Desde el interior del Alcázar se divisaba a lo lejos lo que antes había sido un pueblo y que desde la década de 1970 quedó anexionado a la propia Segovia, como una parte más de la misma ciudad. Era Zamarramala, famoso por las fiestas en las que un día al año son las mujeres las que mandan oficialmente en todos los hogares.
El Alcázar es impresionante, por dentro y por fuera. Fue una lástima que se incendiase, aunque la reconstrucción en 1940 fue bastante acertada. A Héctor le gustaba visitarlo cada vez que iba a Segovia. Le gustaba especialmente el Patio del Reloj, con aquel suelo de piedra a cielo descubierto. Pasear lo inspiraba, le servía para pensar. Estaba relajado lejos de la más bulliciosa Valencia. Segovia, con poco más de cincuenta y cinco mil habitantes, es como un pueblo grande, es tranquila, acogedora, y se come bien, desde luego hay numerosos sitios donde comer las bendiciones castellanas que suponen el cochinillo y el cordero asados, todo acompañado con buenos vinos tintos de la Ribera del Duero.
Al llegar a Segovia, antes de dirigirse a las afueras donde está el Parador, Héctor dejó el coche en el parking que unos años atrás se instaló en pleno centro, donde el acueducto se levanta majestuoso, ya no pasan los coches por debajo de sus arcos. Paseó de un extremo a otro como si fuera un ritual, desde la Plaza donde todavía permanece el famoso Mesón de Cándido y el acueducto presenta su mayor altura con dos hileras de arcos, hasta su nacimiento, mucho más arriba, donde las dos hileras de arcos se convierten en una sola y finalmente los arcos van siendo cada vez más pequeños hasta desaparecer totalmente. Luego paseaba en dirección contraria y se detenía en el Mesón de Cándido, donde también por costumbre y como algo obligado en cada visita, de detenía a comer. Uno de los mayores encantos del Mesón eran sus numerosos comedores. Parecía que en cada visita comiese en un restaurante distinto. Comedores, a algunos de los cuales se accedía a través de estrechas y empinadas escaleras. Comedores llenos de cuadros, de fotografías dedicadas, de billetes antiguos, y de mil cosas distintas. Comedores cargados de historia. Cierto que el mesón había perdido parte de su encanto desde que ya no lo regentaba su fundador, ya fallecido, pero todavía valía la pena ser visitado. Héctor prefería comer en el José María, cerca de la Plaza Mayor, pero la visita al Cándido era obligada, al menos una comida por viaje. Pedía su sopa castellana, su ajoarriero, y por supuesto su ración de cochinillo. Una jarra de vino de la casa, que por cierto en la última época ya había sido sustituida por vino embotellado, botella que le sacaban a uno a pesar de pedir la clásica y ya olvidada jarra. Y de postre el ponche segoviano. Tampoco era su postre preferido, pero formaba parte de su tradición, de su ritual. Después de comer ya empezaba a alegrarse de que en Ávila estuviera todo completo. En el fondo siempre le había gustado más Segovia, lo que ocurría es que no quería ir siempre al mismo sitio, pero qué importaba eso si ese sitio era en el que uno estaba más satisfecho, más tranquilo, más feliz espiritualmente. Desde la ventana de alguno de los comedores se podía ver el acueducto, aunque no desde el pequeño comedor donde hoy estaba. Disfrutaba de cada cucharada de sopa y de cada bocado del tierno cochinillo, era una auténtica delicia. En el viaje anterior estuvo comiendo en el restaurante La Concepción, en la Plaza Mayor, restaurante calificado con un sol en la última edición de la Guía de CAMPSA, con un sol, al igual que el Mesón de Cándido y que el José María, con la diferencia de que en el restaurante La Concepción uno no parece estar comiendo en Segovia. A Héctor siempre le había gustado comer los platos tradicionales, platos que no encontró en La Concepción, donde la cocina era excelente y el comedor del sótano resultaba coquetón, pero no fue lo mismo, se sintió como extraño, como fuera de lugar, aislado en otro mundo, en otra región. Nada como disfrutar de la clásica comida segoviana en el José Maria, en el Cándido, o también, como no, en el Duque, y en el propio Parador. Pocos son los Paradores con cocina excelente, aunque el de Segovia es una excepción.
