Era domingo por la mañana, se acercó hasta el Mestalla, sin intención de sacar ninguna entrada. Odiaba el fútbol, siempre lo había odiado y le parecía una insensatez todo lo que se relacionaba con el mismo. Era un deporte que movía billones de pesetas y que arrastraba literalmente a las masas, pero él nunca lo había entendido. El resto de deportes tampoco le interesaban, pero no le ocurría lo mismo que con el fútbol. Suponía que su animadversión por el fútbol era debida precisamente al fanatismo que acarreaba. Nunca había soportado a los fanáticos de ningún tipo. El viernes mismo dejó a sus amigos en casa de Mario porque se habían empeñado en ver el partido. Se habían preparado un montón de latas de cerveza en la nevera y habían pedido una pizza para los cuatro. Todo ello sin contar con él. Sabían que odiaba el fútbol y en cambio no habían dudado que se quedaría con ellos a berrear frente al televisor y a agitar las bufandas blancas del Valencia como si en realidad los de la tele pudieran verlos. Se comportaban como necios y energúmenos. El fútbol era como el becerro de oro que adoraban los paganos en tiempo de Jesús. Al momento de entrar él en casa de Mario, llegó el repartidor de Telepizza. Llevaba una pizza jalisco enorme y un montón de helados pequeños de fresa.
—¿Pensáis quedaros aquí toda la noche?
—Hemos de ver el partido tío —era el Migue el que hablaba, ya se le enredaba la lengua porque sin duda iba ya por la tercera o cuarta cerveza.
—Esto es deprimente tíos, yo me largo.
Nadie pareció hacerle caso, de manera que salió de allí y se fue a casa a leer un rato. Odiaba el fútbol.
Aparcó justo enfrente del estadio. Llevaba un pequeño Ford Fiesta XR2 del modelo antiguo, rojo Italia. Se tomó un café en el bar que había allí enfrente y luego se puso a pasear por el mercadillo. Le gustaba mucho ir los domingos al mercadillo y dar una vuelta para curiosear. Muchas veces no compraba nada, pero otras, en cambio, por unas pocas pesetas conseguía algún libro interesante, o cualquier otra cosa.
Estuvo un par de horas paseando y curioseando. Estaba preocupado por sus padres, algo estaba pasando y él no se había enterado. Cuando volviese su padre de viaje lo hablaría con él. Le preguntaría si estaban pensando en separarse, o cualquier otra cosa. El ambiente estaba extraño, cargado. Después de tantos años juntos, no le gustaría que sus padres se separasen. Está claro que para él tampoco sería un gran trauma porque ya había pasado su niñez, una niñez feliz por cierto, pero así y todo, no sería agradable y le preocupaba.
Llegó a uno de los extremos del mercadillo, donde un grupo de hombres intentaban vender unos relojes, sin duda robados. Cada vez que la policía se acercaba por allí se dispersaban y escondían la mercancía.
En uno de los puestos, curioseando con los libros, encontró una vieja edición de una de las novelas de su padre. Estaba hecha polvo. Le dio veinte duros a la gitana que estaba allí y se la llevó.
Acabó de dar la vuelta y volvió a su Ford Fiesta.
También había estado pensando en comentarlo con su madre, pero su confianza con ella no era la misma que con su padre, de manera que después de sopesarlo decidió esperar unos días y verlo con su padre. Lógicamente no le diría nada de sus sospechas por lo del hombre que el otro día le pareció que salía de casa, tampoco quería echar más leña al fuego, pero sí que le hablaría de sus temores y sentimientos. Estaba convencido de que algo estaba ocurriendo.
Tasio iba vestido ya en plan sport, aunque con ropa cara, de calidad. Ya había cambiado su bigote discreto por el mostacho tipo Iñigo, aunque todavía conducía el Corsa. Anoche, las dos cervezas que tenía previstas y el platito de quisquilla, se convirtieron finalmente en una botella entera de Monopole frío, seis gambas a la plancha deliciosas, insuperables, un plato de All i Pebre, dos tostadas, un plato de percebes y otro de chanquetes. Cenó como un Rey, y durmió de un tirón.
Esta mañana se encontraba feliz y relajado, pero no olvidó lo que tenía previsto hacer. Primero iría a casa de Inés, esperaría a que saliese de casa, y cuando no hubieran demasiados vecinos a la vista, se metería en su casa y echaría un vistazo. Estaba convencido de que encontraría algo interesante que le ayudaría en su investigación.
Aparcó cerca del portal de Inés y esperó tranquilamente. Durante el tiempo que estuvo allí salió mucha gente, además de entrar y salir el butanero, el cartero y un repartidor de publicidad al que le llegaba el pelo hasta el nacimiento del culo. Un impresentable, pensó.
Se hicieron las diez de la mañana. Pensó que quizás estaba enferma y no pensaba ir a trabajar, o que por el contrario había salido más temprano de lo que él había previsto. Como no sabía si tenía coche, tampoco pudo controlar si estaba aparcado por los alrededores.
