Había llegado agotado a casa la madrugada anterior, por lo que no tuvo ganas de ponerse a comprobar si las copias de los archivos eran recuperables desde su ordenador. Había llegado pasadas las cuatro de la madrugada y estaba muy nervioso. Todo se había conjugado para ponerlo nervioso, todo había salido bien hasta que se dispuso a salir de casa de Eloísa. ¿Quién iba a pensar que a esas horas habría tanto tráfico? Gente entrando al portal, Eloísa despertándose violentamente a la misma hora, a gritos, el teléfono sonando, y luego aquella mujer que lo vio subir al coche. Le estuvo dando muchas vueltas, sabía que la conocía, que la había visto en numerosas ocasiones, o quizás no tantas, pero estaba seguro de haberla visto antes. Pero hasta ese momento no cayó en la cuenta de que era Inés. Sí, estaba seguro, era Inés, Héctor se la había presentado años atrás, cuando coincidieron en una fiesta nocturna. ¿Qué hacía Inés a esas horas tan cerca de casa de Héctor? Que él supiera, ella no vivía por allí cerca, además, no eran horas para ir deambulando por la calle.
Los nervios no abandonarían su cuerpo al menos en una semana. Esperaba realmente que los archivos estuvieran bien porque no sabía si se atrevería a volver a entrar en casa de Héctor, además, el hecho de que lo tuviera que hacer de nuevo a escondidas de él, lo ponía más nervioso todavía. No sabía si había actuado bien o no, pero ya lo había hecho y estaba dispuesto a leer cada una de las versiones y subrayar todo aquello que le pareciese nuevo o distinto con respecto a la versión que ya había leído.
Se avergonzaba de sus deseos ocultos, de haber soñado con Eloísa, con su precioso cuerpo. La recordaba desnuda, como la había visto cuando sonó el teléfono, y la recordaba haciendo el amor con aquel maldito Julio en la cinta de video. Sentía celos, era increíble, pero sentía celos. ¿Cómo podía sentir celos de una mujer que no era la suya? De una mujer con la que nunca había tenido relación sexual alguna, de la mujer de su mejor amigo, que además, sabía que le había puesto los cuernos. El mismo Héctor no estaba celoso a pesar de saberlo, o al menos eso era lo que él decía. Tasio no estaba seguro de que eso pudiera ser, pero el hecho de que él mismo sintiera celos, todavía lo entendía menos. Nunca había tenido sentimientos tan fuertes por ninguna hembra. Esa noche incluso empezó a pensar que se había enamorado, pero desechaba aquella idea absurda de su cabeza. Él no podía estar enamorado, no podía enamorarse de Eloísa. De Eloísa no.
—¡Dios! Qué complicado es todo esto —pensó en voz alta mientras sacaba los disquetes del bolsillo de la chaqueta.
Enchufó su ordenador y al oírlo vibrar ligeramente, recordó cuán ruidoso le había parecido el de Héctor rodeado del silencio de la madrugada.
Introdujo primero un disco y luego el otro y restauró las copias de seguridad sin problemas. Se sintió como un genio de la informática, orgulloso de sí mismo.
Localizó los archivos en el disco duro y abrió en el Word el que llevaba por nombre «confieso1.doc», suponía que era el primero. Este archivo apenas contenía cuarenta páginas del libro. Iba a leerlo en pantalla, pero finalmente decidió imprimirlo, a pesar de que su impresora era bastante lenta. De ese modo podría rayar el documento a voluntad y hacerse cuantas anotaciones al margen necesitase, y sería mucho más cómodo que estar pegado a la pantalla durante horas.
Imprimiría todos los archivos y a media mañana empezaría a leer el primero.
Sería bueno desayunar. Pensó en una buena taza de chocolate caliente con churros, humeante, dulce, con el chocolate espeso, muy espeso como se lo preparaba su madre de niño. Seguro que lo relajaría. Sí, lo necesitaba. La imagen de Eloísa, etérea, desnuda, se apoderó de nuevo de sus pensamientos, quedó como absorto, ni siquiera notó la erección incipiente debajo del pantalón.
