Estaba convencido de que lo engañaba. Ya no sólo con su marido, el famoso escritor, sino con aquel otro tipo sobrado de kilos que salió de su casa la otra noche. Los gritos que había escuchado, posiblemente fueron provocados por alguno de sus orgasmos. Cada vez estaba más seguro de que lo estaba utilizando, de que lo único que le interesaba de él eran aquellas grabaciones. Hasta es posible que fuera una simple viciosa que después se regodease publicando en Internet sus encuentros sexuales, los suyos, y muy posiblemente los del resto de sus amantes como aquel gordo asqueroso. Ella nunca le había pedido dinero, por lo que nunca hasta ese momento había creído que se tratara de ninguna puta. Tampoco le había solicitado ningún regalo, ni él se lo había hecho. Lo único que había sacado de él era sexo, puro sexo. Sexo y claro está, aquellas posibles grabaciones. Él no podía consentir tal cosa. Pero ahora no era el momento. Después de estar un rato esperando en la oscuridad del rellano, cuando ya estaba en disposición de llamar a la puerta y de pedirle explicaciones a Eloísa, entonces aparece otro tipo, mucho más joven. ¿Sería otro de sus amantes? Por lo visto había organizado muy bien las citas. Eran casi las cuatro de la mañana y ya estaba con otro tío. El hecho de que se acostara con él, bastante más joven que ella, le pareció hasta normal, pero este otro, este otro era mucho más joven todavía. Dios, ¿en qué lío se había metido? ¿Cómo había podido caer en las garras de aquella mujer? Más bien parecía una devoradora de hombres. Cualquier día podría hacerle chantaje con aquellos videos grabados en su habitación, aunque en realidad, ¿qué importaba? Al fin y al cabo él no estaba casado y podía hacérselo con quien quisiera. ¿Quién se iba a escandalizar? Ni siquiera podría ser motivo de despido. Empezó a preocuparle que le hubiera pegado alguna maldita enfermedad, incluso el sida. Nunca habían tomado precauciones, no usaban condón, entre otras cosas porque dada su inactividad sexual hasta el momento de conocerla, no los necesitaba, y ella nunca le dijo nada de ponérselos. Sólo faltaba eso, que le hubiera pegado alguna cosa.
Se preguntaba qué debía hacer, si irrumpir violentamente y sin previo aviso en casa de Eloísa y pedir explicaciones, o esperar unos días para ver si aparecía por el supermercado y entonces, en su terreno, cuando estuvieran en su casa, en su habitación, en su cama, entonces forzarla a que le dijese la verdad. Pero claro, si lo estaba vigilando por medio de la cámara, se daría cuenta de que ya no funcionaba, entonces sospecharía y ya no volvería a aparecer para no tener problemas. Al fin y al cabo, ella creía que él no sabía dónde vivía.
Irrumpir en su casa, de todos modos era muy arriesgado, y más habiendo visto que entraba toda clase de gente. Hasta es posible que apareciese su marido en el momento menos oportuno. No, no era ningún héroe. Se esperaría unos días a ver qué ocurría.
—¡Mierda! —rumió Tasio—. ¿Qué le pasa a esta porquería de cámara?
Había dejado de transmitir, no se veía un carajo. Si la había descubierto Eloísa, podría tener problemas. Podría imaginar lo que estaba ocurriendo, que Héctor le había encomendado a él la investigación. Vete a saber las conclusiones a las que podría llegar.
Instalar una nueva cámara era impensable, por otra parte, tampoco tenía ya demasiado interés seguir investigando allí mismo. Se trataba de encuentros sexuales y punto. Nada más que eso.
A partir de ahora seguiría de nuevo a Eloísa para ver si frecuentaba algo distinto a aquel pequeño piso. De momento la investigación no le había servido de gran ayuda. También sería conveniente vigilar a Inés. Al fin y al cabo, lo que Héctor le dijo es que temía que Eloísa hiciera alguna locura con Inés, y el hecho de que la otra noche se cruzase a altas horas de la madrugada con esta última, cerca de casa de Héctor, lo mosqueaba.
Había terminado recientemente la lectura de todos los archivos de «confieso», poco más era lo que había encontrado aparte del breve capítulo suprimido. Tampoco probaba nada porque Héctor podría haber hecho modificaciones sobre algún archivo activo y por lo tanto que no se hubieran grabado ciertas partes del texto.
Sí que se habían suprimido, no capítulos, pero sí algunas pequeñas frases que entre líneas dejaban entrever posibles relaciones sexuales de Eloísa fuera del matrimonio. Eran simples comentarios aparentemente inocentes, pero que al menos a él le habían dado a entender que había más cosas. Poco más, la verdad es que Tasio había esperado descubrir más cosas de aquellos archivos, pero Héctor había sabido caminar sobre temas escabrosos de una forma muy «diplomática». A lo largo de la novela autobiográfica, también se mencionaba algunos de sus viejos casos como abogado. Tasio los desconocía, por lo que no podría asegurar si eran realidad o eran también ficción. Por lo visto, al final, casi todo sería ficción.