Bajó del coche y se acercó a los timbres. En uno de ellos leyó: «INÉS». Decidió llamar. Si contestaba diría que era un repartidor de publicidad y que solo quería que le abriese el portón.
Llamó un par de veces pero no contestó nadie. Miró en derredor y subió por las escaleras hasta el cuarto piso, siguiendo su costumbre de no coger nunca el ascensor. Siguió sin atreverse a entrar así, sin más, y llamó de nuevo a la puerta. Nadie contestó. Intentó abrir con la tarjeta de crédito que usaba a tal fin, pero aunque no parecía que hubiesen dado la vuelta a la cerradura, no pudo abrir. Sacó las ganzúas de su bolsillo del pantalón, y no sin cierto esfuerzo, al final pudo abrir la puerta.
Después de abrirla entró con cuidado y cerró tras de sí. Las cortinas estaban cerradas y el interior aparecía bastante oscuro hasta que sus ojos se acostumbraron al nivel de penumbra reinante. Al fondo vio un pequeño sofá marrón, bastante feo, y una pequeña mesa redonda, de las de tipo mesa-camilla.
Llevaba los guantes puestos, no quería dejar ningún tipo de huella que después le pudiera incriminar, al fin y al cabo sabía que aquello era allanamiento de morada en toda regla y era constitutivo de delito. En realidad no le importaba gran cosa saltarse la Ley a la torera, pero quería mantener su integridad.
Detrás de la mesa camilla había unos zapatos de tacón. Sus pupilas se acabaron de acostumbrar a la poca luz del interior y pudo darse cuenta de que los zapatos estaban llenos.
Su corazón empezó a palpitar con fuerza. Tenía la sensación de que se le iba a salir por la boca. Se acercó rápidamente y lo que se había temido se convirtió en la más cruel de las realidades.
Allí estaba Inés, boca arriba, con la cara pálida y un enorme charco de sangre sobre la alfombra de mala calidad que había en el suelo. Tenía en la mano un pequeño cuchillo, su bolso estaba abierto cerca de ella, en el suelo. Un enorme tajo había abierto su garganta y se adivinaba que durante un buen rato había estado saliendo sangre a borbotones. Sangre que en parte había absorbido la alfombra y en parte se había convertido en un espeso cuajo rojo negruzco.
La tocó. Estaba muy fría. Evidentemente hacía muchas horas que había muerto.
Pensó rápidamente en el día anterior, cuando Eloísa salió de casa de Inés. Él no era forense, pero por el aspecto de la sangre y el cuerpo frío, muy bien podría haber muerto más o menos a aquella hora. Eloísa tardó un rato en bajar, por lo que necesariamente tuvo que entrar en el piso.
Miró a la puerta, la llave estaba en la cerradura, y no le habían dado la vuelta al cerrojo. Era fácil deducir que Eloísa había venido a hablar con Inés y que la conversación se tornó en discusión y acabó fatídicamente. Eloísa salió rápidamente de la casa y cerró de un golpe la puerta, lógicamente sin darle la vuelta a la cerradura.
No había otra explicación. Incluso es posible que Eloísa no se diera cuenta ayer de que él la seguía. Simplemente miró con más detenimiento del normal al salir para asegurarse de que nadie la veía. El cuchillo estaba en la mano de Inés. No podía asegurar a primera vista si el enorme boquete de la garganta lo había ocasionado ese cuchillo o no, aunque parecía evidente por la mancha de sangre que llenaba toda la hoja. Posiblemente Eloísa la mató y luego le puso el cuchillo en la mano para que pareciera un suicidio. Pero aquello no podía ser un suicidio. ¿Quién iba a matarse así? Le vino a la cabeza un caso en el que un hombre había matado a su mujer y luego se había cortado el cuello, pero aquello era diferente. Inés no podía haberse hecho ese corte tan brutal.
De todos modos, si su teoría era buena, posiblemente aquel cuchillo, además de las huellas de Inés, tuviera las de Eloísa. Si lo dejaba allí, la policía lo podría averiguar, pero si se lo llevaba, estaría ocultando pistas, y además cargaría con una prueba que en caso de que alguien la encontrara en su poder, le iba a acarrear más de un problema. No podía llevarse el cuchillo.
Dudó por un momento más, y finalmente cogió el cuchillo de entre los dedos del cadáver frío de Inés y le borró las huellas con un pañuelo. Luego lo dejó en el suelo, cerca del cuerpo.
No podía estar allí por más tiempo, era muy arriesgado. Tenía que llamar a Héctor y decirle lo que pensaba, lo que había ocurrido. No podía acudir a la policía, entre otras cosas porque se convertiría en el principal sospechoso de aquella muerte. Si la chica había muerto cuando él creía, ni siquiera le valdría la coartada de la cena, porque se suponía que había muerto cuando él estaba todavía bajo en la calle, en el coche.
El corazón todavía lo amenazaba con abandonar el cuerpo a saltos. Echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que no dejaba nada que lo incriminase. Comprobó que el cuchillo estuviera en su sitio y salió con cuidado al rellano. Bajó la escalera a pie mientras el ascensor subía.