Estaba todo hasta los topes, desde que habían inaugurado el garito unas semanas atrás, no había forma de pillar mesa, pero sus amigos se empeñaban en quedar allí, no comprendía que perra les había entrado con el dichoso local. Nos vemos en el Krassis, Krassis arriba, Krassis abajo, ni que les regalaran la bebida.
A media tarde aquello ya se había puesto imposible, y nada que decir a partir de las diez de la noche. Era cuestión de modas, seguro que en unos meses habrían abierto algún otro cerca de por allí y el Krassis tendría que cambiar su nombre por el de Krissis. La gente siempre ha sido muy gregaria, y le gusta ir donde más gente hay. Basta ver un bar o un pub con poca basca, para que no se coma un rosco en toda la noche. En el momento ves movimiento, entonces empieza a apetecerte entrar, y cuanta más gente hay, más quiere entrar, es todo muy absurdo.
Sus amigos, además, no eran demasiado puntuales, siempre le había jodido que no lo fueran, él odiaba llegar tarde a ningún sitio, en eso debía de haber salido a su padre. La puntualidad es una virtud más inglesa que española, no cabía duda, y si para más abundamiento se trataba de gente joven, entonces menos puntuales todavía. Mario, Juancho y el Migue eran de su misma edad, ya estaban todos creciditos y andaban por los veinticinco años, y como era típico de la generación de hoy, todavía estaban lejos de pensar en abandonar el nido familiar. Su padre se casó a los veinte, pero hoy en día no hay quien salga de casa antes de los treinta, al fin y al cabo, ¿dónde se va a estar mejor que a la sombra de los padres si estos no exigen demasiado ni se meten con uno? Sus amigos, y él mismo, llegaban a la hora que querían a casa y sus padres apenas si les pedían alguna que otra explicación. Las más de las veces ni un solo comentario. Tenían tele en la habitación y hacían lo que les venía en gana. Muchas veces pasaban la noche fuera, o se juntaban en el chalet del padre de Juancho. Era un chalet cojonudo en las afueras y cuando cogían una mierda demasiado grande, entonces preferían pasarla juntos en el chalet. Juancho siempre llevaba las llaves, y el muy borde, algunas veces desaparecía, con las llaves y con alguna tía. Cuando eso ocurría, todos sabían dónde iba a beneficiársela. El padre del Migue era un poco burro y si le había dado por beber, lo mismo se metía a hostias con la Paqui, su mujer, que con el Migue si llegaba en mal momento. Pablo nunca lo había querido acompañar a casa por no arriesgar, el tío estaba zumbado. La verdad es que el Migue tampoco era muy largo que se diga, pero era buena gente, aunque una vez se le fue la mano con su chica y el hermano de esta le partió la cara, así, literalmente. Todavía se podía apreciar la larga cicatriz que le bajaba desde el lóbulo de su oreja derecha hasta el centro del mentón. El Migue estaba muy orgulloso de su cicatriz. Decía que ligaba más, que a las tías les molaban esas cosas. Pablo pasaba del tema. Mario era un poco afinado, aunque parecía ser que también le iban las tías. Nunca se sabe, hoy en día hay mucha gente a la que le va cualquier cosa, y lo mismo se lía con una chavalita rubita delicada y mona que con un negrazo de un metro noventa. Juancho era el único de la breve pandilla con algo más de dos dedos de frente, además de él mismo, claro, porque Pablo se consideraba el más inteligente, aunque no le servía de mucho en aquel ambiente. Juancho era de los primeros en clase en el instituto, de los que le daba por empollar hasta las tantas de la madrugada, mientras los otros tres se iban de fiesta. Pablo lo solucionaba leyendo a última hora los textos. Tenía una memoria fotográfica, le duraba poco, eso sí, porque luego lo olvidaba casi todo, pero para los exámenes era una fiera. Le bastaba con leer los temas una sola vez una o dos horas antes del suplicio de las aulas. A Juancho le costaba sudor y lágrimas, pero el tío se lo ganaba, y difícil era que suspendiera alguna.