Siguiendo igualmente con su costumbre de muchos años, le compró un par de décimos de lotería al hombre que frecuentaba el porche de la entrada del mesón. A la vuelta hacia casa pasaría por Villacastín, y después de dar una vuelta por la Iglesia parroquial, compraría otros dos décimos en una tienda cercana a la misma.
Eloísa estaba comiendo pipas mientras veía la televisión. Era viernes por la tarde, Héctor había partido hacía un par de días para terminar su última novela, de hecho ya le había enviado unos textos que ella había recibido en su portátil conectado al móvil. Como de costumbre, Héctor se había ido sin decirle dónde, era una de sus tontas manías, preparaba las maletas, le decía que iba a terminar la novela y simplemente se iba. Tampoco sabía durante cuánto tiempo, aunque rara vez estaba fuera más de dos semanas, lo normal eran unos diez días. Le gustaba lo que había leído, iba quedando bien el nuevo libro, tenía el gancho y el encanto de los anteriores, aunque era más profundo, con los años y después de tanto escribir, su marido estaba perfeccionando su estilo, era bueno, muy bueno. Ella estaba orgullosa de que de sus comentarios personales sobre lo escrito fueran surgiendo cosas, modificaciones, alteraciones al guion original de cada una de sus obras. En cierto modo ella se sentía coautora de las mismas, aunque no figurase como tal en las publicaciones. Héctor a menudo trataba asuntos escabrosos y escenas sexuales que la excitaban, le encantaba leerlas, incluso en ocasiones se sentía como protagonista de algunas novelas, o al menos de algunos fragmentos.
Después de veinticinco años de casados, estaba satisfecha de su relación, su matrimonio era de los que duraba toda la vida, aunque como cualquier otro, había tenido sus crisis. Recordó los inicios de su amor, ella, algo más de dos años mayor que él, se sintió atraída desde el primero momento, él tenía dieciocho años recién cumplidos y ella algo más de veinte. Estuvieron saliendo juntos durante algo más de dos años, aunque a las dos semanas de conocerse ya se habían acostado. No cabía duda de que lo suyo fue un flechazo, lo que se llama un amor a primera vista, fue romántico y obsceno a la vez. El primer día se besaron y él le tocó las tetas con cierta timidez por encima del suéter de ella. La primera vez que lo hicieron fue en el coche de él, en un descampado cercano al recinto ferial, el sonido de las atracciones se oía de fondo, entrando por las rendijas de los cristales que habían quedado entreabiertos. Gente que se dirigía al aparcamiento a recoger sus coches para ir a sus casas, pasaban apenas a unos metros de donde ellos estaban. Era excitante, muy excitante. Luego lo hacían cada día, todos los días durante dos años, las más de las veces en el mismo coche, en el mismo descampado, y otras en casa de él cuando no estaban sus padres, alguna vez también en casa de ella, otras en la tienda de campaña cuando se iban de camping, y cuando su corta economía se lo permitía, en alguna pensión de algún pueblo cercano. A él no le importaba que ella estuviera con la regla o no, simplemente lo hacían. Ella tomaba anticonceptivos, pero un día debió de olvidar alguno, y fruto de aquello fue su temprano matrimonio. Matrimonio al que todo el mundo presagiaba una corta vida, pero allí estaba, aguantando contra viento y marea. Terminaron pues su periodo de amantes como novios, se convirtieron en marido y mujer, y durante algún tiempo siguieron haciéndolo cada día, luego cada dos días, después un par de veces por semana y ahora, lo normal era una vez por semana, algunas semanas, hasta dos veces. Todo tiene su tiempo y sus maneras, al principio el sexo era sin tapujos, pero muy natural, sin que hablaran de fantasías sexuales entre ellos, sin que hicieran nada fuera de lo que se considera