—¡No es posible! —estaba circulando a gran velocidad por la autovía en dirección a Valencia cuando su amigo Tasio lo había llamado para informarle de lo que había descubierto.
—¡Dios…! No habrás llamado a la policía. ¿Verdad?
—Por supuesto que no. Oye, yo en realidad no he estado allí ni he visto nada, de manera que no puedo presentar ninguna denuncia. Pero tú y yo hemos de hablar urgentemente de lo de Eloísa. ¿Por dónde andas?
—Estoy ya de vuelta, calculo que tardaré como hora y media. ¿Dónde nos vemos?
—En esta ocasión creo que será conveniente que nos veamos en mi casa. No acostumbro a recibir visitas, pero haré una excepción. ¿A qué hora entonces?
Héctor miró el reloj.
—A las doce y media.
—Hecho, te espero.
Héctor cerró el Motorola. Los ojos los tenía acuosos, y el corazón le latía algo más aprisa. La imagen de Inés le vino de inmediato a la cabeza. No la imaginaba tirada en el suelo con el cuello abierto como se la había descrito Tasio. La imaginaba lozana y con ganas de vivir. Incluso con unos años menos, la recordaba todavía con la piel tersa y suave, y aquellos grandes pechos firmes rozándole su cuerpo. Habían pasado tantas horas juntos y hecho el amor tantísimas veces que no podía creer que todo hubiese terminado de ese modo. Ya nada parecía tener sentido. La policía acabaría encontrando alguna huella de Eloísa en casa de Inés y pronto atarían cabos. De un plumazo Héctor se quedaría sin Eloísa y sin Inés, y todo por los celos, los malditos celos de ambas.
Inés la había estado llamando al móvil insistentemente esos días y él no había contestado. ¿Qué querría decirle? ¿Acaso que Eloísa la estaba amenazando?
¿Por qué había ido Eloísa a casa de Inés? Porque eso estaba claro, Tasio la había seguido y no había lugar a dudas. Era Eloísa la que había entrado allí, saliendo una media hora después.
Inés había muerto y ya nada se podía hacer por ella. Posiblemente la policía no encontrase las huellas, o si las encontrase no pudiese atar cabos. Al fin y al cabo Eloísa no estaba fichada, sus huellas no figurarían en el ordenador, con un poco de suerte no la relacionarían. Hacía tiempo que Héctor e Inés no se veían, por lo que quien conocía su relación, no tendría por qué pensar que Eloísa pudiese estar relacionada con el crimen. Posiblemente creyeran que se trataba de un robo. Tasio le había hablado de un bolso abierto tirado en el suelo y le había asegurado que no era el de Eloísa porque ella llevaba el suyo al salir de la casa. Eso haría más creíble la versión del robo. Con Tasio no habría problema. Tasio era su amigo y nunca lo traicionaría. Nunca diría que Eloísa estuvo en la escena del crimen, y Tasio era cuidadoso, no habría dejado ninguna huella que lo incriminase directamente, y estaba seguro de que no lo habían visto. Además, siempre solía ir algo disfrazado.
Conforme se iba acercando a Valencia, estaba más nervioso. ¿Y si no tenía tiempo para preparar nada con Tasio? Pensó en el tiempo que tardarían en descubrir el cadáver de Inés. Hoy no habría ido a trabajar, claro está. Del trabajo la habrán llamado a casa y nadie habrá contestado. Con un poco de suerte estaría trabajando en algún caso importante y en el bufete pensarían que estaba investigando algo, aunque lo normal es que hubiese avisado. Hoy no saltará la voz de alarma, pero mañana, a las nueve, cuando vuelva a no acudir al trabajo, en el bufete se pondrán nerviosos, volverán a llamar a su casa, y al no contestar, posiblemente decidan acudir a la policía. Aunque creía recordar que para dar por desaparecida a una persona tenían que pasar tres días. No estaba seguro. Posiblemente los del bufete intentaran contactar con sus familiares, sus padres todavía vivían. Ellos irían a casa y descubrirían el cadáver. Pero no, en el bufete solían respetar mucho la intimidad de las personas, y llamar a casa de sus padres, así, a bote pronto, no parecía la solución más apropiada. Héctor se inclinaba más por la posibilidad de que llamasen a la policía, y que estos no hicieran caso de inmediato, o quizás sí. De un modo u otro, lo normal es que descubriesen el cadáver mañana mismo o a lo sumo en un par de días. Deshacerse del cadáver en aquellas circunstancias era impensable. Les quedaba muy poco tiempo para pensar. Muy poco.
Tasio había intentado poner un poco de orden en aquel caos que era su vivienda. El hecho de no recibir nunca a nadie allí, hacía que aquello pareciera un gallinero. Tiró un poco de ambientador, y abrió algo las ventanas para que se renovase el cargado ambiente interior. Héctor llegó a las doce y cuarto, tenía los ojos rojos y el rostro desencajado. La chaqueta ligeramente mojada. Había empezado a llover minutos antes.
