente escritos. Y las incoherencias y los absurdos, la hilaridad, el virtuosismo verbal de esos escritores —a todos los cuales sigo admirando—, parecían cualidades apropiadas a nuestro tiempo y a nosotros. El mundo era un gigantesco cataclismo y California su condenado epicentro. Y allí estábamos nosotros, absurdamente varados. Pero el absurdo nunca es completamente ajeno a la realidad de ninguna vida.

No tengo claro qué era exactamente lo que queríamos. Aunque es probable que no fuera una sola cosa. Éramos jóvenes. No teníamos una educación particularmente esmerada. Y, como muchos escritores principiantes, durante un tiempo fuimos adictos a lo nuevo en todo. Éramos creadores y no tanto receptores, y considerábamos que quienes realizaban la tarea pertinente éramos nosotros. Barthelme y aquellos otros, lo supieran o no, eran nuestros colegas. Y ser vulnerables a la enseñanza que se nos sugería y a estos clásicos a los que nos resistíamos era docilidad, encapsulamiento. No había tiempo para Mann. He llegado a creer que no pertinente es una expresión que con frecuencia se emplea para realzar la propia importancia personal. Y lo que realmente pienso a propósito de la pertinencia es que, si se nos hubiera aparecido y nos hubiera besado en los labios, no la habríamos reconocido.

Sin embargo, parte de mi formación académica como escritor me permitió aprender a enseñar. Mis profesores, ellos mismos escritores, tenían la sensación de que si nosotros, estudiantes, llegábamos alguna vez a ser escritores, probablemente no podríamos ganarnos la vida como tales y, por tanto, podríamos tener un refugio en la enseñanza, al tiempo que nos ocupáramos de agentes, contratos de libros, editores, negociaciones sobre películas y ediciones de bolsillo, dinero, y todo lo que trae consigo esta clase de expectativas. Y aunque resulte extraño decirlo, pese a que no me parecía que, en mi caso, las clases fueran exactamente pertinentes, sí creía que, de alguna manera, la perspectiva de enseñar lo era. Después de todo, la enseñanza era un tipo de preparación práctica para la vida, y no parecía un trabajo demasiado difícil. Tenía sus compensaciones agradables. Llevaba implícita la admiración de los otros, algo que yo deseaba. Y enseñar literatura parecía compatible con el hecho de escribirla, lo que, al menos de la misma manera, no parecía ser el caso de la miserable condición de estudiarla. Así que dije que lo haría, y en realidad fue muy agradable hacerlo.

La formación de profesor consistía exactamente en ponerse ante un aula de estudiantes universitarios y pedirles que leyeran varios relatos y novelas previamente escogidos y analizados entre nosotros bajo la supervisión de un profesor, y luego, tres días por semana, enseñar. Enseñar ficción. Y descubrí que mi problema consistía en la imposibilidad de imaginarme lo primero que tenía que hacer, porque, con independencia de la forma de transmitirlo a otro ser humano, ignoraba cómo leer.

Claro que había leído muchísimo. Me consideraba lector y esperaba ser escritor. Me había especializado en inglés en una gran universidad del Medio Oeste y había terminado con buenas calificaciones. Durante un año había «enseñado» inglés en un instituto de bachillerato y había trabajado como redactor para una revista de la Hearst Corporation. Parecía, pues, que tenía suficiente experiencia para ponerme ante un aula de muchachos de dieciocho años. Sólo cuando empecé a preparar las clases descubrí que no tenía ni idea.

Todavía puedo decir qué era lo que sabía entonces sobre literatura de ficción, un conocimiento adquirido casi íntegramente en la universidad. Conocía ciertos términos: los personajes eran las personas de la ficción; los símbolos eran los objetos de los relatos a los que se adhería un significado adicional (por ejemplo, en Huckleberry Finn, la balsa era un símbolo); el punto de vista, entendía yo, no se refería a la opinión de un personaje acerca de algo, ni a la del autor, sino al significado de lo que el relato contaba; primera persona, tercera persona, narrador omnisciente. Sabía que el comienzo era una parte importante del relato y que, como en «La dama del perrito», a veces contenía el germen de todo el texto (pero no sabía por qué eso era importante). Sabía que, a veces, en relatos de apariencia sencilla subyacían mitos primitivos. Sabía que la ironía era importante. Sabía, con cierta inquietud, que a menudo el lenguaje de un relato o una novela significaban más, menos o incluso algo completamente distinto de lo que parecía, y que comprender el relato era comprender todos los significados al mismo tiempo. «Significado» era a su vez también uno de esos términos, aunque nunca había estado completamente seguro de saber qué significaba.