normal, aunque, ¿qué se considera normal en el sexo? Luego las fantasías iban tomando forma, hablaban entre ellos de variantes, y hacían cada vez más cosas y más diferentes. Lo más fuerte que recordaba de aquella época fue cuando lo hicieron en una playa nudista, a pleno día y a la vista de los que pasaban por allí, eso sí, estaban algo resguardados en unas rocas, pero nada, cualquiera que pasaba los veía. De hecho, incluso unos extranjeros se quedaron mirando hasta que ambos terminaron entre gemidos. Más adelante llegó el bajón, el primer bajón de su éxtasis, de su amor, de su deseo, sobre todo en lo que a él respectaba, ella sentía más deseos que él, aunque muchas veces los deseos estaban dirigidos a otros hombres. Fue cuando empezó su aventura con Jacob. Jacob era tierno y fue muy buen amante con ella. Cuando Héctor insinuó la posibilidad de que realizasen algún intercambio de parejas, ella ya lo conocía lo suficiente como para conseguir llevarlo por el terreno que ella quería, y de ese modo consiguió oficializar su relación con Jacob, como si en realidad eso hubiese sido idea de Héctor. A cambio, Héctor se lio con Inés, de todos modos hubieran acabado liados, y mejor así, todo estaba más controlado. Esa época no duró mucho, pero la libido de ambos subió hasta el infinito, cuando no lo hacían con sus respectivos amantes, se poseían el uno al otro de forma desbocada, casi diaria. Fue una buena época, pero terminó, como casi todo, terminó. Ella dejó a Jacob, entre otras cosas porque se había ido a vivir son su amigo Hervé. Qué cosas, ella nunca lo hubiera dicho, nunca hubiera adivinado que Jacob era homosexual, o más bien bisexual. Cuando terminó lo de Jacob, no le gustaba que Héctor siguiera manteniendo su aventura con Inés, cosa que no le costó de conseguir. Ya por entonces el carácter de ella se había modelado y madurado lo suficiente para saber hasta qué punto tenía poder sobre Héctor, hasta qué punto Héctor haría lo que ella le dijese. Desde entonces su relación cambió radicalmente, pasando a una relación cuasi ama-esclavo, en lo que al sexo se refería. Lo hacían cuando a ella le apetecía, él nunca pedía sexo, y nunca se negaba cuando ella lo exigía. Incluso en algunas ocasiones mantenían relaciones en las que después de quedar ella satisfecha, lo «castigaba» a él sin correrse durante un par de días. Nunca discutían sobre el sexo y él se comportaba totalmente sumiso en la cama.
Esa relación pseudo sadomasoquista continuaba todavía hasta el presente, aunque habían existido variantes a lo largo del tiempo. En un par de ocasiones hicieron unos intercambios de parejas, aunque en ambos casos él no pudo penetrar a su «partenaire». Era tanta la dominación que ella tenía sobre él, que únicamente podía finalizar el acto si lo hacía con ella. Desde ese segundo fracaso. Fracaso desde el punto de vista de él, posible éxito desde el de ella que cada vez se sentía más segura de sí misma, ya no realizaron más intercambios de parejas. Ella se limitaba a tener alguna que otra aventura, aunque muy esporádicamente, porque podía tener todo el sexo que quisiera con Héctor. Estaba tan segura de su dominación, de su poder, que en algunas ocasiones, cuando había tenido alguna relación con alguien, simplemente se lo contaba. Sabía que a él le dolía, le hacía daño, pero lo soportaba estoicamente, y que en el fondo, incluso lo excitaba. Cuando tuvo su primer encuentro sexual fuera del matrimonio, con Jacob, no se lo dijo porque todavía su situación de dominio era prácticamente inexistente, aunque ya era latente. En el fondo ella sabía desde el primer día que se conocieron que ella podría conseguir todo lo que quisiera de él. Esa sensación de poder la reconfortaba. No abusaba de ella, la dosificaba, pero el hecho de saber que existía, muchas veces ya era suficiente.