—¿Qué podemos hacer? —fue el saludo de Héctor.
—Ante todo tranquilízate, te cuento unos detalles y luego hablamos. ¿Vale?
—Empieza ya.
—He estado vigilando a Eloísa estos días, tal y como me dijiste. No ha hecho nada excesivamente extraño. No ha vuelto a visitar aquel tipo del supermercado. He de decirte que hace unos días estuve en tu casa. Era de madrugada y utilicé el llavín.
Héctor mostraba sorpresa.
—Sí —añadió Tasio—, sé que te dije que lo utilizaría sólo en caso de necesidad, pero te juro que me pareció necesario. Quizás debiera de habértelo dicho, pero no estaba seguro de tu reacción. Fui a tu casa para ver los viejos archivos de «confieso». Como te decía, era de madrugada, serían las tres aproximadamente. Eloísa dormía y yo entré sin dificultad. Entré y copié los archivos. Fue cosa de pocos minutos, pero cuando me dispuse a salir de la casa ocurrieron varias cosas. Primero se encendió la luz del descansillo, por lo que no me atreví a salir y me volví hacia tu despacho de nuevo. En ese momento Eloísa se puso a gritar. Yo temí que la estuviesen atacando, pero en realidad lo que pareció ocurrir es que había tenido una pesadilla. Ella se levantó de la cama y entonces sonó el teléfono.
—¿A las tres de la mañana?
—Sí, las tres y media serían ya, más o menos.
—¿Quién llamó?
—Eso no lo he averiguado. Nadie pareció contestar al teléfono. Eloísa después se fue al baño y yo aproveché para salir de casa. Cuando estaba en la calle, ya cerca de donde había dejado el coche, me crucé con una mujer muy bella a quien no reconocí en esos momentos, pero que sí que me sonaba un montón. Luego estuve pensando y llegué a la conclusión de que era Inés.
—¿Estás seguro?
—Completamente, incluso llegué a pensar más tarde que era ella la que había llamado desde alguna cabina cercana, o desde un móvil.
—Ella no usaba móvil. Pero ¿para qué iba a llamar por teléfono y no decir nada?
—Y yo que sé. Posiblemente quisiera asegurarse de que Eloísa estaba en casa.
—¿Y para eso llama desde la calle?
—Bueno, en realidad bien podría haber llamado desde su casa, no vive tan lejos, y desde que yo oí la llamada hasta que la vi bajo en la calle, pasó el tiempo suficiente como para que ella llegase. Al fin y al cabo a esas horas no hay tráfico apenas. No lo sé, tampoco creo que podamos averiguarlo, pero por lo que he podido deducir, Eloísa sí que parece ser que pensó que se trataba de Inés. Por eso fue posteriormente a su casa. Incluso es posible que se llegara a identificar y Eloísa no contestase, ten en cuenta que yo no podía oír a quien estaba al otro lado del hilo.
—No tiene demasiada consistencia.
—Lo sé, pero en definitiva, tampoco creo que importe demasiado. El caso es que Eloísa fue a casa de Inés, y esta ha aparecido con el cuello abierto.
Le contó a su amigo lo del cuchillo, lo de las huellas, y algunos detalles más. Héctor estaba cada vez más abatido.
—Parece ser que no hay duda de que fue ella.
—Dudas siempre las hay, pero todo parece coincidir. No sé qué podría salir ante una investigación policial. Imagino que Eloísa habrá dejado algunas huellas, y de un modo u otro acabarán relacionándoos y os visitarán. Yo había pensado en hablar con Eloísa, tratar el tema e intentar buscar una solución entre todos, pero primero quería hablar contigo.
—Te lo agradezco. No, a Eloísa no hay que decirle nada. Imagino que iría a hablar con Inés porque se sentía amenazada, discutieron, y en un arrebato le cortó el cuello. Hemos de proteger a Eloísa. Ella ni siquiera ha de saber que yo he vuelto, ni que sé nada. Me volveré a marchar y haré lo que tengo que hacer.
Tasio se sintió intranquilo por el tono de voz de Héctor.
—¿Qué se supone que «debes» hacer?
—Te enterarás en su momento. No te preocupes por mí. Sólo te pido una cosa. Durante mi ausencia, no pierdas de vista a Eloísa. Protégela.
—Ah, otra cosa —añadió Héctor—. ¿Qué sabes de Pablo?
—De Pablo no tienes por qué preocuparte, aunque esas amistades con las que se junta, ya sabes que no son de mi agrado. Sigue teniendo un desorden horario bastante grande, pero por lo demás es un buen chico.
—¿Lo has seguido estos días?
—No, por supuesto, solo me he dedicado a las andanzas de Eloísa, y en los últimos momentos a Inés. ¿Por qué lo dices? No pensarás que tiene algo que ver con todo esto.
—No importa. Sólo quería saber si había algo que destacar de sus últimos movimientos. Claro, sé que es un buen chico. Por supuesto.
