Capítulo XII

SEIS MESES DESPUÉS

Tasio todavía no podía creer lo que había ocurrido. CONFIESO había sido todo un éxito, al convertirse en una verdadera confesión publicada por un autor famoso. En menos de seis meses se habían vendido ya más de cien mil ejemplares y Adolfo estaba preparando una nueva edición. Todo ello teniendo en cuenta que no se había editado en rústica y que el libro había salido a la venta en 4500 pesetas.

Por un lado, Tasio no podía creer que fuera cierta la confesión de su amigo Héctor, aunque realmente era creíble. Era cierto que él podría haber estado a una hora aceptable en Valencia para estar en casa de Inés, pero lógicamente a él no le cuadraba el hecho de que alguien lo hubiese avisado de que Eloísa había visitado a Inés, más, teniendo en cuenta que Héctor parecía referirse a él en la novela.

Si nadie lo había avisado, podían ocurrir dos cosas, o que de todos modos hubiera tenido pensado de antemano ir a ver a Inés, con lo cual simplemente habría mentido en algunos detalles para proteger a Eloísa. O que simplemente mintiera rotundamente en todo y no hubiera bajado a verla. En esa segunda hipótesis, el único motivo de la confesión, no cabía duda de que era el de proteger igualmente a Eloísa, aunque de una forma más clara. De ser así, era porque Héctor creía que el crimen, o el accidente, había sido provocado por Eloísa.

Era lo más probable como él mismo había informado, pero no estaba seguro. No podía dejar de pensar en que Héctor había hecho lo que había hecho, simplemente para proteger a Eloísa, por unas sospechas que el propio Tasio había puesto en su cabeza. En parte se sentía culpable por el cariz que habían tomado los acontecimientos.

Aunque Eloísa no hubiera tenido nada que ver con la muerte de Inés, cosa de la que todavía dudaba Tasio, era evidente que sí que corría un peligro cierto porque de hecho la policía la visitó al día siguiente. Habían sido muy eficientes y estaban interrogando a todas las personas aparentemente relacionadas con Inés. El nombre de Héctor estaba en el listín.

Se comprobaron las huellas, y parece ser que sí que se encontraron huellas de Eloísa. Por suerte ella en ningún momento había negado haber estado en casa de Inés. El libro lo recibió su editor y el propio Tasio, antes del levantamiento oficial del cadáver, lo cual le dio una veracidad importante a la confesión de Héctor. Quién sabe. Seguramente nunca nadie sabría la verdad.

Muy posiblemente Héctor tuviera razón con aquello de que el destino de cada cual estaba escrito y solo podíamos encargarnos de los detalles. Podíamos montárnoslo mejor o peor, pero acabaríamos según estuviese programado. Nunca antes había pensado en ello, pero podría ser cierto.

Había decidido retirarse definitivamente. Al fin y al cabo, su mejor cliente ya no estaba, y se había hartado de investigar para las multinacionales. Tenía suficiente dinero para acabar de pasar su vida tranquilamente, y Eloísa lo había aceptado a su lado. Nada de sexo todavía, Eloísa todavía estaba muy afectada por la muerte de Héctor, pero su relación era muy buena. Tasio era feliz. De no ser por la muerte de Héctor, todo sería perfecto.

La policía había cerrado el caso. Parecía evidente que había habido un accidente mortal, y parecía también evidente que Héctor había confesado. Se comprobó que no hubo ningún robo ni ninguna violación, lo cual hizo todavía más creíble la versión que ahora se había convertido en un Best Seller.

El éxito del libro había sido tal, que hasta él mismo lo había leído. Le parecía increíble que alguien se acusara públicamente de algo que en realidad no había hecho. Nadie mejor que él para saber que era así. Algunos detalles no coincidían, pero prácticamente todo lo que Héctor detallaba en el libro era cierto, había ocurrido así, sólo que no era Héctor quien la mató.