Y sabía otras cosas. Sabía «leer como un escritor». De eso hablábamos en nuestros talleres. Había libros que encerraban lecciones prácticas. Cosas elementales: cómo hacer que los personajes entraran y salieran con eficiencia de las distintas habitaciones de la ficción (en esto era bueno Chéjov); cómo describir de modo eficaz que estaba oscuro (otra vez Chéjov); cómo eliminar diálogos inútiles (material como: «Hola, ¿cómo estás?» «Muy bien, ¿y tú?» «Bien, gracias.» «Me alegro.» «Adiós.» «Adiós.»). Aprendí que una buena táctica para comenzar una novela era poner indios —en caso de que los hubiera— cabalgando por una colina y gritando como locos. Aprendí que cuando se dudaba de qué paso dar a continuación, se hacía cruzar una puerta a un hombre con un revólver en la mano. Aprendí que no se podía salir airoso si en un relato se eliminaba al personaje principal, aunque nunca me dijeron por qué, y supongo que a Hemingway tampoco.

Reflexionaba yo sobre todas estas lecciones prácticas. Pero en realidad no parecía que sirviera para nada enseñarlas a jóvenes lectores, gente para la que hacer literatura no era una elección profesional, ni leerla un hecho importante en su vida, sino que posiblemente fuera tan desagradable como una visita al dentista. Seguir adelante con la enseñanza de la literatura por este camino era como enseñar a alguien a construir un coche elegante y rápido sin permitirle previamente tener la sensación de hendir el aire con uno. Nunca sabrían exactamente para qué sirve todo eso.

Lo que sí parecía que valía la penar enseñar era qué me hacía sentir a mí la literatura cuando leía, dejando ligeramente de lado las cuestiones de pertinencia. Después de todo, por eso deseaba yo escribir. La literatura era hermosa y buena. Tenía misterio, densidad, autoridad, capacidad de conexión, conclusión, resolución, percepción, variedad, grandeza, o, en otras palabras, valor en el sentido que Sartre daba a este término cuando escribía: «La obra de arte es un valor porque es una llamada.» La literatura me llamaba.

Pero no tenía idea de cómo enseñar sus cualidades de llamada, cómo dar con la fuente de lo que sentía y transmitirlo. Ni siquiera sabía cuándo expresarlo con mis palabras, o si éstas eran correctas. Enseguida tuve la sensación de que ser el intermediario entre una mente expectante y un excelente libro es un papel destacado y azaroso que valía la pena desempeñar. Y me imaginé sentado detrás de un escritorio metálico y mirando a los estudiantes, Madame Bovary abierto ante mí, los pasajes subrayados, el silencio dominando cada molécula del aire inmóvil, y sin nada que decir, aunque con la certeza de que algo había que decir. O, peor aún, con una sola cosa que decir: «¿Qué es lo esencial del libro?» Y luego sin nada que agregar cuando llegara la respuesta correcta en la forma de una voz interior que me gritara misterio, capacidad de conexión, autoridad, conclusión, magnitud, valor.

Estos primeros preparativos para la enseñanza tuvieron lugar en las vacaciones de Navidad de 1968. Yo iba a mi pequeño despacho de estudiante de posgrado y examinaba atentamente mis relatos, una y otra vez, y otra, sin ningún progreso: «Huéspedes de la nación» (Frank O’Connor), «Muerte en el bosque» (Sherwood Anderson), «El batallador» (Ernest Hemingway), «Desorden y dolor precoz» (Thomas Mann), «Sopla el viento» (Katherine Mansfield). Podía recitarlos prácticamente de memoria. Pero no tenía idea de qué decir sobre ellos. Todavía hoy siento el terrorífico frío de pura insustancialidad en la nuca cuando la literatura se levantaba contra mí como un alto muro detrás del cual había una densa selva. Tenía que conducir a la gente a través de ella no sólo de manera segura, sino también provechosa, pero la tarea estaba aún por empezar.