Pero a Pablo le aburría todo, desde segundo de básica la cosa de la escuela ya le empezó a cargar. Sus padres lo llevaron al psicólogo en más de una ocasión, y hasta les llegaron a decir que lo que ocurría es que su hijo era demasiado inteligente y por eso se aburría en clase, pero no era lo suficientemente inteligente como para considerarlo un niño superdotado, así que a joderse, a aguantar los rollos de los mediocres por no estar capacitado para estar con la élite. Estaba en un punto intermedio que para lo único que le servía era para aburrirse. Se estuvo aburriendo durante años, y ya en el instituto empezó a suspender, ya ni se molestaba en leer los temarios antes del examen. Muchas veces ni se molestaba en ir al examen. Durante un tiempo se esforzó por copiar algunas cosas, aunque era absurdo porque mientras preparaba las chuletas memorizaba los temas, y luego no era necesario que las utilizase. Pero era aburrido, muy aburrido. ¿Para qué coño quería aprender aquellas boberías que luego no aprovechaban para nada?
Llevaba con sus amigos lo menos quince años, se habían acostumbrado unos a otros y podría decirse que eran inseparables, aunque muchas veces no se soportaban entre sí, y se tiraban los trastos. Lo que más los separaba temporalmente eran las tías, cuando alguno de ellos se encoñaba con una tía, ya empezaban los problemas. Las tías son en sí un problema según les decía Pablo a los demás, son todas unas plastas que quieren comerte el coco. Bueno, el coco y lo que no es el coco. A veces son divertidas, pero una vez te las has magreado en el asiento de atrás del coche, son como los clínex, mejor desprenderte de ellas.
A Pablo no le iba mucho el rollo de las drogas y el alcohol, pero lo cierto es que sus tres amigos habían entrado en los últimos años en una dinámica peligrosa. Él también bebía cuando se juntaba con ellos, aunque con bastante más moderación, lo cual no impedía que en más de una ocasión llegara dando tumbos al domicilio familiar. El alcohol se había convertido en un problema curioso de los jóvenes de hoy. Muchos sólo bebían los fines de semana, cuando salían, pero lo hacían incontroladamente, y además siempre mezclando bebidas, bebidas y drogas muchas veces. No hay nada peor para el cuerpo que estas mezclas. Cada vez era más habitual escuchar en las noticias que algún crío de trece o catorce años se había muerto al entrar en coma etílico, era una burrada. Los que no entraban en coma etílico, cogían una borrachera tras otra que los iba dejando sin neuronas, porque el alcohol machaca las neuronas, eso está comprobado, y las neuronas no se reproducen, al principio tienes un montón, parece que se te van a salir por las orejas, y luego se te van muriendo, así que si empiezas a machacarlas a los doce años con jotabés y pastillas, es muy probable que no llegues en un estado mental aceptable a los cuarenta, y eso si no te has quedado tieso con un coma etílico de esos o con una mierda de sobredosis por no contar las rayas que te metes. Él también se metía alguna que otra raya de coca y se fumaba algún nevadito. Lo que no había hecho nunca y no pensaba hacer era pincharse, eso no, ya no porque le pareciera más peligroso, que lo era, sino por su total aversión a las agujas. No podía soportar pensar que se tenía que pinchar una vena para colocarse. De pequeño la «practicanta» del pueblo le pinchó un tendón y anduvo cojo casi cuatro años. El Migue sí que se había metido caballo alguna vez, el Migue no le hacía ascos a nada, y algún día terminaría mal, ya se lo decía Pablo, pero ni caso. Ninguno de ellos le solía hacer ascos a un buen porro siempre que tenían ocasión, y sus conversaciones acababan siendo de puro besugo. Reían y decían tonterías hasta el amanecer, y los días que tenían suerte se tiraban a alguna piba, cuando la tía se enrollaba, a veces incluso la compartían, aunque las más de las veces acababan haciéndose alguna que otra paja. Si llevaban plata también se iban de putas, aunque generalmente se conformaban con una buena mamada. La semana pasada una puta del puerto se encargó de mamársela a los cuatro por mil duros el lote entero.
—HOLA PABLO—dijo casi a gritos Juancho entrando por la puerta del KRASSIS—. En el local había un volumen decibélico terrible y si no levantabas la voz no había quien te oyese.
—¿Dónde está la basca? —continuó.
—Tan puntual como siempre. ¿Qué quieres que te diga? Hemos quedado hace media hora y tú eres el primero en llegar, aquí me tenéis como un imbécil, parece que no tengáis reloj.