Su instinto le decía que algo extraño estaba pasando. Sentía algo parecido a cuando su marido la engañaba con Inés, cuando había tenido aquellos encuentros sexuales después de teóricamente haber cortado. Ella lo sentía, era como si el orgasmo de él se le transmitiese mediante ondas indescriptibles a través de la distancia. Esta vez no era lo mismo, pero intuía que estaba relacionado con Inés. Sí, Inés pretendía algo. Llegó a pensar que Inés se había ido de viaje con su marido a donde este se hubiera ido. Posiblemente y en vista de la guía que dejó abierta, a Ávila. Pero las vibraciones que sentía no parecían estar relacionadas con su marido. Su intranquilidad llegó a ser tan intensa que tomó la decisión de hablar con Inés. No sabía su teléfono, pero sabía dónde vivía.
Estaba leyendo un número atrasado del Cosmopolitan, concretamente un artículo sobre cómo perder peso. Todos los regímenes que aparecían en las revistas eran una tontería, pero le gustaba curiosear. De fondo se oía una vieja canción de Manolo Escobar, con el volumen bastante subido, seguramente del equipo de música de la vecina. A ella no le gustaba Manolo Escobar, pero tampoco le molestaba demasiado. Lo que sí que le molestaba era la falta de civismo que mostraban los vecinos cuando ponían a tope los equipos de radio o los televisores. Era un desastre vivir en un piso con las paredes de papel, porque parecía eso, que fueran de papel, se oía todo. Tenía un vecino que cantaba la canción de «Soy minero» cada vez que se lo hacía con su mujer, la música eran los gemidos de la cama y los de la señora entremezclados. A la de arriba le daba por cambiar los muebles de sitio cada dos por tres, y tenía otra vecina, ya muy mayor, que estaba obsesionada con que le robaban las patatas del cocido que dejaba todos los días en el fuego cuando salía a comprar. Según ella, era la vecina del segundo que entraba por la ventanita de la cocina. Lo más curioso es que la ventanita apenas medía treinta por treinta. Cuánto daría por vivir en el campo, ni siquiera en una urbanización. En las urbanizaciones, sobre todo en las de alrededor de las grandes ciudades, también había muchos problemas de vecindario, sobre todo por las zonas comunes como jardines y piscinas. A ella lo que le gustaría vivir es en una casa de campo lejos de cualquier otra casa, sin vecinos, sin ruidos, sin tener que subir escaleras cargada con la compra cuando el ascensor, del año setenta, se averiaba por enésima vez.
Llamaron a la puerta. ¿Quién sería a estas horas? Estaba pensando ya en ponerse a hacer la cena. Volvieron a llamar con los nudillos sobre la puerta de madera, no utilizaron el timbre.
La puerta no tenía visor, por lo que abrió directamente, sin tan siquiera preguntar quién era. La sangre le subió a la cabeza en una mezcla de sorpresa y rabia, se notaba la cara roja. Era Eloísa la que estaba al otro lado de la puerta.
—¿Puedo pasar? —la voz de Eloísa sonaba tranquila, sin rastros de rencor.
—Pasa —Inés estaba nerviosa, no podía ocultarlo. Las manos le temblaban ligeramente, y también la voz era insegura. Por nada del mundo se esperaba aquella visita.
Eloísa miró alrededor, parecía inspeccionar aquel pequeño piso, donde sabía que en otros tiempos había estado su dueña haciendo el amor con su marido, cada martes y cada jueves. Su mirada no dejó entrever ningún síntoma de aprobación ni de desaprobación, la mirada de Eloísa era fría.
—Siéntate —comentó Inés, todavía nerviosa mientras apartaba unas viejas revistas del pequeño sofá marrón.
Eloísa tomó asiento.
—Gracias. Veo que estás sola.
—Vivo sola, ¿esperabas encontrar a alguien en especial?
—¿Te refieres a Héctor? No, tenía claro que mi marido no estaba aquí. Ni siquiera sabía si te encontraría a ti. En eso sí que tenía mis dudas.
—¿Entonces?
—Quería hablar contigo, quería advertirte.
—¿Advertirme? ¿Desde cuándo te has preocupado de mí? Podías haberme llamado por teléfono.
—No tenía tu número, y si quieres que te diga la verdad, no recordaba tus apellidos. Sólo recordaba dónde vivías.
—Bien, pues ya que estás aquí. ¿Qué es eso de lo que querías advertirme?