En un despacho del otro lado de la sala donde aquel invierno padecía yo esos miedos espantosos, había un hombre llamado Howard Babb a quien conocía porque en el otoño siguiente se haría cargo de la cátedra de nuestro departamento de inglés y era director del curso para el que estaba yo preparando mis clases. Nos parecía que al señor Babb le gustábamos más los escritores que los doctorandos cuya formación literaria supervisaba. Nos consideraba verdaderos aficionados, no lo suficientemente serios para ser pesimistas, y eso era precisamente lo que, como rasgo propio de su buen carácter, pensaba de sí mismo, o al menos así se describía. Más tarde, cuando lo conocí mejor, siendo yo su joven colega durante los pocos años que precedieron a su fallecimiento, le oí decir una y otra vez a algún estudiante, en referencia a una obra literaria que estaba analizando: «Bueno, por supuesto, no pretendo saber un cuerno de todo esto, sabe usted. Sólo quisiera, con toda modestia, aventurarme a decir…» Y proseguía diciendo qué era lo más auténtico, lo mejor y lo más penetrante de un relato o una novela. Él no se presentaba como un experto, y posiblemente no lo fuera, pero sabía mucho. Lo más exacto sería decir que tenía una mente notablemente abierta a la literatura, lo que no siempre ocurre con un experto.

Diré ahora unas palabras sobre Howard Babb porque era un hombre muy particular, cálido y estimulante, y porque ejerció una influencia directa y extraordinariamente valiosa sobre mi vida de escritor y de lector. No pasa un solo día sin que me acuerde de él.

En aquella época sabía muy poco de él, como era entonces habitual entre los estudiantes y sus profesores; no se conocían los nombres de pila ni había invitaciones a comer o competiciones deportivas a las que asistiéramos juntos. Era un yanqui corpulento, al final de la cuarentena, con acento de Maine, temperamento directo y bonachón, voz profunda y susurrante, aunque a veces alzaba el volumen para crear un efecto. Había abandonado la universidad para hacerse marinero y maldecía como un marinero, aunque no trasponía los límites del decoro. Llevaba tatuajes en los brazos que quedaban a la vista cuando se subía las mangas blancas de la camisa. Fumaba Tareyton a escondidas si estaba en la escuela, y a veces bebía en las fiestas de la facultad y hablaba en voz aún más alta. Había sido estudiante de Walter Jackson Bate en Harvard y luego colega de John Crowe Ransom y Peter Taylor en Kenyon. Estaba casado y tenía un hijo. Caminaba resueltamente balanceándose como quien transporta una pesada carga sobre los hombros, con las piernas arqueadas y los brazos ligeramente separados del tronco; parecía estar siempre al acecho. A mí me daba la impresión de que era un tipo duro, y me gustó desde la primera vez que lo vi.

Dureza aparte, le encantaban Jane Austen y George Eliot. Le encantaban Conrad, Richardson y el siglo XVIII. Sabía muchísimo de narrativa y escribía y hablaba de ello con inteligencia, aunque nunca se hizo famoso por eso. Estaba como fuera de lugar en el sur de California —ya entonces me lo parecía—, como era de esperar de un hombre con su historia y su afición por las virtudes de siempre. Y posiblemente para compaginar esas fuerzas discordantes —aunque tal vez fuera exactamente por lo contrario— se sumergía con pasión en la literatura, leyendo, enseñando y hablando de ella. Y, para nuestro bien —el de sus estudiantes—, su pasión, su celo por la enseñanza, su fervor por la literatura y la importancia de ésta para nosotros, impregnaban toda su actitud ante la vida, todo su ser. Sin discrepancias. Sin ironías. Sin ambigüedad acerca de lo que sentía, digamos, cuando los soldados irlandeses matan a su pobre prisionero en «Huéspedes de la nación», ni de cómo se sentiría si ese horrible dilema se le presentara alguna vez a él mismo. O a nosotros. La literatura tenía acceso directo a su vida cotidiana. En efecto, el día que me leyó en voz alta las temibles palabras finales del cuento de O’Connor, sentado a solas en su oscuro despacho en una tarde de invierno de hace casi veinte años, lo escuché sin moverme. Y cuando hubo terminado, se quedó mirando fijamente el suelo, apoyado sobre las rodillas, el libro abierto en sus manos grandes y durante quizá cinco minutos no dijimos nada, ni una palabra, tan embargados de emoción estábamos por lo que habíamos oído. Supe entonces que, me sucediera lo que me sucediese después de ese momento de arrobamiento, nunca volvería a sentir lo mismo. Allí, pienso, había pertinencia, que encontraba por primera vez, y un extraño placer.