—VALE, VALE, CÓMO ESTÁ EL PATIO HOY.
—ME TENÉIS HARTO, ESO ES LO QUE PASA. UN DÍA DE ESTOS ME VOY A MI ROLLO Y QUE OS JODAN A TODOS.
—¿TE VA UN JOTABÉ MIENTRAS ESPERAMOS?
En ese momento entraban por la puerta Mario y el Migue, sonrientes, cara de cómplices, con pinta de haberse fumado ya algún que otro canuto.
—¿CÓMO VA LA PEÑA? —dijo el Migue.
—¿HABÉIS PEDIDO NUESTROS JOTABÉS? —añadió también voz en grito, aunque un tanto aflautada, Mario.
—SOIS UNOS IMPRESENTABLES —contestó Pablo.
Uno de los camareros apareció finalmente por los alrededores y le pidieron los cuatro jotabés con hielo.
Esa noche se presentaba movida, seguro que llegaría otra vez a las tantas a casa. Menos mal que sus padres eran comprensivos, además, su padre estaba todavía de viaje, liado con su última novela, y su madre nunca le había hecho excesivo caso. Se querían, pero en cierto modo se ignoraban. El otro día, cuando llegó a casa, también de madrugada, las tres o quizás las cuatro serían, encontró a su madre recién salida de la ducha, paseando por la casa desnuda. Nunca le había importado mostrarse desnuda delante de su hijo, en realidad siempre habían sido bastante liberales en ese aspecto en casa. Tampoco le prestaba demasiada atención, aunque tenía que admitir que en más de una ocasión la desnudez de su madre lo había excitado. Hasta sus amigos —que no la habían visto en bolas— le decían que su madre estaba buenísima. «No como la mía que parece una foca con bigote y todo», le dijo una vez el Migue refiriéndose a su madre un poco entrada en carnes y algo descuidada en su aspecto físico.
Lo que tampoco entendía era qué hacía su madre a esas horas, a solas por la casa, con todas las luces encendidas.
Al subir a casa se había cruzado con un hombre de unos treinta, o quizás cuarenta años, siempre había sido muy malo para calcular la edad. Recordaba que llegó a pensar que el tipo salía de su casa. ¿Le estaría poniendo los cuernos a su padre aprovechando su ausencia? No se atrevió a preguntarle nada a su madre, pero desde entonces no hacía más que darle vueltas al asunto, aunque ¿Cómo iba su madre a arriesgarse a hacerlo allí en casa si no sabía a qué hora iba a volver él? No, seguro que no era eso, ¿pero de dónde salía ese tío? En la finca todo lo que había eran matrimonios mayores, no era muy normal cruzarse en la escalera con alguien como ese, y menos a unas horas tan intempestivas. Lo que sintió era estar medio borracho, lo que le impidió fijarse en él. Seguro que no lo reconocería si volvía a verlo. Tenía que dejar de beber, tenía solo veinticinco años y ya le parecía empezar a notar los síntomas de decadencia provocados por el alcohol, ¿o sería por las drogas que de vez en cuando tomaba? Por un momento se vio a sí mismo como el padre del Migue, gordo, fofo, borracho, violento y a hostias con todo el mundo, enemigo del mundo, lanzando exabruptos y tirándose pedos sin parar. Era un cerdo. ¿Podría él convertirse en algo similar? ¿Estaría abusando de la bebida? Se preguntaba si debiera cambiar de amistades, o limitarse a buscarse una tía y pasar de los amigotes. Tirársela hasta hartarse y casarse con ella. Su madre se lo había dicho muchas veces: «No me gusta la pinta de tus amigos», pero él nunca hacía caso a su madre. Quizás si fuera su padre quien se lo dijera… Pero su padre nunca se metía con él. Todo lo que hacía le parecía bien, o quizás es que no le importaba. Su padre, al fin y al cabo, siempre estaba absorto en los personajes de sus novelas. Vivía en otro mundo, con otra gente, distinta a la que realmente le rodeaba. Era como vivir dentro de la pantalla de televisión, como esa película en que unos muchachos entraban en un mundo de ensueño cuando se pusieron a toquetear el mando de la televisión, convirtiéndose ellos mismos en personajes de ficción.