Héctor se disponía a salir del piso de Tasio.
—Otra cosa más.
—¿Sí? —Tasio estaba intranquilo.
—Contrata a una asistenta.
Tal como Héctor había supuesto, el cadáver lo encontraron al día siguiente. Finalmente parece ser que sí que llamaron a sus padres, y estos, intranquilos acudieron al piso de su hija que vivía sola. A su madre la tuvieron que ingresar en urgencias por la impresión, y su padre, abatido, fue quien llamó a la policía.
Se procedió al levantamiento del cadáver siguiendo el procedimiento habitual, y se tomaron huellas de toda la casa para su investigación posterior. Prestaron especial atención al cuchillo y al bolso de la difunta.
Pronto vieron que el cuchillo formaba parte de su vajilla porque los que había en la cocina eran iguales. La única diferencia es que este era más pequeño y más afilado, pero parecía evidente que formaba parte de la vajilla.
Las primeras conclusiones a las que llegó la policía fue la de un posible intento de robo o violación. La chica intentaría defenderse cogiendo un cuchillo de la cocina, y el agresor, más fuerte que ella, le arrebató el cuchillo y la mató. Parecía creíble, pero había que seguir investigando. Primero comprobarían todas las huellas recopiladas con sus archivos. Visitarían también a todas las personas que figuraban en el listín telefónico que llevaba Inés en el bolso.
Luego ya verían.
Héctor había vuelto a Segovia y se instaló nuevamente en el Parador. Dejó su equipaje en la habitación, preparó su Toshiba y llamó a recepción para que le prepararan un masaje. Necesitaba distender los músculos porque le esperaba una larga tarea. Marcó también línea exterior y llamó a un amigo suyo de Ávila que había conocido mientras escribía una novela unos años antes en el Palacio de Valderrábanos. Ávila y Segovia estaban a pocos kilómetros entre sí, por lo que su amigo no le puso excesivas pegas en llevarle personalmente lo que le había pedido.
El masaje fue relajante y tranquilizador. Mientras cada uno de sus músculos volvía a su sitio, seguía pensando en la que sería su última novela: «Confieso».
Esa noche cenó bien, muy bien. Pidió un Marqués de Cáceres para acompañar la copiosa cena y luego subió a la cafetería donde había quedado con su amigo Elías que le había traído su encargo. Le pagó allí mismo y tras invitarlo a un café, se despidió de él para subir a la habitación.
Salió al pequeño balcón para ver una vez más el tantas veces visto espectáculo de la ciudad, incluyendo el acueducto iluminado. Cuán bella era aquella ciudad y cuántos buenos recuerdos le venían a la mente.
Se preparó un gin tónic del mueble bar. Con Larios, vaya, esta vez era Larios. Se lo preparó con mucho hielo, como a él le gustaba y se lo terminó en la terraza. El cielo estaba abierto, aunque se distinguían algunas pequeñas y rasgadas nubes, plateadas por la iluminación de la luna. No era luna llena, pero la iluminación era bastante intensa. Allí no había llovido.
Pensó en todo lo que había sido su vida, lo que fueron sus estudios, su licenciatura en Valencia, su inicio de la carrera como abogado, Eloísa, Inés, Tasio, Pablo, sus amigos de la universidad, sus compañeros de bufete, su nueva profesión como escritor, Adolfo, sus viajes para terminar sus novelas. Había vivido intensamente. No podía quejarse. Su mayor error quizás fue iniciar su relación con Inés, relación que tantos años después había acabado en la mayor de las tragedias imaginables. Posiblemente de no ser Inés, hubiera sido Isabel, Silvia o María. Su destino estaba escrito, y nada de lo que él pudiera hacer podía cambiarlo sustancialmente. Podía influir en las variantes, pero los resultados finales no eran cosa suya. Los hilos del destino no estaban a su alcance, y él no era más que un pequeño, pequeñísimo engranaje más de todo aquello, de toda aquella inmensidad. Levantó su vaso al cielo, en dirección al acueducto. Los ojos se le llenaron una vez más de silenciosas lágrimas y terminó su gin tónic.
Entró en la habitación, encendió su vieja pipa, se puso cómodo y buscó en el disco duro del Toshiba la última versión grabada de «confieso». Lo grabó con otro nombre y continuó escribiendo. Tenía previsto pasar la noche en vela si era necesario, hasta terminar el texto de aquella novela. Tenía que terminarla esa misma noche, antes de que descubrieran el cadáver de Inés. Lo escribiría todo, lo detallaría todo, hasta sus más íntimos secretos. Al fin y al cabo estaba seguro de que esa sería su última novela. Era cosa del destino. Le enviaría a Adolfo una copia de «confieso» y de la otra novela recientemente terminada, con una nota solicitando que se publicasen a la vez, simultáneamente, indicando que ya no volvería a recibir ningún otro texto de Héctor Ramos.