Pero antes de ese momento, antes de esa triste Navidad sin nieve, aún tenía que descubrirlo. Y lo que hice, al borde de la desesperación, fue coger mi libro de relatos y recorrer el pasillo vacío hasta el despacho del señor Babb, al fondo de la sala. Él pasaba allí aquellas vacaciones leyendo solo, sin luz cenital, escribiendo sus pequeñas notas al margen, preparando sus clases, mientras sus colegas estaban en otros lugares, en sus veleros, esquiando o asistiendo a convenciones. Me quedé de pie en su puerta abierta hasta que levantó la vista y me vio. Me miró fijamente un momento y dijo suavemente: «Bien, ¿qué diablos quiere? ¿No debería estar usted fuera, pasando el tiempo en el Mississippi, o dondequiera que esté su pueblo?» Lo dijo en tono amistoso.

«No», respondí. «Tengo un problema aquí.»

«Pues bien, entonces.» Suspiró, y cerró el libro. «Entre y siéntese.» Y eso fue lo que hice.

No era extraño que si no podía hablar a mis alumnos de aquellos relatos tampoco pudiera decir al señor Babb por qué no podía hacerlo. Ahora esto parece un axioma, una prueba de ignorancia. Pero más terrible aún era que no deseaba admitir que no sabía. El silencio ha sido siempre cómplice de mi ignorancia; y la ignorancia, la inadaptación y la falta de preparación han sido siempre mis temores más intensos y familiares. Nunca me acerqué a algo difícil y verdaderamente nuevo sin el miedo a fracasar, y pronto; o sin generalizar lo poco que sabía y sin el temor a ser interpelado.

Lo que dije fue: «Tengo dudas sobre cómo abordar exactamente la enseñanza de este relato de Anderson.»

El cuento de Anderson, como ya he dicho, era «Muerte en el bosque», una de sus narraciones más importantes y características, escrita en los años treinta y distinta en estilo y comprensión de los famosos cuentos de «Winesburg», que datan de quince años antes, en período de posguerra. En «Muerte en el bosque», lo mismo que en aquellas otras obras maestras de Anderson, «Quiero saber por qué», «El huevo», «El hombre que se convirtió en mujer», un narrador adulto cuenta una serie de acontecimientos que recuerda de su juventud, época aparentemente más simple en la que el narrador era sólo un receptor —aunque agudo— para el que los momentos memorables de la vida se convertirían en el material de posterior investigación y reconocimiento. Es una estructura clásica de cuento, una estructura que he llegado a conocer muy bien.

En Anderson, un hombre recuerda a una mujer a la que vio una vez muchos años antes, en la pequeña ciudad donde pasó su niñez. La mujer era pobre y maltratada por los bestias de su marido y su hijo. Sin embargo, los alimentaba y los mantenía con su pobre granja, mientras que los dos hombres salían, se emborrachaban y se divertían. En un viaje de vuelta de la ciudad, adonde había ido a cambiar huevos por carne y harina, la mujer —tristemente llamada señora Grimes[6]— hace una pausa para descansar al pie de un árbol y, sorprendentemente, aunque sin dolor, se congela hasta morir mientras caen primero la nieve y después la noche clara. En una escena espectral e inolvidable (que el narrador imagina, pues no pudo haberla presenciado), los perros de la señora Grimes comienzan a correr salvajemente en círculos alrededor del cadáver y finalmente lo arrastran hasta el resplandor de la noche y se alimentan de las provisiones que la anciana llevaba a su casa, aunque no, hay que decirlo, de la señora Grimes, cuyo cadáver, bellamente pálido, queda allí intacto, «… blanco y hermoso», imagina el narrador, «como de mármol».