Claro, que él sabía que su padre lo quería, nunca le había pegado, y nunca lo había castigado a pesar de sus malas notas. Siempre había estado bastante consentido, y no era justo que lo criticara porque viviese en su mundo de ficción. No conocía a ningún otro escritor que publicase tantas novelas como él, aunque había empezado algo tarde. Recordaba cuando era abogado. La verdad es que resultaba más divertido ahora. Cuando era abogado siempre estaba de mal humor y quemado por los clientes y los casos que le salían torcidos. Era una mierda según su propio padre decía. El escribir, escribir y por supuesto el poder vivir de ello, fue una liberación para todos. Su madre también estaba más relajada, se había dejado su trabajo, y se la veía feliz. No les faltaba de nada, tampoco es que viviesen mal económicamente cuando su padre era abogado, pero desde luego ahora ganaba mucho más con menos esfuerzo y haciendo lo que le gustaba.
A Pablo no le gustaba demasiado leer, aunque sí que había leído al menos la mitad de las novelas de su padre, le gustaban, solían ser bastante polémicas pero eran fáciles de leer.
No debía de quejarse tanto, había padres mucho peores que los de él. Lo que ahora le preocupaba era su madre, su madre y aquel tipo. No podía dejar de pensar en aquella noche pasada.
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Confieso3.doc
Hace años que ya no soy yo, que no tengo personalidad propia, vivo en otra persona, soy una parte de ella, un apéndice, apenas un órgano sin voluntad. Creo pensar pero no pienso, creo vivir pero no vivo. A veces me comparo a uno de esos autómatas del cine que los enchufan y desenchufan a voluntad para programarlos y reprogramarlos a criterio y conveniencia de sus dueños. Son un pedazo de metal, yo soy un pedazo de carne. Vivo según mi programa, según lo que se me ha organizado y grabado en mis chips que son mi cerebro. Cerebro sin voluntad propia, cerebro con sueños que a veces, solo a veces parece pensar individualmente, sin pensar en su programador, sino en mí. ¿Pero estoy soñando cuando pienso así? Quizás sea un entretenimiento, un simple sueño lúdico también programado para relajarme, para hacerme creer que todavía tengo voluntad, que todavía puedo decidir, que todavía dispongo de mi individualidad, de mi conciencia personal.
Ella está siempre ahí, siempre acabo haciendo lo que se me dice, como se me dice. Mis libros en realidad no son míos, soy una simple máquina a la que se le dictan situaciones, hechos que no sabe si ha vivido. Pienso que mi nombre es un pseudónimo, que yo soy eso, un nombre ficticio, pseudónimo de otra persona, de la que realmente piensa, de la que realmente siente, de la que realmente escribe. Esto lo siento cuando escribo mis novelas, pero lo siento mucho más ahora que lo que escribo es mi vida, toda mi vida, o lo que yo creo que es mi vida, lo que yo creo recordar de mi vida, porque ya no distingo entre la realidad y la ficción. Como si algunas de mis neuronas o de mis chips se hubiesen fundido y soldado entre sí a causa de una sobrecarga eléctrica. Me siento confuso, extraño, como quien tiene una erección y no sabe si es porque se está meando o porque está excitado y necesitado de sexo. Como el que siente un vacío en el estómago y no sabe si tiene hambre o está nervioso a causa de algún examen o alguna prueba que tiene que superar. Como el que llora y no sabe por qué llora, si a causa de su conjuntivitis aguda que le produce lagrimeo, o porque está triste, muy triste. Todo se confunde en mi interior. Recuerdo que mi nombre es Héctor Ramos, ¿pero desde cuándo lo sé? ¿Desde cuándo recuerdo que lo recuerdo? ¿Cómo puedo saber que siempre he sido Héctor Ramos? Los recuerdos de mi infancia se confunden con los actuales, pero parece que Eloísa siempre ha estado ahí. Recuerdo a mi madre en sueños y tiene la cara de Eloísa. El otro día me vi siendo un bebé, mamando del pecho de mi madre, pero aquel pecho en realidad no era el de mi madre, aquellos pechos eran los de Eloísa. Sí, los conozco bien. Son los pechos más bonitos que he visto en mi vida. Su olor, su tacto, su color, su consistencia, su tamaño, todo es perfecto. Por la noche, cuando estoy con ella, la huelo y duermo como un bebé. Su olor me droga. ¿Será un reflejo condicionado? ¿Estaré programado para interpretar los olores de una forma concreta? ¿Seré como los perros que empiezan a babear cuando oyen el gong del laboratorio después de miles de ensayos?