A las ocho de la mañana terminó de escribir, hizo una rápida corrección de errores caligráficos ayudado por el Word y grabó el archivo por dos veces en dos disquetes separados. Llamó de nuevo a recepción y solicitó dos mensajeros. Dejó claro que quería dos compañías de mensajería distintas, una para cada envío, y preparó cada uno de los discos, uno para enviárselo a Adolfo, junto con una copia de la otra novela y un breve texto manuscrito. El otro para enviárselo a su amigo Tasio. Este último envío solo incluía el disquete de «confieso», y otra nota manuscrita, distinta a la de Adolfo.
Insistió mucho en que fueran dos mensajerías distintas porque no quería arriesgarse a que se perdieran ambos envíos. Era una persona prudente, y sabía que si el mensajero que retiraba los dos envíos era un desastre, cosa bastante habitual por cierto, podía perder irremisiblemente ambos paquetes, con lo cual todo su esfuerzo hubiera sido en vano.
En recepción lo miraron de forma un tanto suspicaz cuando bajó con los dos sobres para enviar, sin duda no les había gustado eso de tener que llamar a mensajeros distintos. Lo normal es que trabajaran con uno sólo y eso se salía de su procedimiento habitual. Así y todo, el servicio fue bueno y pronto vinieron los dos mensajeros por separado. Héctor se aseguró personalmente de que eran entregados los paquetes.
Pidió la cuenta y pagó la nueva estancia, el masaje y la cena de la noche anterior, así como los dos servicios de mensajería. Dejó una buena propina. Sólo después de eso volvió a subir a la habitación. Podía permanecer allí sin ser molestado hasta las doce del mediodía.
Llamaron a la puerta. Tasio abrió y se encontró con un joven bastante desaliñado que le traía un paquete a portes pagados. Venía de Segovia y ponía claramente que debía realizarse la entrega en mano. Lo abrió y en su interior había un disquete y un texto de puño y letra de su amigo Héctor.
La secretaria lo llamó a su despacho por el intercomunicador.
—Sr. Adolfo, disculpe que lo moleste, pero aquí fuera hay un muchacho de Seur que insiste en que debe de entregarle un paquete personalmente.
—Dígale que pase a mi despacho.
El muchacho entró, entregó el paquete y recogió el recibo firmado.
Adolfo abrió el paquete. Incluía dos disquetes y una nota manuscrita de Héctor. El paquete venía de Segovia.
Estimado Tasio:
Antes que nada quiero agradecerte todo lo que has hecho por mí durante estos últimos años. Junto con este breve texto, te remito una copia de «confieso». No he podido enviártela en papel porque no disponía de tiempo para imprimirlo todo. Quiero que te asegures de que mi editor ha recibido otra copia. De no ser así, te ruego que hagas tú mismo una copia del tuyo y se la hagas llegar. Imagino que no habrá habido ningún problema, y que ambos habréis recibido el texto correctamente, pero sabes que me gusta asegurarme. Por el mismo motivo, dentro de unos días recibirás por correo ordinario una copia de este mismo escrito que ahora estás leyendo. Lo he remitido con el único fin de asegurarme que lo recibieras, por si había algún problema con la mensajería.
Mi amistad hacia ti ha sido siempre sincera, sé que la tuya hacia mí también lo ha sido.
Te pido que leas el texto de «confieso». Bastará con que lo leas a partir de la página doscientos treinta porque lo anterior ya obra en tu poder y no he hecho cambios sustanciales. Todo lo que allí está escrito, a todos los efectos es cierto. No importa que a ti algunas cosas no te cuadren. Olvídalo todo. Olvida lo que sepas hasta este momento. Para bien de todos, la realidad, lo que realmente ha sucedido, no es otra cosa que lo que figura en la novela.
Por otro lado, quiero que sepas que siempre he sabido que te ha gustado Eloísa. No sólo eso, sé a ciencia cierta que la amas. Cuídala. Soy feliz pensando que tú te encargarás de ella. Ella sabrá quererte.
Dale un abrazo a Pablo de mi parte. Dile que siento no haberme despedido personalmente de él, aunque sí que le he enviado una carta. Que se cuide. Que vaya con ojo con esos amigotes que tiene, y que lo quiero. Que se busque una buena moza que lo haga feliz.
También le he enviado otra a Eloísa.
Dile que los quiero a ambos y que siempre los querré.
Cuando leas esta carta ya no podrás hablar conmigo. Tu amigo Héctor habrá dejado de existir materialmente, aunque quiero que sepas que siempre estaré con vosotros.
Gracias por todo.
Sé que puedo confiar en ti.
Un abrazo de tu amigo
Héctor Ramos
Estimado Adolfo:
Disculpa que no te haya enviado el texto de «confieso» en papel, pero es que no he tenido tiempo material para imprimirlo.
Antes que nada quiero pedirte que te pongas en contacto con mi amigo Tasio, si es que él todavía no te ha llamado, y te asegures de que también él ha recibido una copia de «confieso». De no haberla recibido, te ruego que la hagas tú mismo, personalmente, y se la hagas llegar. Es muy importante para mí que hoy mismo esté en su poder.