En gran parte, este maravilloso relato es sencillo incluso para el lector menos preparado. Cuando lo leí por primera vez, en 1969, me pareció más largo y complejo que cuando lo leo hoy. Pero sus grandes temas parecen ser los mismos que intuitivamente debí de detectar entonces: la crueldad inherente a todos nosotros; nuestra irritante semejanza con el espíritu de las bestias salvajes; la dudosa bondad de los progresos de la civilización; el misterio y la atracción del sexo; la edad adulta como una pobre y comprometida condición del ser; las formas particulares de cuidar a los demás; lo que hay que extraer del hecho mismo de narrar. Misterio, conclusión, capacidad de conexión, magnitud; es decir, valor. Anderson escribió inspirado por todas estas grandes perturbaciones y sus ideas sobre literatura. Sigo pensando que es uno de nuestros grandes, grandísimos escritores.

Y me proponía hablar de él en clase. Estaba en el plan de estudios, aunque entonces yo no podía encontrar las palabras que acabo de pronunciar.

«Dígame, señor Ford», dijo el señor Babb, todavía suavemente, tras permanecer sentado un rato en silencio, mientras pasaba las páginas del relato en mi antología, echando un vistazo a mis subrayados, levantando las cejas ante mis notas, husmeando aquí y allá, murmurando ante una frase de Anderson que admiraba. Conocía el relato de memoria y Anderson le gustaba mucho. Yo sabía eso ya que un estudiante de posgrado debía conocer los gustos de sus profesores y asumirlos sin ninguna vergüenza. «Dígame sólo esto», volvió a decir, y me miró con curiosidad, luego miró el techo, como si hubiera comenzado a evocar algo de su propia vida de hacía años que el relato hubiera revivido placenteramente. «¿Qué… digamos… cuál piensa usted que es el rasgo formal más interesante de este relato? No me refiero, por supuesto, a nada particularmente complicado. Sólo lo que usted piensa al respecto.» Me miró parpadeando, como si entre las brumas de este maravilloso relato y de sus recuerdos no pudiera distinguirme claramente.

En el momento de escribir estas frases sé qué tenía en mente el señor Babb, aunque antes no lo sabía y habría barruntado otra cosa; que yo daría la respuesta equivocada, o incompleta, y que allí empezaría nuestra conversación. Ahora entiendo que él estaba seguro de que yo no tenía la más remota idea de qué era lo que él quería decir y que nuestra tarea empezaría en ese punto, el perfecto punto de origen. El cero. El lugar donde comienza todo aprendizaje.

«No sé a qué se refiere usted con “rasgo formal”», respondí con voz clara. Y con eso dejé al descubierto una buena parte de mi ignorancia. Debía de tener la sensación de que aprendería algo valioso si lograba siquiera hacer eso. Y así fue.

«Bueno», dijo, atónito. «Está bien.» Hizo un movimiento afirmativo con la cabeza y suspiró, luego se volvió sobre su silla giratoria en dirección a la pizarra verde que estaba contra la pared, se puso de pie, cogió una tiza y escribió esta lista:

Personaje

Punto de vista

Estructura narrativa

Modelo imaginista

Símbolo

Lenguaje

Tema

Éstas, por supuesto, eran palabras que yo ya había visto. La mayoría de ellas me había estado rondando en la cabeza durante días sin orden ni concierto. Ahí estaban otra vez, y eso me aliviaba.

Estas expresiones, dijo el señor Babb, volviendo a sentarse en su silla, pero todavía mirando la lista, describen los rasgos formales de una obra de ficción. Si pudiéramos definirlas, localizarlas en una obra de ficción determinada y luego hablar de alguna de ellas cuidadosa y ordenadamente, apoyándonos en las palabras del relato y en el sentido común, formulando cuestiones perfectamente sencillas, realizando deducciones una por una y tal vez haciendo referencia a otros rasgos a medida que nos vienen a la mente, nos encontraríamos finalmente involucrados en pleno análisis de los problemas más importantes de un relato o de una novela.