Por ella sería capaz de cualquier cosa, siento que mi deber es protegerla, que mi única misión es hacerla feliz y que yo soy un mero instrumento lúdico para ella. Alguien con el que convivir cómodamente, como un buen electrodoméstico que se enchufa y se desconecta automáticamente regulando la temperatura sin que tengas que preocuparte de ello. Como esos nuevos electrodomésticos que parece ser que pronto tendremos todos en nuestros hogares y que se encargarán de llamar directamente al servicio técnico cuando observen un mal funcionamiento en su sistema. Como cuando uno se siente mal y llama al médico, eso harán los electrodomésticos. ¿Seré yo acaso un electrodoméstico de tercera o cuarta generación? ¿Seré como el hombre bicentenario ideado por Isaac Asimov? Siento la necesidad de escribir. A veces me levanto de madrugada y enchufo el ordenador y escribo, escribo sin apenas tener conciencia de lo que escribo. Yo mismo me sorprendo a veces de lo que leo al día siguiente. Yo mismo no puedo creer lo que yo he escrito. Otros lo llamarían inspiración divina, yo lo llamo desorden emocional, lo llamo inseguridad. Creo que he cruzado alguna frontera que no debiera de haber cruzado. En algún punto del camino me he perdido y no sé volver. No sólo no sé volver, sino que no tengo conciencia de ello y ni siquiera quiero volver. ¿O sí? Mi confusión es cada vez mayor. ¿Por qué estoy escribiendo mi vida? ¿Por qué, después de tantas novelas he tenido la necesidad de escribir mi biografía? ¿Es por generar morbo como le digo a mis entrevistadores? Como le dije a mi editor, como le digo a mis amigos. ¿O es alguna necesidad oculta? Posiblemente creo que puedo conocerme mejor a mí mismo si escribo lo que siento, si aprovecho estos relámpagos interiores para escupir palabras y más palabras, muchas de ellas sin sentido, muchas de ellas escritas por un ser desconocido que está en mi interior. A veces me siento poseído, embrujado. Cada vez que duermo y me despierto, debo de hacer un esfuerzo para distinguir lo que he soñado de lo que he vivido. ¿Habré perdido el sentido quizás? ¿Me estaré volviendo loco? Puede que no sea más que otro de esos Napoleones que llenan los psiquiátricos, pero mi personaje no sea Napoleón sino que me crea Héctor Ramos, cuando en realidad soy otra persona, cuando en realidad no sea más que otra cosa. Posiblemente Héctor Ramos exista y sea un escritor famoso, y yo, después de leer todas sus novelas, haya creído que soy él, por eso quiero escribir mi biografía, para asegurarme de que soy él.
Debo de estar perdiendo el juicio.
Tasio estaba totalmente absorto en la lectura. Finalmente había encontrado un párrafo que había sido totalmente eliminado del texto definitivo. Sí que es cierto que con lo que había leído hasta el momento de los archivos números uno y dos, también había encontrado diferencias, pero apenas eran unos cambios de redacción, unos «perfeccionamientos de estilo» podrían llamarse, o simples cambios de algunos nombres, cosas sin importancia, pero de repente aquel breve capítulo sin sentido, aislado del resto del texto. ¿Qué significado tenía? ¿Por qué había desaparecido del texto definitivo? Había sido totalmente abortado, no modificado ni acortado, sino simplemente eliminado. Era un capítulo intranquilizante, no decía nada y a la vez decía mucho. ¿Era una simple maniobra de Héctor para «pillar» al lector en una trampa intelectual que le hiciera pensar cosas extrañas sobre la vida del autor? Posiblemente, pero si era así, ¿por qué había cambiado de idea y lo había eliminado? Podía simplemente haber justificado el texto plasmándolo más adelante como un sueño, como una pesadilla que tuvo en una ocasión. Quizás Eloísa era la que se había encargado de censurar aquella parte. Tal vez porque lo que parecía es que ella estuviera dominándolo de una forma extraña, tal vez porque se pudiera interpretar que él era solo un objeto manejado por ella. ¿Pero quién iba a creer tal cosa? Héctor era alguien con una gran personalidad, con un fuerte magnetismo y con un carisma que nadie podía negar. Cuando había salido en la televisión en alguna entrevista, siempre había quedado perfecto. Una persona sin carácter, sin carisma, no podía quedar así en televisión. Nadie podría creer realmente que estuviera manejado desde la sombra. Aquello no podía ser más que una maniobra de Héctor.