Espero realmente que te guste. Quisiera que la publicaras simultáneamente con mi otra novela. Sé que no es lo que tenías pensado, pero es un último favor que te pido.
«Confieso» tendrá sin duda más éxito incluso del que te esperabas. Esto es una buena noticia para ti. Lamentablemente tengo otra mala, y es que no recibirás más novelas mías. No te preocupes, no es que vaya a publicar con la competencia. Siempre he respectado la exclusiva contigo.
Los derechos de las nuevas novelas, y de lo que vayan produciendo las otras, quiero que se los envíes directamente a Eloísa. No preguntes nada, todo está en «confieso».
Si fuera necesario, te autorizo a que le entregues una copia del libro a la policía, antes de editarlo. Sólo si es necesario.
Te considero mi amigo, y espero que después de leer «confieso» sigamos siéndolo. Hablo también un poco de ti, aunque siempre bien, no te preocupes.
Gracias por todo.
Héctor Ramos
Ambos, uno en su casa, rodeado de mugre y ropa sucia, y el otro en su amplio despacho, impoluto, este último con los pies sobre la mesa, estaban aturdidos. No podían creer lo que estaban leyendo. Los dos se acercaron a sus respectivos ordenadores y abrieron el archivo de «confieso». Adolfo empezó a leerlo desde la primera página, Tasio desde la doscientos treinta.
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Confieso
Por Héctor Ramos
Capítulo 35
DESENLACE
Yo estoy enamorado de Eloísa, creo que eso ha quedado patente a lo largo de todo el texto anterior. Al principio decía que una gran parte de este libro era ficticio, y solo una pequeña parte era real. Antes de continuar, quiero sincerarme con el lector, y decirle que lo que ahora va a leer, es totalmente cierto. Es una gran responsabilidad para mí, la cual asumo totalmente.
¿Acaso no quería yo también a Inés? Por supuesto. El hecho de que adorara a mi mujer no quería decir que no pudiese amar también a Inés. Una persona tiene capacidad para amar a más de una persona a la vez. Muchos son los que no están de acuerdo con estas afirmaciones, no me importa, yo sé que es cierto. Totalmente cierto.
Yo también amaba a Inés. Cierto que la dejé, la dejé porque hay amores incompatibles, y uno acaba teniendo que elegir. Mi elección fue esa. Buena elección, mala elección. Nunca sabré lo que hubiera ocurrido si hubiera elegido otra cosa. Sería necio decir que hubiera sido mejor tal o cual otra opción. Hice lo que hice porque en su momento tenía motivos suficientes para hacerlo, y no me arrepiento de ello.
No contaba con que Inés no aceptara mi abandono. Durante mucho tiempo mantuvimos el contacto telefónico, e incluso nos veíamos alguna que otra vez, como amigos, solo eso, como amigos.
Tampoco contaba con que Eloísa no pudiera aceptar esta segunda relación de amistad. Sin duda pensaba que yo podría perder seguridad en mí mismo y pudiera acabar abandonándola a ella. No se lo reprocho. ¿Qué hubiera pensado yo en esa situación?
El caso es que tuve que tomar una nueva decisión, tan amarga o incluso más que la primera. Tuve que decirle a Inés que ya nunca más podría llamarla por teléfono, ni quería que ella me llamara. Tampoco podríamos escribirnos ni vernos. Era duro, pero una vez más sabía que tenía que tomar una decisión y la tomé. Tampoco me arrepiento de ella. Tampoco me pregunto qué hubiera ocurrido si mi decisión hubiera sido distinta. ¿Para qué?
Siempre he pensado que el destino de cada persona está escrito, que sólo faltan los detalles. Los detalles son lo que uno va escribiendo día a día en su vida, pero los detalles nunca cambian sustancialmente el desenlace de la novela de cada cual. El desenlace es inevitable.
Los celos que yo creía que habían desaparecido, eran cada vez más evidentes a mi alrededor, tanto Eloísa como Inés sufrían por ello. El hecho de que yo las siguiera amando a ambas o solo a una, o incluso a ninguna, no importaba, nada tenía que ver. Cada cual defendía su terreno, sus derechos. Poco podía yo hacer para solucionar la situación, más allá de lo que había hecho hasta entonces. Estaba atrapado, atrapado en mi destino.
Eloísa por su cuenta decidió hablar con Inés cuando yo todavía estaba en Segovia terminando mi última novela. Me enteré porque un amigo mío a quien no creo conveniente identificar, la vio entrar en su casa esa tarde. Supongo que de todos modos ella me lo hubiera contado en su momento.
Yo me temí que aquella situación estaba tomando un cariz peligroso, y debía de hacer algo por mi cuenta para evitar cualquier problema.
Segovia no está tan lejos de Valencia, así que decidí ir a ver a Inés sin previo aviso. Quería saber de qué habían estado hablando. Podría haberla llamado por teléfono, pero sé demasiado como son las mujeres, no me hubiera contado nada que no quisiera que yo supiese, en cambio, si me presentaba en su casa, la cosa era diferente, y yo estaba muy preocupado. Necesitaba dar una solución a este antiguo problema.