Dijo que en todos los relatos que había leído había algún rasgo formal que parecía destacarse como una notable fuente de interés, y que de esa manera podía estudiar el relato. Por ejemplo, El gran Gatsby estaba narrado de una manera que él consideraba especialmente interesante. El punto de vista: ésa era entonces la cuestión. ¿Quién era Nick Carraway? ¿Por qué contaba esa historia? ¿En qué le beneficiaba o le perjudicaba el hecho de narrarla? ¿Se veía afectada nuestra comprensión de la historia porque fuera él quien la contara? En caso afirmativo, ¿de qué manera? ¿Juzgaba —Nick— a otros personajes? ¿Cómo? ¿Decía siempre la verdad? ¿Y si no la decía? ¿Por qué pienso eso?

En «Nieve silenciosa, nieve secreta», el brillante, enigmático, magistral relato de Conrad Aiken (que también estaba incluido en el programa), ¿cómo se podía entender esta insólita nieve que parece amortiguar cada vez más al niño cuya vida ocupa el centro del relato? ¿Es nieve real? ¿Por qué pensamos que es real o no? ¿Podríamos imaginar razonablemente que representa algo fuera de sí misma? ¿Una sola cosa? ¿Qué tenía esto que ver con otros rasgos del relato? ¿El personaje del niño? ¿El escenario? ¿Sus padres? Aquí investigábamos una imagen.

Relato a relato, cada uno tenía su vía de acceso señalada por un rasgo formal destacado, con los efectos de un rasgo y nuestras observaciones acerca de él que implicaban otro rasgo; un punto de vista que conducía naturalmente a un interés en el personaje, lo que conducía a su vez a un sentido más amplio de cómo, a medida que el relato progresaba en sus propias partes estructurales (escenas, escenarios, y flash-backs), los personajes, las imágenes y la estrategia narrativa se entretejían y formaban una totalidad, hasta que, gracias a nuestro cuestionamiento directo, podíamos decir qué era lo más complejo del relato. Esto era el tema, aunque nadie esperara identificarlo sucintamente ni enunciarlo en una frase. Era lo último, pero no lo más importante. Lo más importante era la intimidad personal con el relato.

En el de Anderson, decía el señor Babb, se podía comenzar con una serie sencilla de preguntas y observaciones acerca de quién nos contaba esa historia. ¿Se trataba solamente de una voz anónima que contaba una historia de la manera menos adornada? No. ¿Era el narrador un personaje? . ¿La contaba tal como había ocurrido? No. ¿Se podía, examinando atentamente todas las palabras escogidas en el relato, distinguir diferentes intereses —incluso preocupaciones— del narrador además de las meras circunstancias relativas a la muerte de la anciana? Sí, sí, sí. Y con cada respuesta que obteníamos, ¿no podíamos preguntar razonablemente de qué manera contribuía eso materialmente a mi comprensión del relato? O, en palabras más sencillas, ¿qué pasaba si esto era verdad? ¿Y qué pasaba si no lo era?

En el curso de esa única conversación se encendieron para mí una gran cantidad de pequeñas luces y se me hicieron patentes reconocimientos parciales que yo sólo podía entender parcialmente, pero que con los años se desarrollaron y llegaron a estar entre lo más importante que había hecho nunca y, en lo que respecta a la lectura literaria, lo más importante de todo. El señor Babb, naturalmente, nunca me dijo con exactitud qué tenía que hacer y nuestra conversación nunca abandonó el plano de lo hipotético/condicional («uno podría preguntar esto; ¿no es posible preguntarse esto?; seguramente esto no es del todo irrelevante…»). Pero enseñaba. No sólo me enseñó una manera ordenada de entrar en una narración compleja e intimar con ella, sino también que la literatura se podía abordar tan empíricamente como la vida, a la que, después de todo, estaba conectada. Como en la vida, nuestra comprensión literaria, incluso nuestros fracasos de comprensión, tenían su fundamento en una serie de respuestas de sentido común —no necesariamente preguntas— verdaderas para los hechos intrascendentes, los grandes movimientos y los asombros, los temores y los placeres que todos experimentábamos a lo largo de nuestro camino. La literatura no sólo era accesible, sino pertinente en la vida, en la medida en que en ambas se daban las mismas cuestiones: ¿cómo amo a quienes amo? ¿Cómo puedo seguir adelante cada día con o sin esas personas? ¿Cómo terminará este día? ¿Viviré o moriré?