¿Por qué la había eliminado?
Inés estaba en la bañera, totalmente cubierta de agua y espuma. Solo le sobresalía la cabeza, los hombros y los pezones de sus dos grandes tetas. Estaba muy nerviosa. Aún no estaba segura de lo que la había impulsado a abandonar aquel objetivo. De repente había tenido miedo y salió huyendo para volver a casa. Todavía tenía el pequeño cuchillo en el bolso, bolso que permanecía tirado en el suelo al lado de unas bragas sucias después de un día ajetreado. Aquel hombre era amigo de Héctor, sí, ya se acordaba perfectamente. Héctor se lo había presentado, tenía un nombre raro, un nombre de película que le costó recordar. Al final lo hizo, sí, era una película de Moncho Armendáriz, Tasio, eso era, Tasio.
Estaba segura de que él también la había conocido. ¿Qué pensaría? ¿Vendría él de casa de Héctor? Héctor no estaba. ¿Acaso vendría de ver a Eloísa? ¿A qué se dedicaba aquel tipo? No lo recordaba.
El caso es que sintió miedo, miedo también de sí misma. ¿Cómo podía haber salido de casa con la intención de matar a la mujer de su amante? Nadie en su sano juicio podía actuar de ese modo. La culpa de todo la tenía su amiga Carmen. No, no es que su amiga le hubiese dicho que la solución estaba en matar a Eloísa, pero sí que le había metido en la cabeza aquello de que tenía que defender su terreno, que no debería dejarse pisotear y que tendría que llamar a Héctor aunque se lo hubiesen prohibido. Pero Héctor tampoco le contestaba a las llamadas. Si no le contestaba a las llamadas, ¿qué pintaba ella en todo eso? En su vida, nada. Ella era solamente unas tetas y un culo para recordar, nada más, posiblemente ya ni eso después de tanto tiempo. Héctor ya no la quería, Héctor ya no quería saber nada de ella. Ni siquiera la quería como amante, porque ella estaba dispuesta a seguir siendo la otra, la segunda, la que solo compartía una pequeña parte del hombre de otra, estaba dispuesta a no ser nada más porque él la llenaba con su presencia fugaz. Últimamente, hasta se había conformado con que él la llamase de vez en cuando, cada dos o tres días quizás, y hablasen de cuatro tonterías, de algunos chismes del bufete o de algún proyecto para una nueva novela, ya ni siquiera hablaban de sexo, ya ni siquiera hablaban de amor. Ella era su mayor admiradora, era la que leía con más entusiasmo cualquier cosa que escribiera. Era una forma de compartir más horas con él, sin estar con él. A veces releía viejas novelas que le recordaban alguna situación pasada con él, porque Héctor siempre mezclaba cosas de la realidad con la ficción de sus novelas.
Ella no tenía derecho a matar a nadie.
El nivel de espuma seguía bajando conforme iban explotando con un sonido casi imperceptible que se escuchaba perfectamente en aquel silencio del cuarto de baño, en aquel silencio de madrugada. Reventaban continuamente, había miles, millones de burbujas que entre todas formaban aquel manto blanco, ligeramente amarillento. El nivel del agua permanecía, pero ya podía verse algo más que sus pezones. Agitó el agua con las manos y salpicó el suelo del baño. Otras muchas burbujas reventaron, pero nacieron otras muchas más, otras más tersas, más grandes, más lozanas y jóvenes que sustituyeron a las anteriores. Pronto el nivel de las burbujas volvió a llegar a sus pezones, pronto llegó incluso a cubrirlos.
Estaba más tranquila, más relajada, pero volvía a tener impulsos de acabar con aquella zorra.