Su amigo se había ido a Segovia, al principio no quería decirle donde iba, pero Tasio le recordó que estaba trabajando para él y tenía derecho a conocer sus movimientos por si necesitaba algo de él. No le bastaba con poderlo llamar al móvil. Estaba terminando otra novela, una relacionada con unas sectas que el propio Tasio estuvo investigando hacía seis u ocho meses. La verdad es que se lo montaba bien, desaparecía unos días, por supuesto no se iba de camping ni frecuentaba los hostales, nada de eso, siempre en los mejores hoteles, aunque siempre en ciudades tranquilas y normalmente por el centro de la península. Evitaba el bullicio y la vida nocturna. A Héctor le gustaba comer bien, y sabía de buena tinta que durante esas escapadas no se privaba de nada, buena comida, buenas saunas, masajes, algo de deporte para combatir el estrés, y a escribir. Tasio sospechaba que en esas escapadas también había sexo, seguro que sí, mucho sexo, pero Héctor siempre se lo había negado, incluso se enfadó en una ocasión cuando Tasio se lo insinuó. En fin, tampoco lo entendía, al fin y al cabo sabía lo de las aventuras de Eloísa.
Por supuesto, Héctor se habría llevado su portátil Toshiba para escribir, pero Tasio sabía que cuando escribía en casa, no lo hacía en el portátil, sino en el de sobremesa. Esa era su ocasión para entrar en casa y escudriñar en el disco duro para ver si sus sospechas tenían sentido o no. Ni siquiera tendría que forzar la cerradura, había convencido a Héctor para que le dejase una llave de casa por si la necesitaba en su investigación de las actividades de Eloísa. Prometió no utilizarla a no ser que fuera imprescindible. El problema sería Eloísa, si salía de casa y él la seguía, no podía entrar en casa y buscar lo que quería, de manera que tendría que arriesgarse, o entraba en plena noche cuando Eloísa estaba durmiendo, o dejaba de seguirla en una de sus salidas a costa de perder parte del hilo de su investigación. Sabía que disponía de unos pocos días, hasta que Héctor volviese.
El hecho de pensar en que podía entrar de noche mientras Eloísa dormía, lo intranquilizaba, cada vez su atracción hacia ella era mayor y se sentía incómodo e inseguro cuando estaba cerca de ella, aunque ella desconociese su presencia y su debilidad.
Tenía el llavín entre las manos y lo movía con nerviosismo, en uno de los cambios de una mano a otra cayó al suelo con un sonido metálico apagado.
La señora María estaba preparando una paella, estaba contenta de que su hijo fuese hoy a comer, casi todos los domingos iba a comer con ellos. En realidad era una tontería que se hubiese ido a vivir solo, al fin y al cabo en casa siempre lo habían dejado hacer lo que quisiera. Irse a vivir solo para lo único que servía era para tener más gastos y para distanciar a la familia. Lo comprendería si se hubiera casado, la verdad es que el chico ya tenía edad, si se hubiera casado sería distinto, no estaría bien que viviera con sus padres, además, en el pisito no cabía tanta gente. Pero sólo, estando sólo, era una tontería. Con su cuarto que allí tenía. Todavía estaba con los mismos muebles que cuando se marchó.
—¿Te pico un poco de cebolla María? —era Cándido, su marido que acababa de entrar en la minúscula cocina.
—Qué cebolla ni qué leches, estoy haciendo paella.
—Pues por eso, la cebolla le da buen sabor.
—La cebolla reblandece el grano, y una buena paella debe de tener el grano suelto, que no esté duro, pero tampoco reblandecido. ¿Qué sabrás tú de la cocina?
—En la mili estuve destinado seis meses en la cocina del cuartel de La Coruña.
—Estuviste castigado pelando patatas que no es lo mismo.