Es evidente que cuando aquella tarde de diciembre me marché del despacho del señor Babb, lo hice con una visión mucho menos clara de la lectura literaria que la que tengo hoy, aun cuando ésta todavía sigue oscurecida por la ignorancia de todo lo que me queda por leer y nunca leeré, así como por la experiencia, que complica más las cosas, de haber intentado a lo largo de los dieciocho años siguientes, aproximadamente, escribir relatos tan buenos como los de Anderson que tanto me gustaban y que hoy mismo me siguen conmoviendo. Sin embargo, me iba con la confianza —una agradable sensación de seguridad— de que el método que acababa de ver puesto en práctica entrañaba una relación natural con cualquier obra de ficción que leyera, examinara o enseñara. Creía que los relatos que me habían gustado, sobrecogido o atemorizado con sus grandezas interconectadas, eran en realidad construcciones de aquellos rasgos formales que el señor Babb había descrito. Los buenos relatos eran básicamente —por acción deliberada de los autores o no— ordenamientos de imágenes reconocibles, pautas léxicas, estructura dramática y símbolos. Estaban hechos con personajes y puntos de vista y poseían temas. Además, la lectura de cualquier relato con esta premisa equivalía al mejor modo de conocerlo. Estoy seguro de haber enseñado eso a mis primeros estudiantes, y también a otros; de haber hecho del descubrimiento de las formas y de su comprobación un fin y no sólo una pedagogía o una estrategia. Era casi inevitable que lo hiciera, dada mi necesidad, propia de un principiante, de poner orden en un universo y dado que la ficción se adapta tan bien a esta simetría. Creo que puedo decir que en eso descansaba mi mente. Y sospecho que muchas personas, estudiantes e incluso profesores, nunca van más allá de esa fase estática, intermedia, de la lectura, esto es, la de saber cuál es el punto de vista, la de tener la sensación de que el hombre tiene mucho de viejo animal simbólico, la de comparar y contrastar al pobre Jake Barnes con el afortunado Bill Gorton como personajes, pero sin tomarse nunca tiempo para preguntar qué tiene todo eso que ver con la vida, para formular la pregunta final de la pertinencia: ¿y, entonces, qué?

Cuando vuelvo a pensar en aquel momento, no albergo duda alguna de que el señor Babb no creía en una visión tan fácil y sintética de la literatura, sino en que sintetizamos estas formas en un esfuerzo por organizar nuestro progreso a través de una escritura difícil, rastreando sus formas como constelaciones en un cielo salvaje. La prueba era el asombro que él conservaba, el afecto, el entusiasmo con que volvía a los mismos pasajes y los mismos relatos una y otra vez, siempre curioso, placenteramente perplejo, dispuesto a sorprenderse y admirar todo lo que los libros seguían dándole. Era yo —no suficientemente listo y en mis comienzos— el que defendía a capa y espada un método antes de poder comprender la plena utilización y los límites del mismo.

Esto se debe —supongo que acertadamente— sólo a que era antes escritor de relatos que buen lector, a que me imaginaba que este formalismo era una explicación deficiente de cómo se producen los relatos y cómo se los llega a conocer mejor, cualquiera que sea su extensión.

Los relatos, y también las novelas —es lo que he llegado a comprender a partir de la experiencia de escribirlos—, son objetos sustitutivos. Tienen su origen en impulsos vigorosos y desordenados; se proveen de acumulaciones azarosas de vida volcada en palabras, y en su creación se valen de la desgracia, la memoria defectuosa, la comprensión tergiversada, el hastío, casi todo tipo de engaño imaginable, el azar y la insistencia en un vocabulario cada vez más inadecuado que requiere de la imaginación, todo lo cual culmina a menudo en un objeto en tensión, difícil de contener y que sólo se sostiene gracias a un control feroz y a veces insuficiente. En eso no hay ningún problema. A mí no me hacía daño saberlo. En realidad, mi admiración por los libros que amo aumenta con el conocimiento del caos que superan. Pero es muy poco lo que luego puedo decir acerca de la experiencia de escribir relatos que pueda hacer que el hecho de descomponerlos formalmente parezca una manera idónea de llegar a conocerlos. La propia palabra «formal» parece fuera de lugar en una tarea tan informal y de aficionado. Los personajes, esas personas «redondas» de los buenos libros a las que decimos reconocer y conocer como a nuestros primos hermanos, son en el fondo sólo montajes de frases, arreglos mutables de descripciones en curso y supuestos impulsos y acciones humanas enganchadas a un nombre —todo lo cual admite cambios por agregación, sustracción u olvido de palabras—, pero no siempre me han convencido del todo como verdaderos «yoes». El punto de vista, ese preciso calibrador para evaluar el significado en el esquema del señor Babb, es sobre todo la voz de una mente imaginaria que puedo oír y «transcribir», y cuyo acceso al lenguaje y al idioma parece, al menos en un comienzo, adecuado a una narración no completamente cierta. La imaginación —en el mejor de los casos— es una repetición de pautas de escritura, tics y hábitos emocionales que a menudo yo ofrecería o, mejor, intercambiaría por recursos más diversos e imaginativos de lenguaje. Y el símbolo. Bien, todo lector sabe qué es el símbolo.