—Sé que estás rondando de nuevo alrededor de mi marido —subrayó la palabra «mi»—. No sé lo que te propones, aunque puedo imaginarlo. Tal vez te has mirado al espejo y no te ha gustado lo que has visto, te has dado cuenta que te estás haciendo mayor, todos nos estamos haciendo mayores, y que tus posibilidades de encontrar a alguien que acabe con tu soledad, cada vez son menores. En vista de ello, has decidido realizar un último intento de conseguir a Héctor, de conseguir que me abandone. Al fin y al cabo nuestro hijo ya es mayor y ya no sería un motivo para retenerlo en casa. Si te soy sincera, no creo que busques el dinero de Héctor. Sé que sabes que su situación económica, nuestra situación más bien, es buena, muy buena, y sabes que si te lo llevas podrás vivir desahogadamente el resto de tus días, pero tengo que admitir que no creo que busques tal cosa. Lo buscas a él, siempre has querido quitármelo, nunca te bastó compartirlo conmigo y lo quieres para ti sola.
Hubo un silencio intenso en el pequeño recibidor, Inés había estado escuchando cada palabra de Eloísa sin ocurrírsele interrumpir. Eloísa hablaba despacio, pausadamente, pero estaba siendo directa, muy directa. Inés sabía que en gran parte tenía razón. Sabía que se había visto vieja, Carmen había reavivado sus deseos de poseer para ella, sólo para ella, a Héctor. También tenía razón con lo del dinero. Nunca le había interesado el dinero. Cuando lo conoció ya tenía una posición desahogada, pero nada que ver con la actualidad. Dicen que la gente se vuelve más materialista con los años, más burguesa. Sin duda en cierto modo era así, pero no tenía un ansia especial por disponer de una gran fortuna. Era de las que se conformaba con vivir bien, sin problemas económicos, pero sin lujos excesivos.
Eloísa parecía estar esperando respuesta a una pregunta no planteada.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó por fin Inés, más que nada para romper el molesto silencio. Manolo Escobar había dejado de cantar.
—Lo sé, simplemente lo sé. No puedo saber qué es lo que has pensado hacer para conseguirlo. Quizás todavía no hayas pensado nada. No lo sé. Lo que sí que tengo claro es que has tomado una decisión, y por eso he venido a advertirte. No voy a dejar que me lo quites. Por nada del mundo volverás a tener a Héctor entre tus brazos —la voz de Eloísa seguía suave y cadenciosa, a pesar de la amenaza que escondían sus palabras—. Haré todo lo que sea necesario para impedírtelo. Cualquier cosa.
Cuando llegó a la calle, volvió a ver el pequeño corsa blanco que antes le había parecido que le seguía. Había un tipo en su interior. Estuvo a punto de acercarse para preguntarle descaradamente qué es lo que quería, pero tampoco estaba segura de si la estaba siguiendo a ella. Al fin y al cabo, ¿para qué iban a seguirla? Decidió no darle importancia al asunto y subió de nuevo al Xsara.
Tasio se dio cuenta de que Eloísa lo miró al salir del portal. A esa distancia y con el bigote, era imposible que lo reconociese, pero si lo había mirado era porque se había dado cuenta de que la había seguido. Se estaba haciendo viejo. Antes podía seguir a un mismo tipo dos meses seguidos sin que este llegara a sospechar nada. Lo cierto es que se había vuelto algo descuidado. Tenía que haber alquilado otro coche. Llevaba siguiéndola desde el primer día con el mismo puñetero Opel. Su intención era seguirla cuando saliese de casa, pero en vista de las circunstancias no se atrevió a arrancar el coche. Estaba convencido de que lo había visto. Posiblemente era por la cámara, tal vez la había descubierto ella y eso la hizo sospechar. Tal vez por eso se fijó más esta vez y se dio cuenta de que la seguía.
Ahora no podía registrar el piso de Inés porque sabía que estaba en casa. Era evidente que Eloísa había ido a hablar con Inés. Por lo visto había estado ocurriendo algo de lo que él no se había percatado. Los acontecimientos se estaban acelerando. Mañana a primera hora buscaría el momento más oportuno para registrar el piso de Inés. Posiblemente Héctor le estuviera ocultando algo. Ahora sería mejor que fuera a tomarse unas cervezas bien frías con quisquillas y olvidar de ese modo su ineptitud. Sí, se acercaría por Peris y Valero, en los Tres Mares tenían un marisco inmejorable. Mañana, después de registrar el piso de Inés, iría al Rent a car a ver si conseguía otro modelo distinto, se cambiaría también de ropa por algo más de sport y se cambiaría el bigote por otro más espeso, tipo Íñigo. A ver si había más suerte.
Miró su Rolex de oro. Era un modelo clásico, un Oyster, con números romanos. Le encantaba ese reloj. Sí, aún era buena hora para lo de las cervecitas que tenía pensado.