¿Por qué lo hizo? ¿Por qué confesó una muerte en la que nada tenía que ver?

Su conciencia lo corroía por dentro, pero al fin y al cabo había sido un accidente. Nunca había tenido la intención de matar a aquella mujer. Ni siquiera supo que se llamaba Inés hasta que vio su nombre en el timbre de la escalera. No la conocía de nada.

Desde que aquello había ocurrido, él no era el mismo, estaba demacrado y apenas comía. Lo poco que comía lo vomitaba casi de inmediato. Había perdido al menos diez kilos, a pesar de que siempre había estado bastante delgado. Se había mirado al espejo, estaba ojeroso, amarillento.

Lloraba cada día, él no era un asesino. Se sentía sucio, mal. En más de una ocasión llegó a pensar en el suicidio, pero no tenía valor para ello. En cambio Héctor lo había tenido, a pesar de no tener nada que ver con el crimen. Cuantas más vueltas le daba, menos lo comprendía todo.

Daba vueltas por la habitación, intranquilo. Miró por la ventana, estaba lloviendo, no muy intensamente pero sí de forma bastante continuada. Era un día triste, gris, más bien frío. Fumaba más de tres paquetes diarios de cigarrillos, unos días Ducados, y otros Fortuna, eso cuando no los mezclaba

Salió a la calle, no llevaba chaqueta y tampoco había cogido paraguas. Estuvo paseando durante más de una hora, con la única protección de los balcones de algunas viviendas. Estaba empapado pero parecía no importarle, la ropa le pesaba cada vez más, y los pies los notaba inundados dentro de las zapatillas de deporte imitación de Nike. En la mano sostenía un cigarrillo que se había apagado a causa de la lluvia nada más salir de casa. La gente, con paraguas, se cruzaba con él y se lo quedaban mirando. Parecía un mendigo. De hecho no se había limpiado ni peinado desde quince días atrás. Tampoco se había afeitado, aunque mucha barba no tenía, parecía que una hilera de hormigas se paseara por su cara estropeada. Iba arrastrando los pies, salpicando al pasar por encima de los charcos, una vieja le increpó cuando le mojó las medias. Cruzó una calle sin mirar, el semáforo de peatones estaba en rojo, los coches frenaron y se pusieron a pitarle todos al unísono. Él siguió cruzando, como flotando, como sin darse cuenta de nada. Como no importándole nada de lo que ocurría a su alrededor.

Llegó a la altura de una pequeña Iglesia, recordó que allí fue donde él tomó la comunión, o quizás no fuera allí, en realidad el recuerdo era muy vago, muy difuso, parecía más un sueño que un recuerdo. De chico iba con sus padres los domingos a Misa, a oír la liturgia o como se llamase aquello. Entró sin ningún objetivo concreto. Quizás solo para no seguir mojándose, para calentarse un poco.

El templo estaba vacío, era pequeño. Los bancos eran de madera, algunos de ellos atacados por la carcoma. Las vidrieras eran también bonitas, aunque los colores hacía años que habían perdido su esplendor y estaban pidiendo a gritos una buena limpieza. Pasó entre las dos hileras de bancos y se arrodilló en el pasillo. Hizo la señal de la cruz. Cuántos años hacía que no repetía aquel gesto. Cuántos años que no pisaba una Iglesia. El ruido del agua se oía sordamente en el interior, generando una sensación de paz muy agradable. Pasó por delante del cepillo y dejó veinte duros. Se disponía a salir cuando pasó por delante de uno de los confesionarios. El Párroco estaba allí cerca.

—¿Quieres confesarte hijo mío? —le dijo el Párroco en un susurro.

Sin duda el cura había visto en su cara la amargura de la carga de conciencia que arrastraba desde hacía seis meses.