Y para cada escritor las cosas son diferentes; medios y expectativas diferentes, protocolos diferentes bajo los cuales se acumula un relato, diferentes disposiciones y lenguaje acerca de cómo hacerlo; en resumen, diferentes trabajos y de distintas maneras, como debe ser.

Un patrón formal para el estudio de la narrativa puede orientarnos ordenadamente en creaciones de este tipo, permitir una deseada intimidad con las frases, contribuir a nuestra confianza y alentar nuestra capacidad de pensar haciendo abstracción de las partes del relato que todavía no podemos comprender, yendo luego, a su debido tiempo, a otras y terminar viendo y tratando de conectar todo lo escrito. Pero un sistema de organización o de explicación que no ilumine el azar en la existencia de cualquier relato no puede ser una verdadera comprensión. Esos programas son siempre arbitrarios, inestables y erróneos (aunque, pese a todo, utilizables), en la medida en que, en el peor de los casos, reducen un relato complejo a categorías, o algo parecido, y se proponen como panacea para nuestra natural preocupación y asombro ante la gran literatura. Estas reacciones no derivan tanto de la ignorancia como de la magnitud misma del relato; son reacciones a las que no deberíamos renunciar, sino esforzarnos en conservarlas como placer.

Pero el placer también puede derivar de esta verdadera fricción entre el relato leído y el relato escrito. Y no un placer único y sencillo, sino diversos placeres, con matices e historia. Incluso un procedimiento tan poco riguroso y de orientación práctica como el que me enseñaron cuando aprendí a leer atentamente es, en cierto sentido, una imitación de su objeto, imitación que en este caso sirve de consuelo. Y la imitación ha sido siempre atractiva: «El placer… que se recibe es indudablemente la sorpresa o la admiración producida por la inesperada coincidencia entre la imitación y su objeto.» Es una idea de Hazlitt. Y Addison va directamente al grano: «… A nuestra imaginación le gusta que se la llene con un objeto o aferrarse a algo demasiado grande para su capacidad», que es lo que ocurre cuando un método de conocimiento no puede explicar por completo su objeto natural en toda su complejidad.

También esta fricción entre mi método escolar y mi experiencia podría haberse recalificado como placer. Para mí, cada una de estas instancias tiene su valor, cada una estimula el interés por la verdad entera, y cada una se adapta a la otra. El placer, en este programa, surge cuando lo desconocido, o lo desconocido como placer, puede percibirse de esta manera; esto es, cuando, en cierto sentido, se reinventa el placer.

Todavía siento, de vez en cuando, temor y admiración ante la literatura, generalmente en una novela y a menudo con tanta intensidad que no puedo descomponerla satisfactoriamente. Ford Madox Ford, a veces. Céline. Gide. Pynchon: sobrecogido, aunque pienso que el objetivo de estos autores es precisamente el de hacernos sentir así. Simplemente tengo una experiencia del caos —del caos literario, la aparente cercanía del relato a sus propios comienzos desordenados— más agradable que la que tenía en otro tiempo. Trato de adaptar el relato leído al escrito, que es lo que el señor Babb hacía y me había hecho hacer desde el principio. Sin embargo, él probablemente supiera que se siente placer en aprender primero y luego desaprender, que es otra de las grandes lecciones de la literatura pertinentes para la vida. Y estoy satisfecho de que sus placeres hayan terminado siendo míos, y de haber sido al menos un estudiante bien dispuesto. De lo cual no puedo estar más agradecido.