—¿Cómo llevas la biografía? —era Adolfo, el editor de Héctor que lo había llamado al móvil.
—Poco a poco, posiblemente en un par de meses te la pueda enviar.
—¿Será tan jugosa como esperamos todos?
—Quién sabe, a lo mejor no quieres ni publicarla cuando la recibas de lo mala que es.
—Eso no te lo crees ni tú, con la expectación que se ha creado, las ventas están aseguradas de antemano. Es más, vamos a hacer una buena encuadernación, he pensado hacer una edición de lujo. ¿Qué tal irá de extensión?
—Bastante larga, por lo menos cien mil palabras.
—Bien, perfecto, con un buen papel y un tamaño de letra aceptable, quedará un buen tocho de libro. Quiero que se distinga de tus novelas habituales. Tengo preparado un lanzamiento genial.
—Antes te enviaré la novela que estoy acabando.
—Perfecto, pero te advierto que quizás paralice la edición hasta tener entre mis manos a «confieso», tal vez no sea conveniente solapar ambas ediciones.
—Como quieras, pero los derechos me los liquidas aunque no la publiques enseguida, y quiero un anticipo sobre los primeros cinco mil ejemplares.
—No te preocupes, sabes que nunca hemos discutido por el dinero. ¿Por dónde andas?
—Por ahí, estoy en la última fase de la novela y sabes que busco siempre unos días de tranquilidad. No esperaba tu llamada.
—No, sabes que no suelo hacerlo porque a ti no hace falta achucharte para que traigas nuevos libros, pero con este nuevo proyecto, la verdad es que estoy algo nervioso. Creo que puede ser un bombazo.
—Si no te importa voy a colgar, necesito tranquilidad, ni siquiera mi mujer me llama en estos días. Debes de respetar mi forma de trabajar.
—Entendido. No volveré a llamarte. Cuídate.
—Lo mismo digo —cerró el Motorola.
Adolfo en su despacho puso ambos pies encima de la mesa de roble que fue de su padre, también editor. Si su padre lo viera seguro que le daba un guantazo. Estaba satisfecho, sonreía pensando en el lanzamiento de «confieso». Ya tenía diseñadas las portadas, el marketing del lanzamiento, e incluso cómo sería la presentación del libro en prensa. Iban a arrasar. Estaba seguro.
Estaba en su habitación del Parador, tenía el Toshiba enchufado y estaba acabando la novela. Ya se había desbloqueado y tenía el final claro en su cabeza. Muy claro. Había pasado unos días dudando entre varias posibilidades, pero sin duda aquella era la mejor de todas. Lo terminaría esa misma noche y le enviaría el desenlace a Eloísa. Mañana mismo volvería a Valencia. Normalmente se quedaba un par de días en el hotel después de terminar cada novela, para celebrarlo y para releerla. Siempre era posible que hubiera que modificar algo a última hora antes de enviársela a Adolfo. Pero tenía un presentimiento. Después de tantos años conviviendo con Eloísa, estaba convencido de que se le había pegado algo de ese magnetismo del que tanto hablaba ella. Estaba como intranquilo. Tasio no lo había llamado, pero aun así, creía que algo iba a ocurrir. Por la mañana desayunaría en el propio Parador, pediría la cuenta y por el mediodía podría estar perfectamente en Valencia. Se asomó a la ventana. La vista de la ciudad a esas horas, con su iluminación, era majestuosa, perfecta. Sentía tener que irse ya. En ningún sitio estaba tan a gusto como en Segovia. Cuando publicara «confieso», le propondría a Eloísa que compraran una casa por el centro de Segovia y se vinieran a vivir. El problema es que Segovia es bastante más fría que Valencia, y Eloísa siempre ha sido muy friolera. Pero lo intentaría. Estaba dispuesto a proponérselo.
La ventaja de su trabajo es que podía vivir en cualquier parte que se le antojase. Ni siquiera tenía por qué visitar a su editor. Le podía enviar los originales por mensajero, o incluso vía email. De vez en cuando tendría que acudir a alguna de esas malditas presentaciones que tanto le gustaba montar a Adolfo, o a la Feria del libro a firmar ejemplares, pero nada más, tenía una de las profesiones más libres del mundo, y a su mujer no la ataba ningún lazo laboral en ninguna parte. Era genial, no como cuando era abogado. Eso sí que era una mierda, siempre agobiado, siempre cargado por los problemas de los demás, atado de horarios en todo momento, que si el Juzgado, que si la cita con el cliente, el caso importante que tenía que empezar. Cuánto se alegraba de haber cambiado de vida. Ni por todo el oro del mundo volvía a ponerse una toga.
Abrió el mueble bar y se hizo un gin tónic de Gordons con hielo, no había Larios. Era imperdonable que precisamente en Segovia no hubiera Larios.