—Algo se aprende —el tono de Cándido era continuado, bajo, como apagado, no demostraba emoción o sentimiento alguno.
—Algo se aprende, algo se aprende, este viejo chocho… —murmuraba en voz baja María sin que Cándido la pudiese oír.
—¿Qué dices?, no te entiendo.
—Que no quiero cebolla, y sal de la cocina que no cabemos los dos.
—Bueno… ¿Viene el chico hoy?
—Sí, claro que viene el chico. ¿Crees que iba a estar perdiendo el tiempo haciendo paella para ti?
—A mí me gusta la paella.
—Toma, y a mí, pero tú y yo solos con cualquier cosa nos apañamos, no estoy para cocinar a toda hora, y para lo que tú ayudas, ya vamos bien de fiambre.
—¿A qué hora viene el muchacho?
—Pues a hora de comer, como siempre, sabes que siempre viene a última hora y se va con el bocado puesto, pero qué se le va a hacer, al menos así lo vemos y podemos hablar un rato con él. Si se hubiera quedado en casa, otro gallo cantaría.
—Ya es mayor.
—Pero está solo. ¿Me puedes decir qué demonios hace solo la criatura?
—No está casado, pero igual tiene sus cosas y sus intimidades.
—¿Sus cosas? ¿A qué te refieres?, ¿a una chica quizás?
—Quizás.
—Mi niño no va con pelanduscas, y si no se ha casado es porque no ha encontrado a la mujer de su vida, pero por eso mismo no tenía que haberse ido de casa, pero se empeñó, y tú no se lo impediste. Tú tenías que haberte puesto duro.
—Pero María…
—Ni María ni leñes, que nunca has tenido carácter.
—Tampoco se lo impediste tú.
—Yo soy su madre, es distinto, una madre puede aconsejar a su hijo y lo aconsejé, pero no podía ponerme dura con él, para eso están los padres, para ponerse duros con los hijos cuando hace falta, pero a ti no hay quien te saque el genio. Pásame la sal.
—El chico ha de vivir su vida —le pasó la sal a María.
—¿Acaso tú no vives tu vida?, ¿yo no vivo mi vida? Cada cual puede vivir su vida y no por eso tener que vivir separados. Una familia es una familia. Además —continuó María con su tono impetuoso— ese trabajo que tiene es muy soso, no me gusta. El chico es más listo que eso y debería de buscarse un empleo mejor. Ese empleo es de mujeres, no de hombres.
—Mejor eso que estar cargando camiones.
—Sí, pero una oficina, o quizás un banco. ¿Por qué no busca trabajo en un banco? De esas cosas entiende.
—Uno no siempre consigue el trabajo que quiere.
—Pero por lo menos podría buscarlo, lo que está claro es que el trabajo que uno quiere no irá a casa a buscarte.
—Si el chico es feliz…
—¿Qué va a ser feliz? ¿Cómo se va a ser feliz en la caja de un supermercado? Además, está en la otra parte de Valencia, si por lo menos estuviera aquí cerca, yo podría ir a comprar allí y lo vería más a menudo, pero así, ya ves, de domingo en domingo y con prisas. Yo no sé qué prisas tiene el chico. Por el trabajo no será, al fin y al cabo los domingos no abre el supermercado.
—Yo he estado toda la vida de albañil y no me quejo.
—Tú no te quejarías ni aunque te cayera la casa encima, tú eres un conformista y lo mismo te da una que media que ninguna.
—Pues el chico habrá salido a mí.
—Ni lo mentes, no digas tal cosa, que bastante desgracia tiene como para que encima digas que ha salido a ti. Arreglado iba. El chico tiene más carácter que tú, lo que pasa es que no sabe usarlo. Le falta experiencia, le falta alguien que sepa encauzarlo. Una buena mujer —pausa—, como yo. Pero hoy en día todo son pelanduscas y separadas. Si me lo coge una de estas me lo desgracia.
—Igual lo espabila.