Él asintió con la cabeza. El cura entró en el pequeño habitáculo de madera muy oscura y vieja. Era marrón inicialmente aunque en algún tiempo se había pintado de negro y la pintura había sido lijada con posterioridad. Volvía a ser marrón. Tenía muy mal aspecto. También había sido atacado por la carcoma. En aquel silencio, hasta le pareció oírla actuar en las interioridades de aquella madera. Se arrodilló en el exterior, todavía recordaba dónde había que colocarse para confesarse. Lo que no recordaba era lo que tenía que decir antes de empezar a nombrar sus pecados. El Párroco abrió la pequeña ventanilla interior, aunque no se le podía ver el rostro desde esa posición. Sin duda se dio cuenta de que el hombre no sabía lo que tenía que decir.

—Dime, hijo mío. ¿Qué te ocurre? ¿Has pecado?

—Sí, padre —su voz sonaba ronca, imperfecta, llevaba varios días sin hablar con nadie.

—Cuéntame tus pecados.

—He matado.

El Párroco sintió un escalofrío en su espina dorsal, aunque no lo dejó entrever, ayudado por la oscuridad del confesionario.

—¿Cómo ha sido eso hijo mío?

—Fue un accidente, hace ya mucho tiempo, casi una eternidad para mí, porque no vivo desde entonces.

El hombre parecía haberse soltado ya y siguió hablando.

—Tuve unos encuentros íntimos con una mujer mayor que yo, y llegué a sospechar que ella era quien grababa aquellos encuentros. Encontré una cámara en el armario de mi habitación. Esperé unos días a que ella volviera a venir a mi casa para preguntarle por qué lo había hecho, pero como no vino, finalmente decidí ir a su casa y seguirla hasta encontrar un sitio donde poder hablar a solas con ella.

La seguí hasta la casa de otra mujer. No fui el único, otro tipo la seguía también. Yo ya había visto a ese hombre en otra ocasión, salía de casa de la mujer.

Cuando ella salió de casa de esta otra, esperé a que el tipo se marchara, no quería que me viera seguirla. Al tener que esperarme, ya no la pude seguir, de manera que decidí subir a casa de la otra mujer para preguntarle si sabía dónde podía encontrarla.

Subí y ella me abrió. Empecé a preguntarle, posiblemente algo nervioso porque comencé a hablarle de la cámara y de que estaba harto de que me espiaran, y no sé cuántas cosas más, como si ella tuviera algo que ver con aquello que me atormentaba. La mujer se asustó. Yo le dije que no pasaba nada, que no iba a hacerla daño. Sólo quería saber dónde había ido la otra mujer. Metí mi mano en el bolsillo para sacar la cámara y que viera que era cierto lo que yo estaba diciéndole. Por lo visto creyó que iba a sacar una pistola, o a saber qué. Ella hurgó en el bolso que tenía encima de la mesa, el bolso cayó al suelo, pero primero había sacado de su interior un cuchillo pequeño. Me amenazó con él. Yo le dije que me iba, que no quería nada de ella, que no quería hacer daño a nadie.

Sólo quería saber por qué me espiaban, qué es lo que habían hecho con aquellas películas, si las habían vendido o las habían publicado en Internet, o si querían hacerme chantaje con ellas. Yo no estoy casado, ¿sabe?, pero posiblemente querían chantajearme con decírselo a mi madre, no lo sé, siempre me ha costado bastante pensar.

Yo no quería hacerle daño a nadie. De verdad. Tenía miedo, el cuchillo estaba cada vez más cerca, y yo no encontraba la puerta, era como si me hubiese perdido, como si aquella casa fuera enorme. Sabía que no lo era, pero yo no encontraba la puerta para salir.