No lo pensé dos veces, cogí el BMW y me dirigí a toda velocidad hasta Valencia. No recuerdo la hora exacta, pero supongo que serían sobre las diez de la noche, o quizás un poco antes cuando llegué a casa de Inés. La encontré muy nerviosa, y sorprendida de verme.
Todo fue muy desagradable, todo salió de una forma imprevista. No voy a entrar en demasiados detalles porque me parecería cruel para la memoria de Inés.
Inés estaba furiosa. Me dijo que me largara, que no quería saber nada más de mí. También empezó a amenazarme. Supongo que víctima del azoramiento y del nerviosismo. Estoy seguro de que nunca quiso hacerme daño.
La cogí de la muñeca con ánimo de tranquilizarla, pero en lugar de eso se apartó corriendo de mí y se dirigió a la cocina. Estaba fuera de sí. Había sufrido mucho. Durante los últimos años sé que involuntariamente yo la había hecho sufrir mucho.
Intenté calmarla de nuevo, pero me sorprendió viniendo hacia mí, con un pequeño cuchillo en la mano. Tenía el mango negro de plástico, pero el filo resultaba aterrador a pesar de que no mediría más de diez centímetros. El cuchillo acababa en una punta amenazadora.
Me aparté. Ella volvió a atacarme. Me refugié como pude detrás de la mesa camilla que estaba en el recibidor, tropecé y me quedé sentado en el sofá marrón que recordaba que había estado siempre allí mismo. Ella se abalanzó hacia mí. Fue un acto reflejo mío. Lo juro. Juro que no quería matarla, pero al apartar violentamente su mano, la que sostenía el cuchillo. Dios mío. Cayó al suelo. Yo no sabía qué hacer. En ese momento pensé que no podía verme involucrado en tal situación. Yo la quería, pero en nada iba a mejorar su situación si yo me entregaba a la policía.
Le cogí el cuchillo de la mano por si alguna de mis huellas había acabado en el mango a causa del forcejeo. Borré las huellas y lo dejé en el suelo. Salí huyendo como un cobarde de la escena. No sé si me crucé con alguien o no, estaba aterrorizado. Subí al coche y volví a Segovia. El largo trayecto me permitió pensar en lo que había hecho, en cómo me había comportado. Había sido un accidente. Sólo eso, un accidente.
Pensé en que yo había ido a casa de Inés, precisamente porque sabía que Eloísa había ido a visitarla. Sin duda habría huellas de Eloísa por todas partes. Las mías yo intenté borrarlas.
Yo estaba en Segovia. Todo el mundo sabía que yo estaba de viaje, y nadie me había visto abandonar el Hotel. Acabarían acusando a mi mujer del asesinato de mi amante. Tendrían un móvil, los celos, una ocasión, su visita a casa de Inés, y una prueba, sus huellas. Seguro que encontrarían alguna.
Yo estaba desesperado. No sabía qué hacer. Durante horas estuve dando vueltas por la habitación. Finalmente me decidí. Por mi culpa había muerto Inés. No quería que sobre mi conciencia estuviese también la culpa de que Eloísa cargara con aquella situación.
No tenía otro remedio. Debía de informar a alguien de los detalles de lo que había ocurrido, antes de que encontrasen el cadáver. Pensé en llamar a la policía y explicarlo, pero finalmente decidí terminar esa misma noche mi novela más auténtica, mi biografía. Detallar en ella lo que había ocurrido. Pedir perdón públicamente por lo que había hecho, sin intención. Lo juro. No quería perjudicar a nadie, más bien al contrario, pero una vez más se ha demostrado que uno no puede huir de su destino.
Tan pronto termine de escribir, le enviaré el libro a mi editor, para que lo publique, con una nota que diga que puede entregarlo a la Policía si es necesario.
Quiero que todo el mundo sepa lo ocurrido. Quiero que todo el mundo sepa que quiero a mi mujer y que amé también a Inés. Confieso que todo lo que he incluido en este último capítulo es cierto, y espero que mis lectores no me juzguen demasiado cruelmente.
Pido comprensión.
Segovia, octubre de 2000
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Ahora abriré el paquete que mi amigo me ha traído al hotel. Yo nunca he tomado drogas habitualmente. Alguna raya de coca y algún que otro porro en mi juventud, pero nada más. Nunca antes me había pinchado. La heroína me parecía algo excesivamente fuerte para mí, y sin duda lo era.
Sabía que para un no adicto, bastaban 0,2 gramos de heroína pura para que el desenlace fuera fatal. Un adicto puede soportar hasta diez veces más, pero como digo, yo no podía considerarme adicto. La última raya de coca la esnifé hace más de diez años en una estúpida fiesta.
Decidí inyectarme todo lo que me habían traído. Era más de los 0’2 gramos que necesitaba, pero al fin y al cabo, iba a ser mi última noche.