—No, esas son unas buitronas, solo buscan exprimir al marido, casarse para vivir a su costa y luego acostarse con los demás. Eso es, unas buitronas y unas aprovechonas, que son todas unas aprovechonas. Y claro, si cuando tenía edad para encontrar una buena mujer no lo hizo, ¿qué le queda ahora? Lo que he dicho, las que no quiere nadie y las separadas. Porque cada vez hay más separadas. ¿Te has fijado Cándido?
—Cada vez hay más —siguió María sin esperar respuesta de su marido—, normal, no hay quien las aguante, exprimen a uno, lo dejan tieso, y hala, a por otro, aunque esté casado. Porque ¿Cuántos matrimonios arruinan esas golfas? Le echan el ojo a otro, lo seducen con buenas maneras, como gatas suaves, y a la legítima que la chinchen. Aguantar un montón de años a un marido para que vaya otra y te lo quite. A la cárcel tenían que ir todas, por ladronas. Pero ese Aznar es otro calzonazos, mucho bigote y mucho cargo, pero es un calzonazos, la Botella, esa sí que vale. El Aznar hace lo que ella quiere, y así va el país. Si a mí me dejaran mandar, otra cosa sería. Cuando estaba Franco no era lo mismo, ahí estaba él bien puesto, aunque claro, la Carmen también tenía lo suyo, pero no era lo mismo, Franco era Franco. Después todo han sido paparruchas que si para el pueblo, que si tal, pero lo mismo daba el seco del Suárez que el simpaticón de Felipe o el soso este que tenemos ahora. Todos son iguales, unos calzonazos.
—Han hecho cosas buenas, hay más carreteras…
—¿Para qué quieres tú carreteras? Tú que no te has movido de Valencia desde que viniste a los veinte años a trabajar. Además, con Franco ya había carreteras, carreteras y coches, pero ni tenías tú coche entonces ni lo has tenido después. Carreteras…
Sonó el timbre de la puerta.
—El chico, ya está ahí el chico, anda, ábrele. ¿A qué esperas?
—¡Tú eres tonta!
—Oye, sin faltar, yo lo que soy es decente.
—No, una decente nunca se lía con hombres casados. Tonta es la que se lía con un hombre casado y no consigue nada de él. Cuando una arriesga su reputación por un tipo casado, debe de recibir algo a cambio.
—Tú eres muy lista por lo que veo.
—No todo lo que debiera, pero por lo menos yo no me he liado con ningún tío casado a cambio de nada, ni luego he estado lamentándome durante años pensando en él.
—No, si yo no me lamento.
—Supongo que no, que ya ha pasado suficiente tiempo, pero dime. ¿A cuántos te has llevado a la cama desde que te dejó?
—Pero cómo eres tan vulgar.
—¿Vulgar? No me digas que tú eres de esas que no necesita tener algo caliente entre las piernas de vez en cuando.
—Oye, si no cambiamos de tema yo me largo.
—¿Pero cómo eres tan estrecha? Vaya amigas que tiene una. Te veo de uvas a peras, te intento aconsejar y me dices que me calle. Abrase visto…
—No es eso, sabes que te aprecio, pero mi vida privada no me gusta que vaya en boca de nadie.
—Oye, ¿no me estarás llamando chafardera?
—No, no es eso, simplemente no me gusta hablar de Héctor, sabes que eso ya pasó hace mucho tiempo.
—Pero luego os habéis seguido viendo, que yo lo sé.
—Tú que vas a saber. Hemos sido amigos, eso es todo, hemos coincidido en algún sitio de vez en cuando, al fin y al cabo los dos vivimos en Valencia, y esto no es Nueva York.
—¿Quieres hacerme creer que nada de nada desde que lo dejasteis?
—Nada de nada, y ahora ni teléfono siquiera. Su mujer se ha puesto dura con él y no puedo ni llamarlo. Todo esto es una mierda, qué se le va a hacer.
—¿Y qué? ¿A ti te sigue interesando a pesar de todo?
—Yo siempre lo he querido.