Tropecé con el bolso y me situé detrás de la mesa, ella me siguió como loca, yo volví a tropezar y me quedé sentado en el sofá, me hice daño en la espalda con el reposabrazos, ella se me tiró encima con aquel cuchillo. Yo solo me defendí, sólo quería apartarla de mí para que no me hiciera daño, para que no me matara, quería matarme, se lo notaba en la mirada, estaba furiosa. No sé lo que ocurrió, cuando me di cuenta ella estaba ya en el suelo, sangrando y con el cuchillo en la mano, yo no quería matarla, se lo prometo, pero cuando me di cuenta ya estaba muerta, en el suelo, la sangre le salía a borbotones por el cuello. Salí huyendo de allí y estuve dando vueltas por la ciudad más de seis horas, sin saber dónde meterme, adónde ir, qué hacer. Tenía miedo. Si iba a la policía, me encerrarían, ellos se creerían que había ido a robar o a violarla, qué se yo lo que me hubiera ocurrido. Nadie me iba a creer.

El hombre dejó de hablar, estaba sollozando. El Párroco no se movía de su asiento, dudaba si creerlo o no, llegó a pensar que estaba loco e incluso temió por su vida. El hombre se levantó sin esperar la absolución, el Párroco, siguiendo con lo que creía que era su obligación, lo absolvió en silencio, con un gesto mientras el hombre salía de la Iglesia. Seguía lloviendo.

Seguía lloviendo. Había sido un día de perros, dando vueltas con el maldito autobús y sin parar de llover. Cada vez que abría la puerta para que subiese alguien se le helaban hasta las ideas. La gente lo mojaba con los paraguas. Aquel trabajo era una mierda. Aún no sabía por qué se había dejado el taxi. El taxi era más divertido, cada vez iba a un sitio distinto. En el autobús siempre la misma vuelta, una y otra vez, los mismos semáforos, los mismos embotellamientos.

La lluvia además ponía de mal humor a la gente, subían al autobús mojados, de mal humor y cargaban el ambiente. Cuando llovía subía gente que no usaba el autobús cuando hacía buen tiempo, y se equivocaban con las paradas, se empeñaban en hacerlo parar donde no podía, y el ambiente se cargaba cada vez más.

Esa misma noche hablaba con la parienta y enviaba a los de la EMT a tomar por el culo, lo había decidido. Al carajo, se compraba otra licencia de esas que vendían ahora los que se retiraban, y a pasar de todo. Ni crisis ni leches, como el taxi no hay nada, aunque hayan subido el gasoil esos hijos de puta de las petroleras. Si no quería subir a alguien, pues no lo subía. Era lo que hacía cuando veía a algún moro o a algún negro, no los aguantaba. En el autobús era diferente, tenía que dejar pasar a todo el mundo. Vaya mierda de país, se nos estaba llenando de piojosos de todas partes, le decía a la parienta cuando iba a casa cargado de cerveza.

Un par de meses atrás lo expedientaron por conducir bebido, no era mucho, pero el problema es que se metió con una mujer que fue a quejarse a la central. Lo llamaron y lo dejaron tres días sin empleo ni sueldo. ¿Podían hacer eso? Él no lo sabía, pero tampoco se molestó por averiguarlo. Tres días de fiesta son tres días. Los aprovechó para ponerse al día de cervezas con los amigotes.

Otra parada, otra vieja con paraguas, otra salpicadura, otro usted disculpe, pero él cada vez más helado y más mojado. A los viejos tampoco los soportaba, si por él fuera los eliminaría a todos a los sesenta años, no hacían más que estorbar y gastarse los recursos de los demás.

Dobló la esquina mientras farfullaba para sí, un pequeño claro se había abierto en el cielo, vaya, a lo mejor iba a dejar de llover. Un rayo de sol entró por aquel pequeño hueco y le dio en pleno cristal. Todo fueron colores lo que vio en ese momento, la luz se descompuso en los miles de gotas que habían llenado el parabrisas. Entre tantas luces y tantos colores, apenas si llegó a ver a aquel tipo que salía de la Iglesia sin mirar. Maldita sea, blasfemó.

Apretó el freno, pero no sirvió de nada, el enorme mastodonte de la EMT siguió avanzando justo lo suficiente como para aplastar a aquel infeliz.

Ontinyent, octubre de 2000