—¿Pero te interesa o no?
—Ahora ya me he hecho a la idea, pero sí, claro que me interesa.
—Pues llámalo, ¡qué coño! Defiende tu terreno, o eso, o lo olvidas definitivamente y te buscas otro, que lo que yo digo, que tú eres tonta. Anda que con lo buena que estas… Si yo tuviera tus tetas y esa carita de ingenua… pues no iba yo a ligar ni nada.
—No seas golfa Carmen.
—Golfa lo será tu santa madre, que yo a mi marido, vamos, ni un mal pensamiento, lo que pasa es que una se emociona con estas conversaciones, y me pongo en tu situación, sin novio, ni marido, pues a eso me refería, a que si yo no estuviera casada ni tuviera novio, con tu cuerpo y tu vocecita, a triunfar, que son dos días. Que estás más buena que mojar pan.
—Si llamo a Héctor lo voy a perjudicar, no debo de hacerlo.
—Bueno, pues no lo hagas, ya te lo he dicho, búscate otro, pero hay que ver, con lo buen partidazo que es el tío. La pasta que debe de ganar el muy cabrón.
—A mí el dinero no me importa.
—Lo que importa es el tío, claro, pero si lleva algo «pegao», pues mejor. ¿O no? Además, ya estás madurita, pero que muy madurita, y aunque tengas ese cuerpazo, no vas a encontrar a un niñato virgen con el que irte. Tú, o se lo quitas a otra, o te comes las sobras, o te quedas a vestir santos.
—Ah —añadió— y a mi Manolo ni tocarlo eh. No vaya a ser que te esté dando yo aquí clases y quieras practicar conmigo. Estaría bueno.
—No te preocupes por tu Manolo que te lo puedes quedar para ti solita.
—Está bien, pero sin despreciar, que mi Manolo también tiene lo suyo.
—¿No piensas tener críos? —cambió Inés de tema de conversación.
—No, ya ves, a mí también me pilló la cosa madurita, y a estas edades igual te sale mal. Mira, lo hemos «hablao» el Manolo y yo, y ya está la cosa bien. A lo mejor algún día adoptamos algún chinito o un peruano de esos que traen aquí, pero preñarme no, ya le he dicho al Manolo que la Carmen no se queda preñá.
La cafetería se estaba empezando a llenar de gente e Inés empezaba a estar incómoda. Su amiga Carmen había sido siempre bastante indiscreta y hablaba a voces sin tener en cuenta dónde estuviese.
Carmen era amiga suya del colegio de monjas donde estudiaron la básica. Siempre había sido muy lianta y muy mal estudiante. Mientras Inés estudió abogacía, Carmen trabajaba en un Burger. A pesar de que ahora se hacía la buena, siempre había sido de las que se liaba con unos y con otros. A los catorce ya había perdido la virginidad, en el propio colegio, ni más ni menos que con el jardinero, un muchacho de veintitantos años. Estuvieron haciéndolo todas las semanas hasta que la superiora en persona los pilló en un cobertizo en plena faena. A ella la expulsaron del colegio y el pobre jardinero se quedó sin trabajo, no solo en ese colegio, sino en cualquier otro colegio a doscientos kilómetros a la redonda. Ya se encargó la madre superiora de ello.
Que ella supiera, nunca se había dedicado a la prostitución, pero era de las que le sacaba hasta la sangre a todos los que se le acercaban, hasta que parece ser que se enamoró. Se enamoró, o quizás le vio las orejas al lobo. Casi cincuenta años y con cada vez menos posibilidades de encontrar a alguien con el que compartir la vida. Al final tuvo suerte. El tal Manolo por lo visto era un buenazo, y o bien ignoraba el pasado de Carmen, o le daba lo mismo. Inés se alegraba por ella. Lo cierto es que al fin y al cabo le había ido mejor a Carmen que a ella, a pesar de su carrera de abogado y de lo lista que se creía. Su amiga Carmen tenía razón. Era tonta.